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Herencia
Cristiana
Los
Conventos de Monjas de Buenos Aires
Por
Alicia Fraschina
Eran
pocos los caminos que se abrían a la mujer del Buenos Aires colonial: casarse,
permanecer soltera al lado de sus padres o, si acreditaban «limpieza de sangre»,
consagrarse a la vida religiosa. Estas últimas contaron con un espacio propio a
partir de mediados del siglo XVIII, cuando monjas dominicas y capuchinas abren
sendos conventos.
Para
ingresar al primero, las aspirantes debían pertenecer a familias encumbrados y
aportar una «dote». Menos rígido y más austero, el de capuchinas era para
hijas de «nobles pobres», e incluso dio cabida a algunas hijas ilegitimas de
éstos. ¿Quienes eran, cómo vivían y se diferenciaban esas monjas?
Hasta mediados del siglo
XVIII, las mujeres del Buenos Aires colonial tenían pocas opciones en cuanto a
su modo de vida. La mayoría optaba por el matrimonio, para el que habían sido
especialmente educadas, ya que se consideraba la más segura y honrosa en un
mundo donde, según el imaginario vigente, la mujer debía ser cuidada y
protegida. Otra posibilidad era permanecer soltera, generalmente en casa de sus
padres o de algún hermano, ayudando a criar y educar a sus sobrinos. La tercera
opción era convertirse en beata; es decir, hacer votos privados de castidad y
vivir recluida, casi siempre en su propia casa, llevando una vida de intensa
oración, dedicada a veces a la caridad.
En el año 1745 se fundó
en Buenos Aires el convento de Santa Catalina de Siena, de monjas catalinas
(dominicas), con religiosas provenientes de Córdoba del Tucumán; y en 1749, el
Convento de Nuestra Señora del Pilar (capuchinas), con monjas provenientes de
Santiago de Chile, ambos de clausura. Se abría de este modo un nuevo espacio
para las mujeres porteñas en primer lugar, pero también para algunas de otras
ciudades.
El Buenos Aires
tardocolonial
Ambos conventos se fundan a
mediados del siglo XVIII, justamente cuando comienzan a sentirse las reformas
borbónicas netamente secularizantes. ¿Cómo explicar estas fundaciones en ese
preciso momento? Es en esta época cuando se acelera una transformación que había
comenzado unas décadas antes, transformación que llevará a Buenos Aires a
pasar de ser una ciudad marginal del Virreinato del Perú a capital del
Virreinato del Río de la Plata. Este importante cambio fue en primer lugar
demográfico: entre 1744 y 1810, su población se cuadruplicó pasando de 10.065
a 42. 540 habitantes. La creación de la audiencia, y la difícil situación en
la frontera con el Imperio portugués, trajo aparejado un importante aumento de
los sectores burocrático y militar, Pero, fundamentalmente, se dio un enorme
auge mercantil. Dentro de la política borbónica, Buenos Aires fue elevada a
centro principal del comercio ultramarino en el extremo sur del Imperio español.
Todos estos cambios traerían
consecuencias de índole social. La sociedad de Buenos Aires estaba compuesta
por españoles (peninsulares y criollos), negros, mulatos y unos pocos indios.
Los peninsulares y sus descendientes --que se denominaban a sí mismos «nobles,
y «gente de razón»-, querían para sí, y muchas veces obtenían, los mejores
cargos en la administración, en la Iglesia, el ejército y el comercio. Este
grupo de españoles, muy amplio en el caso de Buenos Aires, estaba amenazado
desde el exterior del propio grupo por un sector de los mulatos libres,
generalmente artesanos, que económicamente habían logrado una situación
similar a la de algunos españoles del sector bajo o medio. La otra amenaza partía
del propio grupo «noble», eran los «nobles pobres» o «indigentes». Con
respecto a ellos, los que gozaban de una situación económica más acomodada se
sentían obligados a ayudarlos mediante la limosna o la caridad. Pero cuando algún
integrante de este grupo empobrecido intentaba dar un salto demasiado alto en la
escala social, podía ser acusado de no tener la “limpieza de sangre”,
indispensable para acceder a los grupos ya enunciados. Este sector de nobles
necesitó, por lo tanto, no sólo preservar los espacios ya conquistados sino
crear otros nuevos para sus integrantes. La fundación de los conventos de
monjas a mediados del siglo XVIII respondió en gran medida a este crecimiento y
transformación de la ciudad.
Las destinatarias de
los conventos
En un intento por
establecer la relación entre estos nuevos espacios y la sociedad que les dio
origen, nos preguntamos quiénes los pidieron y para quién. Los sectores
interesados en la fundación expresaron su deseo a través de diversas cartas al
rey, memoriales de la fundación y reales cédulas. Ya en el año 1715, don
Dionisio de Torres Briseño, vecino de Buenos Aires, presbítero predicador de
Su Majestad residente en ese momento en Madrid, en su primer memorial presentado
al rey dice: «Desde la población de Buenos Aires no ha habido persona o gremio
que se esfuerce a fundar un monasterio de Monjas (...) no se fundó por no
haberse unido ni juntado los fondos ni caudales necesarios, no obstante tener en
dicha ciudad un gremio de mujeres virtuosas que por voluntaria destinación y
voto simple de castidad viven segregadas del mundo (...) y encerradas en una
casa sin el glorioso merecimiento del voto solemne». Torres Briseño se
comprometió a contribuir con 40.000 pesos y algunas fincas con lo que se fundó
el Convento de Santa Catalina de Siena. Para
la fundación del Convento de Nuestra Señora del Pilar fue Don Domingo de
Acasos, comerciante de Buenos Aires, el que donó la iglesia de San Nicolás de
Bari, punto de partida de la fundación. También encontramos cartas del
gobernador y del obispo de Buenos Aires, del Cabildo Secular y del Eclesiástico,
de los dominicos, los franciscanos y los mercedarios, así como «de los más de
los vecinos honrados y principales que lo desean».
El pedido surgió, sin ninguna duda, del sector alto de la sociedad,
compuesto por los «nobles»y «gente de razón».
PLEITO
POR UNA MONJA MULATA
La
vida del Convento de las Capuchinas se vio alterada por un pleito que
duró quince años y llegó a las más altas instancias de Buenos Aires
y España. Se trataba de Antonia González, acusada por algunas monjas
de ser mulata e hija de un sastre. El pleito escandalizó a la sociedad
porteña y la dividió en bandos.
