Alberto Ruy Sánchez

UN SECRETO

 EN EL VIENTO

 

 

Casi podía ser vista la sequedad del aire. Aquella tarde en las costas de Berbería, sobre la ciudad amurallada de Mogador, el otoño se anunciaba en el viento. Sus impulsos invisibles, largos y secos, metiéndose como serpientes furiosas entre los arrecifes, arrancaban de esas piedras carcomidas el sonido de una desgarradura.

     Y como todos los años, cuando se anunciaba así la estación, las aves del puerto parecían responder a ese ruido con graznidos de alarma. A la mañana siguiente, las más desprotegidas emigraban. Las pequeñas gaviotas Cola de Luna, los Pavos de Agua, los Cuervos Rojos, las Cigüeñas Friolentas, y las Aves Enanas —ésas que eran devoradas por los peces— hacían esa mañana giros cada vez más amplios sobre las barcas, y desaparecían. Las barcas continuaban golpeando pausadamente sus cascos contra los leños del muelle mientras las aves se perdían en el horizonte, aparecían de nuevo un instante acercándose de prisa y volvían a desaparecer.

     La ciudad iba cayendo compulsivamente bajo el nuevo clima —pájaro cruel de plumas transparentes y frías—, mientras Fatma oía desde su ventana el viento entre los arrecifes, sentía sobre los labios la sequedad del aire, y dejaba que sus ojos acompañaran a las aves en su fuga indecisa.

     Pero la mirada de Fatma, alejándose obstinada, era en su vuelo el blanco de mil murmuraciones. En ella estaban clavadas las saetas de una población pequeña que veía en su fijeza la forma alada de un enigma: un posible secreto que perturbaba con su sombra la línea del horizonte.

     Mientras cruzaban la ciudad cien rumores, el viento de la tarde removía la sal sedimentada durante el año sobre la muralla, levantando de la piedra largas y delgadas hojas blancas. Los niños corrían a recibirlas en el momento que las hojas de sal se desprendían del muro, y regresaban a sus casas caminando lentamente con las frágiles láminas sobre las manos. Nunca llegaban, porque el mismo viento que se las había entregado se las arrebataba, y al ponerlas a volar las convertía en un polvo tan delgado que ni siquiera era posible diferenciarlo del aire.

     Fatma los veía hundir las manos en la piedra y levantar, suavemente, unas telas finas y estiradas que, bajo el sol y desde su ventana, parecían salpicadas de puntos brillantes. En las manos de los niños esas telas explotaban en silencio. Una nube luminosa los ocultaba completamente un solo instante, y se desvanecía mientras ellos manoteaban tratando de apresar lo que ya ni podían ver.

     Fatma miraba con detenimiento una y otra vez la misma escena, que en esa época era en Mogador cosa de todos los días. Porque de pronto se había puesto a mirar minuciosamente las cosas de todos los días, encontrando en ellas la ventana hacia un mundo que, para todos los demás, resultaba un enigma. “Fatma, miras como si vinieras de otra parte —le decían—, como si estuvieras únicamente interesada en moscas que pasan lejos o en pájaros que vuelan de noche.” Nadie pudo decir exactamente en qué día el ánimo de Fatma había tomado sus nuevos y extraños cauces.

     Cuando todos se dieron cuenta ya parecía ser demasiado tarde y no había consejos que dar ni motivos claros para compartir lamentos. Ella estaba haciéndolo todo de una manera que exasperaba a las mujeres y a los hombres, pero que al mismo tiempo los incitaba a tratar de descubrir qué la había hecho cambiar así.

     Todos en Mogador querían saber su secreto, y se habían puesto a tratar de descubrirlo como quien quiere obtener la confesión de un mudo interpretando sus silencios: cada quien iba poniendo palabras de su propio gusto en esa boca cerrada.

     Fatma se daba cuenta de que a su alrededor se levantaban bruscas murmuraciones, pero no mostraba ninguna inquietud por ellas, como si todos sus pensamientos estuvieran embebidos en una tela invisible, y ella supiera con certeza que nadie podría nunca apresar su secreto, ya que éste era de una materia ligera y brillante, comparable tan sólo a las repentinas nubes de sal que por las tardes se escapaban de las manos cerradas de los niños.

 

*Un fragmento de LOS NOMBRES DEL AIRE


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