LA GUERRA DEL ARCÁNGEL SAN GABRIEL
Todo Yuraccancha se comporta como si el futuro se lo
hubieran comprado. Si los Sinchis
vienen les damos su pachamanca, chichita de jora, aguardiente y hasta pisco de
tuna. Cantamos el himno nacional,
sacamos la bandera del colegio y la lucimos en la placita de armas. Si vienen los «Cumpas», sacamos la
bandera con la hoz y el martillo, cantamos «salvo el poder todo es ilusión» o
«por montañas y praderas», y seguimos viviendo al margen de la guerra sin
habernos alejado de ella.
Yuraccancha sabe vivir, tiene un mensaje diferente
para cada persona que se acerca por estos pagos y eso lo aprendimos de tanto
comerciar con la caña. Nuestro
cañazo es el mejor y por eso el resto de comunidades de la provincia hasta nos
regalan hembras. Don César
Huamaní, alcalde, Alejandro Lucero, teniente-gobernador, Lauro Choque,
teniente-alcalde, y otros notables se hacen buenos billetes con el alcohol. Ahora también con los alimentos que
envía Defensa Civil. ¡Semejantes sinvergüenzas! Y cuando vienen de Lima los periodistas, ellos lloriquean y
moquean en quechua suplicando más ayuda.
Pero Yuraccancha no podía seguir siendo de dos bandos
sin optar por ninguno. Se
acordarían de mis preguntas tan despreciadas por estos indios cazurros, cuando
los «cumpas» empezaron a presionar.
Primero exigieron que parte de las cosechas se destinaran para alimentar
a los que estaban combatiendo en las alturas. No era mucho lo que pedían, entonces todos aceptaron felices,
bebieron y bailaron con ellos al igual que hacían con los Sinchis en las
contadas ocasiones que venían.
Después exigieron una cuota de ganado para hacer charqui y llevarlo también
a los que peleaban en los cerros.
Y la gente aceptó. Pero lo
que les amargaba peor que hiel en la boca a los más viejos, era que arrearan a
los maq'tas a la «Escuela Popular» para adoctrinarlos y, posteriormente, se los
llevaran a combatir. Muchos ya no
regresaban.
Yuraccanchinos los hay ricos y pobres, si es que se
puede llamar ricos a estos comerciantes que acumulan algún dinerito, y pobres
a otros que sólo viven del campo. Cuando los campesinos se quejaban de las
levas que hacían los «cumpas», el alcalde César Huamaní les respondía que ésa
era la cuota que debíamos pagar por seguir viviendo en paz. Igualito hablaba el muy ladino cuando
las mamachas venían a quejarse de las violaciones que hacían los Sinchis a sus
hijas. Nacieron de los Sinchis
hijos sin padre. Pero nadie
imaginó las atrocidades que vería nuestra comunidad después del segundo año de
violencia. Nadie calculó las lágrimas que arrancarían a las madres de los
nevados que rodean la corta llanura de Yuraccancha.
Vinieron las fiestas patronales de fines de
octubre. Saludamos el aniversario
de nuestra patrona la Virgen del Rosario y de nuestro patrón San Gabriel, con
celebración de una semana por lo menos.
Por esas fechas ya han espigado los trigales y necesitamos brazos de
otros lados para cosechar. Todo es
felicidad y la gente bebe harto licor, come y baila. La cordillera parece reír con sus dientes blancos de nieve y
bajo el sol el pueblo se divierte olvidándose por último de las imágenes
sagradas. Ha venido gente del
anexo Pukacruz y del caserío Wayoq'pampa a celebrar a sus patronos. Y, como siempre, los partidos de
fútbol entre los caseríos y anexos acaban en trompeadera. Hasta a pedradas se agarran los muy
bárbaros. El padrecito Rodrigo por
eso se lleva la imagen de la Virgen muy lejos, para que no vea la madre de
Cristo toda esa barbarie. El pobre
San Gabriel, como todos los años se queda allí bajo el sol, con esa mirada de
niño, como si no comprendiera nada mientras la luz del día va desgastando los
colores de sus andas y los borrachos brindan a su salud.
Algo los vi tramar a os Lucero, a los Huamaní y al
resto de aguardentosos. Nada bueno
sería cuando regalaban licor contra sus costumbres usureras. Al final de la semana, cuando la gente
estaba cansada de tanto bailar y tanto beber, don César Huamaní y Alejandro
Lucero convocaron a asamblea en la casa comunal. Hacía mucho tiempo que no convocaban y eso me extrañó. ¿Qué
se traían entre manos? Poco a poco
iría desembuchando el miserable de Alejandro Lucero que los «Cumpas» exigían un
impuesto al comercio de alcohol y todo aquel que tuviera alambique tenía que
dejar parte de sus ganancias como impuesto de guerra.
-¿Qué te pasa don Alejandro? -le increpó una
anciana-. Cuando me quejaba de la
suerte de mi nieta abusada por los Sinchis, nada dijiste. Te metiste la lengua al ocoti ¿no? Mafioso, peor que el zorro eres. Y cuando los «compañeros» se llevaron
a los maq'titos para la guerra, tampoco dijiste nada. Ahora que tocan tus negocios, llamas a
asamblea para palabrearnos bonito.
Pero el Alejandro Lucero tenía argumentos. En las fiestas había regalado
aguardiente a los hombres del común, sin ser mayordomo. No en vano, había sido dirigente de la
Asociación hijos de Yuraccancha, en Lima, ni por gusto padrino de múltiples
equipos de fútbol, representante, inaugurador solemne y chupa medias del
diputado por la provincia, entre otras lindezas. Igualmente su compadre, el alcalde César Huamaní. Ya estaban hablando de que «ésta ha
sido la gota que derramó el vaso», que «ya no soportamos un flagelo más».
