ETNIAS MINORITARIAS

Evagenlizar a los indios gentiles de la Frontera de Honduras: una ardua tarea
(Siglos XVII-XIX)

Por: Ethel García Buchard

Introducción.

Al momento de la llegada de los españoles la población indígena de Honduras era aproximadamente de ochocientas mil personas. De estas, unas seiscientas mil vivían en las áreas central y occidental de la provincia. Durante el siglo XVI y la primera mitad del XVII, la población indígena total del área colonizada por los españoles se redujo considerablemente; para este período, la cantidad de indígenas se calcula en unas veinticinco mil personas, lo cual significa una relación de despoblación de veinticuatro a uno. Hacia mediados del siglo XVII, la población alcanza mayor estabilidad (1).

Estos cálculos se basan en pruebas documentales que en su mayoría describen el impacto de la conquista española y el tráfico de esclavos indígenas, al igual que en sus apreciaciones de la población que pudo subsistir con base en los recursos naturales de la provincia y a la naturaleza de las culturas indígenas que se encuentran allí(2).

Luego del impacto inicial, queda pendiente la tarea de incorporar los diferentes territorios y regiones a la dominación colonial, sometiendo a los indígenas que en ellas habitaban para lograr un mejor control de su trabajo y sus recursos. En esta tarea participan tanto las autoridades civiles como las eclesiásticas, a quienes se encomienda fundamentalmente la conversión de insumisos que habitaban los territorios aún sin conquistar y colonizar.

En este trabajo interesa identificar y valorar los esfuerzos realizados a lo largo del tiempo por las autoridades españolas, tanto civiles como eclesiásticas, por incorporar a los indígenas insumisos de la franja oriental de Honduras a la nueva sociedad que se está construyendo; así como identificar los problemas experimentados y analizar los factores que incidieron en el poco éxito que tuvieron estos proyectos misioneros en la región.

Adventures on the Mosquito Shore. London, 1855.
La población indígena de Honduras.

Varios observadores contemporáneos han llamado la atención acerca de la alta densidad de población indígena existente en el oriente de la provincia de Honduras. Esta región, conocida durante los primeros años de ocupación española como la Taguzgalpa, era una zona de cuatrocientas leguas comprendidas desde Trujillo hasta el río Negro por el norte y desde Olancho hasta la Mosquitia por el sur(3).

El conquistador español López de Velasco contabilizó 10 mil indígenas tributarios en la jurisdicción de Olancho; para finales del siglo XVI se calculaba en unos cuatro o cinco mil indígenas la población de la región conocida como Taguzgalpa, situada al sur del cabo Camarón y al este de Olancho y Segovia. Incluso en el siglo XVII, el carácter altamente poblado de la provincia de Honduras en general y de esta zona en particular, mereció especial atención; al respecto, en el año de 1611, fray Verdelete describió los valles de Olancho como “muy poblados de gente”. También hay pruebas de la presencia de poblaciones indígenas considerables en el área conocida con los nombres de Leán y Muliá, situada tierra adentro de la costa norte de Honduras y al este del río Ulúa (4).

La información disponible para la segunda mitad del siglo XVIII sobre la población indígena que vivía fuera del control español en las áreas montañosas del interior de la provincia, nos muestra que la región situada entre los ríos Leán y Muliá estaba habitada por indígenas jicaques. En 1752, fray Alcántara, quien estaba a cargo de la conversión de los nativos de esta área, informó que había cerca de tres mil indígenas viviendo en estas montañas. Un reconocimiento posterior del área, realizado por el subdelegado don Antonio Manzanares en 1789, indica que había 1535 “hombres de armas”, pero Manzanares sugiere que para obtener la población total había que multiplicar esta cifra por ocho, ya que cada hombre tenía dos o tres mujeres.

Hay menos evidencias que nos permitan determinar el número de indígenas que habitaban la región de Olancho y el territorio situado hacia el norte de esta región. En términos generales, los datos coinciden en que su número era menor al existente en la región de Muliá y Leán. Hacia el año de 1737 se decía que había tres mil indígenas infieles en el partido de Olancho, a pesar del hecho de haber sido reducidos numéricamente como resultado de las guerras con los zambos-mosquitos(5).

Estos indígenas ocupaban la región que se extiende desde el río Aguán o Romano hasta el río Coco o Segovia en Honduras, en los actuales departamentos de Gracias a Dios, Olancho y parte de Colón. Con más precisión, el gobernador Anguiano, en un informe suscrito en al año de 1804, nos dirá que los jicaques ocupan en Yoro las montañas de Leán y Muliá entre los ríos Cuero y Ulúa y que los payas habitaban en las montañas desde el cabo de Gracias a Dios hacia el interior del partido de Olancho. Hay que tener en cuenta que se trata de grupos que se desplazaron a lo largo de una gran extensión de terreno y, por tanto, su localización siempre es parcial y temporal(6).

Hacia finales del siglo XVIII la población indígena total de la frontera oriental de Honduras no superó las 40.000 almas, de las cuales unos 14.000 eran jicaques, 12.000 payas, 10.000 zambos, 4.000 misquitos y otros(7). A principios del siglo XIX la población indígena de Honduras registró un aumento de un 31.9 % con relación a la población calculada a finales del siglo XVII. Este incremento se observó sobre todo entre los indígenas tributarios, cuya población aumentó en más de la mitad. A la vez, los grupos indígenas que aún permanecían fuera del control español continuaron perdiendo población, especialmente cuando entraban en contacto por primera vez con grupos extraños(8).

