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Herencia Cristiana

 

Franco: Caudillo de España por la Gracia de Dios

 

LA ESPAÑA DE FRANCO
 Por Xosé Manoel Núñez Seixas
Profesor de Historia Contemporánea
Universidad de Santiago de Compostela

 

Desde sus orígenes, el Nuevo Estado franquista nació con una voluntad doble: entroncar con las corrientes de pensamiento contrarrevolucionario anteriores a 1936, y perpetuar una forma de Gobierno jerárquica al servicio, sobre todo, de la preservación del poder personal del general Franco. El régimen fue también un producto de la Guerra Civil, y como tal reflejaba los diferentes sectores que habían nutrido el bando que se alzó en armas contra la República -derecha antirrepublicana y católica, monárquicos, carlistas, falangistas- de modo ecléctico y cambiante a través del tiempo. Igualmente, el Nuevo Estado defendía claramente los intereses de los grupos sociales dominantes desde la Restauración (grandes propietarios agrarios, burguesía industrial y financiera, la Iglesia católica), aunque el llamado Alzamiento también fue apoyado por sectores significativos del campesinado mediano y pequeño-propietario y de las clases medias.

 Cada familia política aportó elementos diversos al Estado franquista: el ultracatolicismo, el autoritarismo de raíz tradicionalista, una concepción corporativa y arcaizante de la sociedad (monárquicos y carlistas); la vestimenta ritual y simbólica, el nacionalismo imperial, la organización sindical de inspiración fascista, las organizaciones de masas para encuadrar a la población y asegurar su fidelidad al régimen (falangismo).

Todos estos y otros elementos fueron combinados de modo variable, pero siempre subordinado a una finalidad fundamental: la preservación del poder personal del general Francisco Franco, el Caudillo, que actuará en lo sucesivo como un árbitro supremo de las diferentes familias políticas del régimen. El poder de Franco, no suponía necesariamente un poder colectivo del Ejército como tal, ya que el Ejército como institución y poder corporativo nunca fue capaz de imponerse a Franco, quien jamás fue un primus inter pares respecto a los generales. A ello habían ayudado, evidentemente, la desaparición física durante la guerra de otros líderes militares de prestigio, como Mola o Sanjurjo, y el proceso de concentración del poder en sus manos a lo largo del conflicto.

 

 Franco como Soldado de Cristo - Note la luz Divina y el Caballo Blanco Apocaliptico

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En agosto de 1939, pocos meses después de concluir la guerra, Franco fue nombrado jefe del Gobierno y del Estado, atribuyéndose la potestad de dictar normas jurídicas de carácter general, el mando supremo de las Fuerzas Armadas (con el título de Generalísimo), jefe nacional del partido único subordinado al Estado, Falange Española Tradicionalista y de las JONS (FET y de las JONS) -que unificaba a todos los partidos de la zona franquista tras el Decreto de Unificación de abril de 1937-, y Caudillo de España por la gracia de Dios, sólo responsable ante Dios y ante la Historia.

Franco disponía así de un poder casi absoluto, que ejercía en última instancia de modo personal. Pero, al mismo tiempo, tenía en cuenta el necesario equilibrio entre las diferentes familias políticas del Régimen, como ponía de manifiesto a la hora de nombrar y cesar ministros, que escogió entre falangistas, tradicionalistas y monárquicos. Más tarde se les unieron los católicos de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP), y desde la segunda mitad de los años cincuenta los tecnócratas del Opus Dei. Se configuraba así una suerte de pluralismo limitado dentro de las estructuras del Régimen franquista. Sólo cuando la avanzada edad del dictador le impidió seguir ejerciendo su poder de forma personal se procedió a una separación de los cargos de jefe del Estado y del Gobierno, ya en 1967, aunque no aplicada hasta 1973.

Franco representado con la  parafernalia y simbología del régimen (dibujo de E. Ortega). Note la monja, sacerdote y niño haciendo el saludo fascista.

  

 La administración del Estado, previa depuración de sus funcionarios, se convirtió en la ejecutora fiel de las directrices del general Franco. Suprimida toda forma de autonomía u organización regional, con la excepción de la pervivencia de varias prerrogativas del régimen foral en Navarra y Alava -como premio a su apoyo al bando insurgente en 1936, en contraste con Guipúzcoa y Vizcaya-, los gobernadores civiles cobraron un papel fundamental en la administración periférica: representaban al Gobierno y velaban por el cumplimiento de su política y el mantenimiento del orden público, al tiempo que controlaban la administración local (el gobernador era el presidente de la Diputación Provincial y hasta 1947 designaba directa o indirectamente a los alcaldes, concejales y diputados provinciales). El poder judicial, aunque formalmente independiente, quedó subordinado al poder ejecutivo.

En julio de 1942 se crearon las Cortes Españolas, con funciones meramente de órgano deliberante para aprobar las leyes. Hasta 1966, constaron de tres tercios: el tercio sindical (procuradores elegidos por los sindicatos); el tercio corporativo (representantes de entidades, colegios profesionales, Reales Academias, etcétera) y el tercio designado por el Consejo Nacional del partido único. El papel de las Cortes fue en la práctica meramente ornamental.

Por lo que se refiere al partido único, Falange Española Tradicionalista y de las JONS (FET de las JONS), no tuvo prácticamente en ningún momento la importancia que tuvieron los partidos fascista o nazi en Italia o Alemania, y su función en la práctica era más análoga a la de la Uniáo Nacional creada en Portugal por el régimen de Salazar. El programa de los 26 puntos de FET de las JONS se basaba en los primigenios 27 puntos de FE de las JONS, pero los antiguos líderes falangistas de preguerra habían sido sustituidos por personajes secundarios y fieles a Franco en su gran mayoría (Fernández Cuesta, Girón de Velasco, Arrese, etcétera), siendo sólo de mencionar algunas disidencias que fueron fácilmente sofocadas por el poder (la primera de Manuel Hedilla y sus seguidores; más tarde las de Dionisio Ridruejo y de algunos grupos falangistas disidentes que se sucedieron en los años cuarenta, etcétera).

Cartel de Franco en los primeros años de la dictadura. Obsérvese el Victor de la zona superior izquierda acompañado por la leyenda Generalísimo Franco Miles Hispaniae Glorious

 Las tensiones internas entre los diferentes componentes del partido único, especialmente entre tradicionalistas y falangistas, también fueron constantes, así como con el Ejército y la Iglesia, y más tarde con el Opus Dei. El período de mayor poder de FET de las JONS se situó claramente en la primera mitad de los años cuarenta, pero mantuvo su importancia hasta la siguiente década.

