LA GUERRA DEL ARCÁNGEL SAN GABRIEL


 

 Nadie me puede responder qué mal es el peor.  Y cada vez que pido respuestas me dicen que en esta comunidad yo estoy para responder y el resto para preguntar.  Total, para eso soy el profesor.  Así dicen.  Sin embargo, a la hora de decidir por el bien de la comuni­dad, con las justas si me hacen caso y has­ta se ríen de lo que puedo sugerir.  Yo pregunto si la presencia de los «cumpas» es buena o mala y me dicen: «¿Cómo pre­guntando usted, pues?... Pa' eso es ins­truido, ¿no?» Y se ríen todos desmuela­dos, como haciéndome cojudo.  Peor si los notables están borrachos: «jorobado, curcuncho», se burlan de mi triste aspec­to sin considerar que yo les enseño a sus hijos.  Y es que Dios me puso esta maldita montaña para que la cargara sobre mis es­paldas por algún pecado del cual no me acuerdo.  Duele bajo el poncho en las no­ches de heladas y me avergüenza en el ve­rano cuando hay que descubrirse.  Y no me responderían tampoco si les pregunta­ra sobre esto, como tampoco me respon­den cuando les pregunto qué mal es el peor.

 

Todo Yuraccancha se comporta como si el futuro se lo hubieran comprado.  Si los Sinchis vienen les damos su pachaman­ca, chichita de jora, aguardiente y hasta pisco de tuna.  Cantamos el himno nacio­nal, sacamos la bandera del colegio y la lucimos en la placita de armas.  Si vienen los «Cumpas», sacamos la bandera con la hoz y el martillo, cantamos «salvo el po­der todo es ilusión» o «por montañas y praderas», y seguimos viviendo al margen de la guerra sin habernos alejado de ella.

 

Yuraccancha sabe vivir, tiene un men­saje diferente para cada persona que se acer­ca por estos pagos y eso lo aprendimos de tanto comerciar con la caña.  Nuestro cañazo es el mejor y por eso el resto de co­munidades de la provincia hasta nos rega­lan hembras.  Don César Huamaní, alcal­de, Alejandro Lucero, teniente-gobernador, Lauro Choque, teniente-alcalde, y otros notables se hacen buenos billetes con el al­cohol.  Ahora también con los alimentos que envía Defensa Civil. ¡Semejantes sin­vergüenzas!  Y cuando vienen de Lima los periodistas, ellos lloriquean y moquean en quechua suplicando más ayuda.

 

Pero Yuraccancha no podía seguir siendo de dos bandos sin optar por nin­guno.  Se acordarían de mis preguntas tan despreciadas por estos indios cazurros, cuando los «cumpas» empezaron a pre­sionar.  Primero exigieron que parte de las cosechas se destinaran para alimentar a los que estaban combatiendo en las altu­ras.  No era mucho lo que pedían, enton­ces todos aceptaron felices, bebieron y bai­laron con ellos al igual que hacían con los Sinchis en las contadas ocasiones que venían.  Después exigieron una cuota de ganado para hacer charqui y llevarlo tam­bién a los que peleaban en los cerros.  Y la gente aceptó.  Pero lo que les amarga­ba peor que hiel en la boca a los más viejos, era que arrearan a los maq'tas a la «Escuela Popular» para adoctrinarlos y, posteriormente, se los llevaran a comba­tir.  Muchos ya no regresaban.

 

Yuraccanchinos los hay ricos y pobres, si es que se puede llamar ricos a estos co­merciantes que acumulan algún dinerito, y pobres a otros que sólo viven del campo. Cuando los campesinos se quejaban de las levas que hacían los «cumpas», el alcalde César Huamaní les respondía que ésa era la cuota que debíamos pagar por seguir viviendo en paz.  Igualito hablaba el muy ladino cuando las mamachas venían a que­jarse de las violaciones que hacían los Sinchis a sus hijas.  Nacieron de los Sinchis hijos sin padre.  Pero nadie imaginó las atrocidades que vería nuestra comunidad después del segundo año de violencia. Nadie calculó las lágrimas que arrancarían a las madres de los nevados que rodean la corta llanura de Yuraccancha.

 

Vinieron las fiestas patronales de fi­nes de octubre.  Saludamos el aniversa­rio de nuestra patrona la Virgen del Ro­sario y de nuestro patrón San Gabriel, con celebración de una semana por lo menos.  Por esas fechas ya han espigado los trigales y necesitamos brazos de otros lados para cosechar.  Todo es felicidad y la gente bebe harto licor, come y baila.  La cordillera parece reír con sus dientes blancos de nieve y bajo el sol el pueblo se divierte olvidándose por último de las imágenes sagradas.  Ha venido gente del anexo Pukacruz y del caserío Wayoq'pampa a celebrar a sus patronos.  Y, como siem­pre, los partidos de fútbol entre los case­ríos y anexos acaban en trompeadera.  Hasta a pedradas se agarran los muy bárbaros.  El padrecito Rodrigo por eso se lleva la imagen de la Virgen muy lejos, para que no vea la madre de Cristo toda esa barbarie.  El pobre San Gabriel, como todos los años se queda allí bajo el sol, con esa mirada de niño, como si no com­prendiera nada mientras la luz del día va desgastando los colores de sus andas y los borrachos brindan a su salud.

 

 

 

 

Algo los vi tramar a os Lucero, a los Huamaní y al resto de aguardentosos.  Nada bueno sería cuando regalaban licor contra sus costumbres usureras.  Al final de la semana, cuando la gente estaba can­sada de tanto bailar y tanto beber, don César Huamaní y Alejandro Lucero con­vocaron a asamblea en la casa comunal.  Hacía mucho tiempo que no convocaban y eso me extrañó. ¿Qué se traían entre manos?  Poco a poco iría desembuchando el miserable de Alejandro Lucero que los «Cumpas» exigían un impuesto al comer­cio de alcohol y todo aquel que tuviera alambique tenía que dejar parte de sus ganancias como impuesto de guerra.

 

-¿Qué te pasa don Alejandro? -le in­crepó una anciana-.  Cuando me quejaba de la suerte de mi nieta abusada por los Sinchis, nada dijiste.  Te metiste la lengua al ocoti ¿no?  Mafioso, peor que el zorro eres.  Y cuando los «compañeros» se lleva­ron a los maq'titos para la guerra, tampo­co dijiste nada.  Ahora que tocan tus ne­gocios, llamas a asamblea para palabrear­nos bonito.

