D E L
C O R A Z Ó N

 

Alberto Ruy Sánchez

 

Percusiones

y repercusiones

bajo la piel

 

Entre todos los sentidos y afectos que damos al corazón, entre todas sus metáforas yo me quedo con la de tambor. No por nada el ritmo de nuestra sangre es “la música del cuerpo”. Literalmente adjudico a ese instrumento que llevamos dentro una buena parte de lo que me hace bailar más de prisa o más despacio y tejer complicidades profundas con los tambores de quien baila conmigo.

Cuando tengo una mujer en mis brazos yo no me preocupo en lo más mínimo por seguir tal o cual paso sino por escuchar su tamborcito diciéndome cosas más allá de las palabras. Sus percusiones están presentes rn todo su cuerpo pero mientras bailamos yo las percibo en su mano derecha que yo sostengo en mi izquierda, y en la espalda, muy cerca de la columna, donde la cintura comienza a tomar su emocionante curva hacia afuera, porque una vena ahí es muy expresiva.

Al bailar yo trato de no repegarme porque la tensión entre los dos cuerpos un poquito separados, dejando crecer el deseo en esa mínima distancia, puede ser mucho más erótica. La firmeza de los brazos y las manos combinados con cierta suavidad y atención al otro cuerpo aumentan esa emocionante tensión del deseo. Pero eso sucede sobre todo, creo yo, porque las manos escuchan, Porque los cuerpos, bailando se hablan de otras maneras y eso despierta en nosotros la agudeza de los sentidos y la imaginación posesiva y contenida. En todo eso el tambor bajo la piel es nuestra guía. En algunos casos la vena más saltada del cuello delata visualmente su música.

Si finalmente bailando tengo todo el cuerpo de quien baila conmigo pegado al mío, su corazón es lo primero que me toca, que me acaricia. Mucho antes de que sus piernas rocen mi sexo o una de las mías explore sus humedades, y antes de que su pecho se unte al mío mostrándome la dureza de sus pezones, su corazón me toca por todas partes como si la parte más vibrante de un tamborcito pegara su piel a mi propia piel de percusiones. Y si el coro de tambores se alebresta aislándonos de cualquier otra música las repercusiones pueden ser muchas y nos llevan a otra parte.

Haciendo el amor yo trato de escuchar esa música del cuerpo que me dice con involuntaria certeza el efecto que van teniendo mis besos o mis caricias. Todo lo que haga, si es movimiento afortunado, acelera el corazón. Luego hay que tener la paciencia de que el cuerpo amado se recupere y establezca su ritmo, y su respiración, pero no retrocediendo sino estableciendo su paso en esa alegría ganada. Para comenzar de nuevo a acelerar la música de la amada.

El camino es infinito, como puede serlo el goce. Pero quien no se de cuenta de que es un camino donde son los tambores de la otra tribu los que nos guían puede perderse en el camino aturdido por sus propias percusiones.

Cuando mi cuerpo recorre el cuerpo desnudo de una mujer llenándola de besos y caricias busco sobre todo que el ritmo de su corazón y el mío viajen paralelos.

Toda la mitología del orgasmo simultáneo me parece muy burda y aburrida. Que los tambores de nuestros cuerpos puedan tocar juntos es mucho más interesante. Puede llegar a ser más intenso y puede durar mucho más tiempo. Como en esas improvisaciones extremas que en el Jazz llaman “descargas”. Dos tambores acoplándose en sus despegues y sus lances: “descargas”, hacen que cualquier experiencia musical de nuestros cuerpos, de nuestros corazones, sea única, irrepetible y, siempre, una maravillosa aventura.

Uno de los atractivos más fuertes de una vágina es su suave cualidad de caja de resonancias donde el corazón se escucha grave. Siempre me ha parecido interesante que los dedos, cuando entran suavemente en esa cámara secreta, me dan la sensación de ver cómo es aquello por dentro. Siempre busco y obtengo imágenes muy precisas de la caverna prodigiosa y son las que me dan los ojos del tacto. Pero los dedos también escuchan y sus oídos perciben sobre todo al corazón retumbando allá adetro con más fuerza y profundidad sin duda.

El sexo masculino está muy lleno de sangre inquieta para escuchar con calma pero puede hacerlo. Tenemos que educarlo a la calma y a sentir mucho más que sus propios latidos. Tiene tanta sangre alebrestada que es como otro corazón, otro tambor de descargas musicales.

Cuando ese otro falso corazón logra desplegar su música y doblegar su terquedad rítmica hasta convertirse en un corazón que escucha todo lo que sucede en ese ámbito de músicas sorpresivas y ecos que es la caverna de los prodigios, el concierto de la vida de verdad merece llamarse concierto.

•Ver: "Los nueve placeres del baile".





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