Juan Ignacio Prola
EL INFIERNO DE DESCARTES
Cuando hablamos de razón o
racionalismo pensamos al instante en una serie de términos,
ideas o adjetivos, estrechamente ligados a la visión y a la luz.
Así decimos, por ejemplo: a la luz de la razón; razón preclara
o cristalina; la lúcida razón, etc.; o la relacionamos con
palabras tales como: claridad, aluciedad, nitidez, evidencia, y
otras por el estilo.
Lo curioso, sin embargo, es que la apoteosis de la razón -o del
racionalismo- no ocurrió, como cabría esperar, durante las
soleadas horas del día, sino una negra y fria noche de invierno:
la noche del 10 de noviembre de 1619.
Esa noche Renato Descartes descubrió, según sus propias
palabras, "los fundamentos de una ciencia admirable":
el principio de unidad sistemática de las ciencias. En la
historia de la humanidad esa noche significó la teoría de la
relatividad, la computadora, el automóvil, la bomba de cobalto,
la era industrial, el materialismo dialéctico, la televisión,
la elevación de los critrerios científicos al rango de verdad
superior, etc. En otras palabras, esa noche significó lo que hoy
llamamos el mundo moderno.
Gracias a esa noche nuestro mundo de hoy es magnífico, somos los
Supersónicos. Tenemos en nuestros hogares máquinas que hacen
por nosostros las tareas rutinarias, máquinas a las que les
hablamos para que hagan en pocos minutos operaciones complejas
que nos demandarían enormes pérdidas de tiempo, máquinas que
hacen las máquinas que usamos y máquinas para hacer las máquinas
que hacen las máquinas que cada día usamos.
Una lectura económica de lo dicho, plantea la pregunta por la
mano de obra ociosa. En el orden político, la clasificación de
los pueblos según su mayor acceso a la tecnología. En el
aspecto social, la distinción de clases según la capacidad de
consumo de esa tecnología. Esto nos lleva a creer ciegamente en
un mundo cuya realidad se agota en las categorías científicas.
Un mundo que para la mayoría de nosostros, pobres individuos
perdidos en las Leyes de los Grandes Números, significa -valga
la redundancia- el correr detrás de un signo llamado "dinero",
llave para abrirnos las puertas del mundo tecnológico. Un mundo
alienante de placeres fugaces, éxitos repentinos y caídas
abruptas, donde somos medidos por la vara de la última versión
del utilitarismo: la productividad. Así planteada, la cuestión
pareciera no tener solución. Y no la tiene, puesto que se
convierte en un círculo vicioso que acaba siempre en la alienación
del individuo. (Esto es lo que no supieron comprender Marx y los
marxistas.) Reducir el mundo a un conjunto de fenómenos físicos
y químicos es una mera arbitrariedad, un convencionalismo no
menos caprichoso que el código ASCII, o las normas IRAM.
Considerar que el único conocimiento válido es el adquirido a
través de las ciencias, es suponer que hay un conocimiento
posible. Aunque el conocimiento no sea nada más que "poder
de convicción".
Declarada la insuficiencia de la interpretación científica del
mundo me atrevo a proponer esta otra, no menos arbitraria. El
mundo es una obra de arte y, como tal, sólo admite criterios estéticos.
Todo arte, según O. Wilde, es superficie y símbolo. Quien busca
bajo la superficie, quien interpreta el símbolo, lo hace a su
propio riesgo. Y acaba el prefacio al Retrato de Dorian Gray enseñando:
"Podemos perdonar a un hombre por hacer cosas útiles,
siempre y cuando él no las admire. La única excusa para hacer
cosas inútiles es que uno las admire intensamente. Todo arte es
absolutamente inútil."
Desde mi condición de poeta puedo entonces afirmar la inutilidad
del mundo y cambiar las reglas del juego. Desde mi condición de
artista y a mi propio riesgo puedo, válidamente, conjeturar
otras inteligencias posibles del mundo. Esta, por ejemplo, sobre
lo que ocurrió aquella noche de noviembre de 1619. Nadie ignora
que las noches suelen ser amigas de los poetas. Aquella, en
particular, Renato Descartes -acaso desesperado de soledad,
aterrorizado por la insoportable levedad de su ser- dudó, dudó
de todo, hasta que sintió que él, que pensaba, era algo. En su
interior sonaron estas palabras: "cogito ergo sum", y
Descartes creyó que era él quien las había pronunciado. Creyó
que ese yo pensante era necesario y, justo por eso, prueba
irrefutable de su existencia. Creyó que tenía derecho a decir
de sí: Soy lo que Soy. No advirtió que él, que pensaba, era un
sueño que otro soñaba, un sueño no menos irreal que el sueño
de los poetas. "Pienso, luego existo" es entonces una
metáfora que una musa engañosa dictó a Descartes aquella noche
de invierno. Es una figura poética que encierra una ironía
pareja a la de aquellos versos de Borges, que ahora cito de
memoria: "Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración
de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía,/ me dio a
la vez los libros y la noche".
Se ha dicho que Descartes, como Francis Bacon, estaba enfadado
con las Bellas Artes, las consideraba carentes de toda utilidad.
En este orden de ideas no es ilícito afirmar que, al morir
Descartes, Dios lo condenó al infierno por su pecado de soberbia.
Su suplicio, por toda la eternidad, es compartir su cuarto con
Salvador Dalí.