 

Pero el Alejandro Lucero tenía argu­mentos.  En las fiestas había regalado aguardiente a los hombres del común, sin ser mayordomo.  No en vano, había sido dirigente de la Asociación hijos de Yuraccancha, en Lima, ni por gusto padrino de múltiples equipos de fútbol, re­presentante, inaugurador solemne y chupa medias del diputado por la provincia, entre otras lindezas.  Igualmente su com­padre, el alcalde César Huamaní.  Ya esta­ban hablando de que «ésta ha sido la gota que derramó el vaso», que «ya no soportamos un flagelo más».

 

-No podemos seguir perdiendo, pues.  Los Sinchis, a pesar de haber deshonrado a muchas de las hijas de Yuraccancha, a pesar de hacerlas parir hijos del pecado y la vergüenza, no nos traen la muerte como los «compañeros».  Unos aumentan de guaguas a la comunidad y otros se llevan a los jóvenes a combatir.  Los hijos sin pa­dre son acogidos por esta comunidad de sentimientos nobles, pero a los maq'tas que van a morir a los cerros, ¿quién les de­vuelve la vida? ¿Alguien me puede decir qué mal es el peor? -decía el alcalde César Huamaní.

 

-Eso mismo dije al comienzo, mi es­timado... -traté de intervenir.  Pero en medio de la penumbra ya me respondía de mala manera el hijo de Lauro Choque, arrogante como siempre fue en el colegio.

 

-¿Cómo te vamos a tomar en serio, pues, profesor? ¿Acaso tú has nacido en nuestra tierra?  Por cortesía estás en la asamblea comunal, porque como todos saben eres hijo de Mollecancha, no de Yuraccancha.  Esta asamblea es de Yurac­canchinos, no de forasteros.

 

-¿Quién no sabe que los de Mollecan­cha miran mal a nuestra progresista comunidad? -agregó Nemesio Yaranga, el dueño del mejor alambique de la región.

 

... Los de Payranga, Q'ollara y Yanayacu también.  Mal haríamos en aceptar sus consejos.

 

-¡Que se vaya el curcuncho comeli­bro! -gritó alguien desde la oscuridad.  Otros le secundaron.

 

-¡Que se vaya el forastero!

 

-¡Más respeto!... Es el profesor... -pro­testaron algunos del común.

 

No quise seguir escuchando más.  Los escolares al día siguiente me contarían que habían acordado botar a los «cumpas» para siempre.  Otra cosa también me contarían: todas las intervenciones de los aguar­dentosos fueron en castellano, y por eso mucha gente votó sin saber exactamente por qué votaba.  La mayoría quería acabar rápido la asamblea para irse a dormir des­pués de tantos días de fiestas.

 

Nadie sabe si fue por casualidad o alguien les avisó, pero durante algún tiempo los «cumpas» se desaparecieron del lugar, y sólo veíamos a los cóndores trasponer la cordillera blanca que flan­quea la herida de Yuraccancha.

 

 

 

 

Llegando al mes, en plena noche de granizo, recibimos la visita de tres guerri­lleros hambrientos.  Los perros no los la­draron como otras veces y sólo se limita­ron a aullar con un quejido triste y pro­longado.  Los visitantes tenían los rostros amoratados de frío y los labios rajados por la sequedad del viento de cordillera.  Pre­gunté al más joven su edad y él me res­pondió todo chaposo, sonriente.

 

-Quince años, señor.

 

Don César Huamaní los invitó a pa­sar a la bodega de Nemesio Yaranga, el mejor elaborador de aguardiente de la re­gión.  Inmediatamente mandó a una de sus hijas a que matara una gallina para agasajar a los presentes.  Llegaron Alejandro Lucero y Lauro Choque, cada uno con sus familiares.  Todos hacían preguntas de las atrocidades de la guerra, indagaban por gentes conocidas de otras comunidades, se enteraban de los últimos muertos que ha­bían antes conocido en vida.  Historia va, historia viene, los fusiles automáticos iban quedando olvidados por sus dueños en un rincón.  Los «cumpas» se sacaron los pon­chos húmedos para que las mujeres los tendieran junto al fogón.  Cenaron y be­bieron el aguardiente más mentado de la provincia, chaccharon coca hasta altas horas riéndose de las bromas de los anfitriones y hasta cantaron ese huayno «Flor de Retama», que a ellos tanto les gusta.

 

El primero en caer dormido fue el maq'tito,  endulzado con el calor de la coci­na, vencido por el cansancio más que por los alcoholes.  Los otros dos también se irían quedando dormidos.  Algo presentí cuando vi a los hijos de Alejandro Lucero intercambiar miradas, metiéndose las ma­nos debajo de los ponchos.  Fue entonces que llamé al padre para increparle su conducta, y él, ya enchispado por los tragos, me respondió mal y hasta casi me golpea.

 

-¿Qué te pasa, carajo?... So baboso, comelibros... ¡Anda a cuidar tu escuela que pa' eso cobras sueldo! ¿Acaso vas a ense­ñarme a conducir una comunidad?... ¡Es­pérate nomás, ka’nra, porquería, carajo, pa' que veas cómo te denuncio con los Sin­chis!

 

En medio de la oscuridad, mientras el granizo azotaba los techos de las casas y los perros aullaban como si la pena les brotara de adentro, los Lucero, los Huamaní y los Choque apuñalaron los cuerpos dormidos de los guerrilleros.  Su sangre quedó desparramada en las paredes y el piso de tierra del negocio de Nemesio Yaranga.

 

 

 

La semana fue de mucha pelea entre la gente que apoyaba la atrocidad y los que criticaran la conducta de sus principales. Don César Huamaní había corrido a matacaballo a la base de Huancapi para soli­citar la presencia de los Sinchis. Orgulloso regresó luego de tres días en compañía de los uniformados y algunos periodistas.  Lo entrevistaron y el muy zorro sólo respondía en quechua poniendo esa cara de indio desamparado frente al traductor y las cámaras. ¡Incluso lloraba el muy desgraciado!