-No podemos seguir perdiendo, pues. Los Sinchis, a pesar de haber
deshonrado a muchas de las hijas de Yuraccancha, a pesar de hacerlas parir
hijos del pecado y la vergüenza, no nos traen la muerte como los «compañeros». Unos aumentan de guaguas a la comunidad
y otros se llevan a los jóvenes a combatir. Los hijos sin padre son acogidos por esta comunidad de
sentimientos nobles, pero a los maq'tas que van a morir a los cerros, ¿quién
les devuelve la vida? ¿Alguien me puede decir qué mal es el peor?
-decía el alcalde César Huamaní.
-Eso mismo dije al comienzo, mi estimado... -traté de
intervenir. Pero en medio de la
penumbra ya me respondía de mala manera el hijo de Lauro Choque, arrogante como
siempre fue en el colegio.
-¿Cómo te vamos a tomar en serio, pues, profesor?
¿Acaso tú has nacido en nuestra tierra?
Por cortesía estás en la asamblea comunal, porque como todos saben eres
hijo de Mollecancha, no de Yuraccancha.
Esta asamblea es de Yuraccanchinos, no de forasteros.
-¿Quién no sabe que los de Mollecancha miran mal a
nuestra progresista comunidad? -agregó Nemesio Yaranga, el dueño del mejor
alambique de la región.
... Los de Payranga, Q'ollara y Yanayacu también. Mal haríamos en aceptar sus consejos.
-¡Que se vaya el curcuncho comelibro! -gritó alguien
desde la oscuridad. Otros le
secundaron.
-¡Que se vaya el forastero!
-¡Más respeto!... Es el profesor... -protestaron
algunos del común.
No quise seguir escuchando más. Los escolares al día siguiente me
contarían que habían acordado botar a los «cumpas» para siempre. Otra cosa también me contarían: todas
las intervenciones de los aguardentosos fueron en castellano, y por eso mucha
gente votó sin saber exactamente por qué votaba. La mayoría quería acabar rápido la asamblea para irse a
dormir después de tantos días de fiestas.
Nadie sabe si fue por casualidad o alguien les avisó,
pero durante algún tiempo los «cumpas» se desaparecieron del lugar, y sólo
veíamos a los cóndores trasponer la cordillera blanca que flanquea la herida de
Yuraccancha.
Llegando al mes, en plena noche de granizo, recibimos
la visita de tres guerrilleros hambrientos. Los perros no los ladraron como otras veces y sólo se
limitaron a aullar con un quejido triste y prolongado. Los visitantes tenían los rostros
amoratados de frío y los labios rajados por la sequedad del viento de
cordillera. Pregunté al más joven
su edad y él me respondió todo chaposo, sonriente.
-Quince años, señor.
Don César Huamaní los invitó a pasar a la bodega de
Nemesio Yaranga, el mejor elaborador de aguardiente de la región. Inmediatamente mandó a una de sus hijas
a que matara una gallina para agasajar a los presentes. Llegaron Alejandro Lucero y Lauro
Choque, cada uno con sus familiares.
Todos hacían preguntas de las atrocidades de la guerra, indagaban por
gentes conocidas de otras comunidades, se enteraban de los últimos muertos que
habían antes conocido en vida.
Historia va, historia viene, los fusiles automáticos iban quedando
olvidados por sus dueños en un rincón.
Los «cumpas» se sacaron los ponchos húmedos para que las mujeres los
tendieran junto al fogón. Cenaron
y bebieron el aguardiente más mentado de la provincia, chaccharon coca hasta
altas horas riéndose de las bromas de los anfitriones y hasta cantaron ese
huayno «Flor de Retama», que a ellos tanto les gusta.
El primero en caer dormido fue el maq'tito, endulzado con el calor de la cocina,
vencido por el cansancio más que por los alcoholes. Los otros dos también se irían quedando dormidos. Algo presentí cuando vi a los hijos de
Alejandro Lucero intercambiar miradas, metiéndose las manos debajo de los
ponchos. Fue entonces que llamé al
padre para increparle su conducta, y él, ya enchispado por los tragos, me
respondió mal y hasta casi me golpea.
-¿Qué te pasa, carajo?... So
baboso, comelibros... ¡Anda a cuidar tu escuela que pa' eso cobras sueldo!
¿Acaso vas a enseñarme a conducir una comunidad?... ¡Espérate nomás, ka’nra,
porquería, carajo, pa' que veas cómo te denuncio con los Sinchis!
En medio de la oscuridad, mientras el granizo azotaba
los techos de las casas y los perros aullaban como si la pena les brotara de
adentro, los Lucero, los Huamaní y los Choque apuñalaron los cuerpos dormidos
de los guerrilleros. Su sangre
quedó desparramada en las paredes y el piso de tierra del negocio de Nemesio
Yaranga.
La semana fue de mucha pelea
entre la gente que apoyaba la atrocidad y los que criticaran la conducta de sus
principales. Don César Huamaní había corrido a matacaballo a la base de
Huancapi para solicitar la presencia de los Sinchis. Orgulloso regresó luego
de tres días en compañía de los uniformados y algunos periodistas. Lo entrevistaron y el muy zorro sólo
respondía en quechua poniendo esa cara de indio desamparado frente al traductor
y las cámaras. ¡Incluso lloraba el muy desgraciado!
El insolente hijo mayor de
Lauro Choque se le dio por seguirme a todas partes y cada vez que le dirigía la
mirada, me sonreía todo cachoso. De vez
en cuando soltaba amenazas en voz alta, como quien no quiere, para que yo lo
escuchase.
-¡Ya vamos a caerle también a los amigos de los
«cumpas»! ... ¡Varios deben haber por aquí! -y volteaba en mi dirección sonriendo.
Se tomaron fotos con los cadáveres, siempre cuidando
de no descubrir el rostro del más joven para que no se dieran cuenta que había
sido casi una guagua.