Se
transcribe a continuación el documento del promotor fiscal eclesiástico
que desató el caso. Su original obra en el Archivo General de Sevilla
(Audiencia de Buenos Aires, 262).
“Señor
Provisor: El Promotor Fiscal Eclesiástico, ante VS en la mejor forma
que aya lugar en Derecho representa y dize que haviendo notado Su Señoría
llustrísima el Obispo mi Señor, no sin grande dolor de su Corazón que
las Madres Capuchinas de esta Ciudad» estilaban en las pretensiones del
santo hábito hacer por sí mismas la inquisición de la Naturaleza
originaria de las Pretendientes, de la conducta de su vida y demás
circunstancias necesarias para la observancia de su estrecha regla, valiéndose
a ese fin de otras Mujeres de su antojo con dilatados impropios
Locutorios agenos todos de su debido, especial y regular recogimiento y
mundana abstracción; siendo no menos estraños el tratar de carne y
sangre, unas vírgenes que despreciando al mundo deben estar entregadas
de él todo a la mejora y perfección de su espíritu con el inmediato
trato de su esposo en la contemplación de las cosas ciertas y de la
humildad y abatimiento que nos vino a enseñar Cristo, como dize el
evangelio; siguiéndose de tal irregularidad que ignorando las más de
recordar Genealogías, despreciaban a las bien nacidas de esta tierra o
habían variado según Parientes a Parientes colaterales y que llevadas
algunas de altiva soberbia reparaban en sí algún ascendiente de las
llamadas por Dios al Claustro era o había sido Pescador, olvidadas de
que Jesucristo compuso de Pescadores el Apostolado para plantar e
informar la Santa Iglesia y la primitiva Cristiana religión, murmurando
otras para el menosprecio si los ascendientes de la pretendiente o
alguno de ellos había sido Carpintero como así (según la glosa del
Capítulo seis de San Juan) lo murmuraban de Cristo los Judíos diciendo
que era Carpintero su Putativo Padre San José; y que otras activamente
preciadas de su sangre colorada escudriñaban entre la Mortaja y Cenizas
de su humilde hábito si eran Mestizas las Pretendientes y
menospreciando en lo mismo la Ley siete, título siete de el Libro uno
de los recopilados de estos reynos”. |
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En cuanto a quiénes irían destinadas estas
fundaciones, los habitantes de Buenos Aires lo tuvieron muy claro desde el mismo
momento de pedir la creación de cada convento. Con respecto al Convento de las
Catalinas, aparecen como destinatarias «las mujeres que se conozca verdadera su
vocación (...) Se puedan depositar mujeres de calidad (... ) habiendo una suma
infinita de ellas en la mayor miseria (...) será preciso que las religiosas
admitan niñas huérfanas (y) para los vecinos honrados previniendo que para
casar una hija con mediana decencia es necesario mucho más caudal que para
entrar dos en religión».
El Convento de las Capuchinas sería destinado a «las
hijas de las familias de primera calidad y nobleza que sean pobres despreciando
el mundo y sus vanidades puedan elegir el estado religioso (...) cuando la falta
de dote les tiene cerradas sus puertas el que se está previniendo para
Religiosas Dominicas en que sólo pueden entrar las que tienen medios y
posibilidades que son las menos (...) el número de mujeres de esta ciudad es
grande y de los hombres parte se dedican al estado eclesiástico y religioso,
otros están con el ánimo de restituirse a España y otros muchos se reparten
por este dilatado Reino con que quedan muchas sin posibilidad de tomar estado y
expuestas a grandes peligros como en la realidad se experimenta».
El Convento de las Catalinas estaba dispuesto a
albergar a mujeres de primera calidad que pudieran aportar una dote. La intención
de que este convento albergara en depósito mujeres de calidad y niñas huérfanas
para ser educadas nunca se cumplió. El de las capuchinas estaría destinado a
hijas de padres “nobles pobres”, que no pudieran aportar dote alguna.
Buenos Aires es descripto como un lugar especialmente
difícil para las «doncellas hijas de padres nobles pobres», dificultad creada
por las «contingencias de la humana fragilidad», por la escasez de hombres con
quienes casarse y por la falta de dinero de muchas familias que hacía casi
imposible el casamiento de sus hijas con hombres de su mismo sector social,
requisito tenido muy en cuenta en el momento de concertar un matrimonio.
El convento es presentado
como un nuevo espacio para las «mujeres de calidad» o “nobles pobres”,
que, no encontrando un lugar en el mundo o huyendo de él por propia determinación
o frente a una «llamada de Dios», deciden «entrar en Religión».
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Las aspirantes al hábito
La lectura de las reglas y
constituciones de ambas órdenes, los testamentos otorgados por las novicias al
profesar, y el análisis de diversos documentos que se encuentran en el archivo
de cada convento, nos ha permitido conocer cuáles eran los requisitos exigidos
para entrar al convento: legitimidad, limpieza de sangre, morigerada vida y
costumbres, y, en el caso de las catalinas, el pago de una dote.
La aspirante a monja era
examinada por el obispo y por la priora (catalinas) o la abadesa (capuchinas)
con respecto a la vocación. Es fundamentalmente en los testamentos que las
novicias otorgaban antes de profesar donde encontramos expresado el tema de la
vocación.
Lo allí escrito nos
permite ver cuál es el discurso que se invoca para justificar la elección de
la vida religiosa, lo que resulta particularmente interesante, ya que del análisis
del mismo se desprende la visión del mundo, de lo mundano y de la religión que
tiene una parte de la población en el período que nos ocupa. Esta visión se
divide en dos partes: una negativa, donde el mundo es presentado como «un lugar
lleno de peligros donde no se logra ningún premio y en caso de lograrlo es
perecedero, y el convento como el único lugar seguro donde «enajenada la
propia voluntad y cumpliendo solamente la de Cristo expresada a través de la de
los Superiores se puede alcanzar la gloria eterna, motivo para el que fuimos
creados».
