URGENTE | Desaparece un avión de pasajeros al este de EEUU |
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Los 'espaldas mojadas' de Barajas LA INMIGRACION EN MADRID (I).- La única
frontera de Madrid está en el aeropuerto de Barajas. Allí no llegan
pateras. Pero sí hay otro tipo de espaldas mojadas: los inmigrantes que se
lo juegan todo ante una mirada, la del funcionario de turno. Ocurre lo
mismo en cualquier aduana de un país desarrollado. Miles de inmigrantes
que llegan para probar suerte en el Estado de bienestar. Muchos llegan
endeudados y sin papeles a este mundo desconocido tras dejar atrás a sus
familias, sus costumbres y su religión. Los espera un laberinto
burocrático con brechas abiertas en la legislación que tendrán que
afrontar, en bastantes ocasiones, sin saber apenas unas palabras de
castellano. Con el capítulo de su llegada al territorio nacional, EL MUNDO
inicia hoy una serie donde se trata de retratar la realidad de la
inmigración en la región.
ROSA M. TRISTAN JUAN CARLOS DE LA CAL MADRID.- En el aeropuerto de Barajas existe un espacio que los técnicos llaman zona de tránsito, los jueces tierra de nadie y la policía zona estéril. Los pasajeros con pasaporte comunitario o procedentes de los denominados países ricos entran y salen por él con sensación de invulnerabilidad que les otorga su flamante documento. Pero semiescondidas entre el laberinto de pasillos, terminales y escaleras existen dos salas donde el tiempo se detiene, la personalidad jurídica se disipa y las esperanzas se esfuman. En una de ellas acaban los rechazados, aquellos que llegan sin el añorado visado, sin dinero, sin posibilidades de demostrar que son perseguidos por alguna razón en su país de origen o, simplemente, que no dan la talla del turista deseado. Son los parias de una hipotética pirámide social de inmigrantes, los que siempre pierden, los que siempre tienen que volver sobre sus pasos en peores condiciones de las que vinieron. Carne de cañon... Así le ocurrió a María, una ecuatoriana que quiso encontrarse en España con su marido, trabajador en los invernaderos del sur. Fue repatriada, tras gastar en el viaje los ahorros de un año del inmigrante, porque no traía reserva de hotel y porque dijo que «venía a ver la nieve a Almería». Su viaje terminó en esta sala de donde sus ocupantes deberían ser repatriados antes de 72 horas -más tiempo es una detención ilegal-, pero donde llegan a pasar semanas. Para ellos no hay recurso judicial posible. Ni siquiera pueden ver a un abogado. Nadie sabe de su presencia allí y están expuestos a cualquier tipo de abuso. Tienen 40 metros cuadrados para compartir con las camas y una televisión, y donde muchas veces la comida llega fría. Estos casos no están contabilizados entre los 4.430 inmigrantes que también fueron repatriados en 1998 en Barajas y que sí pasaron por la frontera fija: una media de 12 devoluciones cada día. La selección es exhaustiva. Medios no faltan. Desde hace unos días, el aeropuerto cuenta con los más sofisticados aparatos del mercado para detectar pasaportes falsos. No obstante, la documentación es sólo una parte. Además, se revisa si el viajero está en el registro informático europeo, si trae dinero suficiente (mínimo: 5.000 pesetas al día), su reserva hotelera o, en su defecto, un acta notarial de invitación de un español. Una simple carta tampoco es válida. «Aunque tenga todos estos trámites aún la policía les pueden negar la entrada a España en una entrevista donde les hacen preguntas trampa como si hay playa en Sevilla», asegura José Antonio Moreno, abogado y portavoz de SOS Racismo. En otra sala separada, gemela a la de los rechazados, esperan los solicitantes de asilo y refugio, es decir, aquellos que aseguran que en sus países sufren persecución por razones políticas, religiosas, étnicas o de pertenencia a un grupo. En 1998, tan sólo 257 personas se acogieron a esta posibilidad en el aeropuerto. El Ministerio de Interior no facilita datos de cuántos consiguieron el estatuto de asilados, aunque la media nacional no llega a la mitad de las peticiones. Para este grupo comienza entonces una larga e incierta espera aeroportuaria que los inmigrantes, algunos con niños pequeños y bebés, pasan en la salita, bajo vigilancia continua. «Allí se acumula mucha gente, hasta 30 personas y niños. Hace unos años habilitaron seis habitaciones para que durmieran, pero la ley dice que no pueden estar ahí más de siete días y no es así», afirma el