Al arribar al siglo XIX, los indígenas que habitaban los diferentes pueblos de indios registrados oficialmente, se distribuyen de la siguiente manera:
                         PUEBLOS DE INDIOS HONDURAS, 1801 
                         --------------------------------
                                                Almas  Tributarios 
                   Partido de Comayagua          4245      1073 
                   Subdelegación de Tegucigalpa  2516       748 
                   Tenencia de Cedros              34        14 
                   Tenencia de Nacaome           1984       581 
                   Subdelegación Gracias a Dios 18214      3924 
                   Tenencia de Sensenti          1806       434 
                   Subdelegación de Chinda        640       156 
                   Subdelegación de Tencoa       2714       590 
                   Sudelegación de Olancho       1523       381 
                   Sudelegación de Yoro           951       148 
                   Subdelegación de Olanchito     283       075 
                                          TOTAL 34910      8114 
FUENTE: “Población de las provincias de Honduras. Matrícula del año mil ochocientos uno”. En: Vallejo, Antonio R., Primer Anuario Estadístico, correspondiente al año de 1889. (Tegucigalpa, Editorial Universitaria, 1997), pp. 127 a 131.

En el año de 1804 el Gobernador Intendente de Honduras don Ramón Angiano calculó que la población paya ascendía a unos diez o doce mil indígenas. Aunque esta cifra se considera excesiva, lo cierto es que ya para las primeras décadas del siglo XIX la población había aumentado considerablemente. Si se acepta el dato del intendente Anguiano para los jicaques y los payas, entonces el número total de indígenas que estaban fuera del control español en el oriente de Honduras puede ser calculado entre veinticinco y veintiocho mil, a los que había que agregar 590 más que se encontraban en las misiones(9).

Sin embargo, la información sigue siendo parcial dada la permanente movilidad de los indígenas y, sobre todo, su carácter huraño y huidizo. Según el testimonio del sacerdote misionero fray José Antonio de Liendo y Goicoechea, quien estuvo trabajando en la conversión de los indios payas durante los primeros años del siglo XIX:

“Otro secreto de los indios de diferente especie tengo que descubrir y consiste en el número de indios que ocupan las montañas de Agalta; creo que son mucho más que los que se han presentado y reducido. Las razones en que fundo lo convencen. Las mujeres allí son fecundísimas y en Pacura teníamos presentes algunas que en menos de cuatro años de casados, tenían cuatro hijos muy sanos a su lado, y las demás parecen con igual fecundidad, luego, es posible que se hayan multiplicado en razón del tiempo y en razón de la sanidad de aquella montaña.”(10)

La Frontera Oriental de Honduras

La división entre los grupos indígenas que habitaban el occidente y el oriente de Honduras, estuvo marcada en sus inicios por la definición de Mesoamérica según bases lingüísticas y culturales. Posteriormente se han incorporado evidencias arqueológicas, históricas y etnológicas; sin embargo, se ha admitido la dificultad de trazar la frontera con precisión, debido a la mezcla natural de zonas marginales y por la presencia de salientes e intrusiones en las zonas culturales principales.

Investigaciones recientes han sugerido que la frontera de Mesoamérica no debe ser concebida como un corte tajante, sino como una amplia zona de interacción entre grupos mesoamericanos y no mesoamericanos. Gran parte del territorio de lo que sería la provincia de Honduras está ubicada en esta zona de interacción, de manera que las fronteras intergrupales en la época de la conquista son difíciles de fijar(11).

De hecho, la distinción de mayor interés y aplicabilidad para el estudio de estos grupos se logra al establecer la diferencia entre aquellas sociedades indígenas organizadas en cacicazgos y las que conformaban grupos tribales(12). Los grupos tribales comprendían a los payas, los sumos y los jicaques, posteriormente también se incorporan los mosquitos.

Las áreas orientales de Honduras y Nicaragua, donde indígenas no conversos permanecieron fuera del control español, eran conocidas como Taguzgalpa y Tologalpa y los territorios situados en las márgenes de los ríos Tinto y Segovia eran reconocidos como la frontera entre ambas zonas.

La región conocida como Taguzgalpa se extendía desde del río Aguán hasta el Coco o Segovia por el Norte; por el oeste seguía la cuenca del río Aguán por el departamento de Olancho para después descender, desviándose hacia el sudeste, hasta Jalapa y seguir el curso del río Coco.

Dicha región se encontraba habitada por diferentes grupos de indígenas, entre los que destacaban los payas, quienes se ubicaban en las montañas del cabo de Gracias a Dios hasta el interior del partido de Olancho(13).

“Los cuales se hayan en igual caso y casi en igual número que los indios Xicaques ... y por consiguiente siendo mansos y afectos á la España deben seguirse con ello las mismas reglas que con estos para catequizarlos, reunirles y atraérles á nuestra Religión. Contiguos á dichos Indios mansos se hallan los Sambos, ocupando las costas del Norte y Oriente cuya costa no admite conquista ni reducción, teniendo á los dichos payas como tributarios y tan subordinados, que es uno de los motivos porque se puede hacer su reunión con facilidad.”(14)

Según Conzemius, los indios payas habitaban antiguamente el área al este del río Aguán, hacia el sur hasta el Patuca, y a lo largo de la costa al cabo de Gracias a Dios, a pesar de que durante el siglo XIX fueron expulsados de la zona de los zambos – mosquitos, de quienes se volvieron tributarios. Por otro lado, la frontera oriental de los jicaques fue definida por la de los payas y se ubicaba en el río Sulaco(15).

Existen pocas descripciones de los indígenas del este y noreste del país que daten del siglo XVI, ya que la mayoría de la zona permaneció sin ser conquistada y colonizada. Las primeras descripciones son de misioneros que comenzaron a trabajar en el área a principios del siglo XVII(16).

