Alberto Ruy Sánchez

EL HAMMAM

DE

MOGADOR

Primera parte

 

 

Como todas las mujeres de Mogador, Fatma frecuentaba el Hammam, que durante las mañanas abría sus humedades tan sólo a los cuerpos femeninos, reservando el agua de sus tardes para lubricar las asperezas de la complicidad masculina. ¿Qué era el Hammam por la mañana? Torbellino secreto: grito, pastilla de jabón disuelta en agua, cabellera enredada, yerbas de olor evaporadas, un gajo de naranja en una fuente de semillas de granada, menta y hashish en labios gruesos, depilaciones apresuradas, sandalias de madera hinchada, tierra roja para teñir el pelo, un durazno mordido, flores obesas, azulejos vivos, desnudez sumergida que se mueve como reflejo de la luna en el agua.

        Al igual que el horno público, al que cada mujer lleva su harina amasada y hablando con las otras espera a que su pan se haga, el Hammam es uno de los lugares donde las mujeres de Mogador pueden tejer los hilos delgados de sus complicidades. Ninguna de las tres religiones mayoritarias en la isla ha logrado extender sus prohibiciones hasta el Hammam. Dentro de sus muros ninguna frase del Corán, del Talmud o de la Biblia puede ser pronunciada, mucho menos escrita y se supone que ni pensada. Las mujeres se cuidan de entrar siempre con el pie derecho y salir con el izquierdo, como si tan sólo un paso fuera dado entre la entrada y la salida; así sitúan al Hamman fuera del espacio y del tiempo. Por lo tanto el Hammam tiene sus propias leyes, que son las de la purificación total del cuerpo, del que se busca extraer toda la tristeza porque es dañina, y ejercitarlo en el placer que revitaliza. Son las leyes de la más vieja brujería que busca estimular la belleza y la vida ocultando las declinaciones de la edad.

        Lo que afuera es ilícito, dentro del Hammam es tan inconsistente como una fruta cuya cáscara se diluye en el aire y no se sabe ya dónde comienza. Las temperaturas progresivas, los cuerpos surgiendo del vapor como si ésa fuera su materia, las voces y sus ecos, los masajes infalibles, la enorme fatiga y la excitación adormecida, son algunas de las mil felices antesalas que el asiduo del Hammam recorre en su viaje sin meta. El descanso y la limpieza no son lo primero que se busca en el Hammam, aunque pueden ser algunas de sus muchas consecuencias.

        Como las otras mujeres, Fatma sabía que por la tarde, al cambiar el sexo de sus habitantes, el edificio mismo del Hammam era diferente al que ella conocía, como lo es el día de la noche. Ya los rumores que se oían desde la calle después de mediodía era aviso de las transformaciones del lugar. Si por las mañanas las risas se hacían agudas y a veces chillantes, pulidas como puntas de agujas entretejidas en la mañana de voces: gritos oscilantes entre el llanto y el canto; por la tarde las oleadas se iban enronqueciendo hasta culminar varias veces en vociferaciones aisladas que exageraban notablemente sus tonos varoniles, como queriendo incrustar en los otros la erección de su presencia.

        Pero aunque la prepotencia de la tarde y la histeria de la mañana fueran los dos rígidos extremos que mantienen tensos a los muros del Hammam, sus muchas habitaciones y fuentes desencadenan, mañana y tarde, los laberintos propicios a la existencia de los ánimos y los sexos intermedios. Una inscripción sobre la entrada del Hammam, en gruesos caracteres rojos entrelazados con una fina caligrafía de otros colores encendidos, decía:

       

        Entra. Esta es la casa del cuerpo como vino del mundo. La del fuego que era agua, la del agua que era fuego. Entra. Cae como la lluvia, enciéndete como la paja. Que tu virtud sea la alegre ofrenda en la fuente de los sentidos. Entra.

 

Aquella mañana, Fatma entró al Hammam resintiendo el contraste entre la luminosidad aplastante del exterior y la penumbra salpicada de colores por los pequeños vitrales que desde el techo distribuían su dosis de sol sobre la primera habitación. Era un cuarto muy grande, uno de los más amplios del lugar, con las paredes encaladas tan sólo, y una hilera de ganchos a la altura de la cabeza, donde las mujeres dejaban todas sus telas. Junto a la puerta había una silla alta desde la cual una mujer obesa y vociferante cuidaba las cosas de todas, y recogía el dinero que cada una pagaba para iniciar el recorrido de las aguas.

        Fatma veía de golpe más de cien telas diferentes colgadas en los muros. Los mantos, túnicas y velos reunían más tejidos que en cualquier almacén de Mogador. Tenían colores y motivos que no podían ser vistos juntos ni en los baules de los comerciantes que venían de Oriente. Cada tela parecía más suave que las otras y la diferencia entre cada una era sutil pero decidida como el filo de una navaja. Fatma pensaba que sus dedos enloquecerían si tuvieran que orientarse entre esas texturas, y no podría elegir ni rechazar alguna.

