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Ancash  Perú

Visite Pallasca, cuando quiera. Pero le recomendamos, cariñosamente, hacerlo en los días de fiesta: Mayo (Fiesta de las cruces y del       "Toro de Trapo") y Junio (Fiesta Patronal de San Juan Bautista); son días       primaverales. Pero si lo que busca es la emoción inigualable que provocan       las lluvias más o menos torrenciales, con rayos, truenos y granizo, entonces prepare       sus chivas y, desde Fiori (en Lima), haga el viaje entre diciembre y marzo. No le       irá bien, le irá de maravillas. Porque Pallasca, es decir, Pallasquita       Linda (como la llamaba don "Moshe" Huerta, es parte insustituible, casi principal, del       Paraíso.  

   

B                                                                                                                                                    

                    PALLASQUITA LINDA

POETAS PALLASQUINOS

 

GILBERTO DEMOSTENES GAVIDIA

Gilberto Demóstenes Gavidia Paredes  nació en Mollepata (Santiago de Chuco) en 1916. Se desempeñó desde muy joven como docente en la escuela primaria de su tierra natal y en la de Pallasca, ciudad en la que seguidamente pasó a desempeñarse como jefe de la Caja de Depósitos y Consignaciones (Hoy Banco de la Nación). Allí funda, además, una familia y gesta su obra literaria y de divulgación cultural: fue Jefe de Redacción del periódico El Ande, director de la Revista Alborada y colaborador de la revista regional Forjando Ancash, entre otras importantes publicaciones de la zona.  Falleció en 1997. Como un homenaje póstumo, Papel de Viento Editores ha publicado “El idilio de Cochapamba” (Trujillo, 2005), libro del que hemos extraído los siguientes textos. 

No nació en Pallasca, pero su trabajo creativo, especialmente como narrador, lo realizó básicamente en esta ciudad. Por eso lo incluimos en esta página, como uno de los escritores pallasquinos a quienes recordamos con gratitud y cariño.

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EL IDILIO DE COCHAPAMBA

 

A la sagrada memoria de mi llorada madre Felipa Paredes de Gavidia, quién con extremosa ternura iluminó la noble senda de mi vida turbulenta.

 

 

                  Hace muchos años existía una poderosa y bien organizada tribu incaica que sentó sus plantas en las faldas del majestuoso Chonta por cuya razón se le llamó la tribu de Los Chontas. El jefe de esta comarca era un venerable y aguerrido anciano llamado el kuraka Alliaunking (Anciano bondadoso). La esposa de este importante personaje era la bella palla Kusiy, mujer de sangre noble, muy virtuosa y dulce amiga de los quehaceres de su casa. De este ejemplar matrimonio nacieron varios hijos, el primogénito se llamó Manan  Mensha Kunshu (No tiene miedo), un varón inteligente, muy hermoso y dotado de una valentía poco común en los seres humanos. Muchas veces, por ausencia o enfermedad de su padre, asumía el mando de su tribu, cuyo gobierno y dirección lo hacía con todo acierto y hombría de bien, pese a su corta edad: tan sólo contaba con veinte floridas primaveras.  Cerca de esta tribu existía otra, encaramada también al pie del Chonta a una legua y media de distancia llamada Cochapamba. Este ayllu era más pequeño, su jefe el cacique Klarib tenía una hermosa y noble hija llamada Koyllur, huérfana de madre desde muy tierna.

 

 Entre ambos caciques las relaciones de amistad no eran buenas, siempre vivían en continuas controversias y disputas guerreras, debido a sus fuertes sentimientos de predominio y hegemonía. Klarib, un cacique rebelde e indomable, jamás cedió ante las amenazas de invasión y dominio de su poderoso vecino, el cacique Alliaunking, pese a sus escasos recursos guerreros.

