Alguien le dijo a Mateo Ramos que el Pishtaco andaba rondando por las chacras de la otra banda y él se rió. "Ignorantes", dijo y carcajeándose se alejó para sus pagos. Fue la última vez que brindó aguardiente con los vivos: sólo encontraron su cabeza con el gesto de desamparo que origina el último estertor de la muerte.
Venancio Paredes contaba que tuvo la peor sorpresa de sus borracheras cuando vio aquella bola con pelos sobre el cascajo irregular de la carretera. Al pie del tronco de un pijuayo quemado, el rostro del Mateo sacaba la lengua a medias con los ojos entrecerrados. Venancio encontró el valor suficiente para sobreponerse al susto y cogiéndola de una crencha, regresó a la tienda de Dimas para comunicar al resto de bebedores la última hazaña del Pishtaco.
-Pensar que el Mateo era un cholo trejo -comentaba el indio Castro.
-Lo han agarrado borracho, pues. ¿Quién se va a defender así?
-No estaba tan tomado el cholo. No creyó lo que le contaron del Pishtaco y vela ahí su cabeza. ¿Onde andará su cuerpo ahora? -decían.
Ante la luz irregular
del negocio de Dimas, los vecinos observaban el macabro hallazgo de quien
hasta hacía una hora había osado marcharse solo a su casa.
Nadie pudo conciliar el sueño esa noche.
La época de lluvias iba dejando los bosques de Tambochaque a duras penas. Cuando parecía que ya no iba a llover, los nubarrones regresaban con mayor osadía para quedarse horas sobre los pocos techos que habitaban la zona. No podían los colonos salir a trabajar y mucho menos procurarse alguna presa en el monte. Cristina Tarazona mirando la lluvia no conseguía olvidar la última conversación con Mateo, tampoco sus manos y su calor de hombre. "No hay Pishtacos, Cristina. Ese ha sido un cuento de los poderosos para quitarles su tierra a los pobres", le había dicho.
Bajo el techo de calaminas recordaba la mujer a su marido mirando la lluvia implacable. Cuánto cambió en la ciudad. Vino con ideas raras y hasta quería formar una cooperativa de cafetaleros en Tambochaque. Cristina suspiraba recordando, mientras introducía palos secos en la cocina de leña. Pasarían así los primeros días de marzo con aguacero y el temido Píshtaco no hacía su aparición de costumbre. La gente se acostumbró a compartir la vigilia con el sueño.
-Menos mal que aún me queda frejol... -comentaba el indio Castro- Sino nadie le daría de comer a mis guaguas.
-Ayer cazamos un samaño, con perro nomás, pero nos hemos tirao nuestra mojada... Como pa' no salir de nuevo -habló Venancio Paredes.
Dimas sirvió copas de aguardiente. Las caras eran tristes, sin ánimo. La lluvia y el Pishtaco habían llegado juntos ese año, como dos desgracias acompañándose.
-Dicen que el Pishtaco es el alma de un español. Los españoles mataban muchos indios y por eso se fueron todos al infierno. Así que de vez en cuando el Patudo manda uno de ellos pa’ que mate más peruanos. Los mata sin confesión y así se lleva su alma derechita pa’l infierno -contaba el viejo Enrique Ataucusi.
-¿Y qué me dice de la manteca, don Enrique? -preguntó Venancio Paredes antes de convidar mapachos a los presentes.
-Nos hace comer manteca de cristiano, porque ya no seremos los mismos después de haber comido lo de otro semejante. ¡Sabido es! Nos volveremos malos, el uno contra el otro. ¿Onde saben que dentro de poco estaremos dándonos vuelta entre los vecinos de esta banda del río? Blanco es el Pishtaco, rubia su barba del muy astuto: alto y trejo es.
Pero Cristina Tarazona es quien más piensa sobre qué puede hacerse con el Pishtaco. En la soledad de su chacra cría a los hijos de sus dos matrimonios y les da de comer a las gallinas los últimos puñados de maíz que quedan en el silo. La lluvia impide ir a sacar más. "Piensa Cristicha, piensa”, se repite mientras hace las tareas. De tres que tiene sólo uno es hijo de los amores con Mateo. Era el más pequeño, con la frente amplia del padre y la misma mirada de desconfianza. Lo mandaba a jugar lejos, en alguna charca de barro donde sus ojos no la alcanzaran y le trajesen recuerdos. A veces lo veía venir con el pelo lleno de mariposas de colores y la hacía suspirar. "Piensa Cristicha, piensa: ya te quitó el marido; después ¿qué te ha de quitar?”.