El aspecto positivo lo
encontramos expresado en varias cartas que un grupo de mujeres pobres envían al
virrey solicitando autorización para pedir limosna a fin de formar su dote y así
poder entrar al convento. Aquí, la vocación es vista como una llamada de Dios;
las aspirantes a monja se ven a si mismas como elegidas por Jesucristo para ser
su esposa, viviendo totalmente dedicadas a El en la clausura del convento. Este
desposorio místico le permitirá conocer la voluntad de su Esposo, y mediante
su cumplimiento alcanzar la vida eterna. Si bien esta visión de la vocación es
más positiva, el mundo sigue siendo presentado como algo peligroso del que
huir.
El segundo requisito era de
índole económica. En el caso de las catalinas, la aspirante a monja debía
aportar una dote que, según las necesidades del convento, varió entre 1.500 y
2.000 pesos, más 300 para la celda y vestimentas en el caso de la monjas de
velo negro, y para las de velo blanco las cantidades eran de 500 y 30 pesos
respectivamente. Este aporte se hacía en dinero, en efectivo; el convento a
través del síndico y con la autorización del obispo, lo colocaba a censo al
5% anual, y lo que redituaba se utilizaba para hacer frente a los gastos de
alimentación de toda la comunidad conventual, la que comprendía las monjas,
algunas donadas y esclavos.
Además, había que
terminar o refaccionar el edificio, según la época, pagar los gastos de los
juicios que se llevaban adelante por problemas que surgieron durante la
construcción o por falta de pago de los acreedores que tomaban préstamos,
también debían pagar los honorarios del médico el sangrador y la botica, así
como los gastos que suponía el culto, el que incluía el salario del capellán,
gastos de cera y vino, y la compra de numerosos y costosos ornamentos sagrados.
Las capuchinas no tenían
la obligación de aportar una dote; solamente aquello que pudieran para comprar
sus “utensilios, cama, reclinatorio y vestimentas”. Si bien la dote fue una
carga pesada para la mayoría de las familias, no siempre era el padre de la
aspirante a monja el que la aprobaba. La limosna y la caridad funcionaron en el
período colonial, y hemos encontrado varios casos en que un vecino, un
pariente, un presbítero o un fraile eran los que la donaban. En el Convento de
las Catalinas se disminuyó el monto de la dote a tres novicias que sabían
tocar el clave o el órgano.
Otro de los requisitos era
el de la legitimidad. Se lo menciona en el libro de entradas o de licencias de
ambos conventos. En el archivo del Convento de Santa Catalina encontramos una
carta del obispo a la priora en la que le pide expresamente no se admitan hijas
ilegítimas para religiosas de velo negro “por traer muchos inconvenientes la
dispensación de la legitimidad”. Pero en ambos conventos se dieron
excepciones: con tres monjas en el de Santa Catalina, y una en el de Nuestra Señora
del Pilar. En ningún caso se hace mención a su nacimiento ilegítimo en los
testamentos o en los libros de profesión. Es en las fe de bautismo donde ha
quedado asentada la condición de hija natural.
En ellas encontramos el
nombre del padre y la condición de españoles y solteros de ambos progenitores
en el momento de la concepción y nacimiento. En uno de los casos consta la
licencia del obispo, quien la otorga ten vista de haber sido informado de su
vida modesta, ejemplar y recogida, como de la limpieza de sangre de sus padres
naturales por seria atestación del mismo Ministro que la bautizó y no siendo
impedimento para la profesión religiosa el defecto de ilegítimo nacimiento».
Según los moralistas de la Edad Media, criar y educar a los hijos naturales era
para los hombres un deber. Algunos hombres del Buenos Aires colonial también lo
entendieron así, y consideraron al convento como una buena opción para sus
hijas ilegítimas.
El otro requisito era el de
la limpieza de sangre. Con respecto a este tema encontramos un solo ejemplo, que
provoca enormes problemas en el Convento de las Capuchinas. Se trata del tan
conocido caso de Antonia González, acusada de tener sangre mulata por algunas
monjas de este convento y de ser hija de sastre. Nos interesa hacer resaltar que
así como el «defecto» de la ilegitimidad era resuelto en forma silenciosa y rápida,
el de la limpieza de sangre originó un caso que duró más de quince años,
involucro a gran parte de la sociedad porteña, a toda la comunidad religiosa,
al obispo, al gobernador y hasta al rey. Sabemos que otras cuestiones y
anteriores antagonismos entraron en este asunto. En los distintos documentos
consultados vemos enfrentamientos entre el rey y el obispo, el obispo y la
abadesa, y un grupo de monjas y la abadesa. En el interior del convento algunas
monjas se niegan a aceptar a Antonia González como monja de velo negro.
No reciben los sacramentos
por más de diez años, y se les prohíbe votar en las elecciones de abadesa por
su falta de obediencia y la rebeldía que había destrozado la paz del convento.
¿Qué estaba ocurriendo en la sociedad de Buenos Aires para que la presencia de
una presunta mulata en el convento produjera semejante movilización? ¿Se
estaba infiltrando gente de raza mezclada en espacios que los “nobles”, y
“gente de razón”, querían exclusivamente para sí: el ejército, la
administración, la Iglesia?
Quiénes entraban a
los conventos
En general ingresaron a
ambos conventos aquellas mujeres que cumplían con los requisitos exigidos. En
el caso de la vocación, bastaba con invocar el discurso vigente en la época.
En cuanto a la legitimidad, hubo espacio para algunas excepciones: la dote podía
formarse mediante la limosna o donaciones, pero el tema de la limpieza de sangre
fue una exigencia absoluta. El convento era un espacio reservado a las
descendientes de españoles, ya fueran peninsulares o criollos.
En nuestro intento por
conocer a que sector social pertenecían estas monjas, procuramos reconstruir
sus familias, Nos ocupamos de establecer el tamaño y la estructura de las
mismas, la ocupación del padre, y la pertenencia al clero secular o religioso
de sus hermanos o hermanas.
En un trabajo realizado por
José Luis Moreno sobre la base del censo de 1778, el autor llega, entre otras,
a las siguientes conclusiones:
A)La propiedad de esclavos
es un indicador de poder económico objetivo.
B)Las diferencias en el
promedio de hijos va de 3,8 en los grupos altos a 2,4 en los
grupos más bajos.
En tanto, Susan Socolow, en
su libro sobre los comerciantes de Buenos Aires en el siglo XVIII, da un
promedio de 7,8 hijos por familia para este grupo. El tamaño promedio de la
familia era de 13 personas, las más numerosas llegaban a 40.