Ahora sé por qué seguía llorando el ladino Huamaní
cuando se fueron los Sinchis y los periodistas. A pesar que lo nombraron «ciudadano ejemplar», «heroico
defensor de la patria», «ejemplo de civismo» y otras galas, todos se iban por
donde vinieron sin dejarle ninguna protección para su inmunda persona. Tanto sus familiares como los Choque y
los Lucero, quisieron hacer una nueva asamblea para formar eso que los Sinchis
llaman «rondas» o «defensa civil», pero los del común no quisieron
asistir. Convocaron a los
escolares, pero los muy matreros preferían ir a cazar torcazas o a torturar sapos
antes que desfilar con palos y rejones por la plazuela.
En los siguientes días los hijos de los alcoholeros
empezaron a faltar al colegio y a veces los veía vagando por las chacras,
conversando con otros mocosos.
Valientes seguro se sentían.
-¿Por qué no van al colegio, vagos? -les increpé una
tarde.
-El que tiene plata no necesita colegio -me respondió
uno de los gemelos Yaranga-. Basta
con saber sumar, restar, es lo que entra y lo que sale. ¿Pa' qué más?
-Mostrencos, carajo. ¡Vayan pa' su clase! -tomé un
palo.
-Cúidese mejor, profesoracha... Ningún curcuncho nos
va a decir qué hacer. Y si nos sigue hostigando, allí están los Sinchis que
buscan «terrucos». Usted de repente
será «terruco», pues. -dijo el hijo mayor de los Lucero.
Cogí miedo y me fui dándole las espaldas, sintiendo
sus mofas e insultos, soportando los terrones secos que lanzaban sobre esta
joroba maldita que no merecí tener.
-¡Jorobao!... -gritaban ya de lejos, riéndose
luego. En la noche recién pude llorar
de impotencia sobre el hombro de mi mujer.
El siguiente domingo la
gente despertó espantada por un sonido grave y monótono, como si los cerros
amenazaran con derrumbarse. Fueron
saliendo los comuneros tratando de ver, entre legañas, qué pasaba. Pasmados se quedaban aquellos que
levantaban la vista hacia las alturas: los cerros verde-amarillos del ichu
seco, amanecieron cubiertos de hombres con ponchos ocres y pasamontañas de
colores. Algunos hacían sonar tambores
de cuero templado siguiendo un ritmo lúgubre, constante, arrancándole el eco
a las montañas. Nadie explicaba de
dónde salieron tantos. ¿Acaso no eran tan sólo unos pocos?
¡Bramm! Sonó el primer dinamitazo y las madres
hincaron rodillas en la tierra, abrazando a sus guaguas, para implorar al cielo
misericordia. Las paredes de roca
y los riscos de las quebradas siguieron temblando al ritmo de los cueros, y
los hombres de Yuraccancha entendimos que toda resistencia era inútil y que
había llegado el castigo por nuestras culpas.
-¡Saquemos la bandera roja!
-gritó como loco el teniente-gobernador, tratando de ordenar a la gente presa
del pánico- No nos harán nada...
¡Somos campesinos!... ¡Les explicaremos!
Pero nadie tenía oídos para
sus necias palabras. Cientos de
rostros cubiertos nos observaban imperturbables mientras los tambores
aceleraban el ritmo y sonaban los huakrapukus hechos de cuerno de toro. El segundo petardo de dinamita remeció
la tierra y las guaguas huían como vizcachas ante el trueno buscando
refugio. De pronto todo se
hizo silencio. El eco de la explosión se agotó en el
aire y nos miraban a lo lejos, inexpresivos, como fundidos en bronce. Uno de
ellos gritó algo inentendible mostrando en alto el fusil, y el resto lo siguió
coreando la consigna, levantando sus armas. Volvieron a tronar los tambores y los guerrilleros empezaron
a descender por los caminos del ganado hacia la carretera que conduce al
caserío. Llegaron por fin a la plazuela
formados en pelotones y vociferando lemas, repitiendo las mismas cosas hasta el
cansancio.
-¡Compañeros! ... ¡Waiñuchum
Yanahumas!
-¡WAIÑUCHUM YANAHUMAS!
(Muerte a los «cabezas
negras»)
-¡Causachum guerra popular!
-¡CAUSACHUM GUERRA POPULAR!
(Viva la guerra popular)
Jóvenes armados ingresaron
casa por casa en busca de los Lucero, de los Yaranga, de los Choque, de los
Huamaní. Sólo dejaron a las criaturas, al resto los sacaron en vilo. En medio de la plaza mataron primero a
los más viejos utilizando cuchillos para degollar carneros. Vimos boquear y temblar con los
estertores de la muerte a Lauro Choque: No pudo evitar con sus dos manos que
siga manando sangre de su yugular; se sujetaba con ambas el cuello pero entre
los dedos se le escapa la vida. A
las mujeres viejas las mataron aplastándoles el cráneo con pesadas
piedras. Los hijos de Alejandro
Lucero y de César Huamaní presentaron resistencia, pero fueron reducidos a
culatazos y colgados con sogas de cerda del travesaño de la escuela. Pataleaban amoratados por la asfixia
hasta que sucumbieron con los ojos saltones a la muerte. Quedaban maniatados y desnudos César
Huamaní y Alejandro Lucero esperando peores castigos. Mientras tanto, los techos de sus casas ardían llenando
las quebradas de humo negro. Los
tambores de piel y los cuernos de toro no dejaban de sonar lúgubres, como
melodía de una pesadilla.
Qué fácil morían como reses
los humanos.
