Henry Miller
Germaine era distinta
Germaine era distinta. No había en su aspecto nada que me lo revelara. Nada que la distinguiera de las otras zangarillejas que encontraba todas las tardes y todas las noches en el café L’Eléphant. Como digo era un día de primavera, y los pocos francos que mi esposa había ahorrado para enviármelos por cable me tintineaban en el bolsillo. Tenía una especie de vago presentimiento de que no llegaría a la Bastilla sin que una de esas auras me remolcara. Vagando por el bulevar advertí que se me acercaba con ese curioso aire trotón de la puta y los tacones gastados, y las joyas baratas, y el semblante pastoso de su género, que el colorete sólo sirve para acentuar. No fue difícil arreglarme con ella. Tomamos asiento en el fondo de un pequeño tabac llamado L’Eléphant y lo discutimos prontamente. Unos minutos después nos encontrábamos en un cuarto de cinco francosde la calle Amelot, corridas las cortinas y abiertas las mantas. Germaine no apresuró las cosas. Se sentó en el bidé enjabonándose y me habló agradablemente sobre esto y lo otro: le gustaban mucho mis pantalones bombachos. Tres chic!, en su opinión. Lo fueron en otro tiempo, pero les había desgastado los fondillos; por fortuna, la chaqueta me cubría el culo. Cuando se levantó para secarse, hablándome todavía agradablemente, dejó caer de pronto la toalla y, adelantándose hacia mí sin prisa, comenzó a refregarse el minino afectuosamente, frotándoselo con las dos manos, haciéndole arrumacos, acariciándolo, acariciándolo. Había algo en su elocuencia de ese momento y en la forma en que me puso el rosal bajo la nariz, que sigue siendo inolvidable: hablaba de él como si fuera un objeto extraño que hubiera adquirido a gran precio, un objeto cuyo valor hubiese aumentado con el tiempo y que ahora estimara por encima de todo en el mundo. Sus palabras le imbuían una fragancia peculiar; ya no era nada más su órgano privado, sino un tesoro, un tesoro mágico, potente, un don de Dios, y no lo era menos porque traficara con él sin cesar a cambio de unas cuantas monedas de plata. Al arrojarse a la cama, con las piernas despatarradas, lo apretujó con las manos y lo acarició un poco más, murmurando sin parar con su voz ronca, cascada, que era bueno, hermoso, un tesoro, un tesorito. ¡Y sí que era bueno su pequeño minino! Aquel domingo por la tarde, con su venenoso hálito de primavera en el aire, todo marchó bien otra vez. Al salir del hotel la examiné de nuevo a la áspera luz del día y vi claramente qué puta era: los dientes de oro, el geranio en el sombrero, los tacones gastados, etc., etc. Ni siquiera el hecho de que me hubiera sacado la comida, y los cigarrillos, y el taxi tuvo el menor efecto perturbador en mí. En realidad, di pábulo a ello. Me gustó tanto Germaine que, después de comer, volvimos al hotel y echamos otro polvo. Esta vez fue “por amor”. Y nuevamente esa su cosa grande, peluda, dio su floración y obró su magia. También para mí comenzó a tener una existencia independiente. Allí estaba Germaine y allí estaba su rosal. Me gustaban separadamente y me gustaban juntos.
Cuando poco después vine a escribir sobre Claude, no era en ella en quien pensaba, sino en Germaine... “Todos los hombres con quienes ha estado y ahora tú, sólo tú, y lanchones que pasan, mástiles y cascos, toda la condenada corriente de la vida que fluye por ti y después de ti, las flores y los pájaros, y el sol que entra a raudales, y su fragancia que te ahoga, que te aniquila”. ¡Eso fue por Germaine! Claude no era lo mismo, aunque la admiraba tremendamente: hasta pensé por algún tiempo que estaba enamorado de ella. Claude tenía alma y conciencia; también tenía refinamiento, lo que es malo... en una puta. Claude impartía siempre una sensación de tristeza; dejaba la impresión, sin proponérselo, claro está, de que sólo eras uno más que se sumaba a la corriente que el destino había ordenado para destruirla. Sin proponérselo, digo, porque Claude era la última persona del mundo que hubiera creado concientemente una imagen tal en la mente de uno. Era demasiado delicada, demasiado sencilla para ello. En el fondo, Claude no era más que una chica francesa de crianza e inteligencia de tipo medio a quien la vida le había jugado una mala pasada; había algo en ella que no era lo bastante empedernido para soportar los golpes de la existencia cotidiana. A ella se referían esas terribles palabras de Louis-Philipe: “Y llega una noche en que todo ha terminado, en que son tantas las mandíbulas que se han cerrado sobre nosotros, que ya no tenemos fuerza para soportar más, y nos cuelga la carne de los cuerpos como si la hubieran masticado todas las bocas”. Germaine, en cambio, era una puta desde la cuna: se sentía completamente satisfecha de su papel, le gustaba en verdad, salvo cuando le punzaba el estómago o se le acababan los zapatos, cositas superficiales sin importancia, nada que le llegara al alma, nada que la pudiera atormentar. Ennuil! Eso era lo peor que llegaba a sentir. Había días, sin duda, en que estaba hasta la coronilla, como solemos decir, ¡pero nada más! La mayor parte del tiempo le gustaba... o daba la impresión de que le gustaba. Naturalmente no dejaba de importarle con quien se iba... o con quien se venía. Pero lo principal era un hombre. ¡Un hombre! Eso era lo que anhelaba. Un hombre con algo entre las piernas que pudiera hurgarle, que pudiera hacerla retorcerse de placer, aferrarse a su chocho peludo con ambas manos y restregárselo alegre, jactanciosa, orgullosamente, con la sensación de unión, la sensación de vivir. Ese era el único lugar donde sentía vida alguna: allá abajo, donde se agarraba con las dos manos.
Henry Miller, estadounidense, es autor de Trópico de Cáncer, Trópico de Capricornio, Big Sur, Plexus y otras.
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