 

         Una tarde de estío, soleada y hermosa, en circunstancias en que la bella Koyllur se encontraba contemplando su rebaño cerca de su chuklla (choza), fue sorprendida por la agradable presencia del príncipe Manan Mensha Kunshu, quien con toda cortesía la requirió de amores. Koyllur que contaba con 18 años, dotada de una belleza angelical de ojos vivaces  cuyas miradas fascinaban, se sorprendió y no aceptó el imprevisto romance. La súplica y ruego amoroso del príncipe fueron en vano; le dijo Koyllur que las consignas de sus mayores, la tradición de sus ascendientes, le prohibían estos amores: contradecirlos sería contradecir el indeclinable sentir de sus abuelos. Por otra parte, también el auki Manan Mensha Kunshu estaba vedado a estas aventuras con la hija del enemigo de su padre y de toda su tribu; por lo tanto, ambos cometerían un delito, un pecado que podría ser castigado por los dioses y,  sus padres   al saberlo, seguro, clamarían también: ¡maldición! ¡maldición! ¡Pachacamac!

 

         De esta entrevista, el príncipe jamás se arrepintió; por el contrario, su amor creció frenética e inconteniblemente. Otro día mandó como mensajero a su maestro y consultor, el amauta de la tribu llamado Doky, quien llevó la misión de convencer a la adolescente Koyllur. Ella le confesó que también amaba al príncipe, le guardaba un profundo cariño, apreciaba  sus méritos espirituales y dotes como digno descendiente de la nobleza; pero no podía acceder a sus requerimientos, pues era fiel y leal a los designios de su familia. Es decir, que no podría jamás ser desposada por el hijo del enemigo de su ayllu querido. La negativa fue rotunda y concluyente. El amauta Doky retornó triste y desilusionado. Al escuchar el auky Manan Mensha Kunshu la infausta noticia de labios de su maestro, su melancolía fue tan fuerte que poco a poco fue minando su salud hasta llegar al punto en que la única manera de salvarle la vida era uniéndolo a Koyllur a quien debería tomar por esposa. Pero esto era imposible, un deseo irrealizable.

 

         Doky, que estimaba tanto  al Auki, también sentía honda y lacerante pena; pero tenía que callarla por  respeto al cacique Allaunking, quien de enterarse podría descargar sus iras contra el amauta y contra  su amado hijo.

 

         La salud del Auki fue empeorando cada día más y más en forma cruel y misteriosa. Visitáronle  curanderos y adivinos de Huari, Conchucos y Cochamarca, más todo fue en vano. La misteriosa dolencia no atenía cura medicinal. El remedio estaba en los efluvios que partían de la incomparable belleza de la noble Koyllur.

 

         La muerte del príncipe parecía inminente. Entonces Doky llamó a los demás aukis, a los generales jóvenes del ejército condiscípulos de Manan Mensha Kunshu y les reveló el secreto. Entonces, en mesa redonda acordaron raptar a Koyllur y para el efecto consultaron con el príncipe quien con desbordante alegría  aceptó tan arriesgada aventura. Doky demarcó el plan y una noche lunada, cuando el cacique Klarib se encontraba  ausente de su tribu, en  las altas punas de Tuctubamba visitando su rebaño de auquénidos, los chontas sorpresivamente penetraron en el dulce y tibio aposento de la hermosa Koyllur y cargaron con ella.

 

Cuando Koyllur despertó de su letargo (pues la habían narcotizado con ramas especiales mientras dormía) aún arropada con su fina lliklla de lana de vicuña, vio al príncipe que estaba a sus plantas muy delgado y macilento, con profundas ojeras violàceas en actitud suplicante y prosternado. Koyllur rompió el silencio y con voz trémula le dijo: “Soy tuya noble príncipe del Chonta; pero huyamos de aquí, lejos, muy lejos de estas añoradas comarcas a escondernos  donde la maldición de nuestros dioses y padres no nos llegue”.

 

La pareja huyó hasta llegar a unos fértiles andenes llamados Kuymalca, y allí  fundaron una nueva tribu. Cuando los caciques enemigos supieron de la osada deslealtad de sus hijos por amor no los maldijeron pero tampoco los perdonaron: una indiferencia helada, a modo de las nieves eternas de la Cordillera Blanca, cayó en sus viejos corazones; sin embargo amenguaron sus rencores y asechanzas hasta vivir en paz. Los kuymalcas, por su parte, formaron una poderosa civilización que extendió sus dominios hasta los apallascahuangas. Las ruinas que hoy se llaman “El Castillo”,  a media legua de Pallasca, dan testimonio de ello. Claro que el silencio de las piedras labradas guardará para siempre la historia que les cuento y el llanto que en cada luna llena la Koyllur derramaba pensando en Cochapamba.

