ESCRIBIR
DEL CUERPO
Primera parte
El pasado cultural que
une a México con Marruecos, al ser ambos países nietos de la
cultura arábigo andaluza, nos permite hablar de una frontera cultural
que vale la pena explorar para romperla o disolverla. Los azares de la vida me
pusieron en un lugar donde pude ver y tocar esa frontera Por ese azar he podido
describirla y aventurarme en ella, algo que no se había hecho en la
literatura mexicana. En esa fontera yo veo un puente cultural más amplio
todos los que nos comunican con la cultura protestante anglosajona de los
Estados Unidos. Llevo varios años explorando ese puente cultural
arábigoandaluz. No hay exotismo en mi búsqueda; a menos que se
considere exótico la búsqueda de algo inesperado que todos
llevamos dentro. ¿No es vocación de la literatura explorar el
territorio de lo indescriptible de otra manera? ¿No es la literatura por
naturaleza exploradora de las fronteras, de los límites, de las posibilidades
de la vida?
Me
resulta completamente ajena y hasta ofensiva la idea de una literatura
determinada absolutamente por un territorio geográfico o, peor
aún, geopolítico. ¿Tiene fronteras la literatura?
¿No es parte de su naturaleza romper las fronteras de lo conocido para
mostrarnos dimensiones de la vida que otros géneros no alcanzan a
iluminar? ¿Cómo se forma la identidad de una literatura?
¿Es el pasado lo que cuenta o el presente? El pasado marca al presente
pero a la vez es reinventado por el presente. Somos hijos de multiples pasados
tanto como lo somos de nuestro propio tiempo. Y la literatura explora esta
dinámica, no es pasiva receptora de aquello que la precede, es mirada
aguda que se mueve en 180 grados.
¿La
literatura mexicana está hecha sólo por los que tengan pasaporte
mexicano o por los que vivan aquí? ¿Por qué no se
considera literatura mexicana la de Alvaro Mutis o la de Augusto Monterroso que
llevan viviendo en México más años que yo? ¿No
merecerían ser a la vez literatura mexicana y colombiana en el caso de
Mutis o mexicana y guatamalteca en el de Monterroso? ¿Por qué
obligarlos a renunciar a una de sus identidades? Ambos han roto sus fronteras
personales y ninguna sociedad tiene derecho a reclamarle a nadie que renuncie a
las identidades que adquiere en la vida.
Algunos
escritores defienden que es la lengua el verdadero territorio del escritor.Como
si las lenguas no se pudieran multiplicar en una persona. ¿Por
qué renunciar a vivir varias lenguas? La literatura, el arte, los hacen
artistas individuales con historias peculiares. Individuos que luego podemos
agrupar en generalizaciones, pero no es la generalización la que define
esencialmente su creatividad, su diferencia. La lengua o la sociedad no son las
que escriben la obra. El artista verdaderamente creativo produce una
excepción, y el territorio, la identidad social, e incluso la lengua o
la patria cultural de un artista no puede ser la determinante fundamental de su
trabajo. La vida de cada escritor es un recorrido por fronteras que reconoce o
desconoce. Muchas veces involuntariamente. Eso me lleva obligatoriamente a
preguntarme sobre mis fronteras y sobre las fronteras en las que crece mi obra.
Es
la historia de cada escritor la que define con precisión sus territorios
más allá del pasaporte o los pasaportes que tenga.
Soy un
escritor mexicano nacido a mediados del siglo veinte en una ciudad que
todavía aceptaba ser llamada "la región más
transparente del aire". Casi 48 años después, el aire se
hizo turbio porque la ciudad se convirtió en siete u ocho ciudades
obsesionadas en vivir como si fueran una sola ciudad. Tenemos los problemas de
ocho ciudades bajo una sola cuenta de problemas. En el valle de México y
sus alrededores vivimos tantos habitantes como todos los que hay en el
país entero de Marruecos o en todo Canadá. ¿Dónde
comienza y dónde termina esta ciudad? Sus fronteras se han vuelto algo
borroso, un letrero arbitrario en la carretera o en una vía
rápida completamente inútil.
