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Herencia Cristiana


ELOGIO A LA TRAICIÓN


¿JUDAS FUE UN DELATOR ABYECTO O EL MEJOR DE LOS APOSTOLES?

 

La pascua cristiana recuerda la muerte de un judío y la traición de otro. Jesús ha quedado como el modelo del sacrificio altruísta, y Judas como el nombre del egoísmo más abyecto. Quizá la historia no sea tan simple, y el traidor haya sido mucho más generoso que el héroe: la traición siempre es mas fácil que la gloria.

 

El tren era italiano; sudoroso, atestado, muy gritón. Ese compartimiento de segunda tenía asientos para ocho pero; cuando paramos en la estación de Ventimiglia, en la frontera con Francia, éramos siete: tres alemanas jóvenes robustas, una mamá con su hijo de quince y veitiocho salamines, un obrero ferroviário, yo. Era de noche, agosto de 1979, hacía un calor de perros y todavía faltaban muchas horas para llegar a Barcelona. Entonces entró el octavo pasajero: era un señor de más de setenta años, alto, muy flaco, con una larga barba blanca, los pelos blancos atados a la espalda, una túnica de lana blanca rústica, un pantalón blanco de lino, sandalias de cuero, un morral de lana atravesado sobre el pecho y un bastón de viejo peregrino. La cara majestuosa.

 

·         ¿Perdón está ocupado?

Preguntó en italiano, y señaló el único asiento libre, junto al mío. Yo lo miré con odio: contaba con ese asiento para expandirme un poco. Pero el santón me miraba sin verme: era su propio monumento. El santón se sentó en posición de flor de loto, con la espalda mas derecha que el trozo de un caballo: estaba espléndido.

 

Cuando el tren arrancó, me preguntó en italiano en que idioma quería que conversáramos. Yo era jóven y le dije que lo que él quisiera; entonces me preguntó de dónde era yo.

·         Ah argentino, Yo tengo una gran amiga argentina.

Dijo en castellano. Según las reglas, el santón tendría que haber esperado que yo le preguntara quién, pero él estaba más allá de todo eso.

·         Victoria Ocampo, pobre, que acaba de morirse.

Yo lo miré con más sorpresa todavía y, después de un rato, le pregunté quién era:

·         Soy Lanza del Vasto.

Me dijo, poderoso, como si eso fuera más que suficiente para encender mis reverencias. Yo le confesé, con vergüenza, que ese nombre no me decía nada, y él me explicó que era un teólogo con muchos libros publicados y que su amiga Victoria lo había invitado varias veces a la Argentina, donde había conocido a mucha gente.

·         ¿También conoció a Borges?

Le pregunté, y él me dijo que sí. Era una salvación posible: algo de que hablar. Recordé un cuento de Borges sobre Judas – lo mas parecido a un debate teológico que había leído por entonces – y se lo comenté.

·         No, esas son tonterías. En esta materia, Borges es un amateur.

 

Me dijo, y empezó a contarme su versión de judas. El calor dejó de ser molesto, los gritos se alejaron, el sudor ya no olía: durante un par de horas, Lanza del Vasto me enseñó a pensar en ese hombre, a reconocer la importancia infinita de su gesto.

 

 

Las pinturas renacentistas lo muestran con la clásica cara del judío taimado, del judío pintado por antisemitas: los ojos chicos, el pelo renegrido, la nariz torva, la barbita afilada. Pero nadie sabrá nunca que cara tuvo Judas. Tampoco de dónde venía, que edad tenía, que hacía en la vida antes de dejarlo todo para seguir a Jesús por Israel, junto con los otros apóstoles. Lo único que se sabe de Judas Iscariote es que un día, hace 1966 años, entregó a su jefe y se convirtió, sin más trámite, en el símbolo universal de la traición.

