Alberto Ruy Sánchez

LOS

TATUAJES EMIGRANTES

 

Ahmed Al-labí, vendedor de higos y dátiles remojados en azúcar, hizo fortuna desde joven. Tomó por esposa a la hija de un Caid que le permitió extender su comercio hasta la orilla del desierto por el sur y hasta dos mares por el este y el norte. Insatisfecho con los alcances de su dinero equipó caravanas que de oasis en oasis cruzaron varios desiertos, continuaban sobre barcas, y al regresar traían de tierras inimaginables seda, pólvora, oro y esclavas de ojos tristes como almendras delgadas.

Ahmed Al-labí despertó una mañana con una erección tan insistente que con las horas se hizo terriblemente dolorosa. Ni su esposa ni sus amantes habían presenciado esa terquedad y ese volumen, más asombroso en una carne que estaba ya en la edad del tibio descanso. Fue inútil todo intento por apaciguarlo. Las matronas más experimentadas sólo consiguieron aumentar su hinchazón. Las brujas lo irritaron con ungüentos de piel de iguana vieja. Y los médicos fueron expulsados a gritos cuando blandieron sus afiladas navajas.

Sesenta días le duró a Ahmed Al-labí ese extraño sufrimiento que no amainaba un minuto y que, en ocasiones, lo hacía dar gritos de júbilo y dolor al mismo tiempo, justo antes de que su venosa torre expulsara el líquido blanco que cada vez parecía disolverse en el aire, como si algo invisible e insaciable lo devorara.

Cuando todo acabó, Ahmed pesaba veinte kilos menos, dormía tres horas más todos los días, y entre sueños conversaba dulcemente con alguien en una lengua incomprensible. Cuando estaba despierto anhelaba dormir de nuevo, se hundía en una tristeza cada vez más persistente. No vivió más de diez meses. Aunque creyó que eran años.

Poco antes de morir, el viejo Ahmed confesó a su nieto el sueño que tuvo la noche que comenzaron sus pesares: una esclava de ojos rasgados apareció mientras dormía, y eran tan lentos sus movimientos que él los siguió uno a uno con la mirada, como dejándose convencer por argumentos incuestionables. Un deseo profundo despertó en él dentro de su sueño. Pero la esclava se alejaba hundiéndose en un líquido amarillo, en el que Ahmed la seguía con los ojos cerrados. Al abrirlos para buscarla, el líquido se hacía rojizo y luego cada vez más transparente, hasta que tomaba de nuevo la consistencia del aire. Ella ya no se veía por ninguna parte, como si se hubiera disuelto en todo lo que Ahmed entonces respiraba. Despertó angustiado mientras su carne preguntaba por ella. Estaba en todo y no estaba, su olor era el del aire, su fuerza el viento, su humedad la del clima, su presencia ligera y en ocasiones opresiva; siempre a su manera, exigente.

Después de contarle el sueño a su nieto, Ahmed le mostró una mancha lisa y colorida, como un tatuaje, que desde entonces había quedado como cicatriz en la parte más alargada de su sexo. La mancha tenía la forma de una araña roja, dorada y negra, que crecía con la erección sin empequeñecer después, como si se alimentara de ella. Sus colores, expuestos a los rayos del sol, daban la impresión de una flama. La araña maduraba y se fortalecía al correr los meses, mientras que el pene se arrugaba cada vez más, hasta hacerse diminuto.

Varias semanas después de aquel sueño, los emisarios de Ahmed Al-labí regresaban de Oriente con su cargamento acostumbrado. El viejo se precipitó para ver a las esclavas buscando alguna que saciara su entusiasmo. Su sorpresa se hizo furia cuando se dio cuenta de que, por primera vez, sus hombres no habían llegado con una sola esclava. Su furia se hizo miedo cuando le dijeron quién y cómo lo había impedido.

Llegando a un valle al que nunca habían penetrado, buscaron, como era su costumbre, la protección del Señor de esos lugares para llevar a cabo su comercio. Dominaba la región una mujer de treinta años, propietaria de tierras y de gente, que tenía una corte, un ejército y una biblioteca. Todo un día interrogó a los hombres de la caravana sobre la vida de quien los enviaba. se hizo describir durante horas hasta los últimos lunares que Ahmed tenía en la cara, sus ambiciones, su manera de hacer las cuentas, y muchos otros detalles. Entre ellos, sus ardores amorosos y su afán de esclavas extranjeras.

