GILBERTO
DEMOSTENES GAVIDIA
Gilberto
Demóstenes Gavidia Paredes nació en Mollepata (Santiago de Chuco) en
1916. Se desempeñó desde muy joven como docente en la escuela primaria
de su tierra natal y en la de Pallasca, ciudad en la que seguidamente pasó
a desempeñarse como jefe de la Caja de Depósitos y Consignaciones (Hoy
Banco de la Nación). Allí funda, además, una familia y gesta su obra
literaria y de divulgación cultural: fue Jefe de Redacción del periódico
El Ande, director de la Revista Alborada y colaborador de la revista
regional Forjando Ancash, entre otras importantes publicaciones de la
zona. Falleció en 1997. Como
un homenaje póstumo, Papel de Viento Editores ha publicado “El idilio
de Cochapamba” (Trujillo, 2005), libro del que hemos extraído los
siguientes textos.
No
nació en Pallasca, pero su trabajo creativo, especialmente como
narrador, lo realizó básicamente en esta ciudad. Por eso lo
incluimos en esta página, como uno de los escritores pallasquinos a
quienes recordamos con gratitud y cariño.
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EL
IDILIO DE COCHAPAMBA
A
la sagrada memoria de mi llorada madre Felipa Paredes de Gavidia, quién
con extremosa ternura iluminó la noble senda de mi vida turbulenta.
Hace muchos años existía una poderosa y bien
organizada tribu incaica que sentó sus plantas en las faldas del
majestuoso Chonta por cuya razón se le llamó la tribu de Los Chontas. El
jefe de esta comarca era un venerable y aguerrido anciano llamado el
kuraka Alliaunking (Anciano bondadoso). La esposa de este importante
personaje era la bella palla Kusiy, mujer de sangre noble, muy virtuosa y
dulce amiga de los quehaceres de su casa. De este ejemplar matrimonio
nacieron varios hijos, el primogénito se llamó Manan Mensha
Kunshu (No tiene miedo), un varón inteligente, muy hermoso y dotado de
una valentía poco común en los seres humanos. Muchas veces, por ausencia
o enfermedad de su padre, asumía el mando de su tribu, cuyo gobierno y
dirección lo hacía con todo acierto y hombría de bien, pese a su corta
edad: tan sólo contaba con veinte floridas primaveras.
Cerca de esta tribu existía otra, encaramada también al pie del
Chonta a una legua y media de distancia llamada Cochapamba. Este ayllu era
más pequeño, su jefe el cacique Klarib tenía una hermosa y noble hija
llamada Koyllur, huérfana de madre desde muy tierna.
Entre
ambos caciques las relaciones de amistad no eran buenas, siempre vivían
en continuas controversias y disputas guerreras, debido a sus fuertes
sentimientos de predominio y hegemonía. Klarib, un cacique rebelde e
indomable, jamás cedió ante las amenazas de invasión y dominio de su
poderoso vecino, el cacique Alliaunking, pese a sus escasos recursos
guerreros.
Una tarde de estío,
soleada y hermosa, en circunstancias en que la bella Koyllur se encontraba
contemplando su rebaño cerca de su chuklla (choza), fue sorprendida por
la agradable presencia del príncipe Manan Mensha Kunshu, quien con toda
cortesía la requirió de amores. Koyllur que contaba con 18 años, dotada
de una belleza angelical de ojos vivaces
cuyas miradas fascinaban, se sorprendió y no aceptó el imprevisto
romance. La súplica y ruego amoroso del príncipe fueron en vano; le dijo
Koyllur que las consignas de sus mayores, la tradición de sus
ascendientes, le prohibían estos amores: contradecirlos sería
contradecir el indeclinable sentir de sus abuelos. Por otra parte, también
el auki Manan Mensha Kunshu estaba vedado a estas aventuras con la hija
del enemigo de su padre y de toda su tribu; por lo tanto, ambos cometerían
un delito, un pecado que podría ser castigado por los dioses y,
sus padres al
saberlo, seguro, clamarían también: ¡maldición! ¡maldición! ¡Pachacamac!