 

Aquella semana, hace 1966 años, Israel festejaba la Pascua judía: Jerusalén estaba llena de peregrinos, agitada, al borde del caos. Por eso, se supone, Jesús fue a predicar allí: debía ser el momento en que podrían reconocerlo como el Mesías que decía ser. En las calles de la ciudad, Jesús aseguró que el Reino de Dios estaba próximo, pero su prédica no recibió la respuesta que él esperaba.

 

Ese jueves, Jesús convocó a sus apóstoles a una cena, que después se llamaría la Última. Y, mientras comían, anunció que su fin estaba próximo, y que uno de ellos habría de traicionarlo. Poco después dio a Judas un trozo de pan embebido en salsa y le dijo:

Lo que tengas que hacer, hazlo enseguida.

Y Judas, obedeciendo a su señor, salió a buscar a los sacerdotes a los que debería entregarlo. Después, cuentan los Evangelios, cuando su traición ya estaba consumada, Judas no pudo soportar la culpa, devolvió las 30 monedas del “precio de la sangre” y se colgó.

 

“No una cosa, todas las que la traición atribuye a Judas Iscariote son falsas”, escribió Thomas de Quincey, el opiómano inglés. Y es cierto que la historia es rara. Para empezar, Judas el gran traidor, era un apóstol: uno de los doce que Jesús había elegido para que lo acompañara noche y día, y guardaran sus palabras. Y es difícil pensar que Jesús, el Dios, pudiera equivocarse tanto en su elección.

El Evangelio de Juan trata de justificarlo diciendo que “esa noche, Satanás entró en el cuerpo de Judas Iscariote”. La explicación es pobre. Tampoco es muy convincente la de Mateo: la codicia. Los 30 denarios de plata que Judas recibió eran el precio, en esos días, de 25 gramos de ungüento de nardo, o de un esclavo muy barato, o del trabajo de un albañil durante un mes – no mas de 400 o 500 pesos convertibles-. Las razones no cierran. Pero lo peor de todo ésto es que, si seguimos el relato apostólico, la traición de Judas era innecesaria.

 

En los Evangelios, Judas va a ver a los sacerdotes y les ofrece entregarles a su jefe. Pero Jesús no está escondido, se muestra todo el tiempo en público, es fácil de localizar: no es necesario que nadie lo entregue. La traición de Judas es un gesto superfluo, totalmente inútil.

(O un misterio religioso. Para eso sirven, entre tantas otras cosas, las religiones: para explicar lo inexplicable, llenar de su propia lógica lo ilógico. Pero esa vía no nos lleva a ninguna parte.)

 

 

Todo depende de cómo imaginemos la “mayor historia jamás contada”, la del judío Jesús. Para eso, el contexto es importante. En esos años, en Israel, solían aparecer profetas que anunciaban la liberación del yugo romano y el reestablecimiento de un reino hebreo – o, incluso, el Reino de los Cielos- , Algunos eran más políticos y otros más místicos, pero casi todos se presentaban como el Mesías – el ungido por el Señor-. Y casi todos predicaban que esa liberación  vendría por la vía de las armas – y que el Mesías sería el jefe militar capaz de conducirla-.

Aunque la Iglesia trató de presentar a Jesús como un líder pacifista, los Evangelios están llenos de citas que muestran la tendencia guerrera: “No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada”, cita Mateo, 10:34. “Y el que no tenga espada, venda su manto y cómprese una”, recoge Lucas, 22:36 – entre muchas otras-. Los teólogos cristianos se han pasado siglos tratando de explicar que eran metáforas. Pero es mucho más probable que sean los restos de la idea primitiva, que los primeros evangelistas no pudieron expurgar a tiempo. “Haciendo de cuerdas un azote, los arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes: derramó el dinero de los cambistas y derribó las mesas (Juan 2:15)”.

 

La violencia era, entonces, una de las formas de apresurar la llegada del Reino de los Cielos. Y, sobre todo, el sacrificio. El sacrificio siempre ha sido una pieza básica de la tradición judeo-cristiana y, de ahí, pasó a serlo en la tradición militante, pero esa, pequeño Adams, es otra historia.