A las cuatro de la tarde, la
calle principal del caserío se nutrió de los balidos de todas las ovejas de Yuraccancha. Junto con ellas marchaban las pocas
reses que poseía la comunidad y también los caballos y las llamas. Los «cumpas» las arreaban a latigazos y
puedo asegurar que en toda una vida jamás las escuché balar así: Parecían adivinar
que nunca más volverían a ver la tierra donde nacieron. Era un balido triste, un llanto de
despedida igual a los harawis que cantan las mamachas cuando alguien se
va. Así los «cumpas» castigaban a
Yuraccancha llevándose como botín de guerra todos los animales, excepto los
perros. Y los habitantes del
caserío vieron impotentes cómo esa columna enorme de animales caminaba por el
sendero de herradura que conduce hacia los nevados, igualito como si se fueran
al cielo, perdiéndose de vista allá donde se juntan las crestas de la
cordillera con las nubes.
-Chau, profesoracha... -me
dijo cariñoso un maq'tito con el rostro cubierto por un pasamontañas
rojo. Miedo me dio no saber de
quién se trataba. Mi alumno
seguramente habría sido y, antes de unirse al grupo que cubría la retirada de
los «cumpas», me obsequió una manzana.
Llevaba el arma terciada a la espalda y desapareció a lo lejos
haciéndome adiós con su mano pequeña aún.
Al caer la noche supimos que
se acabaron los Lucero, los Huamaní, los Choque y los Yaranga. Nadie volvería a apellidarse así por
estas serranías. También, con la
destrucción de sus alambiques,
acabaría la célebre fama de destiladores de aguardiente que conservaron
orgullosos los yuraccanchinos durante siglos.
Soñé esa noche con los
alcoholeros que habíamos visto morir en la plaza, todos tirados panza arriba, degollados, capados,
mutilados, ahorcados. Al medio de
ellos lucía la imagen del arcángel San Gabriel, patrono de Yuraccancha, triste
y olvidado al centro de la plazuela como en su fiesta patronal, cuando todos se
divertían recordando apenas su celebración. San Gabriel,
vestido de lentejuelas y cubierto de milagros de plata, me conversó toda la noche. Me contó de la vaina que era ser patrón
de una comunidad de alcohólicos y fornicadores. Dijo que ya estaba cansado y que ya no quería seguir siendo
San Gabriel. «¿No quieres ser tú San Gabriel?», preguntó poniéndome una mano blanquísima en el hombro. Yo reí de buena gana, a pesar de estar entre tanto muerto.
¿Cómo voy a ser, pues, San Gabriel?... ¿Acaso alguien ha visto un San Gabriel
cholo, feo, jorobado?... ¿Acaso un cobarde como yo puede ser arcángel y
derrotar a los demonios de toda especie?
Hasta profesor puedo ser. Y eso,
con el favor de los comuneros de Yuraccancha. Pero los arcángeles son hermosos, no como uno que mueve a
lástima.
Y así nos fuimos charlando
mientras esquivábamos los muertos desparramados en la plaza, arrimándolos con
el pie a un costado para que no estorbaran el paso. Y pena me dio después de
todo, porque no hay nada más triste que ser patrono de una comunidad que apenas
se acuerda de su onomástico y lo aprovecha como ocasión para chupar y bailar
durante días, mientras la imagen pierde sus colores olvidada a la intemperie,
soportando la insolencia de los borrachos que meaban en su delante. Capaz el ajusticiamiento de los
alcoholeros era el castigo de Dios por sus pecados. Ahí quedaban para los cóndores.
La comunidad se quedó
pintada de lemas y advertencias.
Había hoces y martillos en las paredes, amenazas contra soplones y
traidores, al igual que contra los que se atrevieran a bajar las banderas rojas
que dejaron por todo el pueblo.
Cuando llegaron los Sinchis en su acostumbrada ronda, tuvieron que
entrar al caserío cubriéndose las narices por el hedor que despedían los
cadáveres descompuestos bajo el sol.
-¿Por qué no los levantaron?
-preguntó el oficial.
Le contaron los más
habladores cómo había sido la masacre y que los «cumpas» amenazaron con matar a
todo aquel que se atreviera a mover los pedazos de los difuntos.
-¿Y qué se han creído,
cojudos?... ¿Acaso nosotros vamos a levantar esa porquería? -dijo el oficial
antes de ordenar que hiciéramos tan asquerosa tarea.
Picados por las gallinas,
mordisqueados por los perros y cubiertos de moscas, así tuvimos que recogerlos
ante los cañones amenazantes de las metralletas. Igual nos hicieron arrear las banderas, pero como no
encontraron pintura en ninguna parte, los lemas y símbolos se quedaron
adornando las paredes. Sobre todo
el que decía: «El partido tiene mil ojos y mil oídos».
Durante toda la semana estuvieron viniendo
periodistas de Lima para tomar fotos, grabar declaraciones y pasearse por los
lugares más inusuales: Nos enteramos por ellos que el Arquitecto presidente
había ordenado desde mucho tiempo atrás la presencia del Ejército en el
departamento de Ayacucho, pero a nosotros sólo nos visitaban los Sinchis de la
Guardia Civil, dizque «por nuestra escasa importancia estratégica». Desde ahora y por razón de la masacre,
vendrían los «cabitos» del Ejército. Todos nos imaginamos que por fin se
acabarían los abusos que acostumbraban
cometer los Sinchis, que se terminarían los saqueos del ganado, las violaciones
a las warmas y las torturas para inventar culpables. Seguramente ya no
habrían desaparecidos. Una
vez más íbamos a comprobar cuán ingenuos podemos ser los habitantes de estos
páramos tan fríos.
En pocos días llegaron los «cabitos» al mando de un
oficial joven, de gran estatura, medio blancón. Tomaron el colegio como cuartel y procedieron a cercarlo con
un gran muro de adobón, para lo cual reclutaron campesinos del anexo Pukacruz.
Ahora tenía que dictar
clase en la casa comunal
y, cosa de broma, el teniente que mandaba a los «cabitos»
era mi alumno. ¿No
tenía vergüenza, tan grandote y escuchando clase con los changos? Me enteré que se hacía llamar con el
alias de «Coster» y que ni los mismos soldados sabían su apellido. Una vez le pregunté al teniente
«Coster» qué significaba su alias y me dijo algo que no me pude explicar:
-He venido a terminar con
algo que dejó inconcluso Pizarro.