 

El insolente hijo mayor de Lauro Choque se le dio por seguirme a todas partes y cada vez que le dirigía la mirada, me sonreía todo cachoso. De vez en cuando soltaba amenazas en voz alta, como quien no quiere, para que yo lo escuchase.

 

-¡Ya vamos a caerle también a los ami­gos de los «cumpas»! ... ¡Varios deben haber por aquí! -y volteaba en mi dirección son­riendo.

 

Se tomaron fotos con los cadáveres, siempre cuidando de no descubrir el ros­tro del más joven para que no se dieran cuenta que había sido casi una guagua.

 

Ahora sé por qué seguía llorando el ladino Huamaní cuando se fueron los Sinchis y los periodistas.  A pesar que lo nombraron «ciudadano ejemplar», «heroico defensor de la patria», «ejemplo de civismo» y otras ga­las, todos se iban por donde vinieron sin de­jarle ninguna protección para su inmunda persona.  Tanto sus familiares como los Choque y los Lucero, quisieron hacer una nueva asamblea para formar eso que los Sinchis llaman «rondas» o «defensa civil», pero los del común no quisieron asistir.  Convo­caron a los escolares, pero los muy matreros preferían ir a cazar torcazas o a torturar sa­pos antes que desfilar con palos y rejones por la plazuela.

 

En los siguientes días los hijos de los alcoholeros empezaron a faltar al colegio y a veces los veía vagando por las chacras, conversando con otros mocosos.  Valientes seguro se sentían.

 

-¿Por qué no van al colegio, vagos? -les increpé una tarde.

 

-El que tiene plata no necesita cole­gio -me respondió uno de los gemelos Yaranga-.  Basta con saber sumar, restar, es lo que entra y lo que sale. ¿Pa' qué más?

 

-Mostrencos, carajo. ¡Vayan pa' su cla­se! -tomé un palo.

 

-Cúidese mejor, profesoracha... Nin­gún curcuncho nos va a decir qué hacer. Y si nos sigue hostigando, allí están los Sin­chis que buscan «terrucos».  Usted de re­pente será «terruco», pues. -dijo el hijo mayor de los Lucero.  

 

Cogí miedo y me fui dándole las espaldas, sintiendo sus mofas e insultos, soportando los terrones secos que lanzaban sobre esta joroba mal­dita que no merecí tener.

 

-¡Jorobao!... -gritaban ya de lejos, rién­dose luego.  En la noche recién pude llo­rar de impotencia sobre el hombro de mi mujer.

 

 

 

 

El siguiente domingo la gente desper­tó espantada por un sonido grave y monó­tono, como si los cerros amenazaran con derrumbarse.  Fueron saliendo los comune­ros tratando de ver, entre legañas, qué pa­saba.  Pasmados se quedaban aquellos que levantaban la vista hacia las alturas: los ce­rros verde-amarillos del ichu seco, amanecieron cubiertos de hombres con pon­chos ocres y pasamontañas de colores.  Algunos hacían sonar tambores de cuero tem­plado siguiendo un ritmo lúgubre, cons­tante, arrancándole el eco a las montañas.  Nadie explicaba de dónde salieron tantos. ¿Acaso no eran tan sólo unos pocos?

 

¡Bramm!  Sonó el primer dinami­tazo y las madres hincaron rodillas en la tierra, abrazando a sus guaguas, para implorar al cielo misericordia.  Las paredes de roca y los riscos de las quebra­das siguieron temblando al ritmo de los cueros, y los hombres de Yuraccancha entendimos que toda resistencia era in­útil y que había llegado el castigo por nues­tras culpas.

 

-¡Saquemos la bandera roja! -gritó como loco el teniente-gobernador, tratan­do de ordenar a la gente presa del pánico­-  No nos harán nada... ¡Somos campesi­nos!... ¡Les explicaremos!

 

Pero nadie tenía oídos para sus necias palabras.  Cientos de rostros cubiertos nos observaban imperturbables mientras los tam­bores aceleraban el ritmo y sonaban los hua­krapukus hechos de cuerno de toro.  El segundo petardo de dinamita remeció la tierra y las guaguas huían como vizcachas ante el trueno buscando refugio.  De pronto todo se hizo  silencio.  El eco de la explo­sión se agotó en el aire y nos miraban a lo lejos, inexpresivos, como fundidos en bron­ce. Uno de ellos gritó algo inentendible mostrando en alto el fusil, y el resto lo siguió coreando la consigna, levantando sus armas.  Volvieron a tronar los tambores y los guerrilleros empezaron a descender por los caminos del ganado hacia la carretera que conduce al caserío.  Llegaron por fin a la pla­zuela formados en pelotones y vociferando lemas, repitiendo las mismas cosas hasta el cansancio.

 

-¡Compañeros! ... ¡Waiñuchum Yanahu­mas!

 

-¡WAIÑUCHUM YANAHUMAS!

 

(Muerte a los «cabezas negras»)

 

-¡Causachum guerra popular!

 

-¡CAUSACHUM GUERRA POPULAR!

 

(Viva la guerra popular)

 

Jóvenes armados ingresaron casa por casa en busca de los Lucero, de los Yaranga, de los Choque, de los Huamaní. Sólo dejaron a las criaturas, al resto los sacaron en vilo.  En medio de la plaza mataron primero a los más viejos utilizando cuchillos para dego­llar carneros.  Vimos boquear y temblar con los estertores de la muerte a Lauro Choque: No pudo evitar con sus dos manos que siga manando sangre de su yugular; se sujetaba con ambas el cuello pero entre los dedos se le escapa la vida.  A las mujeres viejas las mataron aplastándoles el cráneo con pesadas piedras.  Los hijos de Alejandro Lucero y de César Huamaní pre­sentaron resistencia, pero fueron reducidos a culatazos y colgados con sogas de cerda del travesaño de la escuela.  Pataleaban amoratados por la asfixia hasta que sucumbieron con los ojos saltones a la muerte.  Quedaban maniatados y desnudos César Huamaní y Alejandro Lucero esperando peores cas­tigos.  Mientras tanto,  los techos de sus casas ardían llenando las quebradas de humo negro.  Los tambores de piel y los cuernos de toro no dejaban de sonar lúgu­bres, como melodía de una pesadilla.

 

Qué fácil morían como reses los hu­manos.