Hemos introducido estos
datos para que nuestras cifras tengan un parámetro de comparación y adquieran
sentido.
Desde el momento de su
fundación hasta 1810, ingresaron en el Convento de las Catalinas 98 monjas y 57
en el de las capuchinas, en su mayoría porteñas.
En cuanto al tema de la
familia, logramos datos para el 80% de las monjas en el caso de las catalinas y
para el 40% en el de las capuchinas, lo que nos lleva a hablar simplemente de
una «aproximación» con respecto a la extracción social de las monjas. Al
hablar de familia en el período colonial, nos referimos a la pareja conyugal,
los hijos, los esclavos y los agregados. Entre estos últimos encontramos
parientes y sirvientes.
Partiendo de las cifras
dadas por José Luis Moreno y por Susan Socolow, llegamos a la conclusión de
que las monjas de ambos conventos pertenecían al sector alto de la sociedad
colonial porteña. Pero una lectura más detenida nos permite vislumbrar
diferencias. El hecho de haber obtenido datos completos nada más que para el
40% de la capuchinas es un inconveniente, ya que suponemos que estos datos son
los de las familias más cercanas al sector alto, y por lo tanto hace que los
resultados de ambos conventos no aparezcan tan diferentes como creemos fueron en
la realidad. Para afirmar esto nos apoyamos en dos hechos: primero, que las
capuchinas no aportaban dote al ingresar (al pedir su fundación éste fue uno
de los argumentos más importantes que se esgrimieron: seria un convento para
las hijas de los “nobles pobres), y
segundo, que al no encontrar datos sobre sus familias en los archivos
notariales, ni en los diccionarios coloniales, ni en los censos de la época,
nos hace pensar que en muchos casos se debe tratar de familias de los sectores
medio o bajo, que pocas veces testaban y vivían en los suburbios donde fueron
mal censadas. De todos modos, lo números nos hacen ver que en todos los items
considerados las catalinas están sin dudas más cerca de la élite.
La ocupación de los padres corresponde a lo que se tenía por más prestigioso
en la época. Llamó nuestra atención la presencia de muy pocos comerciantes.
Es que éstos, al implementar sus estrategias familiares, casaban a sus hijas
con otros comerciantes para la continuación de la empresa, ya que muchas veces
sus hijos varones optaban por carreras más prestigiosas en el ejército, la
Iglesia o la burocracia. Con respecto a la pertenencia al clero secular o
regular, ésta daba prestigio. Aquí, las cifras son positivas para las
catalinas.
Sin dudas la dote funcionó
como filtro importante en el momento de determinar a qué convento ingresar. Grande
fue nuestra sorpresa al confeccionar las listas de las monjas y descubrir que en
el Convento de las Capuchinas de extrema pobreza, habían ingresado seis mujeres
pertenecientes al sector más alto de la sociedad. ¿Qué las había movido a
abandonar sus casas confortables e ingresar a un convento cuyas celdas el obispo
De la Torre, luego de una visita, describe como «calabozos», a realizar tareas
que en sus hogares hacían los esclavos? Tal vez seguir los pasos de los
fundadores de la orden, San Francisco de Asís y Santa Clara, pertenecientes a
tradicionales y ricas familias, que en un acto de humildad extrema dejaron todo
para responder al llamado de Dios. La humildad tenía un espacio Importante
dentro del imaginario colonial.
Jerarquización en
el convento
En ambos conventos existían
monjas de velo negro o monjas coristas y
monjas de velo blanco, también llamadas conversas,
de obediencia o serviciales. En
ninguna de las reglas primitivas de estas órdenes se hace mención a dicha
división. Es en las constituciones de las monjas de Santo Domingo (catalinas) y
en la regla de Urbano IV (capuchinas) donde hallamos bien establecidas las
diferencias. En ambas existe la autorización para recibir algunas religiosas,
una cada siete de velo negro, para “ocuparse de los oficios corporales”.
Debían llevar un velo blanco sobre su cabeza, no estaban obligadas al
rezo del Oficio Divino, sino al rezo de determinado número de Padrenuestros y
Avemarías en las distintas horas canónicas, debían levantarse a la misma hora
que las demás (a las doce de la noche para orar cuanto en el locutorio se hable
o haga), torneras (o porteras), depositarias, procuradoras, madres de consejo,
refectolera (encargada del comedor), servidoras de la mesa, lectora en la mesa,
enfermeras, roperas, obreras (controlaban a los obreros), previsora, directora
de labor, hortelana y secretaria. En el de las capuchinas: abadesa, vicaria,
maestra de novicias, conciliarías, tornera 1°, 2° y 3°, correctora de coro,
sacristanes, maestra de jóvenes, imaginara (se ocupaba de reparar las imágenes
del culto), enfermera, cocinera, ropera de sayal, ropera de blanco, refectolera,
despensera, belenera (encargada de cuidar un Nacimiento muy importante que era
objeto de culto en la iglesia), escucha de torno, velera, librera, zuequera
(confeccionaba los zuecos que usaban las monjas) y laborera (dirigía las tareas
en la sala de labores). La diferencia más notable es que las catalinas contaban
con un grupo de monjas que se ocupaban de la contabilidad del convento, que debió
haber sido bastante complicada si tenemos en cuenta que las dotes de las monjas
eran colocadas a censo cuyo rédito había que cobrar y tenían además algunas
fincas alquiladas. En el Convento de las Capuchinas, la contabilidad debe haber
sido más sencilla, pues vivían fundamentalmente de la limosna que un limosnero
especialmente nombrado para ello recogía diariamente. En nuestro intento por
ver la relación existente entre estos conventos y la sociedad, nos preguntamos
cómo se distribuían estos cargos y si existía una correlación entre los
cargos y el sector social al que pertenecían las monjas.
Para cualquier oficio que fuera designada una monja ésta debía dar su
aceptación y ver en ello la voluntad de Dios. Las elecciones se debían
realizar cada tres años por cédulas secretas, que las monjas habilitadas para
votar colocaban dentro de una urna. Eran presididas por el obispo, quien, en
compañía de dos canónigos escrutadores y del capellán de las monjas, se
ubicaba en la iglesia otro lado de una reja que los separaba de las monjas
instaladas en el coro.