Además,
aquí todos somos también un poco de otra parte. Más
allá del territorio mismo de esta ciudad de ciudades hay una pertenencia
al lugar de donde uno vino o de donde vinieron los familiares. Mi familia viene
de Sonora por lado de padre y de madre. Durante siete generaciones los Ruy-Sánchez,
originarios de España, nacieron y vivieron en Alamos, una
bellísima ciudad minera en zona semidesértica convertida en
pueblo fantasma. Mi bisabuelo emigró a Navojoa con sus hijos, donde
nació mi padre. Mi madre nació en Cajeme, hoy Ciudad
Obregón. A dos horas de distancia de Alamos. Su bisabuelo era
alemán de origen irlandes: O'Lacy convertido en Lacy, que llegó a
México, se casó y desapareció dejando huérfano a su
único hijo de diez años, el abuelo de mi madre. Así que
soy sonorense de varios orígenes y defeño por nacimiento. La
primera década de mi vida la pasé alternando periodos en la
ciudad de México, en la Colonia Roma, con periodos en Sonora o en Baja
California. Regresaba con acento sonorense ganándome el apelativo de
" el norteño" y llegaba allá con acento de Cantinflas
mereciendo que me llamaran "el chilango". Siendo siempre de otra
parte a los ojos de los demás, en vez de sentir que yo no era de ninguna
parte comencé a sentirme de ambos lugares. ¿Por qué tendría
que renunciar a alguna de esas dos identidades que de cualquier manera me
marcaron?
La
segunda década de mi vida la pasé con mi familia en un suburbio
de la ciudad de México. Tuve una vida casi de campo en las afueras del
pueblo de Atizapán de Zaragoza, en el Estado de México, llendo a
la escuela en la ciudad los últimos años. Así que a mi par
de identidades añadí una de niño y adolescente de un
pueblo transformado en suburbio. Una nueva relatividad que me daba para todo un
punto de vista diferente a aquellos compañeros de escuela que
sólo conocían su barrio y los lugares a donde los llevaban de
vacaciones.
La
tercera década de mi vida transcurrió en Francia. Me fui a
París tras de una mujer, Margarita, que hoy es mi esposa, y juntos
exploramos en París los laberintos fascinantes de la francofonía.
La ciudad se convirtió en nuestro territorio primordial, nuestra ciudad
de adopción y poco a poco sus calles fueron la línea pautada de
nuestras vidas. Aprendimos a descifrar los códigos evidentes y los
códigos secretos de una cultura que no era nuestra pero que adoptamos
con intensa pasión crítica. Lo vivimos como un aprendizaje
gozozo; austero en comodidades materiales pero exhuberante y prolífico
en abundancia cultural. Fue una decisión de la que nunca nos hemos
arrepentido. Hicimos nuestros doctorados, que fueron para cada uno de nosostros
una introducción al rigor del pensamiento, a la disciplina del trabajo
intelectual, pero también a la pasión por la sensualidad y la
inteligencia de las formas del arte. Además del doctorado seguimos los
cursos y conferencias de profesores que considerábamos geniales, muchos
de ellos no tan conocidos como otros, algunos ya muertos ahora. Años de
formación y deformación que sin duda nos ayudaron a ver a la
cultura mexicana como la vemos ahora y como la estudiamos y difundimos desde
hace una década en nuestra revista Artes de México. Así que a
mis determinaciones territoriales anteriores añadí la de
afrancesado que alguna vez ha llegado a reprocharme en público
algún periodista nacionalista.
Para
colmo, a través de Francia vinieron otros territorios espirituales.
PorqueMargarita y yo vivimos la Francia de la calle y la Francia de los libros
y en ambas encontramos como en ninguna parte un mirador al mundo. Vivimos el
verdadero sentido de la palabra cosmopolita teniendo amigos de Francia y de Sri
Lanka, de Argentina, de Inglaterra y de Polonia; viendo con naturalidad cine de
Japón, de Rusia, de la India, de Alemania, de China o de
Checoslovaquía cada día; leyendo poesía portuguesa, turca
o Italiana, novelas alemanas, israelitas, angoleñas, irlandesas o
italianas; comiendo en casa lo mismo borjol afghano que cous-cous maghrebino,
polenta toscana o coq au vin; familiarizándonos con el arte de los
aborígenes australianos, con el constructivismo soviético, con el
expresionismo abstracto norteamericano, con el arte conceptual alemán,
etc. Porque la cultura francesa es voraz asimilación de grandes y
pequeñas diferencias que enriquecen la vida cotidiana.
