LA MERCIQUITA
El torrente de sangre le está anegando la garganta, la boca, la nariz. Doblada sobre sí misma agita los pequeños brazos y alcanza a gritar ¡mamita!, antes que su cuerpo caiga sobre la mancha rojiza que la tierra seca empieza a succionar con avidez.
Hemos llegado corriendo y nos detenemos de golpe, ahogados por nuestros jadeos. La escena nos congela, nos suspende en el aire. Nadie atina a decir ni hacer algo, sólo se escuchan los aullidos lastimeros del Firpo y el Churchil dando vueltas alrededor nuestro. Mi hermano y yo nos apretamos uno al lado del otro, como si no hubiera espacio en el desolado patio. Nos tapamos toda la cara con las chalinas, nunca sabríamos si era por el frío de la noche o por miedo al contagio de la muerte...
Siempre la imaginé viniendo acurrucada en una de aquellas balsas que surcan el lago con suavidad de gaviota. Sus escuálidos diez años aparentando seis: piel y huesos huérfanos. Aspecto y olor a huérfana, con esos reflejos de miedo en sus ojos y esa tos seca que nunca la abandonaba.
Muchas veces me repitió la misma historia, en su media lengua de aimará-castellano: que la habían sacado de su choza allá en medio del lago, en las islas flotantes, con la luna ocultándose frente a ella y el sol empezando a calentar sus espaldas. Que apurada se había puesto la camisita de bayeta, el faldellín, y el chumpi de colores tejido por su madre, las ojotas de llanta que no la iban a proteger cuando sus pies se hundieran en el piso fangoso de la isla que quedaba atrás, con su veintena de casas de totora, avenidas de totora, sus sembríos sobre las balsas de totora. Que mirando la balsita que abandonaba, se preguntó si adonde marchaba tendría una así, para ella sola, sobre la cual había disfrutado tanto de esa sensación de caída, a un lado, al otro, a un lado, al otro, cuando iba en medio del lago, para cumplir mandados.
En mis noches de insomnio la he visto ponerse de pie sobre aquella misma balsa donde vino, ponerse de pie, en el instante en que una brisa ligera disipaba sus temores al constatar que ya estaban llegando al puerto, aunque era muy tierna para darse cuenta que también asomaba muy cerca a su destino. En esos momentos tal vez no percibía el centelleo plateado que tiritaba sobre las aguas verdeazulinas, ni la quietud de esa mañana colmada de sol, de ese sol que iba abriendo brecha en medio del horizonte azul cerrado del lagocielo, porque el brillo de sus ojos al hablar sólo transmitía la inquietud de esas horas, ante el descubrimiento de la multitud de casas ajenas que iban distinguiéndose cada vez más cerca.
Ella no sabía entonces que estaba llegando a la ciudad de Puno. También recordaba al hombre grande que la trajo, su tío, quien no le tomó la mano para apearla, ni le dio ninguna recomendación, le hizo apenas una seña con la cabeza y se adelantó. Ella, frunció la boquita trompuda, se agachó y lo siguió callada. Todavía un gesto de incredulidad le crispaba la cara al recordar la sensación al pisar esa tierra dura, seca, firme, que contrastaba tanto con el suelo siempre tambaleante y húmedo de su isla.
Cuando dejaron el muelle e ingresaron a la población, las pisadas del tío sobre las losetas arabescas retumbaron dentro de ella («aquicito me hacía pum, pumpum, ñiita»). Le costaba seguir el ritmo del hombre grande, se agitaba hasta la asfixia, más allá de lo normal. Recordaba que así recorrieron plazas, calles, ventanas, escaparates, tiendas, kioskos, todo lleno de gente rara, de caras extrañas. Esta población de techos a media agua y portones grandes de madera, con sus manitas de fierro colgadas, listas para llamar, calles estrechas y empedradas, eran una inmensidad para sus diez años. Tan ensimismada se había quedado que olvidó el cosquilleo en su estómago y aquel sudor por la espalda que estuvieron ahí desde la madrugada.
