Mario Vargas Llosa

Desde que hizo el amor...


Desde que hizo el amor con el niño por primera vez, había perdido los escrúpulos y ese sentimiento de culpa que antes la mortificaba tanto. Ocurrió al día siguiente del episodio de la carta y de sus amenazas de suicidio. Había sido algo tan inesperado que, cuando doña Lucrecia lo recordaba, le parecía imposible, algo no vivido sino soñado o leído. Don Rigoberto acababa de encerrarse en el cuarto de baño para la ceremonia nocturna de la higiene y ella, en bata y camisón de dormir, bajó a dar las buenas a Alfonsito, como se lo había prometido. El niño saltó de la cama a recibirla. Prendido de su cuello, le buscó los labios y acarició tímidamente sus pechos, mientras ambos escuchaban, encima de sus cabezas, como una música de fondo, a don Rigoberto tarareando la desafinada canción de una zarzuela a la que hacía contrapunto el chorro de agua del lavador. Y, de pronto, doña Lucrecia sintió contra su cuerpo una presencia pugnaz, viril. Había sido más fuerte que su sentido del peligro, un arrebato incontenible. Se dejó resbalar sobre el lecho a la vez que atraía contra sí al pequeño, sin brusquedad, como temiendo trizarlo.

Abriéndose la bata y apartando el camisón, lo acomodó y guió, con mano impaciente. Lo había sentido afanarse, jadear, besarla, moverse, torpe y frágil como un animalito que aprende a andar. Lo había sentido, muy poco después, soltando un gemido, terminar.

Cuando volvió al dormitorio, el aseo de don Rigoberto aún no había concluido. El corazón de doña Lucrecia era un tambor desbocado, un galope ciego. Se sentía asombrada de su temeridad y – le parecía mentira – ansiosa por abrazar a su marido. Su amor por él había aumentado. La figura del niño también estaba allí, en su memoria, enterneciéndola. ¿Era posible que hubiera hecho el amor con él y fuera a hacerlo ahora con el padre? Sí, lo era. No sentía remordimiento ni vergüenza- Tampoco se consideraba una cínica. Era como si el mundo se plegara a ella, dócilmente. La poseía un incomprensible sentimiento de orgullo. “Esta noche he gozado más que ayer y que nunca”, oyó decir a don Rigoberto, más tarde. “No tengo cómo agradecerte la dicha que me das”. “Yo tampoco, mi amor.”, susurró doña Lucrecia, temblando.


Mario Vargas Llosa, “Elogio de la madrastra”.

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