Y me
hice escritor en esa década de cruce de caminos, de incesantes fronteras
múltiples, de lenguas multiplicadas. En esa década, entre otras
cosas, me preocupé por encontrar mi propia voz narrativa. Explorar, es
decir tratar de comprender y narrar la dimensión del deseo en la vida
cotidiana fue una aventura vital que se fue convirtiendo en obra. Así
construí una nueva determinación de mi territirio de escritor, al
preocuparme obstinadamente en comprender en la medida de lo posible, en
descifrar con mis limitaciones genéricas, el universo del deseo femenino
frente al universo del deseo masculino: el territorio móvil y
accidentado de los cuerpos y su imaginación. Toda una nueva cultura de
adopción: territorio central de mi literatura.
A
través de mi esposa me viene también otra determinación
cultural por su doble origen cubano. Por más de veinte años la
literatura y la música de Cuba han ocupado una buena parte de nuestra
dedicación. Soy casi cubano por contagio, por cultura venerea lo llevo
en la sangre y por el ritmo pegajoso de esa misma sangre lo llevo en la imaginación.
Por
periodos muy breves en Italia y en Marruecos. Paralelamente a París,
nuestras ciudades de elección fueron Siena, en Italia y Essaouira en
Marruecos. Con ellas tuvimos contactos vitales menos prolongados pero no menos
intensos. En esta última está inspirada la ciudad imaginaria, la
ciudad del deseo, Mogador, donde transcurren mis novelas. En Marruecos
encontré un territorio cultural límítrofe con
México: otro México separado por varios mares. Pero en suma dos
culturas descendientes de ocho siglos de cultura arábigo andaluza en
España.
Esa
frontera cultural además lleva en sí misma para mí un
salvoconducto hacia el territorio del deseo. Así lo han visto algunos
pintores: "Trato de pintar ese poema admirable que es el cuerpo
humano", escribe Eugene Delacroix durante su viaje a Marruecos de
diciembre 1831 a julio de 1832. Y es cierto que en sus cuadros orientalistas
hay un fundamento de intensidad corporal que rige las composiciones. Luego
afirma que toda la indumentaria árabe está más cerca del
cuerpo y de la naturaleza. Y así la pinta. La exhuberancia orientalista
del vestido femenino no es entonces algo superfluo, es parte del cuerpo. Anota
que muchas veces, "aunque el atuendo sea el mismo, la manera de portarlo
es tan diversa en cada persona que toma un desconcertante carácter de
belleza y de nobleza." Delacroix pinta la belleza solar de las mujeres
árabes en la sombra de sus apartamentos. Contrasta esa paz con el arrojo
veloz de los jinetes que le permiten hacer una estampida del color. Fija en un cuadro,
como testigo impasible, el noble orgullo del sultán derrotado y de su
corte. Finalmente lo conmueve radicalmente el espectáculo de los
danzantes rituales Sufi que entran en éxtasis en las calles de Tanger.
Según
Alexandre Dumas, Delacroix encuentra en Marruecos y Argelia el lenguaje de su
"rebelión pictórica del color en contra de la
perfección del dibujo, de la carne en contra del mármol, y de la
libertad de movimiento en contra de la mesura tradicionalista." En la obra
de Delacroix está la sintésis de lo que significó el arte
orientalista del siglo pasado como estética sensual del deseo, como
descubrimiento asombrado de otras culturas y como afirmación liberal.