¿Quiénes estaban
habilitadas para votar? Entre las catalinas, las monjas de velo negro con más
de doce años de profesión. Entre las capuchinas, se requería tres años de
profesión. Las catalinas elegían
por votación a la priora. El resto de los oficios eran designados por la priora
y las madres de consejo. Las capuchinas elegían a la abadesa y a aquéllas que
ocuparían los oficios, mayores. El resto lo designaba la abadesa conjuntamente
con el obispo.
Monjas de velo blanco: durante todo e período colonial ingresaron 13 monjas
de velo blanco (sobre un total de 98) al Convento de las Catalinas y 7 (sobre un
total de 57 al de las capuchinas). La mayoría lo hicieron en fecha cercana a la
fundación, seguramente para cubrir las necesidades del convento. En las actas
de los capítulos de elección de las capuchinas pudimos rastrear qué oficios
desempeñaron: despenseras, enfermeras, cocineras, refectoleras, veleras,
roperas de blanco y beleneras.
Al intentar reconstruir la
familia a la que pertenecían estas monjas de velo blanco, nos dimos cuenta que
en el caso de las capuchinas nuestros datos son escasísimos. Entre las
catalinas, cuatro son hijas de hombres con grado militar, tres son capitanes.
Tres tenían hermanas de velo negro en el mismo convento. ¿Cómo se produjo la
decisión de quién tomaría cada velo dentro de la misma familia, teniendo en
cuenta la vida tan distinta que llevarían dentro del convento? En el caso del
capitán González de Carvajal, encontramos en el archivo del Monasterio de
Santa Catalina de Siena una carta suya al obispo en la cual, cuando se refiere
al distinto velo que recibirían sus dos hijas, dice «que es lo que desean».
¿Entraría en juego la capacidad intelectual, la edad, la posibilidad de la
familia de aportar una sola dote? ¿O será en algunos casos una opción
personal fundamentada en la humildad?
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LA
SANTA CASA DE EJERCICIOS
La
Santa Casa de Ejercicios fue fundada en 1795 por María de Paz y
Figueroa. “Antula”, como se la llamaba popularmente, había nacido
en Santiago del Estero en l730 y murió en Buenos Aires en 1799.
En
1767 los jesuitas fueron expulsados de estas tierras por el rey Carlos
III. En Santiago del Estero, María Antonia había colaborado con ellos
en dar los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Ella decidió
continuar la obra de los padres expulsados. Recorrió el país
organizando diez días de retiro según el método ignaciano, en tandas
que solían ser de doscientas personas cada una.
Pronto
se le unieron algunas amigas que serían la cuna de la congregación
Hijas del Divino Salvador, fundada en el silgo XIX.
Al
llegar a Buenos Aires, María Antonia inició la construcción de la
Santa Casa de Ejercicios, donde continuó desarrollando su obra. Hoy
constituye un monumento nacional, y sigue siendo un centro de actividad
espiritual.
(María
Antonia de Paz y Figueroa y sus amigas no fueron monjas sino
“beatas”. Es decir, hicieron votos simples de castidad y oración a
diferencia de las monjas de las que nos ocupamos en este artículo, las
que realizaban votos solemnes.)
Fuente:
Ignacio Pérez del Viso, S. J., La
Hoja de Antula, marzo 1995, número 1.
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Monjas de velo negro: constituyen la mayoría en los dos conventos.
Nuestro análisis de los capítulos de elección en el convento de las
capuchinas nos permitió constatar que las monjas de velo negro desempeñaron
absolutamente todos los oficios, hasta los considerados más humildes, turnándose
con las monjas de velo blanco en los inferiores.
Con respecto a este grupo
de mujeres, averiguamos quiénes llegaron a priora o abadesa.
Se trata de dos realidades diferentes. Entre las catalinas, las tres
primeras prioras fueron monjas fundadoras venidas de Córdoba (aunque la madre
fundadora, sor Ana María de la Concepción Arregui de Armaza y su hija
Gertrudis eran porteñas), pero ya en el capítulo de 1754 se eligió como
priora a una de las monjas que había profesado en Buenos Aires.
Dentro de las monjas tomadas en cuenta para este trabajo, es decir las
que profesaron hasta 1810, 18 monjas accedieron al cargo de prioras, algunas por
más de un período. Algunos de los apellidos más destacados de Buenos Aires, y
también unos pocos de los tradicionales del interior, se encuentran entre
ellos. Doce de ellas pertenecían al sector social más alto según la ocupación
del padre y la composición y estructura de sus familias.
Nos preguntamos qué motivó esta elección tan pareja en cuanto al nivel
social. Seguramente se trataba de
mujeres con una mayor educación, ya que el cargo exigía un buen manejo de un
grupo grande de mujeres, generalmente 40 monjas, más las donadas y los
esclavos. Por otro, si bien el síndico se ocupaba del manejo económico del
convento, hemos encontrado cartas escritas por las prioras relacionadas con la
construcción del convento, con juicios por reclamo de pagos, con la escasez de
fondos. Sus conocimientos de las reglas y constituciones, del latín y de la
liturgia debían ser excelentes, ya que era su deber supervisar todo lo que
ocurría en el convento.
Con respecto a las abadesas de las capuchinas, diez
monjas de las que ingresaron en Buenos Aires hasta 1810 ocuparon ese cargo.
Desde el año 1749 hasta 1777, solamente las fundadoras provenientes de Santiago
de Chile fueron elegidas. Desde 1777 hasta 1789 no hubo elecciones debido al
desorden provocado por la presencia de la presunta mulata, ya comentado. Estas
abadesas fueron mujeres pertenecientes a muy diferentes sectores sociales. Desde
una Rosario Oromí, cuyo padre era caballero de la Real Orden de Carlos III y
director de Tabacos del Virreinato, hasta Dominga Gutiérrez, quien consiguió
el dinero necesario para ingresar al convento pidiendo limosna públicamente.