En la mañana Cristina salió desde temprano para dejar a sus tres criaturas con la comadre del frente. Cruzó la crecida balanceándose en el rudimentario asiento del huaro, mirando hacia abajo las aguas marrones y rugientes. Luego mandó jalar la polea para que el mayor de ellos recibiera el asiento y la siguieran a través del cable.
-Sólo tengo platanitos pa' que les dé, comadre. Ahí le dejo. -dijo a su comadre Epifanía entregándole la talega y partió hacia la tienda de Dimas, a esperar cualquier transporte que la llevara al pueblo. Bajo el alero del local cerrado esperaría. Cuando la lluvia arreció, los animales de corral que Dimas dejaba sueltos se refugiaron a su lado, bajo el mismo techo protector, buscando el calor de su cuerpo. Pasarían así los minutos primero y las horas después, sin que la lluvia permitiera vislumbrar ningún vehículo y ella esperaría mirando a los animales abrigarse, pelear y hasta aparearse una y otra vez a su lado. Por fin el ruido de un motor la hizo incorporar espantando al chancho que se refugiaba en sus polleras y haciendo huir a las aves de corral. Era un camión cargado de viajeros que iban cubriéndose las cabezas y los hombros con plásticas de colores.
-¡Suba!
-la ayudaron a trepar por la parte trasera. Una vez acomodada entre
tambaleos y empujones, en poco tiempo se enteró de las desgracias
que trajo el temporal: no había pase por la carretera, la crecida
se llevó el puente, el ómnibus de la empresa "Los Andes’'
se había rodado. "Muchos muertos", decía una anciana
asustada. Todos hablaban de las calamidades del tiempo y ella renunciaba
a revelar la suya, como sabiendo de antemano que la gente se burlaba de
esas cosas: "Pishtaco".
-Llegas a los años Cristina Tarazona. Malos vientos han de soplar.
Dijo el curandero desde su habitual posición de cuclillas en la puerta de la casa. Parecía una raíz prieta y nudosa.
-Quiero consultar la soga, don Julio -murmuró Cristina sin levantar la vista del suelo.
-Las nueve de la noche es buena hora. Si no has comido nada desde la mañana, puedes tomar. Contigo van a tomar dos personas más.
Cristina se retiró hacía la casa de su madrina. La vieja preparaba juanes y tamales en la única habitación que poseía, para luego vender su mercadería a los noctámbulos pueblerinos. Allí haría tiempo ayudándola a amarrar las hojas de plátano que protegen el alimento. "Piensa Cristi, piensa: luego serán tus hijos", se repetía mientras ayudaba. Ni la madrina ni los gatos que la rondaban pudieron sacarla de su melancolía.
-¿Qué pasa, Cristina?... ¿Se han enfermao los hijos?
-Nada madrina. Es la lluvia que me pone triste.
La dueña salió con los bultos al mercado y ella se durmió junto al fuego, esperanzada en que las horas pasarían así más rápido. Cuando despertó, consultó el viejo reloj de pared: faltaba un cuarto de hora aún. Se puso la plástica sobre los hombros y salió hacia las últimas casas del pueblo. La lluvia arreciaba y su estómago se retorcía por el ayuno sostenido.
-Siéntate Cristina, llegas temprano. Eso es bueno... -a la luz de la vela distinguió los brazos magros y venosos del curandero, como ramas secas del monte. Sentados en el entablado le acompañaban un joven y una señora de edad madura.
-Buenas noches -saludó a los extraños y le respondieron con desgano, como si les avergonzara estar allí.
-La señora
y el joven nos van a acompañar...
El viejo sacó la botella de contenido espeso y en la otra mano traía una taza de plástico bastante usada donde ofrecería el bebedizo a los presentes. Sirvió primero para la señora rezando antes el líquido, silbando suavemente en la orilla.
-Tómeselo de un trago -dijo. La mujer no pudo ocultar el asco luego de pasarlo.
-Ahora usted, joven -extendió la taza hacia el muchacho después de rezar el contenido. El aludido se armó de valor, reprimió la repugnancia inicial y luego sonrió a los demás.
-Ahora tú, Cristina Tarazona. He cargado tu ayahuasca para que veas lo que quieres ver. Encontrarás si quieres encontrar.