Eso dijo. Sin querer empecé a tomarle simpatía, sobre todo por la atención que ponía
en mis palabras cuando dictaba la hora de historia. ¿Tanto le interesaba ese
curso? Con humildad también le
pregunté otro día por esa afición y él me dio la respuesta a todas mis
interrogantes.
-A ustedes los maestros hay
que vigilarlos. Les lavan el
cerebro a los mocosos con ideas subversivas. Desde ahora quiero que enseñes cosas útiles. ¿Entendido?
Déjate de andar enseñando cosas de la provincia. Háblales de Europa, de países avanzados... Enseña en
castellano, siempre en castellano, para que se vayan olvidando del quechua.
-Pero, señor teniente... -me
atreví a opinar- ...el programa del Ministerio de Educación dice...
-¡Qué programa ni qué
ministerios, carajo! ¡Aquí la autoridad soy yo!... ¿Entiendes eso cholo de
mierda? Vociferó agarrándome de
las solapas.
Cuando me soltó noté que le
temblaban las manos y que tenía los ojos como dos tizones ardientes. Se fue mascullando algo que con las
justas alcancé a entender y que sirvió
de explicación a otra de mis interrogantes.
-La culpa de todo la tiene
Pizarro... Otra cosa sería el Perú sin esta raza maldita -. Y se esfumó.
Coster no me inquieta
tanto. Es cierto que cuando me
mira desde su alta estatura me hace sentir menos que un batracio, como si a
uno lo hubieran hecho mal, igual que si fuera una equivocación de la
naturaleza. Pero no le tenía tanto miedo. Los que me inquietan y dan más pavor
son esos bestias que salen todas las mañanas al despuntar el alba, a correr por
los alrededores. Van trotando con
el torso desnudo sin importarles el frío de la madrugada, todos con el puñal en
la mano. Salen de dos en fondo y repiten lo que va cantando el sargento.
-¡El soldado!
-¡EL SOLDADO!
-¡No se cansa!
-¡NO SE CANSA!
-¡De matar!
-¡DE MATAR!
-Guerrilleros
-¡GUERRILLEROS!
-¡Y tomarnos!
-¡Y TOMARNOS!
-¡Su sangre!
-¡SU SANGRE!
Cada parte la repiten
gritando a todo pulmón, igual que los «cumpas» con sus consignas. Y cuando un perro tiene la mala suerte
de cruzarse en su camino, lo matan a puñaladas y beben tibiecita su sangre. Se embarran el rostro con la sangre del
animal, con las tripas también, y continúan su recorrido. El perro muerto se lo llevan a la
guarnición. Dicen que para el
rancho.
Mucha rabia me dio cuando
mataron al mío.
-¡Me mataron mi perro,
carajo! -le dije al teniente Coster, con lágrimas en los ojos, pero él sólo me
miraba impasible detrás de sus lentes oscuros, como si uno fuera menos que un
insecto.
Por eso, cuando mi mujer me
dijo que los «cabitos» habían invitado a la comunidad una pachamanca en el
cuartel, yo le dije que no fuera.
Ella insistía en ir por esa vanidad que tienen las mujeres de lucir sus
galas y que las miren. No me dejé
convencer por sus súplicas y el tiempo me daría la razón. El resto de las warmas habría pensado
igual, porque el día de la pachamanca
lucían como antes de la guerra, con polleras de colores y flores frescas en el
pelo. Los hombres con saco y
sombrero oscuro acompañaban a sus damas de polleras bordadas y mantos nuevos. Muchos soñaban con casar a sus hijas o
a la hermana solterona con militares, o simplemente querían aprovechar la
oportunidad de echarse
un trago para olvidar
tanta violencia y amargura. Vimos así a mucha gente entrar por el
portón de lo que antes fue escuela y convirtieron en cuartel.
Efectivamente, comieron y
bebieron bailando hasta la tarde. Habían llevado el aguardiente que tenían
almacenado desde los días en que Nemesio Yaranga compartía el mundo con los
vivos. Pero nadie se dio cuenta
que lo que comían eran los perros que los milicos acuchillaban en sus
ejercicios matutinos.
Perro comieron.
Algunos quizás saborearon la
carne aliñada del fiel guardián de su chacra.
Pero eso no fue lo
peor. Los yuraccanchinos, por
generaciones, son débiles para rehusar el buen aguardiente y por eso se
excedían los hombres en beber y las mujeres se excedían bailando con los
cachacos. El bailongo amenazaba
prolongarse más
allá de la tarde y
los hombres seguían
bebiendo ante la mirada de culebra de los soldados. A las seis de la tarde vimos como las puertas del cuartel se abrían de par en par
y al medio de la calle, fueron sacados a culatazos y patadas todos los varones
de Yuraccancha. Las mujeres se
quedaron adentro.
Borrachos, llenos aún de
pica-pica y con las serpentinas enrolladas al cuello, tocaron enérgicos el
portón. Luego gritaron con
desesperación el nombre de sus mujeres, de sus hermanas, de sus hijas. Suplicaron arañando las puertas. Después que fueran alejados a balazos
por los centinelas, los vimos llorar a cada uno por separado y retirarse
impotentes a sus pagos.
Pasado el tiempo, nadie
recordaba la pachamanca en que comieron perro. Tampoco que los «cabitos» se fornicaron en una noche a todas
las hembras de Yuraccancha, y es porque quizás el olvido sea un remedio más
eficiente que el odio para esas penas incurables. Los pocos que quisieron presentar quejas a las autoridades
de la provincia, no volvieron a
aparecer. Se hicieron humo o los
hicieron humo, sin dejar el menor rastro.