 Tras la caída de los fascismos europeos en 1945, los falangistas no tuvieron otra salida que vincular su propia supervivencia al mantenimiento de Franco en el poder. Los tradicionalistas, por su parte, quienes habían movilizado miles de combatientes durante la guerra, habían sido desactivados como posible oposición ya desde los primeros años de posguerra, cuando sus principales líderes marcharon al exilio. Pese a los roces producidos en aquella época entre falangistas y carlistas, éstos nunca llegaron a amenazar la cohesión del partido único.

Con todo, de FET de las JONS dependían las organizaciones que habían de servir para el encuadramiento de las masas y el control de la sociedad. A pesar de alcanzar una gran implantación durante los años cuarenta y cincuenta y desplegar un amplio abanico de actividades, se puede afirmar que nunca entraron en competencia seria con la Iglesia católica en ese terreno. Se pueden dividir en tres apartados:

A) Sindicales: durante la guerra civil se habían creado las Centrales Nacional-Sindicalistas, a partir de las organizaciones patronales y sindicales de falangistas, tradicionalistas y católicos, y en 1940 se creó la Organización Sindical Española (OSE). A ella pertenecían obligatoriamente desde 1941 patronos y trabajadores. En marzo de 1938 se promulgó el Fuero del Trabajo, inspirado en la Carta del Lavoro italiana, que otorgaba a los sindicatos verticales un protagonismo notable en la vida socioeconómica. Sin embargo, hasta 1958 (Ley de Convenios Colectivos) los sindicatos tuvieron un papel subalterno respecto del Ministerio de Trabajo.

Hitler y Franco durante la entrevista en Hendaya (23-10-1940)

 B) Juveniles: en diciembre de 1940 se creó el Frente de Juventudes (FJ), con el fin de encuadrar a toda la juventud española de los 7 a los 21 años (chicos), y de los 7 a los 16 años (chicas). Dentro del FJ se incluyó también el Sindicato Español Universitario (SEU) para los estudiantes universitarios. Sin embargo, su efectividad y éxito movilizador fueron muy escasos en relación con los ambiciosos fines de sus promotores: apenas sirvieron para socializar en los valores e ideario falangistas a la juventud española, y en los años sesenta se creó una nueva organización, la Organización de Juventudes Españolas (OJE), dedicada sobre todo a actividades deportivas y al excursionismo. El SEU fue a la larga un rotundo fracaso en las universidades. 

C) Femeninas: la Sección Femenina, dirigida por la hermana del fundador de Falange, Pilar Primo de Rivera, fue reforzada por el régimen de Franco, con el objetivo de propagar el falangismo entre las mujeres y difundir valores fundamentalmente tradicionales.  La función de la mujer se situaba en su plena subordinación al hombre como buena esposa y madre.

 Soportes y oposición

 El Ejército ocupó también un lugar destacado dentro de las estructuras del nuevo Estado, pero claramente subordinado a Franco, aunque dentro de él existió, sobre todo al principio, un importante sector partidario de la restauración monárquica. Siempre sobrerrepresentado en los Consejos de Ministros (con tres Ministerios: Tierra, Mar y Aire), y con atribuciones importantes en el mantenimiento y mando de las fuerzas de orden público (la policía armada y la Guardia Civil tenían mandos militares), el Ejército nunca tuvo, sin embargo, un poder autónomo capaz de doblegar o condicionar significativamente las decisiones de Franco. El equipamiento material y los sueldos del Ejército español siempre fueron también escasos. Pese a ello, el Ejército, al igual que organizaciones paralelas que cobraron influencia a lo largo del Régimen, como la Confederación de Ex-Combatientes y la Hermandad de Alféreces Provisionales, se mantuvo leal a Franco hasta el final, en buena parte por el recuerdo y exaltación del papel fundacional de la legitimidad del Nuevo Estado en la guerra civil. 

La Iglesia católica, por su parte, legitimó como institución la guerra civil y al mismo régimen de Franco. En 1938, una Carta colectiva de los obispos españoles -con la excepción de los de Tarragona y Vitoria- confirió legitimidad al bando insurgente, calificando el conflicto de Cruzada. Con ello el régimen contó con la simpatía del catolicismo militante, exceptuando sectores importantes del vasco y catalán, y a cambio la Iglesia recuperó posiciones de privilegio y de control social en campos como la educación y la cultura. Tuvo, sin embargo, que aceptar el patronazgo del Régimen a través del derecho de presentación de obispos que habían de pasar por la aprobación del general Franco. Se consolidó así, pese a tener raíces doctrinales anteriores, el llamado nacionalcatolicismo, la identificación entre el franquismo y la visión católica de la sociedad, que sólo comenzó a remitir significativamente a partir de los años del desarrollo.
Franco en la boda de su hija Carmen con Cristóbal Martinez Bordiú, el 10 de abril de 1950 (note la cruz en el pecho del novio)

Fundamental para la eliminación inicial de la oposición antifranquista y de toda resistencia social organizada al nuevo régimen fue una brutal represión, que se prolongó hasta bien entrados los años cuarenta. Las estimaciones más optimistas hechas por Salas Larrazábal, que cifraban en unas 81.000 las víctimas de la represión franquista durante y después de la guerra, han sido desmentidas por varios estudios locales, que duplican o triplican estas cifras, de modo que las víctimas de la represión de posguerra podrían haber sido unas 175.000 en toda España.

 

De hecho, la brutalidad de la represión franquista sorprendió incluso a los aliados alemanes e italianos del dictador, que no comprendían la lógica de exterminio de la Antiespaña a que se había entregado él bando insurgente. A las muertes directas, bien con juicio previo o sin juicio alguno, habría que añadir el exilio de varias decenas de miles de republicanos, las condenas a trabajos forzados, las penas de cárcel, la obligación de repetir el servicio militar para los que combatieron con la República, y la extensión de un clima de sospecha e inseguridad que inhibía toda acción colectiva en contra del Régimen. En este sentido, se puede afirmar que la represión fue eficaz en su objetivo final: forzar a la pasividad a los desafectos al régimen y provocar el olvido social. 

El régimen de Franco tuvo, sin embargo, la habilidad de evolucionar al compás de los cambios en la escena política internacional, para así poder asegurar supervivencia. Hasta 1944 - 45, había mantenido una fisonomía, una simbología y una orientación social y política claramente fascistas: se había declarado no beligerante en la II Guerra Mundial e hizo clara ostentación de su amistad privilegiada con las potencias del Eje, llegando a enviar una división de voluntarios a combatir al frente ruso en 1941, la División Azul. Pese a la posterior presentación de la no beligerancia española en la guerra como un inteligente ardid e incluso un logro del astuto general Franco para no comprometer a España en un nuevo conflicto, defendiéndola de las apetencias de Hitler, la investigación reciente ha mostrado un panorama claramente distinto.