Cristina bebió apresurada sin demostrar el menor rechazo. El último en vaciar el pocillo fue el brujo.
-Vamos esperando tranquilos a que venga la mareación... Conversando esperamos y así nos conocemos mejor. El joven no sabe por qué amanece con ese desgano todos los días que ni puede trabajar; cree que es daño que le han hecho y si el ayahuasca quiere revelarle, hasta la solución podemos encontrar. La señora tiene sus problemas de salud y por más que ha ido al médico, no hay curación. En la mareación de repente descubrimos que se trata de algún exceso y nos podemos enterar dónde está la curación. El ayahuasca me dice la hierba, el material con que les debo curar a los enfermos... Pero tú, Cristina Tarazona, algo muy especial vienes a buscar. Con razón no me has querido decir tu preocupación: yo cantaré para que encuentres la respuesta.
Sonreía
entre los requiebros de luz. Nadie quiso comentar después
de las explicaciones del brujo. Había un intercambio de miradas
vacías y desconfiadas. Sólo se sentía el aguacero
sobre las calaminas y el ladrido lejano de los perros.
-Ya está comenzando, parece -dijo el muchacho rompiendo el silencio.
-Ya comienza -agrega
la señora. Don Julio apagó la vela y quedaron a oscuras
sintiendo el temblor que sacudía las paredes de madera.
-Ya no aparece el Pishtaco por acá, ¿no? -preguntó Dimas a sus clientes habituales.
-Dicen que le han visto por Playapampa andando con escopeta y machete. A las seis lo ven, casi de noche -comentó el Indio Castro.
-Como dice el Ataucusi: alto y con barba rubia -agregó Venancio Paredes- ...Dicen también que lo han visto irse pa' las chacras que ha rozáo Blitz, allá abajo.
-Raro más bien es que no lo haya matado a Blitz... Vive solo el viejo en su chacra, creo que tiene un hijo estudiando en Huánuco, nada más.
-Solo, acompañao... Igual lo pueden voltear a uno.
-Desde que le dieron vuelta al teniente gobernador no hay quien reclame policía pa' estos lugares. No creen tampoco lo del Pishtaco allá en el pueblo. Se burlan si uno les cuenta.
-Peor, vecino. Dicen que nos estamos matando por los denuncios de tierras. "Así son estos serranos"... "¿Por qué no se quedan en la sierra?”, dicen. Nadies cree lo del Pishtaco. Habrá que hacerse justicia uno mismo, mejor.
-Dios me perdone por lo que voy a decir... -habló el indio Castro como iniciando una confesión- ...Pero pa' mí, el único Pishtaco puede ser Blitz.
-No sirve hablar así, pues, vecino Castro. Es pecado hablar tan ligero.
Dijo el dueño del negocio dejando de enrollar un cigarro de tabaco fuerte.
-¡Carajo! Me capo yo mismo si no es. ¿Acaso no es gringo? ¿Acaso no tiene buen tamaño?
-Pero no usa barba -dijo Venancio Paredes colmándose un vaso de cerveza. Intercambiaron miradas dudosas. Un trueno remeció las montañas, a la vez que el resplandor de los relámpagos iluminaba la carretera.
-Puede ponerse postizo. Esas cosas hay. Por demás ha querido comprar las tierras que denunciamos. ¿A quién no le ha ofrecido plata?
-Verdad, ¿no?... Pero podemos estar juzgando de una persona respetable. Peligroso es hablar así, amigo Castro -reiteró Dimas.
-Buenas noches
-tronó una voz ronca a espaldas de los parroquianos. El rostro
del cantinero palideció a la luz del lamparín de querosene.
Los ojos de los bebedores se posaron en el corpachón cubierto por
plástica negra que escurría abundante agua y tragaron saliva
frente a los cañones de la escopeta que traía entre las manos.
Toda el agua del cielo se precipitaba sobre las calaminas de Tambochaque.
La señora ha vomitado muchas veces. El muchacho, en cambio, luce desparramado en el piso en la misma posición cómoda que adoptó al inicio de la mareación. Mientras tanto don Julio canta, susurra apenas tonos de voz acompasados, repitiéndolos hasta el cansancio. Se interrumpe de repente para hablar.
-Yo lo estoy viendo, Cristina Tarazona. Veo lo que tú ves.
-No quiero ver más -le responde ella.