De esta entrevista,
el príncipe jamás se arrepintió; por el contrario, su amor creció frenética
e inconteniblemente. Otro día mandó como mensajero a su maestro y
consultor, el amauta de la tribu llamado Doky, quien llevó la misión de
convencer a la adolescente Koyllur. Ella le confesó que también amaba al
príncipe, le guardaba un profundo cariño, apreciaba
sus méritos espirituales y dotes como digno descendiente de la
nobleza; pero no podía acceder a sus requerimientos, pues era fiel y
leal a los designios de su familia. Es decir, que no podría jamás ser
desposada por el hijo del enemigo de su ayllu querido. La negativa fue
rotunda y concluyente. El amauta Doky retornó triste y desilusionado. Al
escuchar el auky Manan Mensha Kunshu la infausta noticia de labios de su
maestro, su melancolía fue tan fuerte que poco a poco fue minando su
salud hasta llegar al punto en que la única manera de salvarle la vida
era uniéndolo a Koyllur a quien debería tomar por esposa. Pero esto era
imposible, un deseo irrealizable.
Doky, que estimaba
tanto al Auki, también sentía
honda y lacerante pena; pero tenía que callarla por
respeto al cacique Allaunking, quien de enterarse podría descargar
sus iras contra el amauta y contra su
amado hijo.
La salud del Auki fue
empeorando cada día más y más en forma cruel y misteriosa. Visitáronle
curanderos y adivinos de Huari, Conchucos y Cochamarca, más todo
fue en vano. La misteriosa dolencia no atenía cura medicinal. El remedio
estaba en los efluvios que partían de la incomparable belleza de la noble
Koyllur.
La muerte del príncipe
parecía inminente. Entonces Doky llamó a los demás aukis, a los
generales jóvenes del ejército condiscípulos de Manan Mensha Kunshu y
les reveló el secreto. Entonces, en mesa redonda acordaron raptar a
Koyllur y para el efecto consultaron con el príncipe quien con
desbordante alegría aceptó
tan arriesgada aventura. Doky demarcó el plan y una noche lunada, cuando
el cacique Klarib se encontraba ausente
de su tribu, en las altas
punas de Tuctubamba visitando su rebaño de auquénidos, los chontas
sorpresivamente penetraron en el dulce y tibio aposento de la hermosa
Koyllur y cargaron con ella.
Cuando
Koyllur despertó de su letargo (pues la habían narcotizado con ramas
especiales mientras dormía) aún arropada con su fina lliklla de lana de
vicuña, vio al príncipe que estaba a sus plantas muy delgado y
macilento, con profundas ojeras violàceas en actitud suplicante y
prosternado. Koyllur rompió el silencio y con voz trémula le dijo:
“Soy tuya noble príncipe del Chonta; pero huyamos de aquí, lejos, muy
lejos de estas añoradas comarcas a escondernos
donde la maldición de nuestros dioses y padres no nos llegue”.
La
pareja huyó hasta llegar a unos fértiles andenes llamados Kuymalca, y
allí fundaron una nueva
tribu. Cuando los caciques enemigos supieron de la osada deslealtad de sus
hijos por amor no los maldijeron pero tampoco los perdonaron: una
indiferencia helada, a modo de las nieves eternas de la Cordillera Blanca,
cayó en sus viejos corazones; sin embargo amenguaron sus rencores y
asechanzas hasta vivir en paz. Los kuymalcas, por su parte, formaron una
poderosa civilización que extendió sus dominios hasta los
apallascahuangas. Las ruinas que hoy se llaman “El Castillo”,
a media legua de Pallasca, dan testimonio de ello. Claro que el
silencio de las piedras labradas guardará para siempre la historia que
les cuento y el llanto que en cada luna llena la Koyllur derramaba
pensando en Cochapamba.