Franco y su esposa Carmen Polo reciben a Evita Perón en 1947

 De hecho, si España no participó en la II Guerra Mundial al lado de Alemania, fue porque Hitler no se avino a las exageradas pretensiones territoriales de Franco en el Norte de África, lo que habría hecho peligrar la alianza alemana con la Francia de Vichy, estratégicamente mucho más importante para el III Reich. A partir de 1944, cuando la derrota de Hitler y Mussolini empezaba a divisarse claramente en el horizonte, Franco comenzó a desmarcarse de su anterior amistad con los países del Eje, y empezó a jugar la carta de la singularidad del régimen español, su carácter profundamente católico y ante todo anticomunista, al tiempo que disminuía la presencia de la simbología y parafernalia fascistas y daba un viraje a su política exterior, declarándose neutral. Ese giro no evitó que, tras la victoria de los Aliados, España sufriese un aislamiento diplomático internacional por parte de los vencedores. En mayo de 1945, la ONU acordaba por unanimidad rechazar el ingreso de España, condena ratificada en febrero de 1946. Casi todos los países se sumaron a un bloqueo diplomático de España, retirando a sus embajadores en Madrid.

 Esa inicial unanimidad hizo abrigar grandes esperanzas a los exiliados republicanos españoles, que esperaban que el régimen de Franco se derrumbase por la presión exterior, e igualmente a los monárquicos, que confiaban en una restauración monárquica en la persona de don Juan de Borbón.  

Sin embargo, la posibilidad de que Franco dejase el poder o fuese obligado a ello empezó a resquebrajarse lentamente desde 1947, ante el temor de las potencias occidentales de que el régimen franquista fuese derrocado por un poder izquierdista que cayese en la órbita de Moscú, en un momento en el que la guerra fría hacía su aparición en el escenario europeo.  La Doctrina Truman de contención del comunismo, adoptada por los Estados Unidos, llevó a revalorizar la importancia geoestratégica de la España franquista. Con ello, desde 1948 se produjo una lenta normalización de las relaciones exteriores de España con las potencias occidentales, en primer lugar con los Estados Unidos, y más tarde con Gran Bretaña, Francia, etcétera.

Franco retratado por Juan de Avalos en 1966 (galvaniplastia para el acuñamiento de monedas)

Como muestra de la adaptación a las -nuevas circunstancias, en julio de 1945 Franco había llevado a cabo una amplia remodelación ministerial. Del nuevo Gobierno desapareció la Secretaría General del Movimiento como cartera ministerial, y se incrementó la presencia de los católicos (Martín Artajo, en la importante cartera de Asuntos Exteriores), se mantuvo la de los falangistas y disminuyó la de los tradicionalistas y los monárquicos, evitando así dar demasiado poder a los partidarios de la restauración monárquica en la persona de don Juan de Borbón. Se promulgó el Fuero de los Españoles, declaración de derechos que incluía el reconocimiento de muy limitadas libertades de reunión, asociación y expresión, siempre que no fuese en contra del Régimen, con lo que en la práctica se invalidaba el alcance de aquéllos. En octubre de 1945 se aprobó la Ley de Referéndum Nacional, que sólo se aplicó dos veces (1947: Ley de Sucesión y 1966: Ley Orgánica del Estado), sin que existiese ningún control ni garantía de limpieza electoral.

La Ley de Sucesión aprobada en 1947 definía a España como un reino, y como un Estado católico, social y representativo. Igualmente, la ley creaba el Consejo de Regencia y el Consejo del Reino, con carácter consultivo. En 1948 se promulgaba una nueva Ley de Régimen Local, que establecía la elección corporativa por tercios de los cargo municipales (los tercios de cabezas de familia, sindicatos, y miembros de entidades económicas, profesionales y culturales); con todo, los alcaldes serían nombrados por el ministro de la Gobernación en localidades superiores a los 10.000 habitantes y capitales de provincia, y en las demás localidades pasaban a ser designados por el gobernador civil. Para las Diputaciones se establecía un sistema de elección corporativa por tercios, más complejo. 

 

Franco y Hitler

La participación electoral de los cabezas de familia en las elecciones municipales fue siempre muy escasa, por lo que la democracia orgánica del régimen franquista apenas gozó de legitimación popular.

 En 1951, una nueva remodelación ministerial reforzó la presencia de los católicos en el gabinete. El nuevo Gobierno, además de dar un primer cambio de rumbo a la política económica, desarrolló una política exterior orientada a acabar con las reticencias existentes hacia el régimen de Franco. Los embajadores comenzaban a retornar a Madrid, y España pasó a ser admitida en organismos internacionales, como la UNESCO y la FAO, hasta que en 1955 logró entrar en la ONU. En 1953 se firmó el Concordato con el Vaticano, que daba a la Iglesia católica una influencia importante en la vida civil y garantizaba su financiación por el Estado; en contrapartida, el Estado español seguía gozando del derecho de presentación en la nominación de obispos, y disfrutaba además del reconocimiento y legitimación que le otorgaba la Iglesia, reforzándose así el nacionalcatolicismo.

Ese mismo año 1953 se firmaron también los acuerdos entre España y los Estados Unidos, por los que Madrid cedía al ejército norteamericano el derecho a instalar bases aéreas y navales en suelo español, siendo las contrapartidas ofrecidas por los norteamericanos relativamente muy escasas, consistiendo sobre todo en equipamiento militar. Pero, en todo caso, gracias a estos pactos se acababa el aislamiento del Régimen, si bien la España de Franco siempre encontró dificultades para normalizar plenamente sus relaciones con las potencias occidentales, viviendo en una suerte de ostracismo protocolario: un indicador de ello fueron las escasas visitas realizadas por signatarios extranjeros, y las aún más escasas de Franco a otros países, que se limitaron a Portugal.

Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios 

 

 En 1957 tuvo lugar una nueva reestructuración del Gobierno. En virtud de ella perdieron posiciones los falangistas y la ACNP en favor de un nuevo grupo que hacía su rutilante aparición: los tecnócratas católicos del Opus Dei. Junto a la política de estabilización dirigida a liberalizar las estructuras de la economía española, este nuevo Gobierno promulgó una serie de leyes de reforma y racionalización de la administración pública (como la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y la Ley de Procedimiento Administrativo), la Ley de Orden Público, etcétera. En 1958 se promulgó la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, en la que se reafirmaban las bases doctrinales primigenias del Régimen: democracia orgánica y rechazo de la democracia liberal, catolicismo y tradicionalismo. El Movimiento sustituía así de manera creciente a un partido único (FET de las JONS) cuya función era cada vez menor. 

