Austin intenta todavía abrazar a Georgette y tenderla contra él, pero le ve en los ojos que perderá el tiempo porque Georgette hará cualquier cosa en este mundo y en esta cama siempre que su cabeza se mantenga lejos de la almohada. Austin que es tímido (“ya lo dijiste”, rezonga Polanco) comprende que la gama de sus previstas fantasías con Georgette, elegida de la rue Ségal because unas pantorrillas que le han dado ideas de íntimo comercio, se ve incurablemente reducida, y además ya no puede seguir perdiendo tiempo porque el tratamiento de la médica lo ha puesto a la vez en buena y mala situación, buena para lo que sea y mala porque ya no se puede seguir mucho tiempo en deliberaciones. “Seguí contando”, dice Polanco que no necesita de tantos detalles, y menos aún Georgette que es muy inteligente y que proporciona enseguida las bases científicas para el resto de la sesión, tú vas voir, c’est tres bien, maintenant je vais m’asseoir doucement sur toi, comme ca tu pourras voir mes fesses. Y como Austin ya no se mueve desbordado por tanta disciplina, Georgette se encarama sobre él dándole la espalda, y casi sin tiempo de permitirle admirar unas nalguitas codiciables, se va empalando con mucha precaución hasta quedar prácticamente sentada, no sin algún quejido sospechoso y una referencia a los ovarios que Austin encuentra casi aceptable en una atmósfera tan científica como la que ha logrado crear el duc d’Aumale.
- Pero que idiota sos – dice Polanco, harto-. ¿Por qué no le pegaste ahí no más un chirlo y la tumbaste como se te da la gana a voz y no al duque?
- Era difícil – murmura Austin-. No quería que le estropeara el peinado.
- ¿Y a vos te gustó, a la duc d’Aumale?
- No mucho, así sentada y dándome la espalda.
- Horrible, salvo como suplemento – suspira Polanco-. Yo le hubiera clavado las diez uñas en el pelo y ahí no más un galope a media rienda que te la debo.
- Era nada más que un trotecito – dice Austin.
Julio Cortázar, autor de Rayuela y 62 modelo para armar.