-Tienes que ver más: tienes que seguir viendo. Míralo cómo corre por los yucales para ir a matar a la gente. Va a matar el ganado también y luego se irá pa' la otra banda haciendo lo mismo. ¿Acaso lo reconoces?
-No...
-Míralo bien. Dime si lo reconoces.
-No le he visto nunca.
-Es espectro, ser humano no es. Más dificil de derrotar son esos gramputas que nos manda el Mal. Y más trabajo, más peligroso todo lo que tenemos que hacer. Velo ahí cómo se recoge pa'l monte; ni siquiera separa las ramas ni abre trocha, porque pa' él no hay trochas que valgan. Espectro, espectro, espectro del mal vas a perecer...
La señora
se queja cogiéndose el vientre, como si le vinieran arcadas a pesar
de que nada tiene que arrojar. Don Julio vuelve a sumirse en cantos
susurrantes, incansable repitiendo lo mismo una y otra vez. La lluvia
azota la vegetación, los techos y la tierra.
-Dije buenas noches -repitió con voz grave el recién llegado.
-Vecino Blitz, sí que nos ha dado un buen susto verlo así de repente. Perdónelos a estos chactosos que seguro le han confundido con el Pishtaco -lo reconoció Dimas, tratando de solapar el miedo.
Llevaba botas de jebe y una gorra modesta. Ingresó con pasos lentos sobre el entablado y descargó la escopeta sin dejar de mirar a los presentes.
-Todos estamos nerviosos con esos asesinatos. A cualquiera le cuelgan el nombrecito ese de Pishtaco. Bájate una botella de aguardiente para los respetables, a ver si les pasa el susto.
-¿Va a tomar con el pueblo, amigo Blitz? -preguntó el indio Castro reponiéndose del espanto.
-Un solo trago quiero; es para espolear esta humedad que se pega a los huesos -respondió quitándose la plástica negra de los hombros.
-Con todo respeto, vecino... Permítame la pregunta -intervino Venancio Paredes- ...¿Quiere todavía comprar los terrenos de esta banda del río?
-Quiero y puedo -respondió escueto, mientras ofrecía aguardiente a los únicos parroquianos de esa hora. El perfume del licor se impregnó en las paredes del negocio. Brindaron juntos la primera copa.
-Con el mismo respeto, señor. Todos se preguntan aquí en Tambochaque: ¿para qué quiere un hombre solo, tanta tierra de uno y otro lado? -habló el indio Castro sirviéndose nuevamente. Blitz rechazó la botella que le extendían y contempló por un momento al interpelador.
-Voy a aliviar tu curiosidad. Hay productos que se exportan a otros países: cochinilla, cacao, café. Para sacar provecho de eso, hay que sembrar buena cantidad de tierras. Por acá nadie lo hace. Cada uno siembra lo que quiere, lo que puede; nadie planifica y cuando viene el mal clima, todo se va a la mierda. Esa es nuestra desgracia, mucha ignorancia hay... Por eso andamos mal.
Mientras circulaba por tercera vez la botella, los presentes algo mareados trataban de calibrar las palabras del viejo. Era uno de esos colonos extranjeros que llegaron primero y abrieron camino para que luego vinieran otros de la zona andina.
-Estos deben estar chupando desde temprano -sonrió a Dimas. Pidió galletas de agua, pilas y cigarros. El tendero envolvió el pedido en papel periódico y recibió la paga correspondiente.
-Sólo usted me paga al contado, vecino.
-Será porque no chupo como estos indios -dijo en voz baja- Bueno, señores, ha sido un placer y me voy por mi rumbo.
Ninguno de los beodos devolvió la cortesía. Lo vieron cargar nuevamente la escopeta con los dos cartuchos y colocarse la plástica en los hombros antes de salir hacia la oscuridad. Los perros miedosos y friolentos se arrellenaron entre los pies de los parroquianos, mientras la lluvia iba cediendo hasta convertirse en una garúa gruesa.
-Nos vamos también, Dimas. Me apuntas una de aguardiente pa'l camino.
Dijo Venancio Paredes con los efectos del alcohol y la mala noche reflejados en el rostro. También los labios del indio Castro se deformaban en una mueca grotesca. Mareados los dos salieron al camino y desaparecieron sorteando los charcos de barro de la carretera. Dimas resopló aliviado, procediendo a cerrar el local ante la mirada indiferente de los perros. Los vio apocados, cobardes y acostumbrados al ocio; los botó a gritos y lisuras antes de entornar la puerta rudimentaria.