Durante los años sesenta, las profundas transformaciones que experimenta la sociedad española llevan al Régimen a realizar algunos cambios institucionales y a intentar adaptarse a las circunstancias. En 1966, a instancias del ministro aperturista de Información y Turismo, Manuel Fraga, se promulga la Ley de Prensa, que suaviza un tanto la censura (al eliminar la censura previa). Ese mismo año se sometió a referéndum la Ley Orgánica del Estado, que se basaba en los principios del Movimiento, si bien introducía algunos cambios: creación de un grupo de cien procuradores (dos por provincia) elegidos por los cabezas de familia y mujeres casadas; reorganización del Consejo Nacional del Movimiento; fijación del recurso de contrafuero para toda ley que vulnerase los principios fundamentales del Movimiento, y separación de los cargos de jefe del Estado y del Gobierno: Franco podría elegir entre una terna propuesta por el Consejo del Reino.

En junio de 1973, Franco designó para el cargo de jefe del Gobierno a un fiel colaborador, el almirante Carrero Blanco, que pereció en un atentado de la organización terrorista vasca ETA en diciembre del mismo año. Tras su muerte, ocupó el cargo Carlos Arias Navarro. Se revestía así al Régimen, en todo caso, de una mínima apariencia democratizadora dentro de sus moldes autoritarios básicos, que continuaban vigentes sin sufrir alteraciones significativas. En 1969, Franco había nombrado sucesor suyo a título de Rey al hijo de don Juan de Borbón, el príncipe Juan Carlos de Borbón, educado en España. 

Franco Y Mussolini

A lo largo de esta etapa final, el Régimen perdió aceleradamente legitimidad política y social. Los últimos intentos de aperturismo limitado que llevó a cabo Arias Navarro en 1974 -el llamado espíritu del 12 de febrero- mediante una Ley de Asociaciones Políticas, llegaron demasiado tarde. Al día siguiente del fallecimiento del dictador, el 20 de noviembre de 1975 tras una larga agonía, el Régimen había perdido todo su sustento y su legitimidad, pese a los intentos de algunos nostálgicos por revivir su vigencia.

 La definición del franquismo

 ¿Cómo clasificar tipológicamente el régimen franquista?  Los debates sobre este aspecto siguen siendo bastante vivos entre los diferentes científicos sociales, y se dista aún de un acuerdo definitivo, al igual que tampoco existe tal acerca de la definición del fascismo o del nacionalsocialismo, por ejemplo. El sociólogo Juan J. Linz formuló ya en 1964 una conceptualización de la naturaleza del franquismo, definiéndolo como un régimen autoritario y no totalitario, caracterizado por un pluralismo limitado, sin ideología responsable o directora, pero con una mentalidad característica, por una falta de movilización política intensa fuera de momentos concretos, y con un dirigente o pequeño grupo dirigente que ejercía el poder dentro de unos límites formalmente mal definidos.  Esta caracterización recibió numerosas críticas en los años sucesivos, entre otros motivos por no tener suficientemente en cuenta una perspectiva evolutiva, es decir, por aplicar las características del régimen franquista visibles en los años sesenta a toda su historia de forma retrospectiva.

 Manuel Ramírez, así, propuso en 1978 dividir a la dictadura franquista en tres fases bien diferenciadas: 1°) 1939-45, etapa durante la que el franquismo sería definible como un claro régimen totalitario, equiparable a cualquier régimen fascista contemporáneo a él; 2°) 1946-60: etapa calificable como dictadura empírico-conservadora, término que prefiere al de autoritarismo, ya que lo fundamental en esta etapa sería el pragmatismo al servicio del poder personal de Franco; 3°) 1960-1975, fase del régimen tecnopragmático. Por su parte, Javier Tusell matizó y completó en 1988 la definición de Linz. Para este autor, el régimen franquista fue una dictadura no-totalitaria, y por lo tanto, no fue fascista (ya que, además, el fascismo italiano sería una forma de totalitarismo imperfecto).

Franco condecorando a Evita Peron en su visita a España

 El franquismo no fue una ideología sino más bien el resultado de la guerra civil, lo que dio lugar al nacimiento de una mentalidad característica de los vencedores, que adquirió modulaciones doctrinales diferentes, evolutivas y hasta contradictorias en ocasiones- La dictadura de Franco, así, se habría caracterizado por un acusado pragmatismo, con un doble componente -militar y católico- fundamental, sin que ninguno de ellos llegase a predominar. Existía un pluralismo limitado entre las diferentes familias políticas del Régimen, y, aunque la represión había sido extremadamente dura en los primeros años, durante las décadas posteriores la tolerancia del Régimen hacia la oposición se amplió. La oposición antifranquista, con todo, nunca fue capaz de jugar un papel claramente determinante, fuera de momentos circunstanciales.

 Otro grupo de autores, como Fontana, Payne, Molinero e Ysás, mantiene que la evolución del régimen franquista estuvo dictada ante todo por la necesidad de adaptarse a los cambios sociales internos y a las presiones del entorno internacional. Sin embargo, en un principio el Régimen había mostrado su verdadera cara: la de un sistema básicamente fascista con ciertas peculiaridades, como el fuerte peso de la impronta católica, lo que no

era exclusivo del franquismo, y el haber nacido como consecuencia de una guerra civil, lo que explicaba también su mayor grado de represión y violencia. 

El franquismo se dotó de un partido único, unas organizaciones de masas y un liderazgo carismático, y se caracterizó también por querer crear un nuevo orden social superador de la lucha de clases, por un nacionalismo imperial con veleidades expansionistas, etcétera.  Sólo la derrota del Eje en la II Guerra Mundial llevó a una suerte de desfascistización del régimen, que en un principio afectó más a los aspectos formales que al contenido del mismo, y que fue acentuada sobre todo por el obligado cambio de política económica que se impuso ante el evidente fracaso de la política autárquica. Ello generó desde finales de los años cincuenta una mayor permisividad política por parte del régimen.