Las esposas no podían mirar de frente a sus maridos, las madres no
querían cargar a sus
guaguas y las hijas lloraban de amargura por las noches. Hombres en Yuraccancha se contaban
pocos, porque la mayoría andaban hechos un guiñapo que ni siquiera podían
levantar la cara hacia el cielo.
Se volvió reservada la gente, ya no quieren conversar. Sólo una señora hablaba, a la que nadie
hace caso porque había enloquecido.
Siempre repetía las mismas palabras y luego se encerraba en el
silencio, como si el recuerdo la abatiera.
-¡A mí que soy una vieja!
... ¡No tienen madre estos supaypaguaguas!
Y así diciendo, volvía a
enmudecer. De pronto levantaba el
rostro y repetía lo mismo. Eso era lo que hacía todo el día, durante toda la
semana. Ya hasta aburría la señora
y por eso fue que las familias se negaban a darle limosna para no estar
escuchándola y recordando tanta vergüenza.
Vi cosas raras en la
gente. Nadie hablaba más de lo
necesario desde que comprobaron la maldad de los «cabitos». Las mujeres, cuando estaban lavando en
el río, susurraban entre ellas en
quechua y callaban todas al mismo tiempo si se acercaba algún varón. Yo me aproximaba y la conversación se
terminaba, seguían chancando la ropa en las piedras de la orilla y la exprimían para volverla a
lavar, hasta que me aburría de verlas hacer lo de siempre y continuaba mi
camino. A lo lejos las sentía
susurrar en quechua nuevamente.
Igual estaban los
escolares. Hablaban mucho en secreto
y por más que les preguntaba, nada podía sacar en claro. Eso sí, me miraban
con harto respeto, no como al resto de varones de Yuraccancha que lloraban aún
la violación de sus mujeres y sus hijas sin haber podido hacer nada.
Chismes sí me contaron. Cómo
no enterarme que ya la mujer no obedecía al marido por estos lugares, que el
hijo faltaba al padre y la hija con mayor razón. Me contaban también los changos del colegio que no querían
cultivar las chacras para que al final los «cabitos» se beneficien y ni
siquiera paguen por lo que da la tierra.
Cómo no enterarme que la
hija de mi vecino Toribio Najarro, la pasña de mejores ojos en la comunidad,
se entendía con el teniente Coster.
Clotilde Najarro, desde aquel abuso de la pachamanca, se las ingeniaba
para entrar en el cuartel, delante de toda la tropa, tantas veces ella
quisiera. Y poco a poco, la
Clotilde fue siendo repudiada por los escasos jóvenes que quedaban y por las
viejas que se ocupaban de la vida ajena.
Llegando el día de Noche
Buena, los soldados
trataban de mitigar la soledad con harto licor. En cambio,
la comunidad sabía que esas navidades iban a ser las peores sin el
aguardiente destilado por los difuntos Yaranga o Choque, ni la misa cantada en
quechua por el padrecito Rodrigo.
El curita ya no asomaba su sotana por estos rincones de la cordillera
donde la gente desaparece y los cadáveres se descomponen al sol. Ni siquiera quedaba un corderito para agasajar a las
visitas.
Sólo las mujeres tuvieron
humor para ponerse sus mejores polleras y lavar sus trenzas con boliche y
agua de romero. No obedecían ni a
sus maridos ni a sus padres, declarándose en franca rebeldía contra la
autoridad de los hombres de Yuracchancha.
Al que no lo veíamos mucho
era a Coster. Casi siempre andaba
medio borracho y chismeaban que armaba cigarrillos con una hierba como el
orégano, que olía rico. Parte de
su tropa se fue en patrullaje al anexo Pukacruz, porque decían los llameros que
allá los «cumpas» fusilaron al alcalde títere que puso Coster.
Y cantando villancicos al Jesucito
se iban las warmas esa noche por los caminos de la comunidad, como si fuera una
procesión, cada una con su cirio de sebo entre las manos. Así como danzando al son de los
villancicos que les enseñó alguna vez el padrecito Rodrigo, llegaron al caserío
y cruzaron por la enrevesada calle principal hacia la plazuela donde estaba el
cuartel. Los cachacos dispararon
al aire previniendo una asonada, pero a la luz del reflector reconocieron a
las mujeres que por la fuerza habían compartido sus caricias con ellos. Entonces empezaron a lanzar silbidos y
palabrotas. Incluso Coster salió
por encima del muro, todo borracho y despeinado.
- ¡Seguro quieren más
verga!... -gritó- ¡Ábranles la puerta y que entren de una en fondo para darles sus pascuas!
-¿Imanaqtintaq khaynaniraq
machasqari purimunki, lluy karkallaña, choqñe ñawintin? (¿Cómo es posible que andes tan
borracho, todo sucio y legañoso?) -le gritó a voz en cuello la Clotilde Najarro.
-¿Qué me estará diciendo
esta perra en su chanfaina de lengua? -le preguntó Coster a un subalterno.
-Es cochineo nomás, señor...
-le respondió.
Y así las recibieron jubilosos los «cabitos» que seguramente
habían calculado pasar la navidad mitigando su soledad con alcohol. Las puertas se cerraron una vez más
detrás de las hembras de Yuraccancha y nadie durmió en el caserío. Mucho menos los cachudos.
-Putas, carajo... ¿Por qué
no he muerto antes de ver tanta desvergüenza? -se lamentaba mi vecino Najarro
escuchando el jubileo que los uniformados hacían ante la presencia de las
pasñas.
-No se aflija, amigo
Toribio. Son tiempos de guerra los
que vivimos -le dije tratando de consolarlo.
-Ni trago tengo para sufrir
menos en mi alma atormentada -siguió hablando, repitiendo el estribillo de un huayno-. Así no quiero vivir... Quiero esta
misma noche buscar quién me dé la muerte.
-No sea tonto... -oí que le
decía mi mujer.