 

A las cuatro de la tarde, la calle princi­pal del caserío se nutrió de los balidos de todas las ovejas de Yuraccancha.  Junto con ellas marchaban las pocas reses que poseía la comunidad y también los caballos y las lla­mas.  Los «cumpas» las arreaban a latigazos y puedo asegurar que en toda una vida jamás las escuché balar así: Parecían adivi­nar que nunca más volverían a ver la tie­rra donde nacieron.  Era un balido triste, un llanto de despedida igual a los harawis que cantan las mamachas cuando alguien se va.  Así los «cumpas» castigaban a Yurac­cancha llevándose como botín de guerra todos los animales, excepto los perros.  Y los habitantes del caserío vieron impoten­tes cómo esa columna enorme de anima­les caminaba por el sendero de herradura que conduce hacia los nevados, igualito como si se fueran al cielo, perdiéndose de vista allá donde se juntan las crestas de la cordillera con las nubes.

 

-Chau, profesoracha... -me dijo cari­ñoso un maq'tito con el rostro cubierto por un pasamontañas rojo.  Miedo me dio no saber de quién se trataba.  Mi alumno seguramente habría sido y, antes de unir­se al grupo que cubría la retirada de los «cumpas», me obsequió una manzana.  Llevaba el arma terciada a la espalda y des­apareció a lo lejos haciéndome adiós con su mano pequeña aún.

 

Al caer la noche supimos que se aca­baron los Lucero, los Huamaní, los Cho­que y los Yaranga.  Nadie volvería a apellidarse así por estas serranías.  También, con la destrucción de sus alambiques,  acabaría la célebre fama de destiladores de aguardiente que conservaron orgullosos los yuraccanchinos durante siglos.

 

 

II

 

Soñé esa noche con los alcoholeros que habíamos visto morir en la plaza, todos tirados  panza arriba, degollados, capados, mutilados, ahorcados.  Al me­dio de ellos lucía la imagen del arcángel San Gabriel, patrono de Yuraccancha, triste y olvidado al centro de la plazuela como en su fiesta patronal, cuando todos se divertían recordando apenas su celebración.  San Gabriel,  vestido de lente­juelas y cubierto de milagros de plata,  me conversó toda la noche.  Me contó de la vaina que era ser patrón de una comuni­dad de alcohólicos y fornicadores.  Dijo que ya estaba cansado y que ya no quería seguir siendo San Gabriel. «¿No quieres ser tú San Gabriel?»,  preguntó po­niéndome una mano blanquísima en el hombro.  Yo reí de buena gana,  a pe­sar de estar entre tanto muerto. ¿Cómo voy a ser, pues, San Gabriel?... ¿Acaso alguien ha visto un San Gabriel cholo, feo, jorobado?... ¿Acaso un cobarde como yo puede ser arcángel y derrotar a los de­monios de toda especie?  Hasta profesor puedo ser. Y eso,  con el favor de los comu­neros de Yuraccancha.  Pero los arcánge­les son hermosos, no como uno que mue­ve a lástima.  

 

Y así nos fuimos charlando mientras esquivábamos los muertos desparramados en la plaza, arrimándolos con el pie a un costado para que no estorbaran el paso. Y pena me dio después de todo, porque no hay nada más triste que ser patrono de una comunidad que apenas se acuerda de su onomástico y lo aprovecha como ocasión para chupar y bailar durante días, mientras la imagen pierde sus colores olvidada a la intempe­rie, soportando la insolencia de los bo­rrachos que meaban en su delante.  Capaz el ajusticiamiento de los alcoholeros era el castigo de Dios por sus pecados.  Ahí quedaban para los cóndores.

 

 

 

 

 

La comunidad se quedó pintada de le­mas y advertencias.  Había hoces y marti­llos en las paredes, amenazas contra so­plones y traidores, al igual que contra los que se atrevieran a bajar las banderas ro­jas que dejaron por todo el pueblo.  Cuan­do llegaron los Sinchis en su acostum­brada ronda, tuvieron que entrar al case­río cubriéndose las narices por el hedor que despedían los cadáveres descompues­tos bajo el sol.

 

-¿Por qué no los levantaron? -pre­guntó el oficial.

 

Le contaron los más habladores cómo había sido la masacre y que los «cumpas» amenazaron con matar a todo aquel que se atreviera a mover los pedazos de los difuntos.

 

-¿Y qué se han creído, cojudos?... ¿Acaso nosotros vamos a levantar esa por­quería? -dijo el oficial antes de ordenar que hiciéramos tan asquerosa tarea.  

 

Pi­cados por las gallinas, mordisqueados por los perros y cubiertos de moscas, así tuvi­mos que recogerlos ante los cañones ame­nazantes de las metralletas.  Igual nos hi­cieron arrear las banderas, pero como no encontraron pintura en ninguna parte, los lemas y símbolos se quedaron adornando las paredes.  Sobre todo el que decía: «El partido tiene mil ojos y mil oídos».

 

Durante toda la semana estuvieron vi­niendo periodistas de Lima para tomar fotos, grabar declaraciones y pasearse por los lugares más inusuales: Nos entera­mos por ellos que el Arquitecto presidente había or­denado desde mucho tiempo atrás la presencia del Ejército en el departamento de Ayacucho, pero a nosotros sólo nos visi­taban los Sinchis de la Guardia Civil, diz­que «por nuestra escasa importancia estratégica».  Desde ahora y por razón de la masacre, vendrían los «cabitos» del Ejérci­to. Todos nos imaginamos que por fin se acabarían los abusos que  acos­tumbraban cometer los Sinchis, que se terminarían los saqueos del ganado, las violaciones a las warmas y las torturas para inventar culpables.  Seguramente ya no  habrían desaparecidos.  Una vez más íbamos a comprobar cuán ingenuos podemos ser los habitantes de estos páramos tan fríos.

 

 

En pocos días llegaron los «cabitos» al mando de un oficial joven, de gran estatu­ra, medio blancón.  Tomaron el colegio como cuartel y procedieron a cercarlo con un gran muro de adobón, para lo cual reclutaron campesinos del anexo Pukacruz.