 La sociedad española durante el franquismo

 De la guerra civil emergió una sociedad dividida entre vencedores y vencidos. Los vencedores eran claramente el bloque de derecha antirrepublicana más o menos identificado con los valores principales defendidos por el bando insurgente -religión, orden, propiedad- y entre los vencidos se situaban los militantes y simpatizantes de los partidos republicanos, de las organizaciones políticas y sindicales de izquierda, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos. Asimismo, la división entre vencedores y vencidos equivalía también, a grandes rasgos, a una gran divisoria social entre clases dominantes (oligarquía agraria, burguesía industrial y financiera) y clases subalternas (trabajadores asalariados urbanos y rurales), con actitudes más divididas entre las clases medias y el campesinado pequeño y mediano propietario, favorable al Régimen en zonas como Castilla y Navarra.

 La política social del franquismo anuló en primer lugar las disposiciones de la República, sobre todo la reforma agraria, y restituyó asimismo propiedades y fábricas incautadas en la zona republicana durante la guerra a sus antiguos dueños. Los organismos del sindicalismo vertical dieron una clara ventaja en todo momento a los empresarios, y los trabajadores solamente tendrán una posibilidad de defensa de sus intereses en los cargos de elección directa (enlaces sindicales, jurados de empresa desde 1954). El Estado regulaba a través del Ministerio de Trabajo las condiciones a las que se habían de ajustar las relaciones laborales, en las que podían intervenir los patronos adaptando la reglamentación del ramo a las características específicas de la empresa. 

Igualmente, según la primera legislación laboral franquista, las mujeres habían de dejar su trabajo al casarse, recibiendo una indemnización denominada dote; y las mujeres casadas que quisiesen seguir trabajando precisaban de la autorización de sus maridos. En contrapartida, la legislación aseguraba estabilidad al trabajador, necesitando las reducciones de plantillas la autorización de la autoridad laboral; los despidos individuales pasaban obligatoriamente por la Magistratura de Trabajo.

Franco

 En lo referente a las actitudes sociales durante el franquismo, es de destacar que los estudios monográficos siguen siendo muy escasos, por lo que sólo nos podemos limitar a algunos apuntes. El apoyo de los grandes propietarios agrarios, de los industriales y de la burguesía financiera, incluidas las burguesías «periféricas» vasca y catalana, es indiscutible, fuera de algunos casos individuales de actitudes contestatarias. Dejaron que el régimen se ocupase de mantener la paz social y pudieron dedicarse a sus negocios tranquilamente.

 Hubo, sin embargo, algunas posiciones críticas durante los años cuarenta frente a la política económica autárquica, como las de los industriales catalanes, que criticaban sus malos resultados. Igualmente, algunas de las medidas de política laboral del régimen, como el establecimiento por ley de los tribunales de empresa en 1947, fue rechazado por la burguesía industrial, que consiguió retrasar su puesta en vigor hasta 1954.

 Las actitudes de las clases medias, como ya se ha apuntado, fueron más variadas. Entre ellas había penetrado anteriormente con gran fuerza el republicanismo, y en Cataluña y el País Vasco -en menor medida, Galicia- el nacionalismo periférico. Los alineamientos con el nuevo Régimen fueron tantos como las actitudes de rechazo más o menos pasivo, y aquellos tendieron a producirse entre los sectores previamente influidos por el catolicismo, gracias a la defensa de la religión y de los valores tradicionales de que hacía gala el franquismo.

Pocas dudas caben, sin embargo, acerca de la actitud de rechazo mayoritario hacia el régimen abrigada por los asalariados urbanos y los jornaleros agrarios, incluyendo buena parte del campesinado pequeño-propietario de tradición asociativo anterior a la guerra (como fue el caso en Galicia); pero ese rechazo no se tradujo en una adhesión masiva a las organizaciones y grupos antifranquistas, lo que se explica ante todo por el temor social creado por la brutal represión de los años de la guerra y los primeros de posguerra, las difíciles condiciones de subsistencia económica, y las propias dificultades de los diferentes sectores de la oposición antifranquista para concertar una acción común.

Hubo, con todo, algunos conflictos obreros importantes desde la segunda mitad de los años cuarenta, como la huelga general del primero de mayo de 1947 en Vizcaya y Guipúzcoa, alentada por el Gobierno Vasco desde el exilio y secundada tanto por nacionalistas como por izquierdistas, que fueron reprimidos duramente. Incluso, la actitud de sectores obreros tradicionalmente combativos y difíciles de controlar para las autoridades, como los mineros asturianos, fue más bien de rechazo pasivo durante los años cuarenta y primeros cincuenta. Lo mismo se puede afirmar de los trabajadores del campo, si bien es cierto que en las zonas rurales encontró apoyos suficientes la guerrilla antifranquista para continuar sus acciones hasta comienzos de los años cincuenta. 

Franco

 Durante esa década comenzaron en España las grandes transformaciones sociales que alcanzaron su cenit en la siguiente (emigración, éxodo rural, mejora general del nivel de vida, etcétera). Sin embargo, a principios de los cincuenta los bajos salarios y el alza de precios provocaron aún varios conflictos laborales: la huelga de los tranvías de Barcelona de 1951, que se extendió a varios sectores; las huelgas generales de abril de ese mismo año en Vizcaya y Guipúzcoa, y algunos conflictos más en Vitoria, Pamplona y Madrid. En 1956 - 58 se registraron también huelgas en varios puntos de España. A ello se unieron disturbios en las Universidades, sobre todo en la de Madrid en 1956.

 Al calor de los cambios sociales y de estas movilizaciones, junto con el relevo generacional que tiene lugar entonces -cuando accede a la madurez una generación que no combatió en la guerra civil- surgieron nuevos grupos, de activistas obreros, vinculados a movimientos cristianos de base (Hermandades Obreras de Acción Católica, HOAC, fundadas en 1946; la Juventud Obrera Cristiana, JOC, etcétera).

 Igualmente, desde fines de esta década los comunistas empezaran a poner en práctica la estrategia del entrismo, es decir, el intentar plantear conflictos y reivindicaciones laborales a través de la penetración y participación en el entramado institucional de los sindicatos verticales (OSE, enlaces sindicales, etcétera), mientras socialistas y anarcosindicalistas no se adaptaron a las nuevas circunstancias y perdieron influencia progresivamente: los primeros quedaron reducidos a núcleos militantes en el País Vasco, Asturias y Madrid, y los segundos prácticamente desaparecieron como fuerza de oposición. Además, surgieron nuevas organizaciones de izquierda antifranquista desde 1955, integradas sobre todo por estudiantes y elementos de las clases medias: caso del Frente de Liberación Popular (FLP), de orientación socialista, que aumentó su influjo en los medios universitarios.

