LA TRINIDAD
P. Manuel M. Lasanta
En el cristianismo encontramos a un Dios
que sufre, un Crucificado. Dios mismo
se encarna y muere, no en apariencia, sino realmente. Los dioses del Olimpo no podían padecer ni tampoco el Sujeto Absoluto
racionalista. ¿Hizo sufrir Dios a
Jesús, o Dios mismo sufrió en Cristo por nosotros? Si Dios fuera incapaz de padecer, entonces la pasión de Cristo
fue una tragedia meramente humana. Dios
sería un poder celeste, frío y mudo.
Pero el Evangelio cuenta a un Dios implicado en la pasión de Cristo, y
descubre esa pasión en el seno mismo de Dios.
El teólogo J. Moltmann habla del sufrimiento de Cristo como la pasión
del Dios apasionado. Esta es la verdad
básica de la fe cristiana: Dios vive el
sufrimiento de un gran apasionamiento, tan grande que se hace hombre y muere
clavado a una cruz. Si Dios fuera
impasible, sería incapaz de amar; pero si Dios puede amar a otros, se vuelve
vulnerable al sufrimiento que ello implica; pero este mismo amor no le permite
sucumbir al dolor. Dios no sufre
como nosotros, que somos criaturas, por
carencia de ser. Dios sufre porque él
es amor, como acertadamente decía Orígenes.
Por simpatía Dios asume el padecer ajeno. El dolor de Dios es el dolor del Hijo de Dios, y el dolor del
Padre que lo envía al mundo (Ro 8,32).
Hubo una pasión de Jesús por nosotros, pero también una pasión entre el
Padre y el Hijo en el seno de la Trinidad que afecta a su propia comunión
eterna.
Afirmar la Trinidad, misterio sublime de
Dios, es afirmar la esencia y la historia de la pasión de Dios. La Trinidad es la conclusión de este
misterio. En la Trinidad sucede la
nostalgia íntima por el otro, pero también por las criaturas. Este anhelo no es una carencia en el ser de
Dios, como dirían los gnósticos o maniqueos, no es una falta en su naturaleza,
todo lo contrario, es un signo de su plenitud creadora. Dios anhela al “otro” para realizar su amor
creador. La creación del mundo no es
otra cosa que un capítulo de esa historia de amor; el amor intratrinitario es
un amor entre iguales en esencia, pero no en personalidad; es un amor
necesario, no libre. Pero si ese amor
sale fuera, ya no es sólo generante, sino también libre. La creación es la tragedia de ese amor
divino.
La
doctrina trinitaria que desarrollaron los Padres Eclesiásticos no tiene su
origen en la filosofía griega del Logos y las triadologías neoplatónicas, sino
en la cristología que se perfiló contra las herejías que cuestionaban la unidad
de Cristo con Dios, la humanidad y divinidad verdaderas del Hijo.
El
Dios único de Israel (Dt 6,4; Is 43,10) fue reconocido como el Padre de Cristo
(Ro 15,6). Si Jesús era el Hijo eterno
de Dios, Padre e Hijo estaban íntimamente unidos. Y además estaba el Espíritu Santo (Mt 28,19; Jn 14,23; 2 Co
13,14). Con el tiempo, esa fe sencilla
en la Trinidad empezó a ser cuestionada.
Unos renunciaban al monoteísmo, y otros a la tríada.
Una
solución simple fue proclamar el triteísmo:
en Dios hay tres dioses independientes, como los egipcios Isis, Osiris y
Horus, o los hindúes Brahma, Vishnú y Shiva.
Pero esta herejía nunca tuvo arraigo, pues el monoteísmo tenía firmes
raíces en la tradición judía. Las
provocaciones más peligrosas provinieron del intento de salvar el
monoteísmo.
Arrianos por una parte y modalistas por
otra contribuyeron a la configuración explícita del dogma trinitario; por eso
la Trinidad no es mera especulación, sino el presupuesto teológico básico de la
cristología, soteriología y eclesiología.
Desgraciadamente las desviaciones de Arrio y Sabelio siempre están
presentes, así como el triteísmo. De
ahí que el dogma trinitario nunca haya sido una teología árida ni enigmática,
sino un valeroso intento de vencer las dificultades del lenguaje y explicar la
naturaleza de la fe en términos de su tiempo, para ser disfrutada. Sus afirmaciones más tempranas no surgieron
como sistemas intelectuales de especulación, sino como apologética misionera y
catequética frente a los herejes. Un de
ellos fue Arrio, presbítero de Alejandría en el año 323, para quien Dios era
una causa incausada, un concepto muy cercano a la filosofía griega que se metía
en la Iglesia tras el edicto de Constantino.