 

Ahora tenía que dictar clase en la casa comunal y, cosa de broma, el teniente que mandaba a los «cabitos» era mi alumno. ¿No tenía vergüenza, tan grandote y escuchando clase con los changos?  Me en­teré que se hacía llamar con el alias de «Coster» y que ni los mismos soldados sa­bían su apellido.  Una vez le pregunté al teniente «Coster» qué significaba su alias y me dijo algo que no me pude explicar:

 

-He venido a terminar con algo que dejó inconcluso Pizarro.

 

Eso dijo.  Sin querer empecé a tomarle simpatía, sobre todo por la atención que ponía en mis palabras cuando dictaba la hora de historia. ¿Tanto le interesaba ese curso?  Con humildad también le pregun­té otro día por esa afición y él me dio la respuesta a todas mis interrogantes.

 

-A ustedes los maestros hay que vigi­larlos.  Les lavan el cerebro a los mocosos con ideas subversivas.  Desde ahora quie­ro que enseñes cosas útiles. ¿Entendi­do? Déjate de andar enseñando cosas de la provincia.  Háblales de Europa, de paí­ses avanzados... Enseña en castellano, siempre en castellano, para que se vayan olvidando del quechua.

 

-Pero, señor teniente... -me atreví a opinar- ...el programa del Ministerio de Educación dice...

 

-¡Qué programa ni qué ministerios, carajo! ¡Aquí la autoridad soy yo!... ¿Entiendes eso cholo de mierda?  Vociferó agarrándome de las solapas.

 

Cuando me soltó noté que le temblaban las manos y que tenía los ojos como dos tizones ardientes.  Se fue mascullando algo que con las justas alcancé a entender y que sirvió  de explicación a otra de mis inte­rrogantes.

 

-La culpa de todo la tiene Pizarro... Otra cosa sería el Perú sin esta raza mal­dita -. Y se esfumó.

 

 

 

Coster no me inquieta tanto.  Es cier­to que cuando me mira desde su alta esta­tura me hace sentir menos que un batra­cio, como si a uno lo hubieran hecho mal, igual que si fuera una equivocación de la naturaleza. Pero no le tenía tanto miedo. Los que me inquietan y dan más pavor son esos bestias que salen todas las mañanas al despuntar el alba, a correr por los alrededores.  Van trotando con el torso desnudo sin importarles el frío de la madrugada, todos con el puñal en la mano. Salen de dos en fondo y repiten lo que va cantando el sargento.

 

-¡El soldado!

 

-¡EL SOLDADO!

 

-¡No se cansa!

 

-¡NO SE CANSA!

 

-¡De matar!

 

-¡DE MATAR!

 

-Guerrilleros

 

-¡GUERRILLEROS!

 

-¡Y tomarnos!

 

-¡Y TOMARNOS!

 

-¡Su sangre!

 

-¡SU SANGRE!

 

 

Cada parte la repiten gritando a todo pulmón, igual que los «cumpas» con sus consignas.  Y cuando un perro tiene la mala suerte de cruzarse en su camino, lo matan a puñaladas y beben tibiecita su sangre.  Se embarran el rostro con la sangre del animal, con las tripas también, y conti­núan su recorrido.  El perro muerto se lo llevan a la guarnición.  Dicen que para el rancho.

 

Mucha rabia me dio cuando mata­ron al mío.

 

-¡Me mataron mi perro, carajo! -le dije al teniente Coster, con lágrimas en los ojos, pero él sólo me miraba impasible detrás de sus lentes oscuros, como si uno fuera menos que un insecto.

 

Por eso, cuando mi mujer me dijo que los «cabitos» habían invitado a la comu­nidad una pachamanca en el cuartel, yo le dije que no fuera.  Ella insistía en ir por esa vanidad que tienen las mujeres de lucir sus galas y que las miren.  No me dejé convencer por sus súplicas y el tiem­po me daría la razón.  El resto de las war­mas habría pensado igual, porque el día de la pachamanca lucían como antes de la guerra, con polleras de colores y flores frescas en el pelo.  Los hombres con saco y sombrero oscuro acompañaban a sus damas de polleras bordadas y mantos nue­vos.  Muchos soñaban con casar a sus hijas o a la hermana solterona con militares, o simplemente querían aprovechar la oportunidad de echarse un trago para olvidar tanta violencia y amargura.  Vimos así a mucha gente entrar por el por­tón de lo que antes fue escuela y convirtieron en cuartel.

 

Efectivamente, comieron y bebieron bailando hasta la tarde. Habían llevado el aguardiente que tenían almacenado desde los días en que Nemesio Yaranga compar­tía el mundo con los vivos.  Pero nadie se dio cuenta que lo que comían eran los pe­rros que los milicos acuchillaban en sus ejercicios matutinos.

 

Perro comieron.

 

Algunos quizás saborearon la carne aliñada del fiel guardián de su chacra.

 

Pero eso no fue lo peor.  Los yurac­canchinos, por generaciones, son débiles para rehusar el buen aguardiente y por eso se excedían los hombres en beber y las mujeres se excedían bailando con los cachacos.  El bailongo amenazaba prolongarse más allá de la tarde y los hombres seguían bebiendo ante la mirada de cule­bra de los soldados.  A las seis de la tarde vimos como las puertas del cuartel se abrían de par en par y al medio de la ca­lle, fueron sacados a culatazos y patadas todos los varones de Yuraccancha.  Las mujeres se quedaron adentro.

 

Borrachos, llenos aún de pica-pica y con las serpentinas enrolladas al cuello, tocaron enérgicos el portón.  Luego gritaron con desesperación el nombre de sus mujeres, de sus hermanas, de sus hi­jas.  Suplicaron arañando las puertas.  Después que fueran alejados a balazos por los centinelas, los vimos llorar a cada uno por separado y retirarse impotentes a sus pagos.

 

Pasado el tiempo, nadie recordaba la pachamanca en que comieron perro.  Tampoco que los «cabitos» se fornicaron en una noche a todas las hembras de Yuraccancha, y es porque quizás el olvido sea un remedio más eficiente que el odio para esas penas incurables.  Los po­cos que quisieron presentar quejas a las autoridades de la provincia,  no volvieron a aparecer.  Se hicieron humo o los hicieron humo, sin dejar el menor rastro.  Las esposas no podían mirar de frente a sus maridos, las madres no querían cargar a sus guaguas y las hijas lloraban de amargura por las noches.  Hombres en Yuraccancha se contaban pocos, porque la mayoría andaban hechos un guiñapo que ni siquiera podían levantar la cara hacia el cielo.  Se volvió reservada la gente, ya no quieren conversar.  Sólo una señora hablaba, a la que nadie hace caso porque había enloquecido.  Siempre repetía las mismas palabras y lue­go se encerraba en el silencio, como si el recuerdo la abatiera.