Al llegar la noche terminó su interrogatorio diciéndoles: “¿Sabe su poderoso señor que puede morir de fragilidad por haber extendido tan lejos el abuso de sus deseos?” No esperó respuesta, se retiró sin mirarlos.

Al día siguiente apareció frente a ellos con una esclava muy hermosa, de ojos rasgados, digna de perturbar los sueños del más poderoso o del más santo. Con ella salieron sus tres hermanas, terriblemente parecidas a su belleza. Cada una llevaba el nombre de uno de los cuatro vientos que recorrían aquella región. Eran un regalo para Al-labí que sus enviados no podían rechazar a pesar de presentir, como fuego, el peligro de llevarlas. Bastaba verlas para darse cuenta de que estando entre ellas era irrefrenable el deseo de perderse en el corazón de un torbellino. Antes de dejarlas partir, la Señora ordenó que a cada una le tatuaran en el vientre la cuarta parte de una araña roja, dorada y negra. Después las entregó, como oficiante de un sacrificio.

En los siguientes sesenta días de viaje las cuatro esclavas fueron muriendo extrañamente una por una, como si una fatiga milenaria se apoderara de ellas. Cada una, en su última noche, había pronunciado varias veces el nombre de Ahmed en sueños mientras su tatuaje desaparecía. Al comprobar las fechas de aquellas fatigas todas coincidían con las de Ahmed, y los tatuajes perdidos en ellos habían tomado vida en él exactamente a la misma hora. Después de que sus emisarios le contaron lo sucedido, Ahmed Al-labí vivió poco. Inmovilizado por el miedo, silenciado por la tristeza, ausente por la nostalgia de aquel sueño, asustado por la mancha que en tardes de viento ya casi le caminaba sobre el vientre, murió fijando la vista sobre una telaraña nueva en el techo.

Cuando el nieto, vendedor de almendras, terminó de contar la historia de su abuelo pronunciando ritualmente: “Que Alá haya perdonado”, las mujeres que lo escuchaban en el mercado repitieron esa frase y, temiendo que esos males misteriosos se hicieran presentes al nombrarlos, lanzaron al aire los entrecortados gritos guturales que en Mogador dan la bienvenida al que llega, y ruegan benevolencia para quien grita y los suyos. Entre esas mujeres se fue asentando la certeza de que el cuerpo de Fatma alojaba extraños y peligrosos visitantes.

Desde que corrió en Mogador la versión del vendedor de almendras sobre los males de Fatma, todos observaban detenidamente sus mínimos gestos adivinando en ellos los movimientos de otra vida. En la fuente que brota junto a la muralla —donde se puede ver a las mujeres discutir con los baldes vacíos, llenarlos sin mirar al agua y seguir hablando mientras se alejan con un cántaro en el brazo—, una de ellas recordó excitada la manera extraña en que los padres de Fatma habían desaparecido cuando ella era muy pequeña. Las otras mujeres la interrumpieron atemorizadas, antes de que pronunciara la historia que todas intuían, si acaso antes no la habían oído.

Fue entonces cuando una de ellas se decidió a desembrujarla sin consultar a nadie. Y en una de las horas en que la noche ya no es reciente, cargada de yerbas y amuletos, verificando la posición propicia de la luna, se escurrió en silencio hasta el pie del muro donde estaba la ventana de Fatma.

Bajo un brazo traía dos alas de halcón joven con las puntas de las plumas bañadas en sangre menstrual de una virgen negra. Con ellas barrería meticulosamente el aire por el que se desplazan los malignos. Colgando del cuello traía una piedra plana de dos colores que representaban la silueta de una fortaleza. Eso la protegería de cualquier enemigo. En una bolsa de cuero con inscripciones sagradas guardaban una mezcla de tres yerbas fumigantes. Con ellas levantaría una espesa cortina de humo alrededor de las palabras rituales que éstas, una vez pronunciadas lentamente, no fueran robadas por el aire, y para que mezcladas con el humo tomaran una consistencia más visible.

Mientras hacía las primeras conjuraciones, la brisa salada formó remolino en un ángulo de la muralla, y recorrió un corto trecho con tal velocidad que, al pasar junto a la mujer de los embrujos, le humedeció las yerbas y le arrebató una de las alas. Tuvo miedo y apretó en la mano su piedra fortaleza. Desilusionada confirmó al día siguiente que su intento había sido inútil y, según ella, eso delataba aún más la presencia grande, poderosa y oscura que habitaba a Fatma.

 

   *Fragmento de Los nombres del aire.