En el caso de las
capuchinas, pudimos elaborar tablas con la finalidad de detectar un posible patrón
de ascenso hasta la obtención del cargo de abadesa. En la mayoría de los
casos, comienzan su carrera ocupando oficios menores y muy sencillos como
enfermera, cocinera mayor o ropera de blanco, oficios que, como vimos, también
fueron ocupados por las monjas de velo blanco. En general fueron electas
abadesas después de veinticinco años de profesión. Sin duda, la antigüedad
era tenida en cuenta en el momento de votar. Todas, o en su enorme mayoría,
pasaron por cargos como vicaria, maestra de novicias y conciliarias. Cargos a
los que se llegaba por elección secreta de las monjas profesas.
Pudimos comprobar dos
realidades diferentes en cuanto a la elección de prioras y abadesas. En el caso
de las catalinas, la elección quedaba en manos del sector más antiguo de las
monjas de velo negro, pero a los nueve años de fundado el convento encontramos
a una porteña electa priora. Es más, para que esto fuera posible, pues estaba
en contra de las constituciones de la orden por no tener doce años de profesión,
se consultó al obispo, quien dio la autorización necesaria. Las elecciones se
realizaron ininterrumpidamente y aparentemente sin problemas. En cuanto a las
capuchinas, las elecciones podrían ser definidas como más «democráticas»,
todas las monjas de velo negro con tres años de profesión, inclusive todas las
profesas de ambos velos durante un tiempo, tenían acceso al voto. Pero debieron
pasar cuarenta años para que las monjas que habían profesado en Buenos Aires
fueran electas para el cargo y para que las elecciones se realizaran ordenada y
periódicamente.
Por último, en nuestro
intento por descubrir si, de alguna manera, la élite externa al convento se reproducía en el interior del mismo,
seguimos la carrera dentro del convento de seis monjas cuyas familias pertenecían
al sector más alto de la sociedad porteña. Eran ellas: sor Theresa Arroyo y
Esquivel, sor María Thadea Domínguez de Acosta, sor María Josepha Gazcón y
Arce, sor María Clara Lezica, sor Josepha Merlos y sor María del Rosario Oromí.
Comprobamos que sólo una de estas monjas llegó a abadesa, una vicaria y una
fue maestra de novicias. Desde conciliarías hasta el último de los oficios los
ocuparon casi todos. Nos sorprendió encontrarlas como despenseras, cocineras,
enfermeras y roperas de sayal. Hasta donde podemos llegar en nuestro análisis,
no existió en el Convento de las Capuchinas una correlación entre élite
interna y externa.
La
vida cotidiana
Las monjas de clausura
aspiran a lograr la perfección cristiana por medio de los tres votos perpetuos
de obediencia, pobreza y castidad. En su vida diaria rezan el Oficio Divino, la
liturgia de las horas, como medio de alabanza a Dios y lograr una íntima unión
con El. Para ello santifican las
distintas horas del día mediante la oración vocal y mental que realizan todas
juntas en el coro, y cada hora de trabajo manual, la que acompañan siempre con
lecturas espirituales.
¿Cómo era un día en la
vida de las monjas de clausura durante el período colonial?
Hemos reunido los datos relacionados con el tema en los archivos de ambos
conventos en sus reglas y constituciones, en un resumen histórico escrito en
1920 por una monja capuchina y en documentos del Archivo General de la Nación.
Estos datos no son totalmente coincidentes con respecto a los horarios de los
rezos, y ante la necesidad de unificarlos, para hacer más llevadero el relato,
somos conscientes de que tal vez hemos incurrido en alguna inexactitud.
El día de las capuchinas
comenzaba a media noche. A las 12 de la noche, las monjas se levantaban y se
dirigían al coro, donde rezaban Maitines y Laudes. Algunas monjas ya no se
acostaban y, a modo de sacrificio, permanecían despiertas entretenidas en
alguna lectura espiritual o en una labor de mano.
Las catalinas se levantaban
a las 4. Al sonido de 33 campanadas se dirigían al coro para rezar Maitines y
Laudes. En cada una de la horas litúrgicas se leían o cantaban salmos, himnos
de alabanza, algún capítulo del Antiguo Testamento y otras lecturas
correspondientes al Oficio de cada día. Las capuchinas rezaban sin canto; las
catalinas cantaban y acompañaban el canto con órgano o clave. A partir de las
5 de la mañana, las oraciones y tareas eran similares en ambos conventos. A
esta hora se rezaba Prima y Tercia. Luego el capellán celebraba la misa, a la
que todas las monjas de ambos velos debían asistir. Alrededor de las 6.30 se
servía el desayuno, que consistía en una taza de té o mate con un pancito. A
continuación volvían al coro para rezar Sexta y Nona, seguidas de una hora de
oración mental, meditando generalmente sobre la pasión y muerte de Jesucristo.
Durante el resto de la mañana,
hasta las 11, las monjas que habían sido designadas para los diferentes oficios
cumplían con sus tareas específicas. Se realizaban los trabajos de limpieza,
lavado y acondicionamiento de la ropa, y se avivaban los fuegos en el amplio fogón
de la cocina, donde comenzaba a prepararse el almuerzo. Las monjas de velo negro
supervisaban estas tareas que realizaban las monjas de velo blanco, las donadas
y las esclavas. Entre las catalinas, la procuradora y la depositaria se recluían
en sus oficinas para ocuparse de los asuntos económicos del monasterio, los
jornales de los albañiles y las cuentas de la leña, el trigo, la grasa, y
tantas otras cosas que había que pagar, además de ocuparse de los deudores
morosos que no aportaban a tiempo los réditos del dinero que habían pedido a
censo y sin el cual la vida en el convento se hacía muy difícil. Las
capuchinas no tenían rentas, ni deudores remisos. Vivían de la limosna.
DE LA "REGLA Y
CONSTITUCIONES
DE LAS MONJAS DE LA ORDEN
DE SANTO DOMINGO",
SANTIAGO DE CHILE, 1863.