 

-¡A mí que soy una vieja! ... ¡No tie­nen madre estos supaypaguaguas!

 

Y así diciendo, volvía a enmudecer.  De pronto levantaba el rostro y repetía lo mismo. Eso era lo que hacía todo el día, durante toda la semana.  Ya hasta aburría la señora y por eso fue que las familias se negaban a darle limosna para no estar escuchándola y recordando tanta vergüenza.

 

 

 

 

III

 

 

 

Vi cosas raras en la gente.  Nadie ha­blaba más de lo necesario desde que compro­baron la maldad de los «cabitos».  Las mu­jeres, cuando estaban lavando en el río,  susu­rraban entre ellas en quechua y callaban todas al mismo tiempo si se acercaba algún varón.  Yo me aproximaba y la conversación se terminaba, seguían chancando la ropa en las piedras de la orilla y la exprimían para vol­verla a lavar, hasta que me aburría de verlas hacer lo de siempre y continuaba mi camino.  A lo lejos las sentía susurrar en quechua nuevamente.

 

Igual estaban los escolares.  Hablaban mu­cho en secreto y por más que les pregun­taba, nada podía sacar en claro. Eso sí, me miraban con harto respeto, no como al resto de varones de Yuraccancha que lloraban aún la violación de sus mujeres y sus hijas sin haber podido hacer nada.

 

Chismes sí me contaron. Cómo no en­terarme que ya la mujer no obedecía al marido por estos lugares, que el hijo faltaba al padre y la hija con mayor razón.  Me contaban también los changos del colegio que no querían cultivar las chacras para que al final los «cabitos» se beneficien y ni siquiera paguen por lo que da la tierra.

 

Cómo no enterarme que la hija de mi vecino Toribio Najarro, la pasña de mejo­res ojos en la comunidad, se entendía con el teniente Coster.  Clotilde Najarro, des­de aquel abuso de la pachamanca, se las ingeniaba para entrar en el cuartel, delan­te de toda la tropa, tantas veces ella quisiera.  Y poco a poco, la Clotilde fue sien­do repudiada por los escasos jóvenes que quedaban y por las viejas que se ocupaban de la vida ajena.

 

 

Llegando el día de Noche Buena, los soldados trataban de mitigar la soledad con harto licor.  En cambio, la comunidad sa­bía que esas navidades iban a ser las peo­res sin el aguardiente destilado por los difuntos Yaranga o Choque, ni la misa can­tada en quechua por el padrecito Rodrigo.  El curita ya no asomaba su sotana por es­tos rincones de la cordillera donde la gen­te desaparece y los cadáveres se descomponen al sol.  Ni siquiera quedaba un corde­rito para agasajar a las visitas.

 

Sólo las mujeres tuvieron humor para po­nerse sus mejores polleras y lavar sus tren­zas con boliche y agua de romero.  No obe­decían ni a sus maridos ni a sus padres, de­clarándose en franca rebeldía contra la autoridad de los hombres de Yuracchancha.

 

Al que no lo veíamos mucho era a Cos­ter.  Casi siempre andaba medio borracho y chismeaban que armaba ci­garrillos con una hierba como el orégano, que olía rico.  Parte de su tropa se fue en patrullaje al anexo Pukacruz, porque decían los llameros que allá los «cumpas» fusilaron al alcalde títere que puso Coster.

 

Y cantando villancicos al Jesucito se iban las warmas esa noche por los caminos de la comunidad, como si fuera una procesión, cada una con su cirio de sebo entre las  manos.  Así como danzando al son de los villancicos que les enseñó alguna vez el pa­drecito Rodrigo, llegaron al caserío y cruzaron por la enrevesada calle principal hacia la plazuela donde estaba el cuartel.  Los cacha­cos dispararon al aire previniendo una asona­da, pero a la luz del reflector reconocieron a las mujeres que por la fuerza habían com­partido sus caricias con ellos.  Entonces empezaron a lanzar silbidos y palabrotas.  Incluso Coster salió por encima del muro, todo borracho y despeinado.

 

- ¡Seguro quieren más verga!... -gri­tó- ¡Ábranles la puerta y que entren de una en fondo para darles sus pascuas!

 

-¿Imanaqtintaq khaynaniraq machasqari purimunki, lluy karkallaña, choqñe ñawintin?  (¿Cómo es posible que andes tan borracho, todo sucio y legañoso?) -le gritó a voz en cuello la Clotilde Najarro.

 

-¿Qué me estará diciendo esta perra en su chanfaina de lengua? -le preguntó Coster a un subalterno.

 

-Es cochineo nomás, señor... -le res­pondió.

 

 Y así las recibieron jubilosos los «cabi­tos» que seguramente habían calculado pasar la navidad mitigando su soledad con alcohol.  Las puertas se cerraron una vez más detrás de las hembras de Yuraccancha y nadie durmió en el caserío.  Mucho me­nos los cachudos.

 

-Putas, carajo... ¿Por qué no he muer­to antes de ver tanta desvergüenza? -se lamentaba mi vecino Najarro escuchando el jubileo que los uniformados hacían ante la presencia de las pasñas.

 

-No se aflija, amigo Toribio.  Son tiempos de guerra los que vivimos -le dije tratando de consolarlo.

 

-Ni trago tengo para sufrir menos en mi alma atormentada -siguió hablando, repitiendo el estribillo de un huayno-.  Así no quiero vivir... Quiero esta misma no­che buscar quién me dé la muerte.

 

-No sea tonto... -oí que le decía mi mujer.

 

Cuando ya nos cansábamos de oír tan­to alboroto de botellas rotas, risas y lisu­ras sonó esa explosión que se llevó algunos de los techos de las casas más cerca­nas al cuartel y que me hizo creer en el fin del mundo.  Las llamas se elevaban dentro de la cuadra como queriendo la­mer las estrellas y los pedazos de fierro que volaban por los aires amenazaban descabezar a los curiosos.  Sonaron tiros de fusil, ráfagas de metralleta y escuchamos quejarse atroz a más de un herido en la oscuridad.  Dos explosiones más nos desgarraron los tímpanos y vimos arder el cuartel por completo, como si fuera una caja de fósforos.