Durante los años sesenta, la mayor prosperidad económica, el aumento de la urbanización y el crecimiento del sector secundario y terciario provocaron una movilidad social acelerada nunca experimentada antes en la Historia de España, y produjo una amplia clase media -la burguesía del seiscientos-, así llamada caricaturescamente por el utilitario que se hizo popular durante aquellos años. Sin embargo, el crecimiento económico no hizo desaparecer las protestas estudiantiles y los conflictos obreros.

 Por el contrario, el mayor alcance de las transformaciones sociales contribuyó a agudizar las tensiones entre la sociedad y el Régimen, si bien es cierto que esa conflictividad no llegó a acabar con el franquismo. Pero sí es cierto que jugó un gran papel en otro sentido: el de erosionar su legitimidad y credibilidad política. Los factores de esa nueva conflictividad que, como afirma J. P. Fusi, fue sobre todo consecuencia del desarrollo de la sociedad española y de la imposibilidad del Régimen para adaptar su estructura a las nuevas realidades sociales del país, fueron fundamentalmente cuatro:

Franco en tipoco desfile Fascista

 1)La conflictividad laboral, que se vio favorecida por la nueva estructura de oportunidades políticas que ofrecía la Ley de Convenios Colectivos de 1958. Esta potenciaba los jurados de empresa y el papel de los enlaces sindicales, lo que llevó a que los salarios y condiciones laborales se fijasen en convenios directos entre los representantes de los empresarios y los trabajadores. Con ello, se multiplicaron los conflictos laborales: de 777 en 1963 se llegó a 1.595 en 1970 y a 3.156 en 1975, siendo las zonas más conflictivas Barcelona, Madrid, País Vasco y Asturias. Por sectores, el mayor número de huelgas se daba en la minería, la metalurgia y la construcción, aunque progresivamente se fueron extendiendo a sectores industriales de nueva aparición y a zonas sin gran tradición sindical previa.

 La movilización laboral favoreció el crecimiento de una organización sindical clandestina: las Comisiones Obreras (CC.OO.), sobre todo desde 1962.  CC.OO. habían surgido como comité, para negociar los convenios colectivos al margen del sindicalismo oficial, y fueron dirigidas mayormente por activistas vinculados al PCE. También surgieron al abrigo de la nueva estructura de relaciones laborales otros sindicatos clandestinos, como la Unión Sindical Obrera (USO), formada en 1960 en Asturias y en el País Vasco a partir de núcleos de la JOC; a ella se unió la pervivencia de la UGT en algunas zonas, y la más débil de ELA-STV en el País Vasco. Desde comienzos de los años setenta harán su aparición algunos sindicatos más, como la CSUT o el Sindicato Obreiro Galego (SOC).

 Por otro lado, no hay que despreciar la importancia de los movimientos vecinales surgidos en las periferias de las grandes ciudades en protesta por las deficiencias de equipamientos y servicios de las barriadas populares, resultado de la atroz especulación urbanística que había acompañado al crecimiento urbano de la década. Esos movimientos vecinales, especialmente activos en Barcelona y Madrid, contribuyeron también a deslegitimar a los poderes locales franquistas.

 2)La agitación estudiantil adquirió, tras el precedente de los sucesos de 1956 en Madrid, un carácter casi endémico desde 1963 - 64, primero en las universidades de Madrid y Barcelona, para después extenderse a prácticamente todas las del país. Las reivindicaciones estudiantiles se centraban ante todo en la legalización de sindicatos universitarios democráticos, pero de modo general demandaban también la democratización del sistema político. El descontento de los estudiantes reflejaba así, en última instancia, el fracaso del sistema educativo del régimen para integrar a unas nuevas elites que sentían de modo creciente la contradicción entre un régimen autoritario y una sociedad que estaba cambiando a un ritmo vertiginoso. Y ante la protesta estudiantil, la única respuesta del régimen fue tratar el problema meramente como una cuestión de orden público.

 3)El abandono de la Iglesia católica fue decisivo para la erosión de la legitimidad del franquismo en aquellos años. Los conflictos con el clero de base ya habían empezado a manifestarse en 1960, sobre todo con el vasco y el catalán (carta de 339 curas vascos en denuncia de la falta de libertades; apoyo de varios obispos a las actividades de las HOAC y la JOC, así como de varios curas a ETA, a CC.OO. o a los estudiantes universitarios; marcha de los sacerdotes de Barcelona en 1966, etcétera). En 1971, la Asamblea Episcopal aprobó una resolución en la que pedía perdón público por la parcialidad de la Iglesia durante la guerra civil, y en 1973 los obispos se pronunciaron a favor de la independencia entre la Iglesia y el Estado.

 Todo ello revelaba que la Iglesia española había sabido adaptarse a los cambios que tenían lugar en la sociedad. Esa adaptación también fue impulsada claramente por la voluntad reformadora del Concilio Vaticano II y de los papas Juan XXIII y Pablo VI. También fue un factor importante la renovación de la jerarquía episcopal desde 1964 por los nuncios papales en España, como se puso de manifiesto en el nombramiento del liberal monseñor Enrique y Tarancón como primado en 1969.

 La traición de la Iglesia fue sin duda la más irritante e incomprensible para el propio Franco y para los sectores más inmovilistas del Régimen, que desde 1967 contaban con órganos de expresión propios -como la revista Fuerza Nueva- y empezaban a ser conocidos como el búnker. Significativo fue que en el entierro de Carrero Blanco, en diciembre de 1973, Enrique y Tarancón fuese abucheado e increpado por los más adictos al régimen.

 4)En cuarto lugar, el resurgimiento de los nacionalismos periféricos, y muy especialmente la gestación del problema vasco, el de mayor envergadura con el que tuvo que enfrentarse el Régimen. Lo que era muestra de una de las mayores limitaciones del franquismo: su fracaso en reespañolizar el país y acabar con los nacionalismos periféricos. De hecho, en 1936 no sólo se había producido una división irreconciliable entre nacionalismos periféricos y nacionalismo español, sino que también tuvo lugar una profunda fractura dentro del nacionalismo español, que queda prácticamente hegemonizado por el discurso católico-tradicionalista y uniformizador, retocado con algunas aportaciones fascistas.