El Obispo de Comayagua y Choluteca, Fray Alonso de Vargas y Abarca, en el año de 1696, describe a los indígenas de esta región de la siguiente manera:

“Son gente de buenos naturales, fieles, muy de palabra y amigos de dar gusto y partidos en lo que tienen, pero con muchas supersticiones y embriaguezes. Andan desnudos los más pero las mujeres lo que basta para la honestidad. Las tierras que habitan son templadas, fructuosas de cacao, maíz, plátanos y otras frutas de esta tierra.”(17)

Dos años más tarde, en una relación hecha por fray Rodrigo Betancur, aunque escrita a partir de la visión europeizante, el prejuicio religioso y la crítica implícita en este tipo de relatos, nos amplía la información acerca de algunas de las prácticas religiosas de estos pueblos llamados payas. En su exposición nos indica que adoran al demonio en forma de hombre, de animales y serpientes; que dedican varios días a sus actividades religiosas en los que hacen convites generales, previniéndose desde antes con muchas canoas de chicha, de suficiente pescado y tamales, con los que regalan a los que quieren aprender a ser valientes. Llegado el día todos concurren al lugar señalado. Las mujeres llegan pintadas de achiote y los hombres de negro(18).

A principios del siglo XIX, se sabe que estos indios infieles,

“Parece que conocen a un dios bienhechor y origen de todo lo bueno; pero también rinden culto a un principio malo, a quien festejan porque no los perjudique. Son verdaderos maniqueos, y su código religioso es un conjunto de errores y verdades. Así que la empresa de su desengaño y de su ilustración es un negocio de algunos años.”(19)

Los indígenas llamados jicaques, cuyo auténtico nombre es Tolupán, se ubican en la región situada más allá del límite sudeste de Mesoamérica. Al momento de la llegada de los españoles se encontraban localizados a lo largo de la costa Atlántica, desde el río Ulúa a Puerto Castilla, cerca de Trujillo, y tierra adentro hasta el río Sulaco. Al oponerse a la conquista huyeron hacia el interior y se establecieron a espaldas de las montañas, lejos de la costa y de las cuencas de los ríos(20).

Durante el siglo XVI, el término jicaque parece haber sido utilizado por los mexicanos para designar a los habitantes originales no-mexicanos de Honduras; luego fue aplicado más ampliamente a cualquier grupo no-converso u hostil de las zonas situadas hacia el sur, hasta Nicaragua y Costa Rica. Ahora la mayoría de los investigadores utilizan este término para referirse al grupo lingüístico-cultural, mientras que la palabra xicaque se emplea como referencia genérica(21).

Si bien los Tolupán practicaban algunos cultivos, principalmente de tubérculos, sus actividades vitales fueron cazar, recolectar y pescar. Los grupos de las tierras bajas eran semi-sedentarios, cultivadores parte del tiempo, y formaban pequeñas comunidades a lo largo de la costa Atlántica y los ríos adyacentes(22).

Hacia finales del siglo XVII existían en esta región alrededor de cuarenta pueblos, todos vecinos unos de otros(23), y según se afirma:

“No se les ha descubierto idolatría, ni superstición alguna; viven mui conforme a la lei natural: no consienten robos, adulterios, ni tienen más que una muger cada hombre, ni jamás se descasan. Andan vestidos, hombres y mugeres, de cortezas de árboles, que saven avlandar y componer, y con algo, aunque poco, que texen de algodón.”(24)

Su cultura era del mismo tipo que la de sus vecinos los sumos, los payas, los miskitos y demás grupos que vivían en las tierras bajas atlánticas de Honduras y Nicaragua. Asimismo era más semejante a la de los grupos que habitaban las selvas tropicales de América del Sur, que a la de sus vecinos de Mesoamérica(25).

La mayoría de los indígenas del interior del territorio localizado en la parte oriental de la provincia de Honduras, entre los que se incluyen los grupos jicaques y los payas, pertenecían al núcleo cultural chibcha, de influencia sudamericana(26).

No cabe duda de que estos pueblos, especialmente los tolupán, tuvieron contacto con las poblaciones indígenas mesoamericanas; sin embargo, pareciera que su cultura fue poco influida por ellas. “Hubo también por lo menos un puerto de comercio azteca en la región de Trujillo y otro maya en la desembocadura del Ulúa”(27).

Mientras que culturalmente los tolupán se parecían a los sumos, los payas y los miskitos, diferían de ellos lingüísticamente. Estos pertenecen al grupo lingüístico macro-chibcha, y los tolupán representan uno de los mayores enclaves sureños del tronco hohokan(28). Aunque la evidencia de su filiación no está ampliamente confirmada se piensa que los jicaques migraron a Centro América en una fecha bastante temprana, hace unos 5.000 años, y poco a poco fueron adoptando la cultura chibcha, de manera que culturalmente se pueden ubicar entre los payas y los sumos(29).

Aunque para el siglo XIX los jicaques habitaban las remotas zonas montañosas, durante la época precolombina probablemente vivieron en asentamientos permanentes en las tierras bajas, especialmente en los valles fluviales, con fácil acceso al mar. Su nomadismo aumentó durante la colonia debido a las drásticas alteraciones que resultaron de las actividades de conquista y colonización.

En comparación con los indígenas que poblaban el occidente, los jicaques, payas y sumos, que habitaban en el oriente, formaban grupos sociales más reducidos y estaban organizados de una manera igualitaria.

La subsistencia de los grupos indígenas del oriente de Honduras se basaba en una combinación de agricultura, cacería, pesca y recolección, con énfasis sobre una o más de estas actividades variando según la región. Los Payas y sumos del interior dependían más de la agricultura y la recolección, mientras que los grupos ubicados en la costa explotaban en alguna medida los recursos fluviales y costeros, y los jicaques dependían casi exclusivamente de los recursos alimenticios silvestres. Todos los grupos parecen haber tenido asentamientos permanentes. Sin embargo, los asentamientos temporales eran más comunes entre los grupos del interior que dependían más de la caza y la recolección, y tenían que reubicarse más frecuentemente en función de la disponibilidad de recursos(30).