 

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EL REGADOR

 

         La tarde agonizaba inmisericorde y sin sol. Allá, en el poniente, algunos nubarrones   proyectaban una luz mortecina  color rojo sanguinolento; la tarde parecía estar siendo asesinada por mortíferas puñaladas húmedas de sangre casi humana. El cholo Ciriaco Julca miraba hacia allá asustado y compungido: negros presentimientos  revoloteaban sobre su cabeza como una bandada de gallinazos ávidos; sus ojos, de pronto,  se inundaron de lágrimas que se apresuró en limpiar con una esquina de su roído y áspero poncho color lloque. Así como esta tarde, así muy pronto se acabará mi vida, balbuceó.

 

 Ciriaco Julca era un robusto y reposado mestizo que habitaba un miserable bohío en una estrecha parcela de tierra  de vegetación mustia  aledaña a la casa de campo  del terrateniente José González. Ciriaco era el regador permanente de González, quien poseía un extenso fundo denominado Matibamba a las riberas del río Tablachaca, en las faldas de la ciudad de Pallasca. Ciriaco tuvo por esposa a una hermosa campesina de rostro ambarino y ojos vivaces llamada María Robles, natural de Uchutanta donde Ciriaco tuvo la suerte y la desdicha de encontrarla. Porque la joven pareja fue feliz sólo unos meses, más una noche repleta de luceros, mientras Ciriaco se hallaba regando el alfalfar de José González, María huyó a Uchutanta, a la casa de sus padres,  clavando en el pecho de Ciriaco una estaca de hierro candente para siempre.

 

Una noche, cuando Ciriaco se encontraba en su bohío a la espera del sueño que no venía, escuchó en el patio las estrepitosas pisadas de un caballo herrado y al instante apareció José González

-¡Indio flojo! ¡Haragán de mierda! – le gritó mientras le propinaba sendos riendazos desde la silla de su cabalgadura.

-¿Qué pasa, patroncito? –dijo Ciriaco tratando de protegerse con sus brazos

-Sabes que esta noche me dan el agua para “La Chalana” y tú durmiendo, carajo.

-¡Me olvidé! ¡Me olvidé! ¡Perdón, patrón! Voy corriendo a encausar el agua.

Ciriaco subió por la ladera como un animal de monte: la noche negrísima le obligaba a ayudarse con sus manos. En el camino escuchó el canto quejumbroso del chushek y  tuvo un miedo semejante al que sentía cuando niño. Por fin llegó al lugar indicado  y como un autómata se dispuso a encaminar el agua al alfalfar en flor. “En tres horas está” se dijo, puso la palana como cabecera y se hechó boca arriba sobre la hierba húmeda. El frescor del suelo fue un ungüento amable para sus espaldas azotadas. Cómo amenguarían las penas con María Robles esperándolo en el bohío. De repente los insultos y los foetazos del patrón no significaría más que el pequeño rasguño de una rama seca; pero así, sin ella,  todo dolía más, mucho más, y qué haría María a estas horas, con quién soñaría. La coca sabía muy amarga. No soñaba con él seguramente. Dos o tres veces renovó la chaccha y la coca seguía igual de desagradable  y quemante. Nada se acomoda en mi vida, dijo. ¿Y si voy echarle una canción a mi María? Me irá mal, seguro. Pero de todos modos, voy…Al llegar a la casa de su amada, en el estrecho corredor, tocó muy lastimeramente su antara y enseguida entonó una canción doliente:

¿Por qué te fuiste, María?

¿Tanto duele la pobreza?

¿El amor no vale nada

cuando hay que valorar?

 

¿Acaso no son más sabios

nuestros pobres animales

que se lamen, que se abrigan

que no abandonan su hogar?

 

Mira las dos palomitas

que hacen nido en tu ventana

aprende de las cositas

que alegran su vida sana.