 Por el contrario, el nacionalismo español de orientación liberal-democrática y el representado también por la izquierda obrera quedaron derrotados y profundamente afectados en su legitimidad. El franquismo, en gran medida, repitió amplificándolo el efecto incubación que también había producido años antes la dictadura de Primo de Rivera. En este sentido, la propuesta de nacionalismo español de raíz católico-tradicional fascistizado fue incapaz de imponerse totalmente y, sobre todo, no fue capaz de eliminar las raíces sociales de los nacionalismos periféricos. Muy al contrario, el efecto fue el inverso. El franquismo llevó a cabo además una clara persecución cultural contra los idiomas distintos del castellano, especialmente dirigida contra su uso público, aunque toleró el cultivo de los mismos como lenguas literarias a partir sobre todo de los años cincuenta, de modo que en determinados ámbitos de la cultura siguieron siendo publicados libros en gallego, catalán y en menor medida vasco, bajo un férreo control de la censura oficial.

Además de ello, la opresión estatal, que buscaba reducir a su más mínima expresión cualquier sentimiento de diferencialidad periférica considerado separatista, hizo aparecer como una realidad la idea de ocupación española en algunas zonas y especialmente presente en el País Vasco y Cataluña. Por ello, tuvo el efecto inesperado de contribuir a aumentar la cohesión de las comunidades nacionalistas vasca -sobre todo- y catalana. En el caso gallego, la guerra civil había interrumpido una dinámica de acelerada expansión de su base social, que sin embargo no estaba aún lo suficientemente consolidada como para resistir el terrible golpe de 1936; por eso, la reconstrucción de la incipiente comunidad nacionalista en las difíciles circunstancias de la posguerra fue muchísimo más problemática, quedando muy mermado el número efectivo de activistas galleguistas.  Aún así, la vía cultural seguida por el galleguismo del interior a partir de 1950 garantizará una cierta pervivencia de la alta cultura en lengua gallega.

Franco Y Peron 

 El franquismo consagró la hegemonía de aquel nacionalismo español de carácter reactivo (es decir, fundamentalmente enfrentado a los nacionalismos periféricos, ante los que reafirma su propia identidad) y de filiación tradicional-autoritaria. A largo plazo, la aportación del fascismo español fue menor que la del nacionalismo conservador y católico anterior a 1936, que centrará su discurso en la afirmación esencialista de una España católica identificada con Castilla y su Historia, la cual definiría a su vez un Volksgeist español intemporal cuya expresión complementaria era el concepto de Hispanidad traducido en un retórico imperialismo cultural hacia Latinoamérica.

 La política educativa del franquismo será uno de los campos en los que se intentará poner en práctica ese programa de renacionalización, a través de la propagación de una visión de la Historia y del presente en la que exaltaban los valores de catolicismo, unidad y tradición. A lo que se unía una política de propaganda oficial y de exaltación patriótica centrada en ciertos" símbolos y fechas (el 18 de julio, aniversario del llamado Alzamiento contra la República; el 12 de octubre, Día de la Hispanidad, etcétera), incluso la manipulación de símbolos deportivos, sobre todo el fútbol, una de las distracciones de masa potenciadas por el Régimen.

 Tampoco hay que olvidar que los medios de comunicación masivos, y muy especialmente la televisión, alcanzaron una difusión insospechada desde mediados de los años cincuenta, y sin duda contribuyeron en mucho a una mayor homogeneización cultural y lingüística del territorio español. Ahora bien, aunque se carece por ahora de estudios detallados sobre el impacto renacionalizador del franquismo, se puede afirmar hipotéticamente que su éxito siguió siendo relativamente limitado:   el régimen franquista no tuvo el éxito esperado en su misión de volver a forjar una unidad de destino en lo universal que crease una nueva nación española sobre las ruinas de la guerra civil.

 Si en el exilio republicano imperará la tendencia a permanecer estancado en las formulaciones que sobre el problema nacional se mantenían durante la II República, en el interior las coordenadas de la cuestión irán evolucionando al compás de los profundos cambios que también tendrán lugar en la sociedad española. En consonancia con la combinación de represión estatal y supervivencia del legado político nacionalista de antaño, unido al fracaso palmario de lo que podríamos denominar neoespañolización franquista de signo católico-tradicionalista, también se produjo una serie de importantes mutaciones ideológicas en el seno de los nacionalismos periféricos durante el franquismo.

Por un lado, sobre todo en el caso catalán, tiene lugar una reconversión de parte del catalanismo republicano y del conservador en una propuesta nacionalista de clara raigambre católica (muy influida por el personalismo cristiano en los años cincuenta), algo lógico si se tiene en cuenta que la Iglesia se convierte en depositaria de la tradición nacionalista y en uno de los focos protectores que restan para la preservación de la cultura autóctona, al abrigo del acecho oficial; en el País Vasco ocurre algo semejante, pero en este caso ello suponía fortalecer la tradición anterior. En Cataluña, la pervivencia de la identidad colectiva se mantuvo sobre todo a través de la sociedad civil: ediciones en idioma catalán, instituciones como Omnium Cultural, el papel simbólico del Fútbol Club Barcelona, el fenómeno de la Nova cancó, etcétera, siendo los conflictos públicos menos notorios, aunque existentes (por ejemplo, el proceso contra Jordi Pujol en 1960 o la expulsión del abad de Montserrat, Escarré, en 1965). 

 

Despues de residir comforablemente en la Argentina de Peron, Pavelic vive en España bajo la proteccion de los Franciscanos. Muere en el año1959 con la bendición del Papa Juan XXIII.

Por otro lado, desde comienzos de los años del desarrollismo la irrupción de la influencia ideológica marxista - leninista, de las doctrinas del colonialismo interno y el ejemplo político inmediato ofrecido por los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo incidieron sobre las nuevas generaciones de activistas nacionalistas que protagonizaron una suerte de rebelión generacional frente a sus mayores, más anclados en los postulados de la II República. El resultado fue la aparición de partidos como la Unión do Pobo Galego (UPG) en Galicia, el Partit Socialista d' Alliberament Nacional (PSAN) en Cataluña, y la evolución hacia esos postulados ideológicos de la nueva organización nacionalista vasca surgida a partir de las juventudes del PNV y del grupo Ekin en 1959, Euskadi Ta Askatasuna (ETA). Ese influjo también tiene lugar sobre algunos sectores de la izquierda canaria, por ejemplo, que a partir de grupos de izquierda radical y escisiones del PCE que evolucionan hacia el nacionalismo, contempla durante estos años el surgimiento de una corriente política de izquierda nacionalista, defensora de una interpretación en clave colonial de la situación periférico del archipiélago.