«Enséñeles el arreglo
esterior del cuerpo i el interior del alma. El "esterior", que
refrenen sus sentidos; los ojos, en no mirar sino con moderación y
cuando convenga; los oidos, en no oir cosa ninguna reprensible; el
olfato, en sufrir con paciencia i dignidad olores que desagraden; el
gusto, en no quejarse del alimento que no sea conforme a su apetito; el
tacto, en no buscar regalo en la cama, ni en el asiento, ni vestido,
etc. que cuando no esten las manos ocupadas las tengan siempre debajo
del escapulario; refrenen la lengua para no quebrar el silencio, i para
platicar pidan antes licencia; hablen a las Preladas con humildad, a las
ancianas con reverencia, a las iguales con afabilidad i a las menores
con buena gracia; llamen o nombren a las Religiosas diciendo Sor N. i a
las Preladas, ancianas i mayores anteponiendo el nombre de Madre,
advirtiendo que cuando se dirijen a la Prelada deben decir Madre
Nuestra, i cuando hablen de Su Reverencia, Nuestra Madre; repriman los
movimientos de ira; se moderen en la risa evitando carcajadas; tengan
siempre el rostro alegre, pero sin liviandad, la cabeza erguida, pero
sin altivez; anden sin precipitación, se sienten con decoro i
honestidad; cubran el rostro con el velo cuando sean vistas de jentes de
fuera; se conduzcan de tal manera en todas sus acciones que la
compostura del cuerpo sea un claro indicio de la compostura del alma”.
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Tenían «limosneros, que
salían por la ciudad y la campaña y por distintas provincias hasta Paraguay y
Chile, y volvían trayendo poco dinero pero muchas mercaderías, alimentos, leña,
pescado seco y ganado en pie que se vendían para poder pagar la obra del
convento, que duró cincuenta años. La sacristana limpiaba y adornaba la
iglesia: para ello contaba con la ayuda de un esclavo sacristán que alguna de
las monjas había donado al convento al ingresar. Las monjas torneras se
ubicaban en los dos tornos existentes, el de la sacristía y el de la entrada.
Por esta especie de ventanas giratorias, las monjas, sin ser vistas, funcionaban
como intermediarias entre la clausura y el mundo, recibiendo o entregando lo que
fuera necesario, fundamentalmente los alimentos.
Todas las cartas o
esquelas, que también pasaban por estos tornos, eran controladas por la priora
o abadesa. La hortelana se dirigía al huerto, donde algún esclavo del convento
o prestado por algún rico vecino haría las tareas. Las capuchinas no tuvieron
huerto, pero sí un hermoso patio con frutales y viña. Las roperas de sayal y
de blanco tenían a su cargo que los hábitos, las sábanas y las servilletas
estuvieran listas para el sábado, día en que se repartía la ropa ya limpia,
cosida y remendada para toda la semana. Cada monja tenía tres hábitos que eran
guardados en la ropería. En su celda, cada monja sólo tenía la ropa que
necesitaba durante la semana. Se lavaba en enormes bateas con agua acarreada en
baldes desde los aljibes.
Las monjas que no tenían
asignado un oficio se reunían en la sala de labor y bordaban. El producto de su
trabajo lo entregaban a la madre priora o a la abadesa, quien lo regalaba a
alguna autoridad pública o a algún benefactor del convento durante sus
visitas. También bordaban los ornamentos usados en la iglesia. Mientras
realizaban sus labores escuchaban lecturas espirituales, generalmente sobre
vidas de santos o en relación con la festividad del día.
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A las 11.15 todas las
monjas se reunían en el coro para examinar su conciencia. Este examen terminaba
con el Salmo De Profundis: De lo más
profundo/ clamo hacia ti Yavé; / ¡OH Señor, escucha mi clamor!/ ¡Estén
atentos tus oídos/ al grito de mi súplica!
La campana de las 11.30
llamaba al refectorio, había llegado la hora del almuerzo... La refectolera se
había ocupado durante la mañana de que todo estuviera limpio y en orden, había
revisado no sólo los manteles y la vajilla sino también la fruta y el pan, los
que había cubierto con cuidado para preservarlo del polvo y las moscas. Existían
dos turnos de comida. Antes de entrar, las monjas se lavaban las manos y, una
vez acomodadas, la que presidía bendecía la mesa.
Durante el almuerzo estaba
prohibido hablar, salvo para pedir algo que pudiera faltar en la mesa y las
encargadas de servir no lo hubieran notado. Se comía escuchando alguna lectura
espiritual. En la mesa de las capuchinas podíamos encontrar pescado, huevo,
verduras y fruta. En la de las catalinas, en algunas épocas del año se
agregaba carne. Les estaba prohibida durante la Cuaresma y el Adviento, la
vigilia de algunas festividades y todos los viernes. Durante la Cuaresma también
estaban prohibidos los lácteos y los huevos. Se insistía mucho en beber agua sólo
moderadamente, porque, según una creencia de la época, ésta producía
somnolencia, lo que era contraproducente durante la oración.
Debían pedir autorización si necesitaban tomar agua fuera de las
comidas. Durante el almuerzo se practicaban algunas penitencias públicas, como
comer en tierra (según la falta cometida podía ser en una mesa muy bajita e
incómoda o realmente sobre el suelo) o comer sólo pan y agua.
De 13 a 14 horas las monjas
tenían una hora de recolección o descanso que cada una podía emplear como
quisiera. Podía leer, realizar una
devoción particular, bordar o descansar.
A las 14 se llamaba a Vísperas,
oración que se realizaba en el coro. De 14 a 17 realizaban nuevamente algún
trabajo manual escuchando lecturas espirituales. Las oficialas trabajaban cada
una en lo suyo. Las catalinas cortaban la tarde con una merienda.
A las 17 rezaban Completas.
A la tardecita rezaban el rosario, tenían una hora de oración mental y
hacían nuevamente el examen de conciencia. La finalidad de este examen era
tomar conciencia hasta de las faltas más insignificantes y poder rectificar la
conducta, la intención puesta en cada uno de sus actos o el pensamiento.
Las capuchinas cenaban a las 18.45, solamente un
plato de sopa espesa y una taza de té. A continuación tenían una hora de
tiempo libre y a las 20 se acostaban. Después de cenar, las catalinas se dirigían
al coro en procesión cantando el Miserere, pidiendo piedad a Dios antes de
acostarse: Tenme piedad, OH Dios, por tu
clemencia, / por tu inmensa ternura borra mi iniquidad,
/ ¡OH lávame más y más de mi pecado, / y de mi falta purifícame!.
A esto seguía un rato de recreación, que cada una
dedicaba a su devoción particular. Luego
rezaban la Salutación del dulce nombre de María, la oración de Santo Domingo,
su fundador, y se acostaban.
Según el tiempo litúrgico, y las distintas
festividades, había variaciones en este horario. Durante el Adviento y la Cuaresma, algunos recreos se suspendían.