Aunque la conquista del occidente de Honduras fue más difícil y prolongada debido a las luchas entre conquistadores rivales y a la ausencia de unidad en la estructura política de la población nativa, los conflictos y las pérdidas de población fueron proporcionalmente menores que las que se dieron entre los indios de la región oriental, en donde la tarea de civilizar y evangelizar fue encargada casi en su totalidad a las órdenes misioneras.

En un principio los misioneros intentaron convertir a los indígenas en sus propios territorios, pero el reducido número de misioneros y la dispersión de los asentamientos indígenas hizo que esta meta fuera imposible de alcanzar. De manera que se opta por la opción más realista: congregar a los indígenas en misiones o reducciones(31).

La Corona apoyó las actividades misioneras de los frailes franciscanos y mercedarios durante varios períodos a lo largo de la época colonial, otorgándoles un apoyo más activo en el siglo XVIII, cuando los extranjeros de diversas nacionalidades, especialmente ingleses, representaban una amenaza sobre el control de la costa Atlántica(32).

En términos generales, estas reducciones fueron bastante inestables y las que lograron sobrevivir cambiaron de ubicación con frecuencia. A pesar de lo anterior, su impacto fue profundo. Muchas comunidades indígenas fueron destruidas durante el proceso de congregación de los indígenas en las misiones. Durante la corta vida de las misiones, no emergió ninguna forma de organización comunal, independientemente de la que impusieran los misioneros, que les motivara a permanecer. Como resultado, muchos huyeron dejando atrás una población socialmente fragmentada y desbalanceada estructuralmente, que se dispersaba en cuanto se retiraban los misioneros o las misiones morían(33).

Esta situación se mantuvo incluso hasta el siglo XIX, según informes de uno de los misioneros enviados a cristianizar a los indígenas payas en el año de 1808:

“Cada parcialidad procura de intento colocarse en los pasajes más ocultos, fragosos e inaccesibles. El empeño de encubrirse los hace ingeniosos para encontrar guaridas seguras. Unos de otros se recelan y se temen, en tanto extremo, que cuando alguna de las poblacioncillas se hace conocida, la trasladan a otra parte. Jamás salen de sus chozas por un solo rumbo, temiendo abrir huellas por donde pueda algún curioso rastrear sus habitaciones.”(34)

Los primeros intentos de conversión entre los indígenas del oriente de Honduras, a principios del siglo XVII, fueron realizados por sacerdotes de la orden franciscana, pero sólo consiguieron asentar pequeños grupos de indígenas en estos territorios(35).

En un relato acerca del origen y progreso de las conversiones de los indios xicaques, payas y haras realizadas por los religiosos de la Orden Franciscana a lo largo del siglo XVII se señala que desde principios de este siglo se emprendió la tarea de la reducción y conversión de los indios infieles de la provincia de la Taguzgalpa, la cual “...consta de varias naciones, como son los xicaques, paias, taos y aras, guaudas, taupanes, lencas taguacas, alaucas, gualas y guanaes y otros que, havitando en aquellos montes, son casi impenetrables”(36).

Según las tradiciones y memoria guardada entre los ancianos de los taguacas y lencas, se dice que en el año de 1604 entró la primera expedición a cargo de los frailes Esteban Verdelete y Juan de Montegudo y, habiendo padecido trabajos, hambres y penurias, permanecieron durante algunos años en la región, impartiendo la doctrina cristiana y aprendiendo la lengua de estos indígenas. Regresaron a Guatemala y desde allí el padre Verdelete se dirigió a España para solicitar el permiso oficial y el apoyo de la Corona para que ocho misioneros convirtieran a los indígenas de la Taguzgalpa(37).

El misionero Verdelete llegó a la provincia de Honduras en el año de 1608, en compañía de fray Juan de Monteagudo y atravesando ásperas montañas y caudalosos ríos, lograron persuadir a unos 130 indígenas de asentarse en el Río de las Piedras, en el valle de Olancho. Sin embargo, las dificultades para mantener el control en las misiones llevaron a los misioneros a solicitar apoyo militar. Fueron enviados unos veinticinco soldados, quienes no lograron más que agravar la situación.

Como resultado de lo anterior, los misioneros ”... fueron muertos en defensa del evangelio a manos de los indios lencas por el año de 1612, según las más ajustadas tradiciones”(38).

De acuerdo con el testimonio rendido por un anciano mulato llamado Juan de Padilla, a principios de septiembre del año de 1614, llegaron al puerto de Truxillo, el sacerdote Cristóbal Martínez y el religioso lego don Juan de Baena, del convento de San Francisco de Guatemala. Dichos sacerdotes realizaron varias entradas en la región, catequizando, bautizando e instruyendo en los misterios de la fe a los indígenas recién convertidos.

Con el objeto de buscar mayor apoyo y especialmente para solicitar misioneros que reforzaran su obra evangelizadora, el religioso Baena viajó a Guatemala.

“Y habiendo tocado Dios para esta conversión, al bendito padre fr. Benito de San Francisco, sacerdote de vida ejemplar, y habiendo los dos llegado a aquellos parajes, y todos tres trabajando con grande espíritu en esta mies evangélica, reduciendo muchos infieles y bautizándolos, edificando iglesias y adoctrinándolos en la ley de Dios, padecieron martirio a manos de los indios albatinas o taguacas, el año de 1623.”(39)

Se afirma que entre 1622 y 1623, estos misioneros trabajaron tierra adentro entre los indígenas payas, lograron asentar 700 indígenas en siete pueblos y bautizar a otros cinco mil. Sin embargo, con su muerte ocurrida en el año de 1623, en manos de un grupo de indígenas Albatuynas o Taguacas, estos pueblos permanecieron fuera del control español desde ese año hasta 1661, cuando se reanudan las actividades misioneras(40).