        Con el mismo asombro miraba la piel de quienes iban abandonando las telas. Trataba de adivinar si había correspondencia entre la suavidad de algunas espaldas y la de sus linos o sedas. Jugaba a imaginar que con el tiempo y el uso, la tela y la piel puesta en contacto, ejecutando los mismos movimientos, se contagian mutuamente cualidades y defectos. Aquella mujer que tenía un manto desgarrado en la cintura sacó a relucir una marca larga y notoria sobre la piel del vientre. ¿Dónde comenzó la herida? ¿Fue primero el zurcido o la cicatriz?

        Otra más allá tenía un color de piel que sólo podría haber sido imaginado por una teñidora que, mezclando yerbas varios días obtendría ese tono acerado, entrevisto sólo en los tabiques dentro de un horno encendido. Cuando Fatma dejó su vientre descubierto, pensó, burlándose de ella misma, en una felpa aplastada; y metió sus dedos abiertos entre los vellos enredados para darle espesor a su propia tela negra.

        Al quitarse la ropa y sentir sobre su cuerpo la luz del sol, intensificada y coloreada por los vitrales del techo, Fatma se había sentido tocada con delicadeza por alguien que tocaba de la misma manera a todas las que entraban con ella. Esa luz la unía a las otras revistiéndola con el mismo manto, y ahuyentaba del lugar a los estorbosos ángeles del pudor, quienes, al contrario de esa luz, son capaces de hacer sentir desprovistas de velos a lamujer de ropa más amurallada. Vestida del calor de los cristales, Fatma entraba discretamente en la conversación de las otras sólo con miradas bajo los mismos reflejos; y siguiéndolas a distancia entró en la segunda habitación.

        Ahí los cristales ya no velaban las miradas y la piel era devuelta a su propio color. Los muros estaban cubiertos de mosaicos pintados con grecas y trazos voluptuosos que en todo se acomodaban a los plieges más recónditos de los cuerpos, convirtiéndose en su eco infinito. Ya no ocultándolos sino descomponiendo su existencia y multiplicando sus secretos: confundiendo a los cuerpos con sus imágenes, otorgándoles una extensión más sutil que su propia sombra. Fatma dejó que su mirada se hundiera en los huecos dibujados en la pared, que ya eran sus propios huecos, humedeció la ondulación de sus cabellos en el agua de una fuente, y fue tomando sobre toda la pielempapada los reflejos que antes sólo brillaran en los mosaicos.

        En esa habitación el agua era menos caliente. En los tres siguientes la temperatura aumentaba poco a poco, hasta llegar a la habitación central, donde una gran fuente en medio del cuarto hacía brotar agua hirviente. Fatma pasaba suavemente por cada una de esas temperaturas sabiendo que son la escalera que lleva a la puerta, que finalmente se abre sobre una región de semisueños similares a los que diariamente, durante largas horas, veía desde su ventana.

        Al entrar a la sala central, no podía dejar de sentirse impresionada por esa inmensa fuente que parecía bajar del techo con su catarata hirviente extendiendo oleadas de vapor en todo el cuarto. Alrededor de la fuente había un círculo de leones de piedra, y era necesario subirse en ellos para llenar los baldes de agua. Por las fauces echaban un líquido parecido al mercurio que recorría en canales serpentinos toda la sala, reflejando con su lento paso los cuerpos desnudos. Por el ano los leones dejaban escapar un espeso vapor perfumado y de colores.

        Siempre había mujeres que jugaban entre los leones haciendo para las otras imágenes obscenas con las trompas y las colas de piedra, y quienes sentadas apacibles sobre los lomos se enjabonaban las piernas. Una vez que el agua hirviente estaba sobre su piel, de ellas emanaban vapores que, de lejos y contra la luz, parecían llamas blancas.

        Fatma llegaba entrecerrando los ojos para sorprenderse con la cabalgata de mujeres llameantes sobre leones que les hundían el hocico entre las piernas. Ellas eran demonios de la humedad obscena y delicada, que ponían sus manos sobre la piedra de una manera tan suave y prolongada que daban a entender cómo, poco antes, las habían puesto sobre los muslos, nunca tan sólidos de sus amantes.

        Alrededor, algunas mujeres conversaban mojándose; otras se enjabonaban mutuamente, y muchas hacían de su voz caída de agua. Entraba viendo las sombras vaporosas que se movían al ritmo de la fuente, que se mostraba con la exuberancia de los azulejos, que se deslizaban de unas a otras con la seguridad que parecen tener en el mar las corrientes, con las que ella venía ahora a confundirse.

        En ese círculo fluido de mujeres que parecían caminar sobre el vapor que ocultaba el suelo, Fatma olvidaba su cuerpo de todos los días para apreciar las nuevas cualidades que una desnudez condimentada le ofrecía. Se había movido de sí misma, como si hubiera resbalado y al levantarse hubiera quedado al lado de su propio cuerpo. Y esa pequeña diferencia, que obviamente sólo ella percibía, era una franja angosta por la que iban corriendo nuevas  alegrías. Y si ahora incluso sus propias manos eran diferentes y podían renovar su entusiasmo hasta obligarla a entornar los ojos, con más poderes aún esa misma mañana iban a hacerlo, un poco más tarde, las manos de Kadiya.

•••

 

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