 

Quizá Jesús y sus seguidores – como dicen las versiones evangélicas- realmente creían que Él debía morir sacrificado para acelerar la llegada del Reino de los Cielos. Entonces había que producir ese sacrificio. Había muchas formas posibles: por alguna razón, Jesús decidió que la vía fuera la traición: “Cristo, que disponía de inagotables recursos que sólo maneja un Dios, no necesitaba de Judas. Lo eligió porque quiso”, dice Nils Runeberg en su Cristo y Judas.

 

“Si (para salvar a los hombres) Dios se había rebajado a ser mortal, Judas podía rebajarse a ser un delator”, sigue diciendo Runeberg. Una delación que no sirve para nada: sería, si acaso, una traición didáctica. Por momentos sospecho que Cristo quería enseñarnos la necesidad de la traición: la traición como verdadero motor de la historia. Es una idea, y sus discípulos la han aplicado mucho. La necesidad de rebajarse hasta la abyección, el verdadero renunciamiento: no a la vida, que es fácil, sino al honor, a la propia memoria, al juicio de la historia.

El Cristianismo es una religión basada en el sacrificio. Pero, en un punto, se quedó a mitad de camino: el verdadero sacrificio no fue el de Jesús, imponente, magnífico, sino el de judas, en cambio, no podría escapar al escarnio infinito.

Él fue el cristiano verdadero, el que llevó la lógica del sacrificio hasta el fondo del fondo.

Si así fue, nadie debe haber sido más feliz que Judas: entendió o creyó entender que ése era su papel y lo abrazó con alegría, con la seguridad de que nadie podría, nunca, sacrificarse más que él. En un sistema donde el sacrificio es lo mejor, nadie podría superarlo jamás. Se equivocó en un sólo punto: creyó, quiso creer, que sus continuadores serían más sutiles. No contó con su estrechez de miras.

El Cristianismo es una religión basada en el sacrificio. Pero, en un punto, se quedó a mitad de camino: el verdadero sacrificio no fue el de Jesús, imponente, magnífico, sino el de judas, en cambio, no podría escapar al escarnio infinito.

Él fue el cristiano verdadero, el que llevó la lógica del sacrificio hasta el fondo del fondo.

Si así fue, nadie debe haber sido más feliz que Judas: entendió o creyó entender que ése era su papel y lo abrazó con alegría, con la seguridad de que nadie podría, nunca, sacrificarse más que él. En un sistema donde el sacrificio es lo mejor, nadie podría superarlo jamás. Se equivocó en un sólo punto: creyó, quiso creer, que sus continuadores serían más sutiles. No contó con su estrechez de miras.

 

 

Pero hay otra versión posible: quizá Jesús fuera más parecido a sus colegas profetas-guerreros, y pensara – como todos ellos- que la forma de apurar la llegada del Reino consistiera en echar a los romanos y reestablecer el Estado judío: hay muchos indicios e historiadores que sostienen ésta hipótesis.

 

Por eso fue a Jerusalén en el momento de mayor afluencia de peregrinos, cuando cualquier chispa incendiaría la llanura. Pero, al cabo de un par de intervenciones públicas, los revoltosos vieron que la llanura no se incendiaba. La situación era complicada: estaban por perder una oportunidad importante. Y entonces alguien -¿Judas? ¿El propio Jesús?- decidió que la única forma de fogonear esa rebelión era entregando al jefe a los sacerdotes – y a los romanos-.

Quizá fue el propio Jesús el que decidió su entrega – y por eso le dice a Judas que se apure-. Quizá creía que su juicio o la amenaza de su ejecución podían provocar la revuelta esperada. Si esto fue así, si así se equivocó, éste error explicaría la frase más misteriosa de los Evangelios: Jesús en la cruz, moribundo, gritando “¿Padre , por qué me abandonaste?”.