 

Sentimos el llanto de las mujeres y otros quejidos. Algunas de las pasñas que habían ingresado para festejar con los «cabitos» iban apareciendo poco a poco, casi desnudas y con el pelo chamuscado.  Tra­taban de cubrirse sus partes con ambas manos en medio del frío de cordillera.  Los vecinos las tapaban con mantas apenas veían aparecer una y le preguntaban por la suerte de la hija o de la hermana y hasta por la esposa.  Varias habían muerto.

 

Acuerdo fue de todas ellas entrar al cuartel para arroparse bajo las frazadas de los «cabitos» y luego, en plena madruga­da, atravesarles el corazón con esos alfile­res de platería tan largos que usan las chi­nas de estos pagos para sujetarse el man­to.  Pocas consiguieron matar a su cacha­co y otras fueron sorprendidas en el in­tento.  Esas murieron primero.

 

Clotilde Najarro, de tanto entrar y salir para ofrecerse al teniente, había apren­dido mucho.  Sabía dónde estaban las co­sas peligrosas del cuartel y también lo que Coster guardaba debajo de su litera.  En la habitación donde antes estaban las escobas y los trastes de limpieza, Coster  almacenaba las granadas, minas y mu­niciones para tenerlas bajo su control. «No jales esa argolla», le había dicho a ella una vez que cogió por curiosidad ese artefacto parecido a una lata de leche. «Nos que­mamos todos», agregó antes de arrebatár­selo de las manos.

 

-¿Jalando revienta, papay? -pre­guntó ella.

 

-Claro pues, babosa de mierda.  No vuelvas a tocar esto. ¿Oíste?

Eres capaz de volarme toda la guarni­ción -respondió advirtiendo.

 

Y se hubiera metido de adivino Coster si viviera para contarlo.  La Clotilde lo mató borracho y satisfecho, hundiéndole ese gran alfiler de plata en el corazón.  Luego, lueguito, haría eso que le prohi­biera: jalar la argolla de la lata juntito a las cosas que guardaba Coster en la otra habitación.  Ahora que está ciega y toda quemada la pobre, se le ha dado por con­tar cómo fue.

 

Los soldaditos que salieron hacia el anexo Pukacruz para castigar a los que mataron al alcalde, jamás regresarían.  Los «cumpas» les armaron emboscada a medio camino y dicen que nadie quedó vivo.  Aquí los pocos heridos que quedaron entre las ruinas de lo que fue cuartel y antes era colegio,  no querían que les ayu­den.  Amenazaron con disparar al primero que se acerque, a pesar de que ni siquiera tenían fuerzas para sujetar el fusil.  De eso ya se daban cuenta los changos del colegio y les gastaban bromas del mal gus­to, burlándose de su debilidad.  Pasaban los mocosos corriendo con sus huaracas de lana o con hondas de jebe lanzándoles piedras y luego desaparecían.

 

Las heridas seguramente habían comenzado a infectarse, porque ya ni se les escuchaba gritar las bravuconadas de costumbre.  Lo úl­timo que veníamos escuchando desde dos noches atrás eran lamentos de dolor y delirios de agonía.  Después ya nada oímos.  Los maq'titos aprovecharon en recoger todo tipo de armas de los alrededores y las iban juntando.  Incluso tuvieron la osadía de arrebatarles los fusiles a los moribundos valiéndose de astucias.

 

-Esto se va pa' peor, maestro... -me de­cía un comunero adulto-.  Ahora van a ve­nir más cachacos y nos harán sufrir por lo que hicieron estas locas con el cuartel.  Debemos marchamos de aquí.  Quemarlo todo.  Pedir al resto de comunidades y anexos que nos acojan.  Hasta gratis podemos trabajar para ellos.

 

-Así es, mi estimado -le respondo-.  Vendrán muchos cachacos a masacrar y torturar.  Ése es el precio que se paga por ser valientes.  Y como los hombres de esta comunidad no fueron valientes, las muj­eres nos han enseñado.  Hasta los chan­guitos de la escuela han empezado a ser machos.  ¿No le da vergüenza?

 

-Valientes o cobardes, no importa.  La cosa es que hay que largarse o creerán que nos hemos sumado a los «cumpas» de Pukacruz -añadió otro vecino.

 

Dicen las malas lenguas que las muje­res y los chicos remataron a pedradas a los heridos que se estaban pudriendo al sol.  Peores lenguas dicen que eso lo aprendie­ron de los «cumpas» cuando ajusticiaron a los alcoholeros.

 

Todos huían con sus cosas.  La cargaban al hombro y llegaban así a los caminos,  por­que acémilas ya no existían.  Los que decidieron refugiarse en las comunidades vecinas fueron los de edad adulta, casi todos hombres, y las mujeres en cambio preferían mar­charse junto a los muchachitos del colegio, hacia las montañas de Q'oripata.  No que­rían andar con quienes no supieron defender su honor ni vengar su humillación.  En Yuraccancha quedaron los viejos y la Clotilde Najarro junto a algunos pusilá­nimes que no sabían qué hacer.

 

Creyéndome seguro en las cuevas don­de las aves de rapiña hacen sus nidos, olvi­dé allá por unos días,  junto a mi mujer, el miedo de vivir en Yuraccancha.  En la madrugada del noveno día me despertó un silbido que no era del viento ni de culebra,  sino de gente.  Terror sentimos y nos acu­rrucarnos debajo de los ponchos esperan­do la muerte.

 

-¡Papay, amaña pakaikuñachu, maskhamushaykun! (¡Padrecito, no te ocultes, te estamos buscando!) -escuchamos una voz de chiquillo, como suplicando.  Eran mis alumnos que venían con algunos adul­tos y acompañados de las pasñas de la comunidad. Lucían haraposos y hambrientos, con los labios rajados, chaposos en las mejillas, igual que los guerrilleros que alguna vez visitaron el caserío.

 

                  

¿Qué vienen a buscar de este pobre profesor sin escuela? ¿Acaso yo puedo darles a todos de comer?  Si con las justas mascamos algo de charqui entre yo y mi mujer y be­bemos la nieve derretida que nos amorata los labios. ¿Qué les puede dar este joro­bado inservible que se cansa cada cincuenta metros por el peso que lleva en la espalda?