-¡Carajo! -maldijo en la penumbra buscando el machete que siempre colgaba tras la puerta. Salió caminando por el centro de la carretera sin importarle los charcos cubiertos de mariposas nocturnas. Siguió apresurado mientras sus ojos cansados buscaban entre las tinieblas alguna silueta humana.
-¡Rateros! -gritó sin detenerse bajo las últimas gotas de una lluvia incipiente. Por fin vio la figura de alguien que, al parecer, no habiendo podido resistir la borrachera se había tendido en el camino.
-¡Ratero,
carajo! ¿On' tá mi machete? -quiso voltearlo de un puntapié
pero el caído no reaccionó. Trató de tomarlo
de las solapas, mas súbitamente lo soltó horrorizado.
El hombre tenía el cráneo partido a machetazos. Más
allá del cadáver halló el paquete de galletas, pilas
y cigarros que hasta hacía menos de media hora él mismo le
despachara.
-¿Te acordarás Dimas, de lo que te dije? Una vez que comen sebo de cristiano se vuelven el uno contra el otro: no hay piedad para nadies.
Decía el viejo Enrique Ataucusi al bodeguero.
-¿Y quién va a vender sebo de hombre, don Enrique? contestó sintiéndose acusado.
-¿Acaso sabes de dónde te traen la manteca? ¿Conoces al que vende manteca de chancho? -preguntaba casi gritando el viejo- ¿Quién te vende a ti pa' que tú vendas?
-No sirve hablar así, pues, don Enrique. Feo es acusar sin pruebas a la gente.
Otros parroquianos ocasionales voltearon miradas hacia el tendero. Poco a poco se iban acercando al mostrador interesados por la discusión.
-Lo único que sé es que viene de Sogorno. La trae un hombrecito a lomo de bestia cada tres semanas, pero no le conozco.
-¿Cómo compras entonces a quien no conoces? -preguntó irritado un borrachito de Pedregal.
-¿Desde cuándo viene ése a venderte manteca? -preguntó otro bebedor.
-Unos meses atrás nomás. ¿Qué tengo que ver quién me vende y quién no?
-Ahí está, pues, la vaina. Capaz nos hemos comido la manteca del Mateo Ramos, de Pascual Huamaní y de otros muertos -agregó el anciano.
Dimas sintió el peligro cerca suyo, tan cerca como las caras que vociferaban preguntas y se las respondían al mismo tiempo. Las voces fueron subiendo de tono y los puños crispados se alzaban amenazantes también.
-Es hora de retirarse, señores. Esto lo va a venir a solucionar la policía. ¡Largo, largo que nadie va a pagar! ...¡Hagan el favor de desocupar el negocio! ...¡Fuera!
Golpeó el mostrador con un garrote de chonta que tenía a mano y salió a empujar a la gente fuera del precario local.
Nadie opuso mayor
resistencia por la oportunidad que se les ofrecía de no pagar y
por la amenaza del palo que Dimas esgrimía con determinación.
Sin embargo, le siguieron maldiciendo y algunos arrojaron piedras sobre
las calaminas antes de irse.
-¿Vio comadre?... Desde que mataron al gringo Blitz, ya no hay Pishtaco por acá. Seguro que él era el Pishtaco -comentaba Epifania Rodríguez a Cristina.
-No ha sido Pishtaco, comadre. Otro es y estos bestias han matado a un inocente que a nadies hizo daño. Ahora verán más muertes en Tambochaque, como nunca han visto, y se darán cuenta del pecado que han cometido.
Mientras conversaban, las comadres iban mirando por momentos el camino boscoso y escarpado que conduce a Pedregal. Por allí regresarían los guardias civiles que peinaban la zona en busca del asesino. Fue por denuncia de Dimas que vinieron los uniformados a Tambochaque, alentados más por la pachamanca que ofrecía el denunciante que por el hallazgo del último cadáver. A la altura de la tienda iban aglutinándose colonos que curiosamente observaban en dirección a Pedregal. Un caminante que cruzó el río hacia la bodega, comentaba que ya habían agarrado al Pishtaco.
-Al fin, carajo... -dijo Dimas al recibir la noticia.
