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UNA GEOGRAFÍA
ERÓTICA:
La literatura de
Alberto
Ruy-Sánchez
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Cuenta Apuleyo que una princesa fue obligada
a casarse con un dragón. Una brisa la llevó por los aires a una
casa de oro y plata y allí fue atendida y agasajada por criados
invisibles. Al caer la noche, sintió que alguien se acercaba y una voz
le susurró: "Soy tu esposo y tu amante", y misteriosamente ya
no tuvo miedo. Así, en la más ceñida oscuridad, pasaron
muchas noches. Una tarde, la princesa supo que sus hermanas estaban
buscándola, y salió a su encuentro. Cuando les contó lo
que había ocurrido, sus hermanas se burlaron de ella y le dijeron que
sin duda su esposo era un monstruo que no se dejaba ver a causa de su fealdad.
Esa noche, la princesa alumbró una lámpara de aceite y
entró a la habitación donde dormía su misterioso esposo.
Lo que vió fue, no un dragón, sino un joven de maravillosa
belleza. Alborazada, quiso apagar la lámpara pero una gota de aceite
cayó sobre el hombro de su esposo. El joven despertó, vio la llama
y sin decir palabra, huyó. Eros desaparece cuando tratamos de
percibirlo.
Experiencia vital y común, carecemos
de un lenguaje para contar lo erótico, que huye al encuentro de las
palabras y que a veces –pocas veces– se deja percibir en los
intersticios del lenguaje. Todo encuentro erótico es solitario,
aún los momentos más íntimos. "Vivimos juntos,
influimos sobre otros y reaccionamos ante otros, pero siempre y en toda
circunstancia estamos solos," escribió Aldous Huxley. "Los
mártires entran a la arena mano en mano pero son crucificados solos.
Abrazados, los amantes tratan desesperadamente de fundir sus aislados
éxtasis en la singular transcendencia de su ser, pero en vano. Debido a
su propia naturaleza, cada alma encerrada en un cuerpo está condenada a
sufrir y a gozar en soledad."
Ante tal imposibilidad, hemos tratado
infinitas veces de inventar máquinas literarias para compartir esta
soledad con otros. A través de ponderosas jerarquías (ensayos de
ética sexual, textos de las cortes de amor del medioevo), a
través de tratados de mecánica (manuales eróticos,
estudios antropológicos), a través de ejemplos (fábulas,
narraciones), cada cultura ha tratado de comprender la experiencia
erótica con la secreta esperanza de que quizás, si logramos
aprehenderla en una jaula de palabras, el lector podrá vivirla o
revivirla, del mismo modo en que creemos que ciertos objetos podrán
recrear una memoria o ciertos monumentos podrán dar nueva vida a
nuestros muertos.
Hemos condenado lo erótico a los
recintos del silencio," escribió Montaigne. Esta condena, en el
mundo judeo-cristiano, halla su voz canónica en San Agustín, cuyo
eco resuena a lo largo de toda la Edad Media y aún en las oficinas de
los censores de nuestro tiempo. Recordando las pasiones carnales de su juventud,
intento en definir el propósito de su vida, Augustín
concluyó que la felicidad última, eudaemonia, no puede ser lograda
si no subordinamos el cuerpo al alma y el alma a Dios. El amor carnal, eros,
es
infame y sólo amor, el amor espiritual, puede conducirnos al
encuentro con Dios, al agape, al festín amoroso que trasciende
cuerpo y alma. Dos siglos después de Agustín, San Máximo
de Constantinopla lo dijo así: "El amor es la disposición
feliz del alma que nada prefiere al conocimiento de Dios. Pero nadie puede
lograr tal estado mientras se sienta atraído por algo terreno. El amor,
"concluye San Máximo, "nace de la ausencia de pasión
erótica." Lejos estamos de los griegos, para quienes Eros es el
dios que mantiene unido (no en un sentido metafórico sino físico)
el multifacético universo.
Para nombrar lo erótico, hemos
recurrido, en tantas lenguas, a artificios diversos. Hemos recurrido a la
literatura mística, al vocabulario científico, a la
metáfora amorosa, a la adivinanza metafórica, a la pornografía,
a la alegoría, a la descripción gráfica, al sueño,
a la pesadilla. Pocas veces hemos tenido éxito. Es como si el temor de
Agustín invadiese nuestras bibliotecas y escritorios, y si bien a veces
se nos escapa, casi por error, un brillante acierto lingüístico
(como cuando los franceses hablan de jouir de la lecture"), lo usual es balbucir
algo banal o estrambótico, lejos de aquel acto íntimo donde
leemos con toda la piel. Hemos perdido confianza en nuestros cuerpos.
Pero en Alberto Ruy Sánchez
encontramos nuevamente esta convicción erótica. Lo
erótico, en su obra, no es un tema o episodio: es la arcilla de la
narración misma. Ya en sus novelas (fantásticas, utópicas
o de aventuras), ya en su crítica literaria como en sus crónicas
de viaje, toda experiencia –banal o extraordinaria– respira a
través de lo erótico. "Lo que para unos es maravilloso para
otros puede ser anodino, y ambos pueden tener razón," dice en De
cuerpo entero. "Que el valor mágico de la vida está en
nuestra manos y que con nuestras manos escribimos hasta lo más preciado,
las huellas del amor sobre los cuerpos amados." Esta escritura, y esta
asumida responsabilidad de contar lo erótico, definen su obra.