 

Pero quizá la idea haya sido de Judas el Sicario. Judas era, según distintas tradiciones, uno de los más extremistas del grupo; su segundo nombre, Iscariote, ha sido interpretado como una deformación de sicari, la palabra latina que designaba a los guerrilleros urbanos judíos que usaban puñales, -sicarus-.

 

Quizá Judas pensó que sabía mejor que su jefe lo que era bueno para su movimiento. Quizá creía que Jesús había fallado como Mesías –al no conseguir su insurrección-. O que sabía que tenía que entregarse pero no se animaba. O que los sacerdotes no habían pensado en prenderlo. En cualquier caso, su “traición” era necesaria para completar el proceso. No por bajeza; si acaso por soberbia: porque él sabía mejor que nadie lo que Jesús y su movimiento precisaban. Y tenía que hacerlo, aunque no lo entendieran: su misión era tan importante que pasaba por encima de tales nimiedades.

En realidad, más que traición era llevar su coherencia hasta las últimas consecuencias.

 

 

Jesús o Judas, quienquiera que haya sido, fundó en ese acto, una idea que tuvo muchos seguidores: “cuanto peor, mejor”. J. o J. Es el primero de una sucesión de iluminados que creyeron que, cuando el cambio se demora hay que “agudizar las contradicciones” para acelerarlo. Y, en su caso, tuvieron razón.

 

En verdad, J. O J. Fundó muchas cosas. Como lo importante en la historia de Jesús es su muerte, todo lo que pasó en esos últimos días fue, para sus fieles, decisivo y fundante. El episodio de la Cena y la Traición instaló muchas ideas: que el pan y el vino son carne y sangre de un dios, que trece en una mesa es un presagio horrible, que todo grupo –incluso el más puro- incluye a un batidor, que no hay nada mejor que el sacrificio.

 

Pero esos actos fundaron, sobre todo, una religión muy distinta de la que habían pensado. Durante los 30 años que siguieron a la muerte de Jesús, sus seguidores fueron un grupo escaso, integrado por Judíos y casi limitado a Jerusalén y alrededores. Su Mesías era un caso dudoso, seguramente un falso: había perdido, y había sido ejecutado de manera infamante – la ejecución por la cruz era tan indigna, tan propia de esclavos, que los cristianos tardaron 300 años en empezar a usarla como símbolo; hasta entonces, solían identificarse con un pez- .

 

En esos primeros años, la idea del profeta-guerrero mantuvo su fuerza en Israel: hasta la gran derrota judía que terminó con la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70 d.C. Entonces, la secta judía de los cristianos estaba madura para su gran cambio.

 

Su instigador fue Pablo, el reformista. Fue él quién abrió la secta a los no-judíos. Y fue él, sobre todo, quién trató de despojarla de cualquier contenido político y belicoso. Hasta entonces, el cristianismo era un movimiento de fuerte crítica social, que anunciaba que los ricos y los poderosos del mundo serían castigados. Pero si el Imperio Romano era imbatible había que evitar el enfrentamiento y centrarse en otro territorio: el del espíritu.

Pablo sacó al cristianismo de la órbita de Israel y de cualquier disputa terrena; a partir de ahí, su reino realmente no fue de este mundo.

 

Pablo fue el que convirtió al Cristianismo en lo que había sido y, así, consiguió que fuera lo que después fue: la religión del Imperio. Pablo fue, digamos, el pragmático, el Menem de aquel movimiento: el supertraidor exitoso, el entregador, que consigue que su acto se recuerde como sutileza, genialidad, iluminación. A partir de Pablo, la historia del Cristianismo tuvo que ser reescrita, para concordar con ese nuevo presente. Y entonces, en esa nueva historia, la acción de Judas quedó convertida para siempre en la traición terrible, inexplicable que ahora se nos cuenta.

 

 

Referencias:

Nota de Martín Caparrós 

PUBLICADA EN:  “Revista Veitiuno” el día Miércoles 31 de marzo de 1999.       

 

 

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