Alberto Ruy-Sánchez

LA PALABRA

EN EL DISEÑO

 

Agradezco enormemente la invitación para estar aquí, y así poder compartir con ustedes algunas ideas y experiencias profesionales sobre la palabra y el diseño. Me presento ante ustedes en mi doble carácter de escritor y de editor. Es decir, como alguien que día a día trabaja con palabras propias o ajenas, buscando la mejor manera de presentarlas ante un público, en el caso del editor.

             Como escritor, busco más bien encontrar en la forma de las palabras una correspondencia con mis pasiones. Hacer con palabras formas, nuevas para mí, que son como objetos artesanales cargados de vida, de mi vida. 

             Es evidente que mi trabajo de editor está sumamente influido por mi relación personal con las palabras, es decir, por mi trabajo de escritor.  Mi manera personal de relacionarme con la literatura, con la fuerza expresiva de la poesía, con la  exigencia artesanal que lleva consigo la buena litaratura,  aparece filtrada, transformada, nacida de nuevo, en mi labor editorial.

             Pero también lo inverso es cierto. Mi labor de escritor recibe una fuerte influencia de mi pasión por las artes, especialmente por las artes gráficas, y por mi labor cotidiana de editor. 

             Esto último hace que con frecuencia, ante los escritores, me convierta en un defensor de las necesidades específicas del diseño y de la edición.  Creo fervientemente que dar una forma estética a lo que un escritor produce, para ofrecerla a un público, a una audiencia, es muy importante.

             Comprender a fondo las necesidades formales de la página equivale a crear un espacio de deseo entre el lector y la página. Por lo tanto entre el lector y el escritor o el artista.

             Defiendo el diseño gráfico como un derecho de los lectores a vivir estéticamente, gozosamente, con el material impreso que llega a sus manos.

                                                         *

 

             Pero eso hace también que frente a los diseñadores, como es hoy el caso, me sienta obligado a hacer una defensa de la palabra.

             ¿Necesita ser defendida la palabra? Tristemente, la experiencia me dice casi todos los días que sí, y en varios sentidos.

             El primero tiene que ver con una regla elemental del diseño editorial: tal vez la primera de las reglas prácticas, que podríamos llamar: 

 

Principio de legibilidad.

   Uno de sus enunciados principales, que sintetiza muchos         otros podría formularse así:

Nunca imprimir letras negras

sobre fondo negro.

             Se trata de un principio elemental de posibilidad de la lectura, aparentemente muy obvio. Sin embargo, es hoy en día el principio menos respetado por los diseñadores profesionales,  con cualquier pretexto; a veces por inocencia y la mayoría de las veces por negligencia.

             Son muchísimas  las maneras posibles de romper el principio de legibilidad:  basta con imprimir letras negras sobre un fondo azul obscuro, o sobre un grabado, o una fotografía muy obscura. También es muy común que el diseñador inexperto, y hasta el muy experto, ordene imprimir sobre fondo negro letras blancas, caladas, pero de trazos muy, muy delgados,  que se perderán irremediablemente en lo negro.  Con la posibilidad de comprimir la tipografía, o deformarla de diferentes maneras, el diseñador logra efectos muy intresantes gráficamente que con frecuencia se convierten en un boicot al lector.

             Es fácil darse cuenta de que, muchas veces, el diseñador no mide el deterioro de legibilidad que tendrán sus originales una vez impresos siguiendo las instrucciones que él pide.  Es decir que no mide la distancia que hay entre su diseño y  su realización. Así como no mide la distancia entre su diseño y su público.

    Hay un tipo de abuso cultural que es un abuso de diseño. El diseño que impide la lectura es un acoso al lector,  comparable irónicamente al acoso sexual. Si en Estados Unidos la sociedad persigue cada vez con más ahinco el sexual harrassement , ¿llegaremos al momento en el que se persiga el design harrassement?   Es decir, el abuso de diseño que anula las posibilidades de acceder a todo lo que pueden darnos las palabras.