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EL
REGADOR
La tarde agonizaba inmisericorde y sin sol. Allá, en el poniente,
algunos nubarrones proyectaban
una luz mortecina color rojo
sanguinolento; la tarde parecía estar siendo asesinada por mortíferas puñaladas
húmedas de sangre casi humana. El cholo Ciriaco Julca miraba hacia allá
asustado y compungido: negros presentimientos
revoloteaban sobre su cabeza como una bandada de gallinazos ávidos;
sus ojos, de pronto, se
inundaron de lágrimas que se apresuró en limpiar con una esquina de su
roído y áspero poncho color lloque. Así como esta tarde, así muy
pronto se acabará mi vida, balbuceó.
Ciriaco Julca era un robusto y reposado mestizo que habitaba
un miserable bohío en una estrecha parcela de tierra de vegetación mustia aledaña
a la casa de campo del
terrateniente José González. Ciriaco era el regador permanente de González,
quien poseía un extenso fundo denominado Matibamba a las riberas del río
Tablachaca, en las faldas de la ciudad de Pallasca. Ciriaco tuvo por
esposa a una hermosa campesina de rostro ambarino y ojos vivaces llamada
María Robles, natural de Uchutanta donde Ciriaco tuvo la suerte y la
desdicha de encontrarla. Porque la joven pareja fue feliz sólo unos
meses, más una noche repleta de luceros, mientras Ciriaco se hallaba
regando el alfalfar de José González, María huyó a Uchutanta, a la
casa de sus padres, clavando
en el pecho de Ciriaco una estaca de hierro candente para siempre.
Una
noche, cuando Ciriaco se encontraba en su bohío a la espera del sueño
que no venía, escuchó en el patio las estrepitosas pisadas de un caballo
herrado y al instante apareció José González
-¡Indio
flojo! ¡Haragán de mierda! – le gritó mientras le propinaba sendos
riendazos desde la silla de su cabalgadura.
-¿Qué
pasa, patroncito? –dijo Ciriaco tratando de protegerse con sus brazos
-Sabes
que esta noche me dan el agua para “La Chalana” y tú durmiendo,
carajo.
-¡Me
olvidé! ¡Me olvidé! ¡Perdón, patrón! Voy corriendo a encausar el
agua.
Ciriaco
subió por la ladera como un animal de monte: la noche negrísima le
obligaba a ayudarse con sus manos. En el camino escuchó el canto
quejumbroso del chushek y tuvo
un miedo semejante al que sentía cuando niño. Por fin llegó al lugar
indicado y como un autómata
se dispuso a encaminar el agua al alfalfar en flor. “En tres horas está”
se dijo, puso la palana como cabecera y se hechó boca arriba sobre la
hierba húmeda. El frescor del suelo fue un ungüento amable para sus
espaldas azotadas. Cómo amenguarían las penas con María Robles esperándolo
en el bohío. De repente los insultos y los foetazos del patrón no
significaría más que el pequeño rasguño de una rama seca; pero así,
sin ella, todo dolía más,
mucho más, y qué haría María a estas horas, con quién soñaría. La
coca sabía muy amarga. No soñaba con él seguramente. Dos o tres veces
renovó la chaccha y la coca seguía igual de desagradable
y quemante. Nada se acomoda en mi vida, dijo. ¿Y si voy echarle
una canción a mi María? Me irá mal, seguro. Pero de todos modos,
voy…Al llegar a la casa de su amada, en el estrecho corredor, tocó muy
lastimeramente su antara y enseguida entonó una canción doliente:
¿Por
qué te fuiste, María?
¿Tanto
duele la pobreza?
¿El
amor no vale nada
cuando
hay que valorar?
¿Acaso
no son más sabios
nuestros
pobres animales
que
se lamen, que se abrigan
que
no abandonan su hogar?
Mira
las dos palomitas
que
hacen nido en tu ventana
aprende
de las cositas
que
alegran su vida sana.
Aprende de las
torcazas
o
de los lirios del campo
nunca
abandonan su nido
nunca
diré que te has ido.