La gente allí congregada celebró la posible captura del azote de la región. De pronto los dedos señalaron en dirección hacia donde la trocha a Pedregal se confunde entre el cielo y la selva, y los campesinos sonrieron jubilosos ante la aparición de la patrulla con el detenido. A medida que iban bajando, los comentarios disminuían y se tornaban en frases de desaprobación.
-¡Qué es eso, caramba! ¡Qué injusticia!
-Lo han capturado al Místico. ¿Qué mal puede hacer ese hombre?
-Ese es inocente... Es israelita.
-A un santo lo han capturado... -decían.
El detenido marchaba escoltado por sus captores con las manos atadas a la espalda y reflejando fatiga en el rostro. Tenía el pelo largo suelto y la barba rala se prolongaba hasta el pecho. Todos le decían Místico, por sus costumbres de santo y el abundante conocimiento de la Biblia. Pertenecía a la secta de israelitas andinos que colonizaban algunas provincias de la selva alta.
-El Místico no mataría una mosca. Es un abuso... -decían.
Cuando los guardias estuvieron cerca con el detenido, la gente optó por guardar silencio ante la amenaza oscura de las metralletas. Dimas se acercó al oficial.
-Este hombre es inocente, jefe. A nadie haría daño. ¿No ve que es un israelita?
-¿Este serrano? Más de israelita tengo yo, cojudo. ¿No me pidieron que detenga a un barbudo? Bueno pues, éste es el único que usa barba por acá. ¡Estos cholos. carajol ¿Quién los entiende? -respondió el oficial casi sin mirarlo.
Hicieron subir al prisionero a la camioneta de patrullaje y partieron en dirección al pueblo. El Místico resignado recorrió a los tambochaquinos con una mirada lánguida a manera de despedida.
-Otro inocente
que lo creen Pishtaco, comadre -comentó Cristina.
Los animales aparecían muertos cada tres días en los corrales. Vacas, chanchos y caballos eran degollados en horas de sueño, sin que los dueños pudieran darse cuenta. La desconfianza iba minando amistades que se suponían inquebrantables y la gente prefería refugiarse en sus tierras antes que caminar hacia predios ajenos en busca del saludo o la conversación. Sólo los valientes o los tercos osaban andar por las trochas y bajar hacia la bodega de carretera para tomarse los tragos de siempre.
-¿Y por qué será que cada tres días hay estas desgracias? -preguntaba Dimas atendiendo a los bebedores.
-Quién va a saber eso. Por más escopeta que tengas, por más cuidado que pongas, el Pishtaco te sale madrugando -respondió el Indio Castro subiendo el cierre de su casaca. Afuera el cielo nuevamente chispeaba.
-Lo que sorprende es que no le hace nada a la viuda del Mateo. Ni se le siente después de la muerte del marido. Hasta parece que se la ha tragado la tierra -dijo Venancio Paredes.
-Y buenamoza todavía se conserva. Peligroso es que ande en esa soledad con los hijos. Ni perro tiene pa' que avise.
-¿Y para qué sirven al final los perros, amigo Castro? Vea nomás los costales de huesos que tengo acá. ¡Pa' comer nomás sirven! Si viene la viuda de Ramos, le regalo los tres.
-Mateo tenía escopeta. Andaba cazando siempre... -recordó Venancio.
-Y de tanto cazar, se llevó tan buena chola. Caracho que si no anduviera casado yo... Ahoritita mismo me arrimaba por allá.
-¿Qué pasa, vecino Castro? -sonrió Dimas- ...Usted ya no está para esas cosas. El Pishtaco lo puede degollar por mostrenco.
-Buena hembra,
carajo. Hasta buen terreno tiene -dijo Venancio Paredes mirando hacia
el otro lado del río, como si con la vista pudiera traspasar la
cortina de gotas que nublaba el paisaje. Las gallinas que criaba
Dimas se iban juntando debajo de las bancas, buscando el calor de las piernas
de los parroquianos. Afuera arreciaba la lluvia.
El Místico había regresado a su chacra una semana antes que los chacareros de Pedregal encontraran su cabeza cubierta de hormigas. Vino acompañado de varios barbudos que traían sendas biblias bajo el brazo y que se habían preocupado de tramitar su libertad. Cuando la noticia de su muerte recorrió los caminos, los mismos hombres de cabellos largos y de barbas ralas regresaron por lo único que quedaba de él. Algunos curiosos bajaron hacia la tienda de Dimas para escuchar los cánticos religiosos y las plegarias que rezaban esos hombres tan extraños con los brazos en alto. Luego se retiraron por donde habían venido, llevándose en un costal la cabeza del que fue su hermano de secta.