             Esto quiere decir que detrás del chiste, y de la posible película de Hollywood que podemos imaginarnos (llamada Design harrasement,  con un diseñador psicópata obstinado en que nada en el mundo se lea, en que todo se convierta en forma ilegible, borroneada o tal vez bella, compacta, encimada o transparente), hay un problema de responsabilidad del diseñador frente a la palabra publicada, compartida.  Es decir, un problema moral. ¿Debería entonces formularse, hacer explícita, diseñarse una ética del diseñador frente a la palabra?

             En el fondo de esto yace otro problema mucho más notorio y grave: el del analfabetismo potencial. 

             Alguien que sabe leer, pero que no entiende a fondo lo que lee, o que simplemente no disfruta leer, o que pasa la vida sin leer más que los periódicos, y a veces ni los periódicos, es lo que los sociólogos llaman un analfabeto potencial.

             Un amigo de Canadá, diseñador,  dice que en cada país el analfabetismo potencial de los diseñadores se mide por la cantidad de textos ilegibles que mandan imprimir. Y dice que, según su experiencia personal, México tendría uno de los índice más altos.  En ningún otro país ve él tal cantidad de diseñadores despreocupados, indiferentes al hecho de que los textos que diseñan  puedan ser leídos. No es problema tan sólo de los diseñadores, también lo es de todos aquellos que alrededor del diseñador no exigen legibilidad.  Es uno de los tantos casos de falta de calidad que tenemos en el país y que serían fácilmente corregibles si todos exigiéramos y nos exigiéramos un poco más. Control de calidad, en diseño, también es legibilidad, no tan sólo buena impresión, como algunos parecen creer.

             Como síntoma notable de este problema de ilegibilidad contagiosa, un hecho muy reciente: en el último concurso para el Premio Quorum de diseño, en la categoría de libros de arte,  el premio fue declarado desierto porque entre los treinta y tantos libros consursantes, muchos de ellos elaborados por algunos de los más famosos diseñadores de México, ninguno respetaba el principio elemental de la legibilidad. Uno de los jurados, tipógrafo de profesión desde la época anterior a la computadora, fue intransigente en este punto que otros jurados dejaban pasar fácilmente.  Y que en otros años no se consideró importante. El diseñador que mejor lo hacía había puesto páginas enteras de texto sobre unos grabados del siglo XIX, lo que no permitía ver una cosa ni la otra.

             Algo muy grave en  ese asunto es que, según una pequeña pero impresionante investigación hecha después, en el conjunto de los libros presentados al concurso, las casas de bolsa, bancos o empresas diversas que los pagaron, se habían gastado, para producirlos, más de cinco millones de dólares.  ¿Qué porcentaje de esto se habrán llevado nuestros amigos y colegas analfabetos potenciales? El problema moral, ahora en época de crisis, es más notable, me parece. Pero ya era desde entonces grave.

             Un amigo diseñador, que yo considero a pesar de todo como uno de los mejores del país,  me decía que él nunca lee lo que diseña. Y consideraba como un absurdo que los diseñadores se ocuparan de saber lo que hay adentro de esa especie de charco de tinta que es para muchos de ellos  "la mancha tipográfica". 

             La práctica demuestra que, diseñador que no lee, se lo lleva la corriente. Es un camarón que se duerme a la sombra del analfabetismo compartido. Suponer que leer es tan sólo trabajo de otros (los editores, los correctores) implica  no entender la naturaleza de la palabra.  Es no querer entender por qué y para qué existe. Pero es sobre todo perderse una dimensión de la vida que es importante,  muchas veces placentera,  y sin duda muy intensa.

             Si el diseñador no tiene la capacidad para desarrollar hábitos de lectura, aunque no los haya tenido de niño o adolescente. Si no tiene la capacidad para relacionarse con el mundo de la palabra de una manera natural, no será un buen diseñador editorial. Podrá ser buen diseñador de empaques, pero no de libros o revistas. Claro que muchos consideran al libro como un empaque, pero es eso y mucho más.

             Antes de regresar al diseño hablemos un poco de lo que se pierde el analfabeto potencial.

             Podríamos decir, en un primer momento, que alguien que se dedica a hacer libros y no lee es como quien vive en el mar y no sabe nadar. Siempre estará en la orilla, disfrutando las maravillas  que se ven desde la orilla,  pero se perderá una buena parte de lo mejor que está en el mar mismo.  Pero esa comparación no es suficiente.  No muestra todo lo que se pierde el analfabeto potencial.