 

         Aprende de las torcazas

o de los lirios del campo

nunca abandonan su nido

nunca diré que te has ido.

 

 

No se prendió una luz. No se abrió ninguna puerta. Sólo los perros respondieron la endecha. Uno de ellos lanzó un aullido prolongado y agudo como cuando los perros avizoran una muerte cercana.

 

Eran las tres de la mañana cuando Ciriaco Julca retornó a “La Chalana”. No habían pasado más de dos horas. Pero al llegar,  halló, en vez del hermoso alfalfar, un entreverado barranco: José González, al salir de su fundo rumbo a la ciudad se acercó a la toma y aumentó el volumen de agua, entonces el caudal que llegó a “La Chalana” se hizo el doble dejando su vandálica huella en la chacra del terrateniente. Ciriaco midió geométricamente la intensidad de su desgracia y se vio perdido. Sintió palpitar su corazón aceleradamente. Luego sintió que  éste se le salía por la boca. Me quitará mi predio, dijo. Me matará de hambre. Me encarcelará. Pero, luego le vino un extraño adormecimiento general y se quedó dormido con ese sueño fatídico con el que duermen los condenados.

-¡Ciriacooo…! ¡Ciriaco…indio animal, carajo!- rugió González

Ciriaco se incorporó desde un ángulo de la chacra que había sido perdonada por la furia del agua y se acercó con lágrimas en los ojos y atragantándose las palabras.

-No fue mi culpa, patrón. Alguien que le aborrece a Ud. o a mí echó toda el agua para su chacra si avisar a nadie. Le pagaré, patrón. Le pagaré con mi trabajo: cinco años trabajaré para Ud. sin paga alguna. No tengo más que mi trabajo.

-Tu trabajo no vale nada, carajo. Tu rancho y tu terreno algo valdrán. No hablemos más. Mañana subes al pueblo para hacer la escritura. Cuando tengas la plata contante y sonante te devuelvo tu  pedacito de tierra y tu pocilga. No voy a tragar más bilis, carajo- dijo González hincando con fuerza las espuelas en su brioso caballo zaino y enrumbó hacia el pueblo. Paradójicamente era la alborada de una mañana hermosa como son todas las alboradas del mes de mayo.

 

Al día siguiente, muy temprano, en la casa del juez Juan José Contreras se hacía la escritura de compra venta en los términos siguientes: “En el pueblo de Apallasca Huanga, a los diez y siete días del mes de Mayo de 1857, siendo las ocho de la mañana, se presentaron en esta sala de Juzgado de Paz, don José González Vilva, mayor de edad, católico, hacendado, de sangre española, por lo que entiende el idioma castellano de lo que doy fe y de otro lado Ciriaco Julca Huamayallí, de 28 años de edad, católico, casado, agricultor de esta vecindad y manifestaron ambos verbalmente, que deseaban por su espontánea voluntad, celebrar un contrato de compra-venta bajo las condiciones que se indican: Primera.-Yó José Gonzáles Vilva, entrego al segundo nombrado Ciriaco Julca, la suma de trescientos pesos, en moneda blanca, en pago de un retazo de terreno con su casita y un pequeño parcelito que hace de pesebre, que en la fecha voluntariamente me vende dicho Julca, cuyo bien está ubicado contiguo a mi fundo Matibamba. Segunda.-Yó el vendedor acepto muy gustoso y entrego dicha propiedad, que pasa a ser un bien perpetuo del señor José González, de quien a la vez recibo a mi entera satisfacción trescientos pesos que está bien pagado, por estos pequeños retazos de tierra. Tercera.-Declaro yó Ciriaco Julca que esta propiedad la adquirí por heredad de mis finados padres don Joaquín Julca y doña Josefa Huamayallí. Este inmueble está bien realengo, ya que mis indicados padres no dejaron más herederos, siendo yó el único reconocido. Cuarta.-También entrego a don José González, todas mis pertenencias que poseía en dicha casa como son: cuatro bateas de madera de molle, tres batanes, dos tarimas, dos escaleras, dos yugos, tres puntas de arar y una piedra de afilar. Su valor está incluido en los trescientos pesos que recibo. Quinta.-Aclaramos, asimismo, que yó Ciriaco Julca, de la fecha en adelante me aparto de dichas propiedades; don José hará igualmente la cosecha de todas mis pequeñas siembras, por ser dueño absoluto, ya que lo he vendido y en el plazo de una semana me ausentaré a la hacienda de Tambo Real. En fe de lo cual firmaron junto conmigo, el Juez de Paz, que declaró válido este contrato y los testigos de mi actuación. Juan José Contreras; José González; huella digital a ruego de Ciriaco Julca; Toribio Santos Marcelo; Emilio Caballero; Abraham Castillo”.