Otra persona recorría trochas con un costal en la mano. Los vecinos de Tambochaque y Pedregal contaban que Cristina Tarazona preguntaba a todos los que se cruzaban con ella por algunas plantas, y a sus hijos siempre se les veía en casa de su comadre Epifanía Rodríguez.
-Parece que ya no los quiere... -decía la comadre a Dimas- Se está volviendo rara la pobrecita desde la muerte del marido. ¿Qué le estará pasando, no?
-Tanta lluvia y tanto muerto, pues. La gente se vuelve loca -respondía el tendero mirando las nubes negras que se desplazaban por encima de la vegetación.
"Quema cuerno de vaca, ruda hembra, ishanga de acequia. Úntate con excremento de gente", le había dicho el brujo Julio allá en el pueblo después del ayahuasca. "Su lujuria es su perdición", le había advertido. Y Cristina Tarazona juntaba lo que podía, sin comentarle a nadie de esas cosas. Cuando le preguntaban mucho, ella se apartaba silenciosa y seguía su camino mirando la espesura como quien no quiere mirarla.
-Falta un varón pa' que la haga entrar en juicio... -decía el indio Castro. Los chactosos celebraban la ocurrencia con bromas subidas de tono.
"Ellos no saben,
Cristicha. Sólo la mujer con su gracia puede agarrar al maldito
para siempre". Se repetía a sí misma y continuaba errando
por los caminos con el costal al hombro.
Un relámpago iluminó las quebradas boscosas, mientras Cristina introducía agachada algunos palos secos en la cocina de leña. Luego procedió a desnudarse para lavar su cuerpo untado de excremento, desanimada por la ineficacia de las recetas del brujo Julio. Había pasado muchos días haciendo cosas desagradables, descuidando la casa y los hijos, siguiendo los métodos mortificantes que el curandero le indicara para atraer y ultimar al Pishtaco, pero nada había sucedido. “Tonterías”, se dijo mientras frotaba su piel con un trapo húmedo que de rato en rato volvía a remojar en el recipiente con agua. Los maderos ardientes fulguraban lanzando chispazos y reventando súbitamente. "Cosas de locos", pensó estremecida por el viento frío que se colaba entre las calaminas de latón. Cesaba el viento fugaz y volvía a tornarse cálida la habitación con el calor de la cocina.
Mientras se enjuagaba los pies dentro de la batea, recordaba a sus hijos refugiados en casa de Epifanía Rodríguez, en la otra banda. Cuando quiso incorporarse, no pudo: sintió la punta del puñal en su espalda y supo que estaba perdida.
-Así quería encontrar a la tortolita... -dijo alguien con voz ronca.
No era el viento de la quebrada el que hacía estremecer a Cristina ahora. Un frío interior le recorría las vértebras hasta el cerebro y las rodillas se rehusaban a estar quietas.
-No me mates -rogó enderezándose lentamente. La escopeta de Mateo descansaba inalcanzable en un rincón, como un recuerdo inútil.
-¿Cómo
te voy a matar ahora que te veo así? -dijo el hombre vestido de
oscuro. Una mano rugosa le acariciaba la espalda, los senos, las
nalgas. Afuera solamente la boca negra de la noche y el ruido de
las ranas y alimañas que llamaban a la lluvia.
-Usted va hacer cojudeces, amigo Castro. Mejor regrese donde su mujer, vaya a ver sus hijos... -decía esa noche Dimas al indio Castro en plena borrachera.
-¿Me vas a decir lo que tengo que hacer? ¿Eres hombre o no eres hombre? Capaz a ti también te ha calentado la chola, so pendejo. ¡Quítenme las manos de encima, carajo! -el Indio Castro forcejeaba con el bodeguero y con el viejo Ataucusi, al pie de la oroya que conducía hasta la otra banda del río.
-Me está provocando soltarlo pa' que se rompa la crisma. ¿Quién va a cruzar de noche y zampado? -dijo Enrique Atau-cusi.
-Viejo alcahuete, huevón. ¿Tú no estás zampado? ¿Ah? Mejor di que no te atreves a cruzar. Vamos los tres a ver a quién le hace caso la Cristina Tarazona. Si yo sólo quiero decirle que me gusta y que si me deja voy a hacerme cargo de la viudita.