             Alguien que se dedica a hacer diseño editorial y no tiene buena relación con las palabras es más parecido a alguien que no tiene la capacidad de enamorase. Alguien que no ha vivido el estremecimiento radical que es desear a otra persona, desear su cuerpo y desear realizar con esa persona, a su lado, la buena parte de la vida.

             Un analfabeto potencial no es tan sólo quien no tiene una habilidad técnica, o motriz: alguien que no sabe andar en bicicleta, por ejemplo, o que no sabe operar tal o cual máquina. Es más bien alguien excluido de una de las dimensiones fundamentales de la vida. Es un ser unidimensional.

             Hay analfabetos potenciales que lo son porque nunca en su vida han encontrado los libros ("el paquetito de manchas tipográficas" diría mi amigo) , las novelas, la poesía, las historias reales o inventadas, que lo hagan vibrar muy adentro y que le permitan conocer o más bien experimentar algo que nunca había vivido.

             Estos analfabetos potenciales son como solteronas, o solterones, que nunca en su vida encontraron quien avivara sus hormonas todos los días, a todas horas. O por lo menos de vez en cuando, dependiendo de lo que cada quien es y desea.

             En nuestras relaciones con la palabra es muy frecuente tambien encontrar amores que evolucionan mal. Pero el mundo de la palabra por fortuna es por naturaleza  antimonogámico. Uno puede pasar de un libro a otro sin cometer ninguna infidelidad ni ser acusado de promiscuo. Además, con los libros no hay riesgo de Sida. Hasta ahora. Y las enfermedades contagiosas de los libros vienen más bien por leer uno sólo, ya sea este El Capital de Marx, la Biblia, el Talmud o el Corán. Los hombres de un solo libro son con frecuencia fanáticos, intolerantes. Y con frecuencia son contagiosos. Los hombres de un solo libro son también como caballos con tapaojos para ver en una sola dirección.

             Hay también quien sólo lee periódicos, o libros técnicos, o textos informativos. "Cosas útiles", dice mi amigo, el analfabeto potencial, que lee de vez en cuando este tipo de cosas que son muchas veces indispensables. Es cierto. Pero quien sólo lee así es como quien no tiene amistades o amores sino exclusivamente relaciones de conveniencia.  Desconoce en el fondo los placeres de la palabra. En su mundo de deseos no existe la palabra como forma deseable.

             Un lugar común, un error común, consiste en pensar que la palabra es tan sólo un vehículo de información.  El analfabeto potencial piensa que lo que se pierde no vale la pena, que a lo sumo es como quien no leyó el periódico de ayer, o que si vale la pena para otros, que presumen de cultos, él prefiere no aburrirse.  Pero la cultura no es como una enciclopedia destartalada y aburrida, mal traducida. La cultura, en su sentido más amplio, etnográfico, es de qué manera vivimos y compartimos nuestros espacios y nuestros días. Con que costumbres y reglas implícitas o no convivimos con nuestros familiares, colegas, amigos y hasta enemigos. Todo lo que los antropólogos llaman las leyes del parentezco. Cómo compramos y muy principalmente cómo comemos. En qué y en quienes creemos o dejamos de creer. Cómo presentamos las cosas que queremos vender (por eso hasta las vitrinas de una ciudad como Milán nos hablan de su cultura, no sólo los museos).

             Cultura es incluso cómo hacemos el amor o dejamos de hacerlo. Cómo cortejamos a nuestros seres amados. Cómo trabajamos. Cómo hacemos nuestras fiestas. Cómo bailamos. Y por supuesto, cómo diseñamos, en general todo; y muy particularmente cómo diseñamos los objetos impresos donde viajan nuestras palabras: las palabras de la tribu, como dicen los antropólogos.