Tres grandes impulsos que siguen estando vigentes porque siguen siendo
necesarios. Pero que sólo podremos ver vivos de otra manera: con una
estética contemporánea que tome en cuenta las rupturas, ya
clásicas, de las vanguardias de este siglo. Una estética que,
además, sea consciente de que se puede romper el eje histórico y
cultural Norte-Sur que orientaba el desplazamiento de Delacroix y los otros
orientalistas de su siglo. Hoy podemos movernos estéticamente hacia el
Oriente islámico de sur a sur.
El gran
especialista en estudios árabes,Jaques Berque, dice que el arabismo es
una manera de ser, y es además un signo afectivo que se impone y rebasa
la objetividad del geógrafo y del historiador. Ese orientalismo
arábista es más grande que el territorio inmenso del
Islám: va desde Andalucía hasta Indonesía pasando por las
estepas africana y asiática, el Punjab, Bengala, etc. Podemos agregar
que es además un signo afectivo que en nuestras conciencias sigue
creciendo hasta llegar a nuestras costas: hasta las costas de nuestra piel.
Porque
al terminar el siglo veinte México tiene una situación
privilegiada con respecto a Oriente y muy especialmente con respecto al
Maghreb, es decir, al Occidente de Oriente. Porque es justo ahora cuando
comienza a emerger en ambos extremos del mundo la conciencia de que es posible
una relación cultural estrecha que no necesariamente pase por Europa. Es
decir que es posible una mirada de México hacia el Oriente árabe,
y de ese Oriente hacia México, que no tenga como eje central la
verticalidad de la visión europea, con las ventajas y desventajas de ese
sesgo.
Es
posible una visión mutua que, sin dejar de tomar en cuenta la historia
que la forma, reconozca los muchísimos rasgos de una cultura compartida
en el presente y que a partir de esos rasgos elabore puentes culturales
más amplios para el futuro. Se trata entonces de construir un Orientalismo
que además de ser ahora claramente horizontal sea de doble sentido.
Porque en la nueva globalización del mundo, dando la vuelta al
revés, México, con su diversidad cultural y creatividad
artística, se va convirtiendo a su vez en una especie de atractivo
Oriente del viejo Oriente.
Si la
palabra misma Maghreb significa Occidente y Marruecos es así el extremo
Occidente de Oriente, México es también el extremo Occidental de
su propio continente, la última y más rica extravagancia cultural
de América.
Un rico
Orientalismo horizontal ha comenzado a crecer en los ojos de ciertos escritores
marroquíes que han escrito sobre México y su cultura. Son
especialmente notables, por ejemplo, las reflexiones de la escritora de
Salé, Oumama Aouad sobre el horizonte poético compartido por esos
dos nietos de Al Andalus que son los actuales México y Marruecos. Por
otra parte, a todos los viajeros marroquíes les impresiona el parecido
geográfico entre una parte mayoritaria de nuestro país y el suyo.
Y a partir de esa geografía en común se vuelven más
evidentes para ellos los fondos raciales, históricos y culturales que
nos unen.
Situados
en la misma altura del planeta, los dos países comparten algunos climas
y semiarideces. Un viaje breve como el de Durango a Torreón, o el de
Zacatecas a Aguascalientes ofrece un paisaje muy parecido a cualquiera en el
norte y centro de Marruecos. Pero hasta por sus respectivos desiertos, el de
Sonora y el del Sahara, un puente geográfico y cultural de arena puede
ser imaginariamente construido.
El
asombroso parecido genético de los mexicanos y los marroquíes nos
hace evidente a quienes lo vivimos de primera mano que el mito del mexicano
como el producto de un mestizaje entre indios y españoles es por lo
menos incompleto. Y que a través del componente hispano nos llega la
sangre arábigoandaluza en proporciones mucho más grandes que las
supuestas hasta ahora. Es posible incluso que la idea mítica mexicana de
que todo el que tenga piel obscura se lo deba completa y únicamemnte al
componente indígena sea falsa y que una buena parte de la llamada
"raza de bronce" deba la belleza de su bronceado a las primeras
inmigraciones españolas a México, genéticamente
originarias de los territorios que durante ocho siglos antes de la conquista de
América fueron mayoritariamente árabes. (…)
Continúa en la SEGUNDA PARTE …>