 

Maximino Guzmán me dijo que po­día conducirlos en ese viaje incierto para ponernos a salvo de los cachacos. «Por algo eres, pues, profesor» dijo él, y yo que había escuchado tantas veces la misma vai­na, dudé.  No fui político, no tenía ese don de mandar a otros ni tenía ideología

 

Pero el Maximino igual me dijo que el  Espíritu Santo me enrumbará y me dará los dones que necesito.  Así regresó él de la capital, cambiado, con el pelo y la bar­ba largos, llevando la Biblia bajo el brazo.  Afirmaba ser «israelita» a pesar que es cholo como todos los de por acá.

 

-Eres noble de corazón.  Sabes leer me­jor que cualquiera de nuestros paisanos.  Sólo te falta conocer la palabra de Dios y aplicar su voluntad -me animó entregándo­me su Biblia toda vieja.

 

Así empezamos ese duro peregrinar, perdiéndonos de las patrullas de los Sin­chis y otros uniformados, caminando de noche y ocultándonos de día, robando los ganados de los yana-humas o asaltando camiones de alimentos en medio de la puna.  Los maq’tas aprendieron a dispa­rar con las armas que se robaron del cuar­tel y los pocos soldaditos que desertaban de otras guarniciones hartos de tanto abu­so, se nos sumaron.  En un principio sólo las aves de rapiña que vuelan muy alto y las vizcachas que agüeitan entre los roquedales, se enteraron de esa masa de changos y mujeres que andaba por las montañas sin rumbo ni disciplina, desplazándose como una horda y arrasando con todo lo que se oponía a su paso.

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando los helicópteros se cansaron de peinar la zona, subieron los soldados en camiones a Yuraccancha.  Seguramente estaban alarmados al no recibir señal de la radio del difunto Coster.  Con el ros­tro tiznado de betún y las armas listas a disparar entraron por la calle principal deteniendo a las pocas mujeres y ancianos que encontraban en su camino.

 

-Mierda -resopló el que estaba al man­do al ver el cuartel todo destruido, tapán­dose las narices por el olor a cadáver des­compuesto.

 

-¿Quién hizo esto? -preguntaron a un anciano que habían detenido en la plazue­la-.  Fueron los «cumpas», ¿no?

 

-«Cumpas» no, señor patroncito -res­pondió.

 

-¿Me quieres agarrar de cojudo? -vo­ciferó el oficial cerca del rostro del prisio­nero. - ¿Sabes que te puedo desaparecer?... ¿Ah?

 

-Verdad te estoy diciendo, patrón.  Ya no vienen por acá los «Cumpas».

 

-¿Y quién hizo esto? -le lanzó un puntapié a los testículos-. ¿Acaso fue el Arcángel San Gabriel?

 

Lo siguieron pateando en la cabeza, en la cintura, en la columna y el vientre.  El más certero fue justamente en la boca del estómago y el anciano perdió completa­mente el aire poniéndose morado.  Murió así, con los ojos desorbitados y los labios abiertos, tratando inútilmente de encontrar el aire que le faltaba, sintiendo que el abdomen se le hundía como queriendo jun­tarse con su espalda.  A su alrededor los cachacos reían.

 

-Que se muera por colaborador.  Trai­gan a la borradita esa.  Por sus quemaduras algo tiene que saber -la señaló el oficial.

 

-Por las puras preguntas si vas a ma­tar -dijo Clotilde Najarro.

 

-¿Y quién hizo esto?... Yo pregunto y dicen que no fueron los luminosos.  Me quieren agarrar de cojudo, entonces. ¿Aca­so fue el Arcángel San Gabriel?

 

 

-Puedes matarme de una vez.  Yo lo hice todo -responde Clotilde buscando la dirección de donde viene la voz del ofi­cial-.  Con San Gabriel no te metas... Nada tienes que ver con él.  Ya se llevo hasta a las guaguas pa' que no les hagas daño.  Nunca lo vas a encontrar.

 

 

-Esta india está loca... ¿Quién te va a creer que tú has volado la guarnición entera?  Seguro estabas encamándote con alguien en el cuartel cuando lo atacaron.  Ahora entiende: cuando digo si lo hizo el Arcángel San Gabriel, es un decir. ¿Entiendes?  No es que exista, imbécil.

 

-Tú de repente no lo conoces, taitalli­co.  Pero él se los llevó a todos y después va a buscarte para hacerte pagar todos tus abusos.

 

Clotilde Najarro sólo sintió empello­nes y quejas a su alrededor.  Se dejó con­ducir en medio de su propia oscuridad, sintiendo el sol en las espaldas.  Escuchó las súplicas de los ancianos y de las mamachas que no pudieron partir hacia las alturas de Q'oripata.  El sonido de las ráfagas de me­tralleta le hizo recordar la última noche del oficial Coster.  Y si hubiera tenido ojos habría visto entre los estertores de agonía que le lanzaban esa misma lata llena de letras y que producía el infierno.

 

-Maravillas del fósforo líquido... Ahora que busquen los periodistas-comentó el oficial después de la faena,  limpián­dose el betún del rostro con un pañuelo.

 

 

 

 Y así me llaman ahora, porque a mi paso los huaicos se detienen, la cordillera me esconde y los cernícalos me avisan.  Hasta mi aspecto ha cambiado.  Camina­mos con los pies desnudos sobre la nieve, asaltamos transportes en la carretera y vol­vemos a subir por las jalcas a los páramos más fríos.  Nos buscan con helicópteros y no nos hallan: pasan de largo sobre nuestras cabezas.  No se nos acercan los «cum­pas» porque saben que somos diferentes y agüeitan de lejos nomás nuestros movi­mientos.  Los cachacos no nos ven y el día que quieran encontrarnos les enseñaremos que las armas que nos llevamos del cuartel todavía disparan y que varios desertores de sus filas se han unido a este ejército hambriento y errante.  Y recibirán toda la ira de Dios como ya la recibieron aquellos pue­blos que se oponían a nuestro mandato.  Así lo digo yo,  San Gabriel de Yuraccan­cha, hijo de los Apus y de Jehová de los Ejércitos.

 

 

Enero, 1989.

 


INICIO