             La palabra es el objeto privilegiado de una cultura. O por lo menos lo es de la nuestra. Y como decía, no sólamente por ser vehículo de una información sino por ser objetos sensibles altamente marcados por nuestra vida.  La palabra, bien usada, bien recibida, bien descifrada, bien sopesada en nuestras manos,  degustada a fondo por nuestros sentidos, es un objeto cargado de vida. De la vida de muchos antes de nosotros que le han dado a  la palabra sus poderes. Y es algo tan especial que al usarlo lo cargamos también de nuestra propia vida. Con mucha más razón carga de vida a la palabra quien la presenta públicamente en un diseño. Pero también puede hacer lo contrario, descargarla, volverla raquítica, matarla de hambre, enterrarla. Hacer a la palabra algo muerto es cosa común en nuestros impresos actuales.

             La palabra es además un objeto sensible, es la materia privilegiada que vincula a nuestros cinco sentidos (y otras facultades) con el mundo. No sólo vincula a nuestra inteligencia, también a los sentidos. Para algunos estudiosos, la imagen misma es extensión de la palabra. Es un signo descifrable como la palabra.  No quiero entrar en el problema de las relaciones entre palabra e imagen sino continuar comentando el aspecto sensible de la palabra.  Antes de ser escrita es un tipo de música. Y después también. Un texto es una partitura peculiar. El escritor francés del siglo XIX, Gustave Flaubert, se paseaba en el jardín de su casa horas enteras con las hojas de sus escritos en las manos recitando en voz alta sus palabras, escuchándolas, resintiendo su música, modulando artesanalmente su justeza sonora.  No sólo la precisión de su sentido.

             Ya en este siglo, el escritor de vanguardia  Ezra Pound escribió una serie de poemas extensos que llamó Cantos, y cuando uno escucha los discos donde él mismo lee su poesía, el título no requiere ser explicado. Pound canta levantando en nosotros una sensación mucho más fuerte que si sus poemas no tuvieran esa dimensión formal vinculada a la música.

             La literatura, en forma de novela o de poesía, existe porque su forma permite decir cosas, cosas sensibles, materiales, cosas de la vida, que no pueden ser dichas de otra manera. Si un ensayo sociológico nos mostrara con la fuerza de una novela lo que es la vida que ésta describe, una novela no tendría razón de existir, desaparecería.  Lo mismo puede ser dicho de la poesía. La palabra es una materia irremplazable para acercarnos a la dimensión poética de la vida.  Muchos poetas han querido incluso volver gráfica su escritura. Desde hace siglos se pintan cuadros muy interesantes con la caligrafía.  Los calígrafos árabes hacen de unas cuantas frases barcos y aves.  En este siglo surgió toda una corriente de poetas que  reinventaron la poesía como forma enfáticamente visible y la llamaron Poesía Concreta.

             En ocasiones ellos también se acercaron de manera expresionista a lo ilegible queriendo hacer pintura abstracta con sus palabras. La tendencia general sin embargo fue dar a la forma del poema una expresividad formal equivalente a la del contenido. Por ejemplo, la palabra péndulo oscilando repetida a lo largo de la página con una sola P colgando de la orilla superior izquierda.

             Termino citando como síntesis un poema crítico que un joven poeta de los años treinta dedicaba a los poetas que no ponían atención a la fuerza de la palabra. Puede ser aplicado a los diseñadores que consideran al diseño desligado de la legibilidad y a sus formas como algo más importanteque la palabra:

 

    Cantan los pajaros, cantan

    sin saber lo que cantan:

    todo su entendimiento es su garganta.

 

El mismo poeta, Octavio Paz, varios años después, escribió otro poema, un poco más brusco, titulado “Las Palabras”, que resume en cierto modo y amplifica mucho de lo que aquí hemos dicho:

 

 

                      Dales la vuelta,

                      cógelas del rabo (chillen putas),

                      azótalas,

                      dales azucar en la boca a las rejegas,

                      ínflalas, globos, pínchalas,

                      sórbeles sangre y tuétanos,

                      sécalas,

                      cápalas,

                      písalas, gallo galante,

                      tuérceles el gaznate, cocinero,

                      desplúmalas,

                      destrípalas, toro,

                      buey, arrástralas,

                      hazlas, poeta,

                      haz que se traguen todas sus palabras.

 

   

 

 

*******************************************