Dios era inaccesible, impasible, invariable e inalcanzable. Por eso Dios no se podía haber encarnado
nunca. El Hijo sería una deidad
secundaria, creada por el Padre para mediar en la creación como una entidad intermedia
entre Dios y el mundo. Pero si esto es
así, nunca hubo revelación, ya que un Dios al que no se puede conocer tampoco
puede ser revelado. Sólo Dios puede
revelar a Dios, y si Cristo era una criatura, ¿cómo puede revelar una criatura
lo Absoluto? Si las cosas son como
exponía Arrio, tampoco hay redención, pues sólo Dios puede redimir a la
humanidad. ¿Cómo iba a redimirnos
Cristo si él mismo también hubiera necesitado un mediador entre él y Dios? Además, la doxología de la Iglesia, donde se
adoraba a Cristo desde siempre, sería pura idolatría. ¿Y Sabelio con su modalismo?
En esa herejía Cristo y el Espíritu se disuelven en la monada. Sabelio sostenía que Padre, Hijo y Espíritu
Santo eran lo mismo, confundiendo la esencia con la economía de Dios, donde
aparece ahora como Padre, luego como Hijo y, finalmente, como Espíritu Santo. Un Dios que se aparece de diversos “modos”
(modalismo), y donde Padre, Hijo y Espíritu serían diferentes propiedades o
papeles de Dios.
Fue
Tertuliano (siglo II) quien en su obra contra Práxeas expone por vez primera la
palabra “Trinidad”, y dice expresamente:
“una sustancia y tres personas”.
Esto no quiere decir que Tertuliano inventara la doctrina de la
Trinidad, sino que fue el primer Padre de la Iglesia en llamar a Dios
“Trinidad”, término que la Iglesia declaró válido y generalmente aceptado. Y es que hasta Tertuliano, el lenguaje no
estuvo preparado para hacer de Dios semejante declaración. Fue también Tertuliano quien afirmó que en
Cristo hay “una persona” y “dos sustancias o naturalezas” (divina y
humana). Será la escuela de Orígenes y sus
discípulos, sobre todo Atanasio, la que definirá más tarde esta Trinidad en el
Concilio de Nicea. En él se afirma que
el Hijo no es ninguna criatura, sino “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero
de Dios verdadero... engendrado, no
creado”. Además, es “consustancial” al
Padre. La doctrina trinitaria triunfó
en Nicea: un Dios, una esencia divina
(una sustancia, ousía, physis), pero en tres hipóstasis (tres personas, subsistencias,
prosopa).
La
defensa de la fe ortodoxa no se hizo por lujo metafísico, sino porque estaba en
juego la realidad misma de la salvación:
si el Hijo no es Dios, no pudo salvarnos y nunca habrá deificación. Por eso, los Concilios proclamaron que el
Hijo es “de la misma naturaleza que el Padre”, y el Espíritu Santo “recibe una
misma adoración y gloria”.
Para
los latinos el énfasis y punto de partida era la unidad sustancial (san
Agustín); por el contrario, para los bizantinos, con mejor criterio, el punto
de arranque eran las tres personas divinas con el Padre a la cabeza (Padres
Capadocios). Sea como fuere, la
Trinidad siempre resulta incomprensible al intelecto humano, porque para
nuestro limitado ser resulta imposible abarcar todo el misterio y naturaleza de
Dios. De ahí los titubeos de las
primeras fórmulas.
La
palabra “persona” (“prósopon” en griego) era la máscara que los actores griegos
se ponían para interpretar sus personajes.
La máscara servía para que la voz saliese ahuecada, como por un pequeño
altavoz, de modo que las palabras “per-sonabant”, es decir, resonaban. Su significado actual coincide exactamente
con el del término sociológico “rol”, que indica las funciones sociales o
papeles del individuo humano. Pero en
Oriente, esto sonó bastante modalista:
un Dios en tres disfraces. Por
eso, los griegos, junto a “prósopon” (persona) utilizaban el término
“hypóstasis”, que no era la máscara o el modo de aparición, sino la existencia
individual de una naturaleza. Gregorio
de Nisa acuñó la expresión clásica:
“Mía usía, treis hypostáseis” (“una esencia y tres personas”), donde
“hypóstasis” tiene el sentido de persona.