Los conflictos entre el clero secular y regular sobre la administración de las misiones fue un factor que también entorpeció los esfuerzos por establecer misiones hasta la década de 1660. Sin embargo, la necesidad de trabajar en la conversión de estos indígenas se volvió a poner de manifiesto, entre las décadas de 1650 y 1660, cuando los indígenas atacaron constantemente los asentamientos de españoles y ladinos de los valles de Agalta, Jamastrán y Olancho.(41)

En el transcurso de los años transcurridos entre 1623 y 1661, se insiste en que

“... hazían mucho daño los yndios xicaques, hapuises, en los valles de Olancho y Xamastrán, saliendo con sus aliados por los ríos Guaiape y Guaiamble no solo a saquear las haciendas y estancias circunvecinas sino a ofender a algunos cristianos ... Y a este mismo tiempo, los paias hacían lo mismo en los valles de Agalta, siendo perniciosos unos a otros infieles, haciéndose cuanto mal podían, como gente bárbara, sin más ley que sus pasiones, regidas del demonio por sus agoreros y mágicos.”(42)

En vista de lo anterior, el capitán don Bartolomé de Escoto, luego de presentar un informe con datos suministrados por los vecinos de Olancho, obtuvo la autorización para entrar con gente de armas. El grupo estuvo constituido por vecinos de la región, quienes se ofrecieron a participar sin sueldo, por estar directamente interesados en la empresa, acompañados de algunos indios cristianizados de los pueblos de Tecasinti y Poteca. Se hizo la primera entrada por el río Guayape, en el año de 1662, durante los días cercanos a la cuaresma. A pesar de haber realizado tres entradas no se logró aprehender a los indígenas, ya que estos se retiraron hacia el interior de las montañas(43).

Estos sucesivos fracasos los llevaron a convencerse de la necesidad de cambiar de método y sustituir la conquista militar por la pacificación. En el año de 1667 Escoto viajó a Guatemala a solicitar el apoyo de algunos misioneros para su empresa de sometimiento de los indios insumisos de esta región. Su gestión tuvo éxito al lograr que los frailes franciscanos Pedro de Ovalle y Fernando de Espino fueran autorizados a viajar a la provincia de Comayagua en su compañía. Al llegar a la región de Olancho el padre Espino se dedica a poblar San Buenaventura y el padre Ovalle se desplaza hacia el pueblo de Santa María, localizado a cuatro leguas del primero. En el año de 1667 el padre Ovalle vuelve a Guatemala, para regresar un año más tarde acompañado de fraile Antonio de Verzian. Llevan consigo una imagen de bulto de Nuestra Señora de la Limpia Concepción, la cual fue entregada a la iglesia de Santa María(44).

Hacia el año de 1676 se habían establecido seis aldeas en esta región: Santa María, San Buenaventura, San Pedro, San Felipe, San Sebastián y San Francisco, las cuales contaban con una población aproximada de 600 indígenas.

La Evangelización de los Indios Payas

En un informe enviado al Rey por el Obispo de Honduras, Fray Alonso de Vargas y Abarca, en el mes de febrero de 1696, sobre el estado de las misiones payas a cargo de la orden de San Francisco, el canónigo señala que:

“El valle de Olancho, jurisdicción de este obispado, es dilatadísimo. Tiene de visita de este obispado (lo qual he hecho hasta el día de oi cinco veces desde que vine) más de cien leguas, quedan otros muchos espacios que están comprendidos y cercados del mar del norte, de la jurisdicción de la Segovia -que toca al obispado de Nicaragua- y hasta la punta de Castilla que es el Puerto de Truxillo de este obispado.”(45)

En el año de 1671 se le encarga al padre Ovalle la catequización de los indios de la nación paya. Para cumplir con tal encargo, a fines de ese año llegó al pueblo de San Felipe para entregar el ornamento, la campaña y el lienzo, y desde allí marchar en busca de los llamados indios payas. El 25 de enero del año siguiente, llegó al pueblo de Catacamas, localizado a dieciséis leguas de San Felipe:

“Y proponiéndoles que quería entrar en sus poblazones a predicar el sagrado evangelio, replicaron ellos que el camino era muy áspero y dificultoso de trajinar, y que así no le querían llevar. Más instando el padre comisario y exponiéndose a cualquier peligro por la propagación de la fe, se resolvió a entrar con ellos - llevando en su compañía a quatro personas ladinas, al yntérprete y algunos yndios del Real y Catacamas que llevaban una imagen de bulto de nuestro padre San Francisco y el hornamento para celebrar misa. Al cabo de tres días, venciendo muchas dificultades y andando lo más del camino a pié, llegaron a poblazones de los yndios paias – y por haverse adelantado uno de los tres que servían de guías, a darles aviso – salieron al camino, a recivir al padre, cantidad de hombres, mugeres y niños, con guirnaldas de flores en las cavezas en señal de paz y alegría.”(46)

A los veinte días había bautizado cerca de doscientos indígenas y mandó construir una ermita, a la que le puso el nombre de San Francisco, a cuya advocación se fundó el pueblo.

Posteriormente se dirigió al Valle de Agalta, a través del pueblo de Manto, y al llegar a la población de Gualaco, ordena la construcción de una ermita. En el mes de febrero de 1673 se incorporó un nuevo predicador, el sacerdote Pedro de Estrada. Ambos religiosos se dirigieron hacia el río Guayape, en compañía del capitán Bartolomé Escoto, donde realizaron varias fundaciones y trasladaron el pueblo de San Francisco a un lugar denominado Pataste, para ello pagaron cierta cantidad a los indios de El Real y Catacamas, a cambio de ayudar a la construcción de la iglesia(47).

En el año de 1679, mientras el Obispo realizaba su visita a Olancho, se le solicitó que fuera a confirmar a los indígenas de la región, ya que ninguno de ellos había recibido este sacramento. En el año de 1690 se realizó una nueva visita a esta misión. Al informar acerca de su estado, se dice que uno de los problemas fundamentales que limitan su progreso y estabilidad es la ausencia de misioneros, quienes no siempre asisten a esta misión y se limitan a andar por los curatos circunvecinos(48).