Cuando ya nos cansábamos de
oír tanto alboroto de botellas rotas, risas y lisuras sonó esa explosión que
se llevó algunos de los techos de las casas más cercanas al cuartel y que me
hizo creer en el fin del mundo.
Las llamas se elevaban dentro de la cuadra como queriendo lamer las
estrellas y los pedazos de fierro que volaban por los aires amenazaban
descabezar a los curiosos. Sonaron
tiros de fusil, ráfagas de metralleta y escuchamos quejarse atroz a más de un herido en la
oscuridad. Dos explosiones más nos
desgarraron los tímpanos y vimos arder el cuartel por completo, como si fuera
una caja de fósforos.
Sentimos el llanto de las
mujeres y otros quejidos. Algunas de las pasñas que habían ingresado para
festejar con los «cabitos» iban apareciendo poco a poco, casi desnudas y con el
pelo chamuscado. Trataban de
cubrirse sus partes con ambas manos en medio del frío de cordillera. Los vecinos las tapaban con mantas
apenas veían aparecer una y le preguntaban por la suerte de la hija o de la
hermana y hasta por la esposa.
Varias habían muerto.
Acuerdo fue de todas ellas
entrar al cuartel para arroparse bajo las frazadas de los «cabitos» y luego, en
plena madrugada, atravesarles el corazón con esos alfileres de platería tan
largos que usan las chinas de estos pagos para sujetarse el manto. Pocas consiguieron matar a su cachaco
y otras fueron sorprendidas en el intento. Esas murieron primero.
Clotilde Najarro, de tanto
entrar y salir para ofrecerse al teniente, había aprendido mucho. Sabía dónde estaban las cosas
peligrosas del cuartel y también lo que Coster guardaba debajo de su
litera. En la habitación donde antes
estaban las escobas y los trastes de limpieza, Coster almacenaba las granadas, minas y municiones para tenerlas
bajo su control. «No jales esa argolla», le había dicho a ella una vez que
cogió por curiosidad ese artefacto parecido a una lata de leche. «Nos quemamos
todos», agregó antes de arrebatárselo de las manos.
-¿Jalando revienta, papay?
-preguntó ella.
-Claro pues, babosa de
mierda. No vuelvas a tocar esto.
¿Oíste?
Eres capaz de volarme toda
la guarnición -respondió advirtiendo.
Y se hubiera metido de
adivino Coster si viviera para contarlo.
La Clotilde lo mató borracho y satisfecho, hundiéndole ese gran alfiler
de plata en el corazón. Luego, lueguito,
haría eso que le prohibiera: jalar la argolla de la lata juntito a las cosas
que guardaba Coster en la otra habitación. Ahora que está ciega y toda quemada la pobre, se le ha dado
por contar cómo fue.
Los soldaditos que salieron
hacia el anexo Pukacruz para castigar a los que mataron al alcalde, jamás
regresarían. Los «cumpas» les
armaron emboscada a medio camino y dicen que nadie quedó vivo. Aquí los pocos heridos que quedaron
entre las ruinas de lo que fue cuartel y antes era colegio, no querían que les ayuden. Amenazaron con disparar al primero que
se acerque, a pesar de que ni siquiera tenían fuerzas para sujetar el
fusil. De eso ya se daban cuenta
los changos del colegio y les gastaban bromas del mal gusto, burlándose de su
debilidad. Pasaban los mocosos
corriendo con sus huaracas de lana o con hondas de jebe lanzándoles piedras y
luego desaparecían.
Las heridas seguramente
habían comenzado a infectarse, porque ya ni se les escuchaba gritar las
bravuconadas de costumbre. Lo último
que veníamos escuchando desde dos noches atrás eran lamentos de dolor y
delirios de agonía. Después ya
nada oímos. Los maq'titos
aprovecharon en recoger todo tipo de armas de los alrededores y las iban
juntando. Incluso tuvieron la
osadía de arrebatarles los fusiles a los moribundos valiéndose de astucias.
-Esto se va pa' peor,
maestro... -me decía un comunero adulto-. Ahora van a venir más cachacos y nos harán sufrir por lo
que hicieron estas locas con el cuartel.
Debemos marchamos de aquí.
Quemarlo todo. Pedir al
resto de comunidades y anexos que nos acojan. Hasta gratis podemos trabajar para ellos.
-Así es, mi estimado -le
respondo-. Vendrán muchos cachacos
a masacrar y torturar. Ése es el
precio que se paga por ser valientes.
Y como los hombres de esta comunidad no fueron valientes, las mujeres
nos han enseñado. Hasta los changuitos
de la escuela han empezado a ser machos.
¿No le da vergüenza?
-Valientes o cobardes, no
importa. La cosa es que hay que
largarse o creerán que nos hemos sumado a los «cumpas» de Pukacruz -añadió otro
vecino.
Dicen las malas lenguas que
las mujeres y los chicos remataron a pedradas a los heridos que se estaban
pudriendo al sol. Peores lenguas
dicen que eso lo aprendieron de los «cumpas» cuando ajusticiaron a los
alcoholeros.
Todos huían con sus
cosas. La cargaban al hombro y
llegaban así a los caminos, porque
acémilas ya no existían. Los que
decidieron refugiarse en las comunidades vecinas fueron los de edad adulta,
casi todos hombres, y las mujeres en cambio preferían marcharse junto a los
muchachitos del colegio, hacia las montañas de Q'oripata. No querían andar con quienes no
supieron defender su honor ni vengar su humillación. En Yuraccancha quedaron los viejos y la Clotilde Najarro
junto a algunos pusilánimes que no sabían qué hacer.
Creyéndome seguro en las cuevas
donde las aves de rapiña hacen sus nidos, olvidé allá por unos días, junto a mi mujer, el miedo de vivir en
Yuraccancha. En la madrugada del
noveno día me despertó un silbido que no era del viento ni de culebra, sino de gente. Terror sentimos y nos acurrucarnos
debajo de los ponchos esperando la muerte.