Pronto salieron a las afueras donde se perdían veredas, empedrado, escaparates, luz eléctrica, hasta llegar a lo que vislumbró como una casa amurallada, enorme, al parecer deshabitada. Había que cruzar un cebadal antes de llegar a la reja de fierro. Se pararon al pie de la mole y mientras el tío buscaba una piedra para tocar, nuestros perros ladrando con desesperación nos alertaron sobre su presencia. Momentos después salíamos: mi madre, mi hermano y yo.Mi madre se le antojó como una señora enorme, anciana, aunque era de mediana edad y baja, blanca, de piel casi transparente, cabello castaño recogido. La impresionaron mucho los aretes y el diente de oro, el abrigo de casimir y los tacones: («cuando la señora grande me miró, yo quería escaparme ñiita, esconderme»), después se fijó en nosotros: «tu hermano, flaquito, flaquito, igualito a los ispis que saco del lago, y tú parecías su ángel de la Virgen, colorada, gordita, con tu cabello color totora seca»). Los tres teníamos la misma edad.
El tío escupió a un lado la coca que estaba picchando, sacó las manos debajo del poncho y quitándose el sombrero se acercó a mi madre, la saludó reverente, nombrándola de patrona y señora grande, e iniciaron el trato. La Merciquita trataba de seguir el diálogo, pero se notaba que se perdía en el intento, porque quería seguir observándonos o porque los mayores estaban hablando en un idioma que ella no había escuchado nunca, aunque no era necesario que entendiera, sabía que estaban hablando de ella. Cómo no sentir sus miradas a veces francas, a veces disirnuladas.
Los grandes siguieron conversando con la reja cerrada. Cuando pareció que habían llegado a un acuerdo, mi madre sacó unos billetes del bolsillo y se los alcanzó lentamente, como dudando. El tío, en cuanto tuvo el dinero, lo escondió rápido debajo del poncho (es lo que me pareció) y, luego, percatándose recién de la presencia de la Merciquita, le dijo en aimará: «te vas a quedar, aquí vas a tener comida todos los días, tienes que hacer caso a esta señora, ella va a ser buena contigo» y la empujó al interior. Nosotros nos hicimos a un lado, como dándole paso o tal vez para evitar que nos roce. Ambos estábamos tras las faldas de mi madre mientras la cholita avanzaba muda, mirando siempre al suelo, demasiado asustada para llorar. Con los ojos achinados, febriles, y esa mirada de asombro que nunca la abandonó, recorrió los tres patios en la casa solariega, de niveles superpuestos, de habitaciones sin disposición alguna, el jardín, la huerta, el canchón. Desde ese instante, estoy segura que en complicidad con los altos muros de la casa, un silencio extraño la rodeaba cuando los demás hablaban: no entendía, no le era posible conversar con los demás. Mi madre la llevó a uno de esos cuartos enormes, tristes, que teníamos abandonados, llenos de cosas en desuso. Le ordenó con señas que desocupara un espacio, mientras ella jalaba mantas y frazadas viejas que acomodaba en un rincón. Sacudiendo las manos empolvadas y con un gesto de asco nos dijo: «hay que darle un buen baño, raparla, quemar su ropa, está copadita de piojos». Aunque Merciquita no entendió las palabras, fue el tono amenazador lo que la hizo sentir muchos temores, no en la cabeza, sino en el corazón.
Cuando terminó de vestirse con la ropa ajena que mi madre había descosido y cosido apresurada para ella, sin permitir que se moviera de su lado o por lo menos abrigara su desnudez, nos señaló y le dijo gesticulando e invitándola a repetir: «ni-ño Fer-nan-do, ni-ña A-le-jan-dra». La Merciquita, forzando la posición de su lengua, al tercer intento explotó con dificultad: «ñii-too», «ñii-taa». Después le señaló su rincón en el comedor, los sitios a los que no debía entrar, las cosas que le estaba prohibido tocar.