No
se prendió una luz. No se abrió ninguna puerta. Sólo los perros
respondieron la endecha. Uno de ellos lanzó un aullido prolongado y agudo
como cuando los perros avizoran una muerte cercana.
Eran
las tres de la mañana cuando Ciriaco Julca retornó a “La Chalana”.
No habían pasado más de dos horas. Pero al llegar,
halló, en vez del hermoso alfalfar, un entreverado barranco: José
González, al salir de su fundo rumbo a la ciudad se acercó a la toma y
aumentó el volumen de agua, entonces el caudal que llegó a “La
Chalana” se hizo el doble dejando su vandálica huella en la chacra del
terrateniente. Ciriaco midió geométricamente la intensidad de su
desgracia y se vio perdido. Sintió palpitar su corazón aceleradamente.
Luego sintió que éste se le
salía por la boca. Me quitará mi predio, dijo. Me matará de hambre. Me
encarcelará. Pero, luego le vino un extraño adormecimiento general y se
quedó dormido con ese sueño fatídico con el que duermen los condenados.
-¡Ciriacooo…!
¡Ciriaco…indio animal, carajo!- rugió González
Ciriaco
se incorporó desde un ángulo de la chacra que había sido perdonada por
la furia del agua y se acercó con lágrimas en los ojos y atragantándose
las palabras.
-No
fue mi culpa, patrón. Alguien que le aborrece a Ud. o a mí echó toda el
agua para su chacra si avisar a nadie. Le pagaré, patrón. Le pagaré con
mi trabajo: cinco años trabajaré para Ud. sin paga alguna. No tengo más
que mi trabajo.
-Tu
trabajo no vale nada, carajo. Tu rancho y tu terreno algo valdrán. No
hablemos más. Mañana subes al pueblo para hacer la escritura. Cuando
tengas la plata contante y sonante te devuelvo tu
pedacito de tierra y tu pocilga. No voy a tragar más bilis, carajo-
dijo González hincando con fuerza las espuelas en su brioso caballo zaino
y enrumbó hacia el pueblo. Paradójicamente era la alborada de una mañana
hermosa como son todas las alboradas del mes de mayo.
Al
día siguiente, muy temprano, en la casa del juez Juan José Contreras se
hacía la escritura de compra venta en los términos siguientes: “En
el pueblo de Apallasca Huanga, a los diez y siete días del mes de Mayo de
1857, siendo las ocho de la mañana, se presentaron en esta sala de
Juzgado de Paz, don José González Vilva, mayor de edad, católico,
hacendado, de sangre española, por lo que entiende el idioma castellano
de lo que doy fe y de otro lado Ciriaco Julca Huamayallí, de 28 años de
edad, católico, casado, agricultor de esta vecindad y manifestaron ambos
verbalmente, que deseaban por su espontánea voluntad, celebrar un
contrato de compra-venta bajo las condiciones que se indican: Primera.-Yó
José Gonzáles Vilva, entrego al segundo nombrado Ciriaco Julca, la suma
de trescientos pesos, en moneda blanca, en pago de un retazo de terreno
con su casita y un pequeño parcelito que hace de pesebre, que en la fecha
voluntariamente me vende dicho Julca, cuyo bien está ubicado contiguo a
mi fundo Matibamba. Segunda.-Yó el vendedor acepto muy gustoso y entrego
dicha propiedad, que pasa a ser un bien perpetuo del señor José González,
de quien a la vez recibo a mi entera satisfacción trescientos pesos que
está bien pagado, por estos pequeños retazos de tierra. Tercera.-Declaro
yó Ciriaco Julca que esta propiedad la adquirí por heredad de mis
finados padres don Joaquín Julca y doña Josefa Huamayallí. Este
inmueble está bien realengo, ya que mis indicados padres no dejaron más
herederos, siendo yó el único reconocido. Cuarta.-También entrego a don
José González, todas mis pertenencias que poseía en dicha casa como
son: cuatro bateas de madera de molle, tres batanes, dos tarimas, dos
escaleras, dos yugos, tres puntas de arar y una piedra de afilar. Su valor
está incluido en los trescientos pesos que recibo. Quinta.-Aclaramos,
asimismo, que yó Ciriaco Julca, de la fecha en adelante me aparto de
dichas propiedades; don José hará igualmente la cosecha de todas mis
pequeñas siembras, por ser dueño absoluto, ya que lo he vendido y en el
plazo de una semana me ausentaré a la hacienda de Tambo Real. En fe de lo
cual firmaron junto conmigo, el Juez de Paz, que declaró válido este
contrato y los testigos de mi actuación. Juan José Contreras; José González;
huella digital a ruego de Ciriaco Julca; Toribio Santos Marcelo; Emilio
Caballero; Abraham Castillo”.