Se afirma además que aunque los misioneros “... salgan de España con buen espíritu y fin, después los reparten por los conventos, donde ai mucha opulencia y comodidades, y no quieren ir a vivir entre bárbaros, ni aprender nueva lengua y pasar necesidades”(49).

Hacia el año de 1698, el sacerdote Rodrigo de Betancur informa que solamente quedan dos sacerdotes y que además se encuentran separados en una región donde si bien hay unos cuatrocientos bautizados y un poco más de trescientos convertidos, quedan muchos sin bautizar(50).

Lo anterior a pesar del interés manifiesto, desde años atrás, en brindar la atención debida a estas misiones, como la vía para incorporar a estos territorios y sus pobladores en el área controlado por la administración colonial. Y la mejor forma de lograrlo, según la recomendación del Obispo de Honduras Rodrigo de Vargas y Abarca, es transformar esta misión y reducción en doctrina, para lo cual se dividiría en dos, la primera comprendería San Francisco y San Sebastián y la otra incluiría los pueblos restantes(51).

Sin embargo, la situación prevaleció incluso hasta las primeras décadas del siglo XVIII. En el año de 1737 se informó que existían dos misiones en la provincia de Comayagua, una poblada por indios jicaques y la otra por payas, ambas a cargo de religiosos de la orden de San Francisco.

En la misión y reducción de los indios payas se habían realizado tres entradas. En la primera se sacaron como mil quinientos indígenas, en la segunda, un número aproximado de mil setenta - aunque la mitad de ellos eran de los que se habían sacado en la primera entrada - y en la tercera se sacaron doscientos indígenas, los cuales se ubicaron en dos pueblos: San Buenaventura y San Sebastián.

“Y que en las montañas de los paias - independientes de otras naciones mui brabas que ay - habrá más de tres mil personas... proponen por arbritio para el logro de la conberción de los yndios que se halla en las montañas, el que se inbíen ducientos hombres, los que bastarán para sacarlos de su sentro, y que sacados los mantengan con guardias y ministro y alimentos necesarios hasta se conosca están ai reducidos a nuestra santa fe y arreglados al trabajo... que se les conceda el balle de Agalta por ser abundante de animales monteses y ganados simarrones para su manutención, poniéndoles gobernador, y que todos por este medio se saldrán de las montañas a vibir en dicho valle”(52)

Al interés de convertir las misiones en doctrina, se agrega la preocupación por parte de las autoridades coloniales por dotar de tierras a los indios payas que se encontraban ubicados en los ejidos de los pueblos de Santa María, San Buenaventura y San José, en el valle de Gualaco, con el fin de lograr su completa evangelización, evitando así que escaparan nuevamente. A principios del siglo XIX, había 290 indígenas en la misión de Luquique y alrededor de 300 habían sido establecidos en las misiones de Olancho(53).

En el año de 1808, el franciscano fray José Antonio de Liendo y Goicoechea hizo una entrada a los territorios habitados por los payas y predicó en la región de agalta, organizando las reducciones de Pacura y San Esteban Tonjagua. El padre Goicoechea justificó con los siguientes argumentos la necesidad de una nueva entrada en tierras payas y, sobre todo, de establecer asentamientos indígenas permanentes:

“... establecer allí a los indios resulta de gran utilidad al comercio, a los vecinos y hacendados que se encuentran en las faldas y planicies de las montañas de Agalta. La reducción de Pacura dista de Trujillo como más de treinta leguas y es paso obligado a los vecinos del valle para conducir el ganado, carnes, mulas, mantecas y otros víveres, de suerte que la reducción proporcionaría posada y alimentos a los viajeros. Si el gobierno manda soldados, y prisioneros, hallan alojamiento y seguridad. La existencia de estos pueblos daría un consuelo a más de 20 haciendas de ganado establecidas en el Valle.

En todas partes carecen de hombres y de brazos para las siembras, las correrías de ganado, las queseras y para conductores de los productos. Desde el pueblo de Gualaco (que es una ayuda pequeña de Parroquia) hasta Pacura y hasta Tonjagua, hay un terreno como de treinta leguas, y en que apenas hay seisientas almas entre chicos y grandes, entrando en cuenta el mismo Gualaco y la reducción de San Buenaventura. En suma, es tanta la necesidad, que en el día ignoro como pueda pasarse sin ayuda de los indios.”(54)

Esta aspiración se concreta aún más hacia finales de la década de 1850 y en los primeros años de la siguiente con las acciones del misionero español Manuel de Jesús Subirana, quien en el año de 1858 fundó el pueblo del Dulce Nombre de Culmí, a orillas del río Kurmu en el departamento de Olancho y logró reunir a un grupo de indígenas payas en el valle de Agalta, adjudicándoles los terrenos de El Carbón, en el año de 1861(55).

La constante huida a las montañas como modalidad de resistencia es una estrategia que va a salvar a los indígenas de esta región de su completa exterminación física y, al mismo tiempo, los fortalecería contra la imposición ideológica de la evangelización cristiana. Sin embargo, los esfuerzos de Subirana por sedentarizar a los indígenas, otorgándoles tierras, también contribuyeron a dar mayor impulso al proceso de aculturación al romper con la resistencia de los indígenas.

Misiones y Reducciones en tierras de los Jicaques

El propósito de las misiones y proyectos de evangelización realizados por los españoles en los territorios fronterizos localizados al oriente de la provincia de Honduras, era crear las condiciones para establecer comunidades autosuficientes basadas en la agricultura. Sin embargo, la corta vida de la mayoría de estas misiones hizo que esta meta fuera pocas veces alcanzada.(56) No es sino hasta en el siglo XVIII que se logran establecer algunos asentamientos indígenas permanentes y la misión de Luquique o Lucuguey, en el corazón del territorio jicaque, se convierte en el principal centro de actividad misionera.