 

Cinco días después de poner su huella digital en el contrato, Cirilo Julca,  sin más prendas que una gruesa y roída frazada, un desteñido poncho y siete pesos en el bolsillo, partió camino a la costa. Estaba muy golpeado pero aún tenía espacio para la ilusión:  trabajaría en la hacienda azucarera de Tambo Real, reuniría los trescientos presos y por fin lograría rescatar sus propiedades. En la Cruz de Maguey enjugó nuevamente sus lágrimas; pues al voltear la mirada ya no divisaba a Uchutanta, el paraje de su amada y tampoco podía ver su casa, sus chacras, sus caminos. A los cuatro días de dura jornada arribó al Valle del Santa, a la hacienda Tambo Real. Tuvo suerte de encontrarse con Policarpio Oruna, un amigo de infancia. El lo alojó en su rancho un poco menos pobre que el bohío de  Ciriaco arrebatado por su voraz patrón  pero igual en cariño. Ciriaco era un trabajador de campo  robusto y fuerte. Consiguió ocupación de destajero con un jornal de ochenta centavos diarios y un sol veinte cuando hacía sobre tiempo. Ciriaco trabajaba desesperadamente en su afán de conseguir los trescientos pesos y retornar cuanto antes. Tenía que recuperar la tierra que le habían dejado sus pobres padres que trabajaron tanto. Tenía que volver a luchar por el amor ingrato de María. Tenía que demostrarle al pueblo que Ciriaco, hijo don Joaquín Julca y doña Josefa Huamayallí, no era el haragán de mierda que gritaba el patrón González, y se iba dar el gusto de ponerle los pesos contantes y sonantes en esas manos ensuciadas con tanto abuso y para eso tenía que trabajar y ahorrar mucho. Pero Ciriaco, por ahorrar, casi no comía, además su cuerpo fue presa fácil del paludismo y más tarde la desintería y finalmente, como un golpe de gracia, la tuberculosis. Su fornido cuerpo se fue desdibujando hasta parecer casi un espantapájaros que tosía y que miraba brillosamente como un loco o como un afiebrado; pero aún así Ciriaco se levantaba y se iba a trabajar, hasta una mañana en que ya no pudo incorporarse. Cuando retornó Policarpio, después de la dura tarea en la hacienda, se aproximó a la tarima de su amigo: no pude…no pude Policarpito, le dijo Ciriaco, con desesperación, tirándose de los cabellos, no llegué ni a la mitad…papacito Joaquín…mamita Josefa…María…María… don José…don José González ¿porqué fue tan malo? Y ya no dijo más. Era la tarde del tres de setiembre. Al día siguiente, una tosca  cruz colocaba Policarpo Oruna sobre la tumba de su amigo. Unos chucluyes bulliciosos  cruzaban el cementerio de Tambo Real. “No serán los chahuishos  de Matibamba pero al menos son unos chucluyitos de este valle” dijo Policarpio tratando infructuosamente  de disimular una lágrima que ya había abierto un surco en su rostro empolvado de campesino curtido por las penas, “unos chucluyitos, hermano Ciriaco”.  

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Las hermosas vistas fotográficas que aquí se muestran se las debemos a Elvia Benavente e Ireno Aguilar.  El bello paisaje musical que sirve de fondo-"Tren andino"-,  pertenece al talento y la sensibilidad de Carlos Carty Maraví.  A ellos nuestra gratitud.

 © Cactus/ Cultura contra el desierto. Lima, Perú, 2005.