Recorriendo su biblioteca (o la biblioteca
que Ruy Sánchez nos ofrece en sus varios libros de lecturas) atravesamos
una suerte de prehistoria de la narración erótica. Ecos de esa
voz hay en Beckett, Octavio Paz, Victor Hugo, Sotomayor, Rilke, Savinio. Toda
biblioteca personal es un retrato de su lector. La de Ruy Sánchez nos
muestra un hombre curioso, atento, sospechoso, inteligente. Ver en Genet un
desafío heterosexual, en Pasolini la nostalgia del paraíso
perdido, la honestidad intelectual en Gide el afán de enseñanza
en Ezra Pound es prueba de lecturas profundas y encantadas, y dan confianza en
su autoridad de escritor.
Pero es el lector transformado en cartógrafo quien lleva lo erótico a su más espléndida realización. En Africa del Norte encuentra Ruy Sánchez su espejo mexicano, su rostro perdido, una reunión de identidades separadas luego de la expulsión de los árabes de España, similitudes que tienen que ver "con el cuerpo mismo: físicamente, los marroquíes y los mexicanos somos figuras paralelas. El parecido es asombroso, y la explicación tiene que ver con los ocho siglos de presencia árabe en dos terceras partes de o que es España y Portugal. Somos, en gran parte, unos andaluces alejados. Me atrevería a lanzar la hipótesis de que la manera de ser, laberíntica, del mexicano –con su cortesía excesiva, y sus cinco antecámaras llenas de dobles y triples intenciones– tiene mucho más que ver con el carácter árabe que con el carácter castellano, abierto y explosivo, o el carácter indígena." Geografía, artes, memoria: Marruecos se convierte para Ruy Sánchez en ese otro lenguaje que sirve para describir aquello que su propio lenguaje ha callado. "Las diferencias," dice, "no son menos apasionantes que las similitudes. La primera de ellas tiene que ver con la sensualidad, que nuestra parte hispana ha censurado hasta el grado de dejar de reconocer lo árabe que somos. Pero para mí hubo también un descubrimiento involuntario de la memoria. De alguna manera, viviendo yo en Europa, al viajar a Marruecos recuperé a México en dos sentidos: en el sentido de ver una cultura gemela pero diferente, y al mismo tiempo de rescatar una parte de mi infancia en el desierto de Baja California. En el desierto de Marruecos empecé, de pronto, a recordar cosas que no sabía que había olvidado."
El desierto (olvidado, gemelo y recordado)
da origen a Mogador, sitio-héroe de cuatro
crónicas (En los labios del agua, Los nombres del aire, Los jardines secretos de Mogador y Cuentos de
Mogador), el sitio donde por fin, lo erótico es posible,.
Aquí ya no requiere fábulas, prisiones clínicas,
acertijos, retruécanos. Mogador no es una metáfora, es el lugar de lo
erótico. Por eso Fatma, la mujer que está (como en la
canción de Marlene) "hecha de amor" en Los nombres del
aire, o el Sonámbulo, el narrador de En los labios del agua,
sobre cuyo cuerpo mujeres negras dibujan las formas del sueño, no son
alegorías de nada: son puras encarnaciones eróticas, habitantes
reales de un lugar real. Son también héroes que cuentan sus
propios destinos. Fatma es Andrómeda, es Dido, es Clitemnestra, es
Medea, pero después del abandono o la venganza, heroína en un
lugar donde el poder erótico le concede una calma y una fuerza
sobrehumana. Las nueve mujeres que dibujan sueños sobre el cuerpo del
narrador son un reflejo, más allá del mar y de otra cultura, la
infernal máquina que Kafka diseñó para su Colonia
Penitenciaria: una máquina que escribe, con una aguja de acero en la
carne del condenado, la letanía de sus pecados. Itinerario de
sueños o crónica de culpas, la escritura de los habitantes de
Mogador no se diferencia de su anatomía o de su geografía. Piel,
desierto, voz y dibujo son todas formas de la misma literatura.
Porque Ruy Sánchez es
cartógrafo pero también adepto a otras artes de la escritura. El
tatuaje, por ejemplo, que misteriosamente aparece en el sexo de Ahmed
Al-labí (en Los nombres del aire), donde la letra
confluye con el cuerpo, tinta y sangre unidas en un mismo impulso
gráfico. En la cultura árabe, el tatuaje meramente subraya las
marcas trazadas por el dedo de Dios; es decir, nada inventa el tatuador que no
es mago sino lector de las señas escondidas en la piel. Quienes intentan
borrar el tatuaje (brujas con "ungüentos de piel de iguana
vieja", médicos con "afiladas navajas") son infieles que
nunca llevarán a cabo su propósito impío, porque el dibujo
(la escritura) pertenece al Creador. Lector de una narración oculta, el
invisible tatuador (que también es Ruy Sánchez) revela los rasgos
de Eros, el dios dormido: piel como pergamino, sangre como tinta, aliento como
escritura, diseño como palabra.
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*Prólogo del disco y libro: De agua y aire.
Alberto Manguel es autor de novelas, ensayos y
antologías. Entre sus libros más conocidos está Una
historia de la lectura, por la que obtuvo en Francia el Premio Medicis, y junto con
Gianni Guadalupe el Diccionario de los lugares imaginarios, en cuya última
edición en inglés ya se incluye la Mogador de Alberto
Ruy-Sánchez. Una versión reciente, en español, de este
diccionario, y que también incluye a Mogador es Breve Guía de
los lugares imaginariosAlianza Editorial, Colección Gran Bolsillo (GB1004),
Madrid, 2000.