El placer de los sentidos

Todos los sentidos están abocados a la excitación, al placer. Un aroma determinado, un tono de voz, una frase o una melodía, un roce casual o una caricia prolongada, la visión de un cuerpo o la contemplación de una fotografía o de un cuadro, la lectura de cierto pasaje, el sabor de un licor o de un beso pueden servir de estímulos y provocar aislada o conjuntamente una respuesta erótica.

Para la mayoría, la vista constituye el principal estímulo del deseo. La primera cualidad que solemos percibir de un amante es su aspecto físico, y en un rostro el rasgo que más nos llama la atención son los ojos.

La literatura erótica abunda en ejemplos acerca de la importancia del voyeurismo. Es posible gozar en solitario mientras se mira a otros, buscar a alguien que espíe con nosotros y quiera compartir nuestros goces, o abandonar nuestro escondite para incorporarnos al escenario.

Cabe también obligar a los demás a que nos miren y escandalizarles o seducirles con nuestra imagen. No menos importantes son los goces de mirarse a sí mismo, de engalanarse para sí o para otros. Las artes plásticas, la fotografía, el cine, nacen de esa necesidad de perpetuar la imagen, de ahondar la mirada. El olfato constituye una fuente de placer sutil, estrechamente vinculada con la memoria. Cada persona tiene su olor corporal característico, y es al aproximarnos por primera vez a una nueva pareja cuando percibimos su exhalación propia, su clima olfativo. Si la relación continúa, ese olor y el de sus partes íntimas se convierten en elementos que nos sirven para diferenciar a la persona amada y que nos hacen depender emocionalmente de ella.

Tanto los aromas corporales como los olores artificiales tienen un papel esencial en la encarnación del deseo. De ahí el uso estimulante de los perfumes, que se distribuyen por el cuerpo – “allí donde una quiere ser besada”, según la afortunada expresión de Coco Chanel – o se hacen emanar de un recipiente, para amenizar el ambiente erótico.

Los sonidos, las voces y música fundamentalmente, influyen sin cesar en nuestras emociones. Hay ritmos que producen deseos de movimiento, de exhibición, de baile desenfrenado. Otros promueven intimidad, lujuria secreta y reposada.

La voz constituye un instrumento fundamental de seducción, que los amantes utilizan para insinuar, convencer, suplicar, exigir. Durante el coito, las palabras que se dicen y la manera de decirlas pueden resultar tan excitantes como el contacto mismo. Lo mismo cabe afirmar de otros sonidos que se producen durante el acto sexual, esos suspiros, murmullos, jadeos y gritos que los autores indios comparaban con los cantos de los pájaros.

El hambre y el amor, sentencia un adagio clásico, dominan al mundo. Comer, beber y hacer el amor con actividades tan intensamente relacionadas que a veces se confunden. “¡Voy a comerte!”, le dice un amante a otro, pensando en la inmediata posesión. Es la expresión más clara del deseo de apropiarse del otro, de fundirse con él para siempre.

En este contexto, comer equivale a copular y también a practicar sexo oral. Los amantes se besan, se muerden, se chupan, se lamen todo el cuerpo, se devoran. La lengua y los labios acarician la piel, los dientes mordisquean la carne, la boca entera se apropia del sexo, el sexo se convierte en una boca ávida.

El amor se ha definido con frecuencia como las ansias de contacto de dos epidermis. Y es que, en última instancia, la consecución de los grandes placeres depende del tacto. Niños y adolescentes se tocan a sí mismos, se sorprenden ante los cambios de tono y consistencia. Llega luego el afán de amar cuerpos distintos, de medir nuestras habilidades o de suplir nuestras carencias en la deliciosa confrontación con el sexo opuesto, con lo ignorado, de acariciar al otro no sólo con las manos, sino también con los genitales y con toda la piel, con el cuerpo entero.

Mil años de vida no bastarían para agotar nuestros sentidos, ni para conocer las aptitudes de un solo cuerpo.


Vicente Muñoz Puelles
Introducción de “El placer de los sentidos”



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