representante de SOS Racismo. Si no, que le pregunten al colombiano Eduardo Genaro Reyes, que lleva casi un mes retenido en este limbo fronterizo y que el pasado viernes remitió a EL MUNDO por teléfono el testimonio reproducido abajo. «Muchos rompen los pasaportes y los billetes para que no los puedan repatriar. Si no saben de dónde eres, ¿dónde te envían? Es como si destruyeran su vida anterior, con lo cual se quedan sin identidad jurídica en este país. No pueden hacer ningún trámite sin documentos», asegura el padre Antonio, de la ONG Karibú, que dedica sus esfuerzos a los inmigrantes africanos. Así lo hicieron los siete kurdos que llegaron a Madrid el pasado 25 de septiembre y hasta 15 días después no pudieron hacer su solicitud de asilo por falta de un intérprete. Finalmente fueron admitidos después de que se movilizaran por ellos el Defensor del Pueblo y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y de que los medios de comunicación recogieran la noticia. «Y ahora ni siquiera pueden recuperar sus equipajes, que se desviaron a Cuba», añade Manuela Cornejo, del Comité de Solidaridad con Oriente Próximo. Si la petición de asilo es admitida, la policía avisa a alguna ONG, como Cruz Roja o Comisión Católica, para que se encargue del recién llegado. Por fin, entra en España, con destino a algún centro de acogida. Hasta un año después no tendrán el estatuto oficial de refugiado. Pero la batalla por los papeles merece un capítulo aparte... DARIO/29 DIAS RETENIDO EN BARAJAS «Para mí no hay marcha atrás» «Ya estoy muy cansado. Llevo aquí dentro 28 días. En una sala de unos 40 metros cuadrados por la que no deja de pasar gente. Soy un carpintero colombiano, de Cali, y llegué a España huyendo de la guerrilla de mi país. Así que dejé a mi mujer y dos hijos y aterricé en Barajas. El asilo político me fue denegado enseguida, pero decidí recurrir al derecho humanitario. No sé que ocurre conmigo. Pasan los días y sigo encerrado. Desde luego, prefiero quedarme en esta sala que volver a Colombia, donde me espera la muerte segura. El ambiente entre las 20 personas que han pasado por aquí ha sido bueno. Enseguida intentamos comunicarnos, aunque sea con dibujos, como hacía con los kurdos. Pero ellos entraron y yo sigo aquí. Ya ni siquiera puedo llamar al exterior, pues las cabinas de teléfonos se llenaron de monedas y nadie las ha retirado. Mi abogado me llamó y me dijo que está sobre mi caso, y también el Defensor del Pueblo. ¿Acaso es él quien decide? ¡Ojálá! Además de la sala, hay seis habitaciones con cuatro camas cada una y un recinto con juguetes para los niños. Aquí no entra el sol, ni hay sitio para andar. A veces no sé si es de día o de noche. Lo peor es que no puede abrirse la ventana para sentir el aire. Me paso el día dando vueltas a mi propia desesperación. Mi mente viaja siempre hasta mi familia. No me quejo de estar aquí, pero no quiero ni pensar en una marcha atrás.
Odiseas por tierra A Madrid no sólo se llega por avión. Las calles de la ciudad están llenas de historias de inmigrantes que vinieron por tierra, pasando odiseas para sobrevivir. Ahmed, un chaval de 13 años que vive en Lavapiés, llegó metido en el hueco que existe junto a las ruedas de repuesto de un autocar que salía de Marruecos. La policía lo encontró hace un mes vagando con su hermano por la M-30. «En el puerto de Tánger esperan los vehículos pesados para cruzar el Estrecho. Por la noche nos colamos desde la terraza del Hotel Continental. Nuestro mayor miedo eran los perros de la aduana. Pero ese día no aparecieron. Teníamos que luchar contra el sueño para no caer aplastados por las ruedas», recuerda el crío. Otros,como Mohamed, se meten en el corta-aire de las cabinas de los camiones, un pequeño hueco que hay entre el cableado eléctrico que las separa de los remolques. «Los que tienen dinero pagan hasta 100.000 pesetas para viajar un poco más comodos en una especie de zulo que tienen algunos de los contenedores», asegura Mohamed. George, por su parte, un ciudadano rumano de los desalojados del poblado de Malmea, pagó 85.000 pesetas a una mafia de tráfico de inmigrantes para venir hacinado en un camión-patera desde Bucarest a Madrid para vender La Farola. El viaje duró dos días y una noche, con paradas en Budapest y algunos puntos de Francia para recoger pasajeros. También se han detectado casos de inmigrantes sudamericanos que vinieron en taxi desde Fracfort.
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