-¡Papay, amaña pakaikuñachu,
maskhamushaykun! (¡Padrecito, no te ocultes, te estamos buscando!) -escuchamos
una voz de chiquillo, como suplicando.
Eran mis alumnos que venían con algunos adultos y acompañados de las
pasñas de la comunidad. Lucían haraposos y hambrientos, con los labios rajados,
chaposos en las mejillas, igual que los guerrilleros que alguna vez visitaron
el caserío.
¿Qué vienen a buscar de este
pobre profesor sin escuela? ¿Acaso yo puedo darles a todos de comer? Si con las justas mascamos algo de
charqui entre yo y mi mujer y bebemos la nieve derretida que nos amorata los
labios. ¿Qué les puede dar este jorobado inservible que se cansa cada
cincuenta metros por el peso que lleva en la espalda?
Maximino Guzmán me dijo que
podía conducirlos en ese viaje incierto para ponernos a salvo de los cachacos.
«Por algo eres, pues, profesor» dijo él, y yo que había escuchado tantas veces
la misma vaina, dudé. No fui
político, no tenía ese don de mandar a otros ni tenía ideología
Pero el Maximino igual me
dijo que el Espíritu Santo me
enrumbará y me dará los dones que necesito. Así regresó él de la capital, cambiado, con el pelo y la barba
largos, llevando la Biblia bajo el brazo.
Afirmaba ser «israelita» a pesar que es cholo como todos los de por acá.
-Eres noble de corazón. Sabes leer mejor que cualquiera de
nuestros paisanos. Sólo te falta
conocer la palabra de Dios y aplicar su voluntad -me animó entregándome su Biblia
toda vieja.
Así empezamos ese duro
peregrinar, perdiéndonos de las patrullas de los Sinchis y otros uniformados,
caminando de noche y ocultándonos de día, robando los ganados de los yana-humas
o asaltando camiones de alimentos en medio de la puna. Los maq’tas aprendieron a disparar con
las armas que se robaron del cuartel y los pocos soldaditos que desertaban de
otras guarniciones hartos de tanto abuso, se nos sumaron. En un principio sólo las aves de rapiña
que vuelan muy alto y las vizcachas que agüeitan entre los roquedales, se
enteraron de esa masa de changos y mujeres que andaba por las montañas sin rumbo ni disciplina, desplazándose como una horda y arrasando con todo lo que se oponía a
su paso.
Cuando los helicópteros se cansaron de
peinar la zona, subieron
los soldados en camiones a Yuraccancha.
Seguramente estaban alarmados al no recibir señal de la radio del difunto
Coster. Con el rostro tiznado de
betún y las armas listas a disparar entraron por la calle principal deteniendo
a las pocas mujeres y ancianos que encontraban en su camino.
-Mierda -resopló el que
estaba al mando al ver el cuartel todo destruido, tapándose las narices por
el olor a cadáver descompuesto.
-¿Quién hizo esto?
-preguntaron a un anciano que habían detenido en la plazuela-. Fueron los «cumpas», ¿no?
-«Cumpas» no, señor
patroncito -respondió.
-¿Me quieres agarrar de
cojudo? -vociferó el oficial cerca del rostro del prisionero. - ¿Sabes que te
puedo desaparecer?... ¿Ah?
-Verdad te estoy diciendo,
patrón. Ya no vienen por acá los
«Cumpas».
-¿Y quién hizo esto? -le
lanzó un puntapié a los testículos-. ¿Acaso fue el Arcángel San Gabriel?
Lo siguieron pateando en la
cabeza, en la cintura, en la columna y el
vientre. El más certero fue
justamente en la boca del estómago y el anciano perdió completamente
el aire poniéndose morado. Murió así, con los ojos
desorbitados y los labios abiertos, tratando inútilmente de encontrar el aire
que le faltaba, sintiendo que el abdomen se le hundía como queriendo juntarse
con su espalda. A su alrededor los
cachacos reían.
-Que se muera por
colaborador. Traigan a la
borradita esa. Por sus quemaduras
algo tiene que saber -la señaló el oficial.
-Por las puras preguntas si
vas a matar -dijo Clotilde Najarro.
-¿Y quién hizo esto?... Yo
pregunto y dicen que no fueron los luminosos. Me quieren agarrar de cojudo, entonces. ¿Acaso fue el
Arcángel San Gabriel?
-Puedes matarme de una
vez. Yo lo hice todo -responde Clotilde
buscando la dirección de donde viene la voz del oficial-. Con San Gabriel no te metas... Nada
tienes que ver con él. Ya se llevo
hasta a las guaguas pa' que no les hagas daño. Nunca lo vas a encontrar.
-Esta india está
loca... ¿Quién te va a creer que tú has volado la guarnición entera? Seguro estabas encamándote con alguien
en el cuartel cuando lo atacaron. Ahora entiende: cuando digo si lo hizo
el Arcángel San Gabriel, es un decir. ¿Entiendes? No es que exista, imbécil.
-Tú de repente no lo
conoces, taitallico. Pero él se
los llevó a todos y después va a buscarte para hacerte pagar todos tus abusos.
Clotilde Najarro sólo sintió
empellones y quejas a su alrededor.
Se dejó conducir en medio de su propia oscuridad, sintiendo el sol en
las espaldas. Escuchó las súplicas
de los ancianos y de las mamachas que no pudieron partir hacia las alturas de
Q'oripata. El sonido de las
ráfagas de metralleta le hizo recordar la última noche del oficial
Coster. Y si hubiera tenido ojos
habría visto entre los estertores de agonía que le lanzaban esa misma lata
llena de letras y que producía el infierno.
-Maravillas del fósforo
líquido... Ahora que busquen los periodistas-comentó el oficial después de la
faena, limpiándose el betún del
rostro con un pañuelo.
Enero, 1989.