Alberto Moravia




Él no dijo nada…


Él no dijo nada y permaneció meditabundo unos momentos. Luego preguntó volviéndose, en tono amenazador:

- Todo esto, ¿quiere decir entonces que ahora debo vestirme y marcharme?

Lo miré y comprendí que estaba de nuevo en el colmo de la ira. Había que aceptar. Me acordé de sus ojos claros y tuve repugnancia ante la idea de tenerlos fijos en los míos durante el amor. Dije blandamente: - No… si quieres te quedas… pero antes apaga la luz.

Él se levantó, pequeño, blanco, pero extraordinariamente bien proporcionado salvo el cuello un poco corto, y fue de puntillas a dar vuelta al interruptor junto a la puerta. Pero enseguida comprendí que haberle hecho apagar la luz no había sido una buena idea; porque, apenas la habitación se hundió en las tinieblas, me asaltó de nuevo, incoercible, el miedo del que creía haberme librado. Era en verdad como si hubiera en la pieza, no un hombre, sino un leopardo u otro animal feroz que podía, sea acurrucarse en un rincón, sea saltarme encima y despedazarme. Quizá él se demoró en la oscuridad buscando el camino hacia la cama, entre las sillas y los otros muebles; o, quizá, el miedo me hizo parecer larga la tardanza. Me pareció, desde luego, que pasaba un tiempo infinito antes de que llegara a la cama, y cuando sentí sus manos encima no pude reprimir de nuevo un más fuerte sobresalto. Esperaba que no se percatara; pero tenía, igual que los animales, un instinto muy fino; y, en efecto, casi en seguida oí su voz cerquísima que me preguntaba:

- ¿Todavía tienes miedo?

En aquella oscuridad seguramente debía hallarse presente mi ángel guardián. No sé qué matiz de su voz me hizo intuir que tenía levantado el brazo y, según mi respuesta, esperaba si golpearme o no. Comprendí que él sabía que me daba miedo y hubiera querido no dar miedo y ser amado como todos los demás hombres. Pero para alcanzar ese fin no sabía hallar otro medio que el de infundir un miedo nuevo y más fuerte. Levanté la mano y fingiendo acariciarle el cuello y el hombro derecho, comprobé que, como había imaginado, tenía el brazo alzado pronto a bajarlo y a golpearme en la cara. Dije con dificultad, tratando de dar a mi voz la acostumbrada entonación dulce y tranquila:

- No… esta vez es realmente frío… metámonos bajo las sábanas.

- Así está bien – dijo.

Éste “está bien” donde quedaba un eco de amenaza, confirmó por si hubiera hecho falta, mi temor. Entonces cuando él me apretaba y me abrazaba entre las sábanas y entorno a nosotros todo era tinieblas, yo pasé un momento de angustia aguda, de los peores de mi vida. El miedo me invadía los miembros que, a pesar mío, parecían retirarse y estremecerse al contacto de su cuerpo singularmente liso, escurridizo y serpentino; pero al mismo tiempo, me decía que era absurdo tener miedo de él en un momento tal, y con toda la fuerza de mi alma, procuraba dominar el miedo y abandonarme a él sin miedo, como a un amante querido. Sentía el miedo no tanto en mis miembros que todavía me obedecían aunque llenos de espanto, como, más íntimamente, en el fondo de mi seno que parecía cerrarse y rechazar con horror el abrazo. Por último, me tomó, y yo sentí un placer que el espanto hacía negro y atroz, y no pude contenerme de lanzar un grito fuerte, largo y quejumbroso, en aquella oscuridad, como si el abrazo final no hubiera sido el del amor sino el de la muerte, y aquel grito hubiera sido el de mi vida que se me escapaba, no dejando tras de sí más que un cuerpo exánime y atormentado.

Moravia nació en Roma en 1907. Sus libros de mayor fama son La romana, El conformista, Cuentos romanos y El desprecio.

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