-Ya está hablando de borracho nomás. ¿Ve? -Dimas lo vuelve a sujetar.
-¿Tú también no estás borracho, huevón? ¿Entonces con quién he chupao? A que no se atreven a pasar conmigo a l'otra banda! ...¡Cabrones!
-Y ya me provocó ver cómo se mata. Así, viejo como estoy, tengo más güevas que tú, indio rosquete. ¡Vamos a pasar, carajo!
-¡Así me gusta que canten los gallos!. -el indio Castro tomó el último sorbo de aguardiente y reventó la botella contra las piedras del río.
-Por allá puede andar el Pishtaco. Por las puras se están arriesgando. Mejor regresamos a la tienda, yo mismo invito un trago a los valientes... -Dimas hizo un último intento de disuadirles, pero el viejo Ataucusi ya había trepado en plena oscuridad al asiento estrecho del huaro. Con manos nerviosas tanteó el cable, decidido a pasar sobre la crecida.
-¡Pa' ese Pishtaco tengo este machete bien afilao! -fue lo que se le escuchó decir, antes de que desapareciera impulsándose a través del cable de acero. El indio Castro lo siguió después de unos minutos y lo hizo cantando con voz destemplada un estribillo del huaino "Paloma blanca". Dimas, resignado a cuidarlos en la borrachera, también cruzó apenas devolvieron el asiento.
Los tres hombres buscaron el camino. a tientas una vez que estuvieron en la banda contraria.
-Esto no lo hago sano, amigo Castro -comentó nervioso el tendero.
-Abril nos trae la seca, por fin... -dijo Enrique Ataucusi mirando los nubarrones densos que ocultaban la luna por momentos. Las luciérnagas centelleaban intermitentes a los costados de la trocha.
-"A Pachachaca te voy a llevar/ a Pachachaca te vov a llevar/ a Jesús Sierra te voy a entregar" -tarareaba el Indio Castro.
-¿Y qué le va a decir a la hembra? ¿Huaynito nomás le va a cantar?
Preguntó don Enrique burlón.
-Yo te voy a enseñar, abuelo, lo que hacen los varones con las mujeres en mi tierra -respondió Castro, tropezándose en mitad de la trocha.
-Satirusaiki, seguro... -sugirió riéndose Dimas.
-¿Ve cómo
sabe? -le contestó el indio. Arriba del camino se veía
la casa mal iluminada que Mateo Ramos construyó alguna vez sin pensar
en la muerte.
El hombre vestido de oscuro la estaba violando por segunda vez, sujetándola con manos firmes para que permaneciera boca abajo. Humillación, impotencia y dolor en las entrañas la azotaban por dentro. Las brasas de la cocina se extinguían reventando suavemente. Desnuda sobre el piso, Cristina Tarazona esperaba solamente la puñalada con que la mataría el violador luego de complacerse. De pronto el hombre se detuvo incorporándose veloz, subiéndose la bragueta del pantalón haraposo. Recogió el puñal del suelo y se colocó al lado de la entrada. Su respiración estaba muy agitada. Cristina, indefensa, lloraba tiritando en un rincón. Quiso verle la cara al que la había forzado, pero la tenía cubierta por un pañuelo igualmente oscuro. El viento de la noche les trajo a sus oídos la canción que tarareaba el indio Castro y las voces de quienes le acompañaban.
-¡Pishtaco! ¡Pishtaco! -gritó desesperada cuando consideró que estaban a pocos metros de la casa. El hombre se abalanzó sobre ella con el cuchillo en alto, pero luego cambió de dirección tratando de ganar la puerta. Tropezó en la oscuridad con el vientre prominente del Indio Castro y luego con la figura delgada de Dimas, quien consiguió sujetarle la muñeca. La sombra cayó al piso de fango y el machetazo certero del viejo Ataucusi le abrió el cráneo. Nadie sabe si fue por nerviosismo o por el odio acumulado en días de pánico, pero el viejo siguió macheteando el cuerpo en la penumbra.
-¡No puede ser, caracho! -dijo el Indio al quitarle el pañuelo.
-Venancio... Venancio Paredes... -murmuró con voz temblorosa el anciano. El machete también temblaba en su mano crispada sobre el mango. Dimas sujetaba en alto una antorcha improvisada con el último madero ardiente del fogón.
Cristina había conseguido cubrirse con una manta y salió tambaleándose.
Lloraba aún.