Luego de los primeros intentos de evangelización de los indígenas que habitaban la frontera oriental del territorio colonizado por los españoles en la provincia de Honduras, especialmente de los indígenas considerados como payas y jicaques, que fueron realizados durante las décadas de 1610 y 1620 por sacerdotes de la Orden de San Francisco, la empresa evangelizadora se detuvo, reanudándose cuatro décadas más tarde.

Entre los años de 1661 y 1662, se fundaron los pueblos de Santa María y San Felipe, como parte de las tres entradas realizadas por el capitán Bartolomé Escoto. Durante los primeros cinco años estas reducciones no tuvieron un misionero a cargo y no es sino hasta el año de 1667, que llegó el sacerdote Fernando de Espino, acompañado del fraile Pedro de Ovalle.

Ambos religiosos llegaron a Comayagua en el mes de junio de ese año. El padre Ovalle se quedó momentáneamente en Siguatepeque y el reverendo Fernando Espino se dirigió hacia el territorio habitado por los jicaques, a una distancia de ciento veinte leguas de Comayagua. Al llegar el fraile doctrinero que atendería Siguatepeque, el padre Pedro de Ovalle fue a encontrarse con Espino, quien estaba poblando San Buena Ventura, en territorio paya. Posteriormente Ovalle se desplazó al pueblo de Santa María. Aquí encontró unas catorce o quince casas y unas sesenta personas entre grandes y pequeños, de los cuales la mitad eran mulatos, ladinos e indios cristianizados del pueblo de Tecasenti y los otros indios jicaques recién bautizados(57).

Pronto entraron en conflicto con el capitán Bartolomé Escoto, a quien acusaron de justificar sus ascensos valiéndose de informes falsos a las autoridades eclesiásticas y que, mientras Escoto sólo ha trabajado proporcionando informes sobre sus méritos, “.... todo lo ha trabajado la religión, assí en lo corporal haziendo las fundaciones, abriendo caminos y costeando hasta los yndios que han servido de guías, como también en lo espiritual y hornato del culto divino pues como adelante se dirá, todo lo que tienen las yglesias lo ha hecho la religión”(58).

A finales del año de 1674 enviaron desde Guatemala al padre Lorenzo de Guevara, quien llegó a Comayagua en el mes de enero de 1675 y se dirigió inmediatamente al pueblo de Santa María, de la nación jicaque. En este lugar solamente encontró catorce indígenas, ya que los demás se habían retirado a las montañas, y logró sacar nuevamente unos quince. En el mes de septiembre salió de nuevo con algunos indios cristianos hacia las montañas de Ciali, de donde sacó nueve personas bautizadas que años atrás se habían rebelado(59).

En el año de 1689 se resolvió que se hiciera entrada con armas y soldados. “La cual se hizo, siendo capitán don Rodrigo Navarro, sin más fruto que reconocer la tierra y ver sus pueblos, por averse huido los yndios sin poder tratarse - aunque se vieron y se cogió un guía”(60).

Al año siguiente se realizó una nueva entrada, a cargo del mismo capitán y del sacerdote Manuel Fernández. No lograron reducir a los indígenas y por la fuerza aprehendieron a unos setenta y seis, quienes fueron ubicados en el valle de Yoro. Sin embargo, algunos huyeron y otros enfermaron, por lo que no pareció conveniente proseguir con la conquista armada, ni conservarlos por la fuerza en el lugar(61).

Entre los años de 1747 y 1751 se le encargó al Colegio de Propaganda Fide la conquista espiritual de los indios xicaques de las montañas de Muliá y Leán. Esto por petición del Gobernador y Comandante General de Armas de la Provincia de Honduras, don Juan Vera. Esta nueva empresa misionera estuvo a cargo de los sacerdotes Joseph Ramírez y Domingo Antonio San Raphael.

Con el objeto de dar inicio a la conversión, los sacerdotes salieron de Comayagua el 8 de enero de 1748. Llegaron al pueblo de San Miguel, en donde encontraron algunas familias de indios jicaques ”... de los que en tiempo anterior vivían en dicho pueblo, las que se havían retirado a vivir a diferentes sitios de la circunvezina montaña por averles faltado la asistencia, y el capitán Manuel Díaz - intérprete nombrado para la dicha conversión - las havía juntado para nuestra llegada”. (62)

Se hicieron de nuevo veinte casas en las que se ubicaron a veintitrés familias, que en total componían un número de ochenta y cuatro personas entre niños y adultos de ambos sexos. Desde aquí se comenzaron a hacer entradas en las montañas llamadas de Santa Cruz. Luego de varias visitas, el pueblo del Capitán Cerrito comenzó a docilizarse, lo mismo sucedió con otro pueblo llamado del Coroso. Al ir ganando su confianza, los sacerdotes convencieron a los indígenas de ambos pueblos de dejar aquellos ásperos parajes e irse a vivir a un pueblo, juntando las dos parcialidades, con sacerdote que los asistiera y les enseñara la religión cristiana. Este pueblo estuvo formado por ciento veinte indígenas y se le dio el nombre de Santa Cruz, por llamarse así el sitio escogido.

Sin embargo, los indígenas escapaban con frecuencia, según los sacerdotes, por la vecindad y mala influencia de los indios gentiles. De manera que se decidió sacarlos fuera del Valle de Yoro, donde se había fundado otro pueblo con los indios que se habían traído de los nueve pueblos del sitio de La Havana, el cual se llamó Santiago del Siriano. Hacia el año de 1751, había un total de 824 indígenas repartidos en los pueblos de San Miguel y Santiago del Siriano(63).

La misión de Francisco de Liquigüe fue establecida en el año de 1751, con once familias que componían cincuenta y cuatro personas entre adultos y niños de ambos sexos. Tres años más tarde, en el año de 1754, quedaban cuarenta y cuatro indígenas(64).