 ETA se convirtió en uno de los mayores quebraderos de cabeza del régimen, desde que la organización adoptó una estrategia de lucha armada a partir de 1968: entre ese año y 1975, la organización terrorista se cobró cuarenta y siete víctimas mortales, entre ellas Carrero; llevó a cabo sonados secuestros y gran cantidad de atracos. La represión del Régimen, que decretó diversos estados de excepción en el País Vasco desde 1968, practicó numerosas detenciones e hizo uso de la tortura, creó una espiral que favoreció la identificación de buena parte de los nacionalistas vascos con el puñado inicial de jóvenes activistas, y en definitiva contribuyó a ensanchar la base social de apoyo a ETA y sus posiciones. Particularmente importante fue en 1970 la campaña en solidaridad con los dieciséis encausados etarras en el juicio de Burgos, para los que se pidieron nueve penas de muerte.  

La apropiación y práctica monopolización del discurso nacionalista español por parte del franquismo y de la derecha política y sociológica en general tendrá también significativas consecuencias posteriores para el conjunto de este nacionalismo, especialmente cuando se vea obligado a acreditar una nueva credibilidad-democrática durante el período final del franquismo y el comienzo de la Transición.  Se producirá entonces una deslegitimación -a menudo bastante apriorística- de cualquier forma de nacionalismo español, identificado sin más con la defensa del franquismo. Como resultado en parte de ello, tuvo también lugar un desplazamiento circunstancial de la izquierda española en la oposición hacia posiciones federalistas, e incluso de connivencia con los nacionalismos periféricos. Se tratará en ambos casos de una fórmula poco meditada, que se limitaba a seguir mecánicamente la tradición federalista de la izquierda hispánica.  

Franco y su esposa acompañado por el cardenal primado Pla y Daniel, en el Palacio Rreal, 1958

 Junto a ello, entre las izquierdas de los años setenta tuvo lugar una aceptación de los postulados de los nacionalismos periféricos provocada sobre todo por la imposibilidad momentánea de hallar un mensaje nacionalista español legitimado democráticamente.  Resultado de todo ello fueron unos años de completa desorientación y provisionalidad en los principales partidos de la izquierda española ante el problema de cómo resolver la cuestión nacional en la futura España democrática. Así, el PCE prosiguió en la línea, marcada por la III Internacional durante el período de entreguerras y manifestada parcialmente durante la República, de apoyo a las reivindicaciones nacionalistas periféricas, lo que también venía motivado por la necesidad de competir durante los años anteriores con las opciones de la propia izquierda nacionalista. De este modo, entre las resoluciones de su Congreso de 1975 se hallará el reconocimiento del derecho de autodeterminación para el País Vasco, Cataluña y Galicia. Por otro lado, el PSOE también llegará a afirmar en sus Congresos de 1974 y 1976 el derecho de autodeterminación de las nacionalidades ibéricas, junto con su preferencia por un sistema federal.

 Como resultado de toda esta conflictividad, la oposición política antifranquista irá cobrando fuerza y empezará a velar sus armas ante lo que se consideraba que iba a ser el final, más tarde o más temprano, del Régimen, ante la evidencia, clara ya a la altura de 1970, de que al general Franco no le quedaban muchos años de vida. Los partidos comunistas -PCE y PSUC- ostentaban una clara hegemonía en los movimientos obreros estudiantiles y vecinales, y poseían una influencia muy notable en los sectores intelectuales y profesionales antifranquistas. También tuvo un protagonismo destacado en la lucha clandestina el abanico de organizaciones de la izquierda radical (Bandera Roja, Organización Revolucionaria de Trabajadores, Movimiento Comunista, grupos trotsquistas, etcétera), aunque la mayoría de ellas desaparecería rápidamente durante los primeros años de la transición democrática. El PSOE, por su parte, siguió reducido a núcleos en Asturias, País Vasco, Madrid y algunos más, y dominado por la estrategia pasiva que imponía la dirección del partido en el exilio. Hacia 1972, los sectores más dinámicos del interior iniciaron una estrategia de expansión social y recuperación del protagonismo en los movimientos de oposición, y en 1974 consiguieron desbancar a la dirección inmovilista del exilio en el Congreso de Suresnes.

 Sólo en Cataluña se consiguió una amplia unidad de acción dentro de la oposición antifranquista, alrededor de un lema común: Libertad, amnistía y estatuto de autonomía (Assemblea de Catalunya, 1972). En 1974, el PCE creó la Junta Democrática, que pese a atraer a sectores muy dinámicos de la oposición antifranquista, no consiguió nuclearla en su totalidad; el PSOE creó, en respuesta, contando con el apoyo de grupos más moderados, la Plataforma de Convergencia Democrática. Ambas plataformas sólo se unificaron tras 1975 en la llamada Platajunta (Coordinación Democrática).

 Los grupos de oposición liberal monárquica y demócrata-cristiana al régimen franquista también habían ido definiendo sus posturas a lo largo de estos años, sobre todo desde el Congreso de Munich de 1962.  Sin embargo, su penetración social era muy limitada, fuera del caso excepcional del PNV en Euskadi y de algunos grupos catalanistas. Las preferencias de los sectores burgueses dominantes y de la amplia clase media creada por el desarrollismo, se orientaban hacia un mantenimiento básico del statu quo bajo la forma de una monarquía que introdujese cierta liberalización política.

 Particularmente a partir de 1973, la legitimidad del régimen de Franco estaba ya totalmente socavada. El eco de la revolución de los claveles portuguesa de abril de 1974 se dejó sentir también en España, y parecía indicar -al igual que la caída del régimen militar en Grecia, en aquel verano- que el fin de la dictadura de Franco estaba cercano. Sin embargo, las diferencias entre Portugal y España eran muchas: ni Portugal había sufrido una guerra civil ni el ejército español se situaba en contra del Régimen, fuera de sectores minoritarios.

 La paradoja consistía en que ni las fuerzas de la oposición antifranquista tenían -excepto quizá en el País Vasco- la capacidad de derrocar al Régimen e imponer una ruptura democrática, ni tampoco los sectores sociales y las familias políticas interesadas en mantener la estabilidad social y política a cambio de algunas concesiones a la oposición poseían la legitimidad necesaria para presentarse como restauradores de la democracia.  La amplia clase media creada por el franquismo se convirtió en el colchón social estabilizador del que había carecido el país en 1936. Del encuentro entre ambas necesidades surgió un perentorio acuerdo, que sólo esperó al día siguiente al fallecimiento de Franco para ponerse en marcha. El Caudillo fue enterrado en la más absoluta soledad internacional -sólo el dictador chileno Augusto Pinochet asistió al acto- y su régimen comenzó a derrumbarse paulatinamente.

 

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Historia 16  - Cuaderno 51

 Ilustracion - Elias Bernard  

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