Al día siguiente se levantó temprano, como era su costumbre, y aprovechando que aún nadie estaba afuera, corrió al mirador del jardín. Se empinó ansiosa buscando el lago del que apenas le llegaba el aroma; se esforzó más, segura de distinguir su isla flotante, pero el sol, como una enorme bola de fuego le dio en pleno rostro, obligándola a cerrar los ojos. Entonces escuchó que la llamaban. Corrió hacia la voz, salpicando chispitas doradas por el camino sin poder desprenderse de ellas todo el día. Así llegó hasta donde «la señora grande» (como había empezado a llamar a mi madre), con el corazón en la boca, y la siguió así por toda la casa, tratando de entender por el tono de voz, por el movimiento de las manos, por los gestos, las que serían sus obligaciones. Pero lo que resultaba más claro por la forma en que agitaba ese índice frente a sus narices, era la advertencia de que si algo se perdía, o algún plato de porcelana tenninaba hecho añicos en el piso o se derramaba esa leche de espesa nata (que era nuestra delicia), habría castigo.
Muy pronto nosotros el Firpo y el Churchil nos hicimos sus amigos. Mi hermano y yo, por la gracia que nos hacía esa cholita que hablaba solo aimará, caminaba jadeando y se negaba a correr; los perros, por las sobras de la mesa grande que ella les daba antes de irse a dormir.
De esas primeras noches en casa, caminando detrás mío después de una tormenta, enumerando al paso los sapos que yo pisaba en nuestros paseos a la luz de la luna de junio, me contaba en su enredo de castellano-airnará que en la inmensidad de esa habitación rodeada de viejos cachivaches, soñolienta, los transformaba en sapos gigantescos, en peligrosos laik'as que con sus brujerías podían dejarla tullida: en pichitancas de mal agüero, como el que cantó en el techo el día de su nacimiento. Pero lo que más la sorprendía era comprobar que a esos kukuchis ya no les temía tanto; al fin, eran sus fantasmas conocidos. En cambio, los que aparecían en medio de la niebla azulina del cuarto, esos eran nuevos, extraños, borrosos, y no sabía cómo protegerse de ellos.
Como una de tantas, la noche de la desgracia, a la hora de costumbre había concluido la comida. Toda la familia reunida formaba una curiosa estampa: mesa larga, mantel de cuadros blanco-azules, cubiertos de alpaca, platos vacíos, tazas sucias y seis pares de ojos pendientes de las manos anchas del abuelo, quien repetía tantas historias de misterio para asombrarnos cada noche. Nos estaba hablando de aparecidos y desaparecidos, de la muerte siempre vestida de mujer, de tapados y sus maneras fantasmales de anunciarse. Nadie percibió los pasos cansados de la Merciquita saliendo de su rincón para llevar comida a los perros.
De pronto, en medio de las risas, nos suspendió en el aire un grito infantil, ahogado, clamando ayuda. Se intensificó el frío, las llamas de las velas parpadearon, un largo estremecimiento se extendió por los tres niveles, los cuartos, el jardín, los patios, la huerta, el canchón. Un escalofrío nos zigzagueó de pies a cabeza. Todos corrimos hacia el grito...
Aún hoy, después de tantos años, la veo, la escucho con toda nitidez... Alcanzó a gritar una vez más: «¡mamita!» antes de caer en su propio charco. El abrigo rojo descolorido, que la cubría hasta los talones iba absorbiendo el color de la sangre. De esa sangre que salía a borbotones de su boca, o de cualquier otro sitio, hasta convertirse en una sola masa, amorfa, granate, que se coagulaba aceleradamente con la helada de la noche invernal. Poco a poco, sin apenas darnos cuenta, la masa se estaba encogiendo, la tierra se la tragaba... Una corriente tenebrosa nos estremeció y la masa desapareció por completo.
Esa escena de muerte en la fría oscuridad del altiplano, ha quedado desde entonces bajo mis párpados y hoy he vuelto sobre mis pisadas de niña para cerciorarme, para constatar si fue verdad aquel espanto o solamente es el último vestigio de una pesadilla infantil. De esa infancia misteriosa, siempre cubierta por un manto encantado: el lago, las islas, el cielo, la huerta, el canchón, el abuelo, sus historias, la señora grande. Estoy tratando de reconocer el sitio en que desapareció, en lo que todavía se mantiene en pie de la casa grande de los abuelos, pero ha sido tan retaceada para el remate que ni ellos la reconocerían.
Ya está anocheciendo. El canto irritante de un malagüero pichitanca me sacude de raíz. Un frío lejano, muy lejano, como el que nos estremeció esa noche vuelve a calarme los huesos. Lágrimas silenciosas bajan por los surcos de mi avejentado rostro.