Con relación a los avances alcanzados en este proyecto durante los últimos cinco años, los misioneros informan

“Que al presente, entre los tres pueblos tienen trecientas bacas y algunos toros, de que se les da ración. Treinta cavallos mansos y cerreros, veinticinco yeguas y diez mulas para pastorear los ganados, para las entradas y salidas a las montañas en solisitud de los yndios y para cargar los bastimentos. Ytem, dies yuntas de bueyes aperadas, algunos instrumentos de carpintería y una fragua.”(65)

En el año de 1794, según información levantada por el Intendente don Alvaro García y Conde, como resultado de la expedición realizada al lugar cuatro años antes, se dice que esta zona montañosa que habitan comprende un terreno de unas ochocientas leguas en donde hay sesenta y ocho pueblos de indios infieles, que incluyen de doce a trece mil almas. Resulta una labor muy ardua intentar sacarlos de estas montañas y llevarlos por la fuerza a la misión por “... haber cobrado grande aborrecimiento á los Religiosos de Propaganda Fide, porque los muchos que han apostado y vuelto á los otros cuentan la opresión en que los han tenido enseñándoles nueva doctrina y privándoles el trato y comercio con los Ladinos á que están acostumbrados”(66).

Para remediar este daño, sacar ventajas de aquel terreno y lograr establecer un proyecto firme y permanente, se recomienda restablecer las misiones en los puntos localizados anteriormente, y crear un tercer punto en el curso del río Lean, a catorce leguas de la costa, en el punto hasta donde llegan las lanchas y canoas y de esta manera no alterarles su acostumbrado comercio. Se recomienda también ubicar en estos lugares a tres clérigos o sacerdotes seculares y buscar unas quince familias pobres, de las que tratan y contratan con estos indios, auxiliándolos durante dos años con el puesto que corresponde a un soldado y proporcionarles casa con cubierta de teja y herramientas para trabajar la tierra(67).

Este proyecto, al igual que los anteriores, no logró tener continuidad por diversas razones, entre otras, por la experiencia de engaños y abusos por parte de religiosos y autoridades civiles que los indígenas habían tenido, lo cual los llevaba a preferir la libertad de las montañas. Al mismo tiempo, podían comerciar con mayor facilidad desde estos lugares, tanto con los ladinos u otros indígenas, como con los zambos mosquitos.

La constante discusión y rivalidad al interior de la Iglesia, entre el clero secular y regular con relación a la administración de estas reducciones y, sobre todo, si debían ser convertidas en doctrina, también es un factor por considerar en la valoración de las dificultades enfrentadas y en el carácter efímero de los proyectos emprendidos.

Al arribar a la segunda mitad del siglo XIX, se intenta realizar un esfuerzo más claro por dar estabilidad a estos indígenas, este sería realizado por el sacerdote español Manuel de Jesús Subirana, quien intenta vencer la resistencia indígena ubicándolos en tierras de su propiedad, gestionando la adjudicación de tierras a las comunidades indígenas por parte del gobierno, en una extensión de veintiún caballerías a cada pueblo. De las veintitrés tribus jicaques que se reportaron para ese momento, a veintiún de ellas les fueron adjudicados terrenos en el año de 1864. Aunque, con el paso del tiempo, muchos de ellos han sido perdidos o robados y, en la práctica, fueron pasando a manos de ladinos u otros terratenientes( 68).

Conclusiones

La alta densidad de población indígena existente en el oriente de la provincia de Honduras ha llamado la atención de diversos observadores contemporáneos. Esta región era conocida durante los primeros años de ocupación española como la Taguzgalpa, zona de cuatrocientas leguas comprendidas desde Trujillo hasta la Mosquitia.

La mayor parte de la región permaneció como una zona de frontera a lo largo del período colonial y durante el siglo XIX, por lo que existen pocas descripciones de los indígenas del este y noreste del país que daten del siglo XVI. Las primeras fueron escritas por misioneros que comenzaron a trabajar en el área a principios del siglo XVII y suelen ser muy generales y contradictorias. Por lo que tenemos aquí todo un reto y un campo de trabajo para antropólogos y etnohistoriadores.

La información que se tiene acerca de los proyectos de evangelización y colonización emprendidos por los españoles en la región, también es escasa y presenta grandes lagunas. En este sentido, es grande el reto del historiador que intenta reconstruir este proceso y aún falta mucho por hacer.

Lo que se puede afirmar hasta ahora es que, aunque la conquista del occidente de Honduras fue más difícil y prolongada, debido a las luchas entre conquistadores rivales y a la ausencia de unidad en la estructura política de la población nativa; los conflictos y las pérdidas de población fueron proporcionalmente menores que las que se dieron entre los indios de la región oriental.

En esta zona, de la misma manera que en las demás regiones fronterizas del imperio español, la tarea de civilizar y evangelizar fue encargada casi en su totalidad a las órdenes misioneras. Quienes intentaron realizar su labor haciendo uso de la fuerza, para obligarlos a reducirse y, al mismo tiempo, recurriendo al convencimiento para retenerlos en el lugar. Sin embargo, también en la enseñanza de la doctrina cristiana se hizo uso de la imposición, al rechazar sus costumbres y tradiciones religiosas.

El resultado fue el carácter efímero de los proyectos misioneros entre los indígenas del oriente de Honduras, lo cual hizo que esta región se mantuviera como zona de frontera y al margen del control colonial, con excepción de algunos espacios dispersos de actividad ganadera, hacia el occidente de la región.

Esta situación, al mismo tiempo que explica la alta vulnerabilidad de la región a las actividades e intereses de otras potencias, especialmente de los ingleses, también es un elemento que contribuyó a la preservación de los rasgos culturales básicos de los grupos tribales más numerosos, los jicaques, los payas y los sumos, evitando de esta manera su extinción

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