Cinco
días después de poner su huella digital en el contrato, Cirilo Julca,
sin más prendas que una
gruesa y roída frazada, un desteñido poncho y siete pesos en el
bolsillo, partió camino a la costa. Estaba muy golpeado pero aún tenía
espacio para la ilusión: trabajaría
en la hacienda azucarera de Tambo Real, reuniría los trescientos presos y
por fin lograría rescatar sus propiedades. En la Cruz de Maguey enjugó
nuevamente sus lágrimas; pues al voltear la mirada ya no divisaba a
Uchutanta, el paraje de su amada y tampoco podía ver su casa, sus
chacras, sus caminos. A los cuatro días de dura jornada arribó al Valle
del Santa, a la hacienda Tambo Real. Tuvo suerte de encontrarse con
Policarpio Oruna, un amigo de infancia. El lo alojó en su rancho un poco
menos pobre que el bohío de Ciriaco
arrebatado por su voraz patrón pero
igual en cariño. Ciriaco era un trabajador de campo robusto y fuerte. Consiguió ocupación de destajero con un
jornal de ochenta centavos diarios y un sol veinte cuando hacía sobre
tiempo. Ciriaco trabajaba desesperadamente en su afán de conseguir los
trescientos pesos y retornar cuanto antes. Tenía que recuperar la tierra
que le habían dejado sus pobres padres que trabajaron tanto. Tenía que
volver a luchar por el amor ingrato de María. Tenía que demostrarle al
pueblo que Ciriaco, hijo don Joaquín Julca y doña Josefa Huamayallí, no
era el haragán de mierda que gritaba el patrón González, y se iba dar
el gusto de ponerle los pesos contantes y sonantes en esas manos
ensuciadas con tanto abuso y para eso tenía que trabajar y ahorrar mucho.
Pero Ciriaco, por ahorrar, casi no comía, además su cuerpo fue presa fácil
del paludismo y más tarde la desintería y finalmente, como un golpe de
gracia, la tuberculosis. Su fornido cuerpo se fue desdibujando hasta
parecer casi un espantapájaros que tosía y que miraba brillosamente como
un loco o como un afiebrado; pero aún así Ciriaco se levantaba y se iba
a trabajar, hasta una mañana en que ya no pudo incorporarse. Cuando
retornó Policarpio, después de la dura tarea en la hacienda, se aproximó
a la tarima de su amigo: no pude…no pude Policarpito, le dijo Ciriaco,
con desesperación, tirándose de los cabellos, no llegué ni a la
mitad…papacito Joaquín…mamita Josefa…María…María… don José…don
José González ¿porqué fue tan malo? Y ya no dijo más. Era la tarde
del tres de setiembre. Al día siguiente, una tosca
cruz colocaba Policarpo Oruna sobre la tumba de su amigo. Unos
chucluyes bulliciosos cruzaban
el cementerio de Tambo Real. “No serán los chahuishos
de Matibamba pero al menos son unos chucluyitos de este valle”
dijo Policarpio tratando infructuosamente
de disimular una lágrima que ya había abierto un surco en su
rostro empolvado de campesino curtido por las penas, “unos chucluyitos,
hermano Ciriaco”.
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