De ese modo, el término latino “persona” llega a modificarse cobrando
una nueva profundidad ontológica: ya no
es la máscara cambiante, sino la existencia inconfundible e
intransferible. De modo que las
personas trinitarias no son modos de ser, sino sujetos propios y singulares que
poseen conciencia y voluntad, como el sujeto de plenos derechos civiles. Por eso, la frase de los Capadocios “una
sustancia en tres hypóstasis” coincide con la de Tertuliano “una sustancia y
tres personas”. Así queda despejada la
tentación modalista, ya que las tres personas de la Trinidad no son simples
atributos de la divinidad. La “perichóresis”
oriental es mejor que la homogeneidad de la sustancia divina o la mismidad del
sujeto absoluto de la filosofía. En
todo lo demás, ¿cómo pueden ser estas cosas?
La Iglesia, como afirmó san Jerónimo, confiesa, humildemente, que no lo
sabe.
La ginecología trinitaria nos dice que el Padre
“engendra” al Hijo (engendrado, no creado) y ese “nacimiento” se hace desde el
seno del Padre. ¿Un Padre que da a luz
no es un “padre maternal”? (Is 46,3; 49,15)
¡Con razón Gregorio Nacianceno, ya en el siglo IV, afirmaba que Dios no
es ni masculino ni femenino! ¿No dijo
ya Jesús que el Padre tenía entrañas de misericordia? ¿Un Dios con útero? ¿No
habló el sínodo de Toledo (675) del “utero patris”? El Padre no debe su origen a ningún otro; ni es engendrado (como
el Hijo) ni procede (como el Espíritu) de otra persona divina. El Padre comunica toda su realidad al Hijo,
excepto su ser Padre; de lo contrario, no se distinguirían Padre e Hijo. El Padre está definido por sí mismo y por
sus relaciones con el Hijo y el Espíritu; pero el Hijo y el Espíritu (las “dos
manos de Dios”, según Ireneo) se definen por su relación con el Padre.
¿Y el Hijo? ¿Quién es el Hijo? El Hijo es único del Padre, no creado de la nada, sino engendrado
(metáfora del alumbramiento) desde la esencia del Padre y que tiene en común todo
con él, salvo las propiedades de la persona.
El mundo es criatura de Dios, pero el Hijo no. La historia de ese mundo es la pasión de Dios, no su
autorrealización. Pero el Hijo no es un
segundo Padre, de lo contrario habría dos fuentes de la divinidad y no podría
decir: “El Padre es mayor que yo”. La generación del Hijo proviene de la
esencia del Padre y no de su voluntad; por eso es una generación y
alumbramiento eternos. El Padre genera
necesariamente al Hijo. Otra cosa es el
envío temporal del Hijo al mundo por el Padre.
¿Por qué el Hijo? ¿Es que no
pudo encarnarse el Padre o el Espíritu?
Se trata del designio eterno en el concilio de la Trinidad (Hch 2,23; Ap
13,8), que es familia y “perichóresis”, como en el icono de Roublev.
¿Y
el Espíritu Santo? ¿Quién es el Espíritu
Santo? Es “espirado” por el Padre, no
“engendrado”; no es un segundo Hijo.
Procede del Padre en su esencia, pero no del Hijo, pues entonces el Hijo
sería un segundo Padre. A esta
procesión no se le puede llamar “generación”, porque entonces habría dos
Hijos. De ahí el error del “filioque”
añadido al Credo. Se llama “Santo”
porque consagra a los fieles (2 Ts 2,13), regenerándolos (Jn 3,3.5.8),
sellándolos y separándolos del orden de este mundo (Ef 1,13). El Espíritu es quien habla lo que oye desde
la eternidad en el seno de Dios (Jn 16,13ss) para grabarlo en el corazón del
cristiano, que es su morada (Ro 8,13-16).
Leoncio de Bizancio fue tajante: “No debemos investigar cómo uno es
engendrado y el otro procede”. Pero hay
que hacer nuestras las excusas de san Hilario:
“Por los errores de los herejes y blasfemos nos vemos obligados a hacer
lo que no es lícito, a escalar lo escarpado, a hablar de lo inefable, a
atrevernos a lo prohibido” (La Trinidad, lib. 2).
El
Dios Trino no es la monarquía de un soberano, sino la familia, la comunidad de
personas que lo poseen todo en común, salvo sus propiedades personales,
definiéndose por sus relaciones mutuas, no por el poder y la posesión. El soberano se define por su dominio sobre
sus posesiones. Pero el Dios trinitario
se define por su amor mutuo y expansivo, su socialidad, su “perichóresis”
(circularidad). La sociabilidad humana
o la conciliaridad eclesiástica tienen su origen en el misterio de Dios mismo
(Jn 17,21). De ahí la frase
ecuménica: “Nuestro programa es la
Trinidad”. Es
preciso contemplarla en silencio y concluir con Hilario: “Poseo la realidad, pero no la comprendo”
(Trinidad, XII,55).