En los días que realizaban ejercicios, hacían tres horas de oración mental.
Los domingos no realizaban ninguna labor y rezaban los quince misterios de
rosario.
Además de qué hacían, hay otras preguntas que nos
podemos formular con respecto a la vida cotidiana de las monjas de clausura.
Todo está establecido en sus constituciones. Una de esas preguntas es cómo
dormían. Con túnica, velo, toca y ceñidas con el cordón de castidad. Las
catalinas podían usar colchón de lana, nunca de pluma (sólo las enfermas en
la enfermería), y las capuchinas, jergón de heno o paja.
Las capuchinas eran monjas
de una orden más austera, austeridad que se manifestaba en no tener
propiedades, en la comida y en el vestido. Las catalinas podían usar chapines.
El hábito era de saya blanca, el escapulario del mismo color, la capa y velo
negros, siendo este último blanco en las hermanas conversas y en las novicias
de coro. El color blanco es el símbolo de la pureza de corazón de que debían
estar revestidas, y el negro es un aviso de la penitencia que debían hacer por
las faltas de la vida. Los paños para su confección los hacían traer desde
España, según consta en los recibos que se conservan en el archivo del
monasterio: anascote, lienzo de algodón, bareta. Su ropa interior también debía
ser blanca. Las capuchinas, en cambio, por muchos años compraron paños de la
tierra, burdos en extremo, de color verdoso o azul para la ropa interior. Podían
calzar solamente zuecos que se confeccionaban en el mismo convento: eran de
madera con una tira blanca. Los hábitos se hacían por lo general con sayales o
sayaletas, llamados de cordoncillo, traída de Córdoba, los cuales eran tan
duros que casi se paraban solos. El hábito de las capuchinas es marrón, y el
velo negro o blanco.
Al entrar al noviciado, se
les cortaba el pelo a la altura de las orejas. Un signo seguramente de humildad
pero también de higiene, ya que por el resto de sus días lo llevarían
cubierto por la toca y el velo, y, según las reglas, se lo podían lavar siete
veces al año.
Una vez por semana, la
priora o abadesa convocaba a capitulo de culpas. En él, la prelada daba una plática
sobre las faltas relacionadas con la observancia de la regla y las
constituciones. Las religiosas debían acusarse públicamente de toda «falta de
pura Constitución», omitiendo lo que pudiera calificarse de pecado, que
correspondía exclusivamente a la confesión sacramental. Las que se reconocían
culpables de ofensa negligencias como romper el silencio, distracciones durante
el rezo, no haber realizado diligentemente una tarea encomendada, etc., pedían
perdón postrándose en tierra y, en caso necesario, recibían una corrección.
Toda la vida de estas
religiosas transcurría en un clima de silencio exterior. La finalidad de esta
actitud era facilitar el diálogo con Dios. Las monjas debían guardar silencio
absoluto en la celda (las celdas debían ser individuales, pero durante los años
cercanos a la fundación durmieron de a tres o cuatro por falta de espacio), el
coro y el refectorio. A la hora de la siesta y por la tarde, desde la hora de
Completas hasta Tercia, debían guardar silencio absoluto en todos lados. Si
alguna hablaba en los horarios y lugares permitidos, de cosas necesarias, en voz
baja y en pocas palabras, no quebrantaba el silencio. En la enfermería podían
hablar siempre las religiosas, para recreo y servicio de las enfermas.
Al ingresar, las religiosas
prometían vivir siempre en clausura. Estaban obligadas a ello bajo pena de
excomunión, salvo por grave peligro, por incendio o ruina o en que pudiera
haber peligro de muerte. Con autorización del obispo, algunas monjas podían
viajar a otra ciudad a realizar alguna fundación. Nadie podía entrar al
convento desde la puesta del sol hasta el amanecer, y fuera de este horario sólo
podían entrar a la clausura, en caso de necesidad, el médico, el sangrador, el
capellán para confesar y dar la comunión a las enfermas, y el obispo o general
o provincial de la orden una vez al año para realizar la visita de inspección.
Si era necesario, podían entrar, obreros a realizar alguna tarea. En ese caso,
las religiosas debían recluirse para no ser vistas.
¿Cómo se realizaba la
comunicación con el mundo en un espacio donde la clausura era tan estricta? A
través de los tornos, del locutorio y de la reja que separaba el coro bajo de
la Iglesia. El locutorio es el cuarto donde las monjas podían recibir la visita
de sus padres y otros parientes carnales. No podían ir al mismo sin autorización
de la, superiora. Al hablar debían hacerlo de tal manera que las
“escuchas”, dos monjas nombradas para ello, escuchaban y observaban todo lo
que acontece en el locutorio. El sector de la clausura estaba separado de aquél
en que se ubicaban los visitantes por una reja de hierro que debía tener un paño
por la parte de adentro, de modo que las monjas no fueran vistas.
Cuando las religiosas se acercaban a la reja, cubrían su rostro con un
sobrevelo. La finalidad de todo esto era preservar a las monjas de toda
contaminación con el mundo que pudiera distraerlas de su comunicación con
Dios. Sin embargo, sabemos que durante algún tiempo en el locutorio de las
capuchinas, el mundo y sus vanidades lograron penetrar la reja y el paño. Después
de una visita, el obispo De la Torre, en un informe al rey, escribió:
«Con motivo de una
pretensión de hábito parecía el locutorio una Indulgencia Plenaria (día en
que las iglesias se llenaban de gente), según el concurso de mujeres que
entraban y salían (...) reduciendo su recitado a revolear la sangre de muchas
familias y, desenterrar los huesos de los que descansaban en paz». El motivo,
el ingreso al convento de una presunta mulata.
La otra reja que conectaba
con el mundo era la de la iglesia, en ésta se podía correr el paño cuando se
exponía la palabra de Dios. En el caso de las capuchinas, leemos en la regla
que está reja debía ser de barretas de hierro, unidas, espesas y entrelazadas,
y fuertemente guarnecidas de clavos de hierro con puntas hacia afuera.
(Siguiendo exactamente esta descripción la podemos ver en la iglesia de San
Juan Bautista.) Las monjas comulgaban por una puertita de hierro por donde el
sacerdote introducía la mano y el copón. Las capuchinas tenían esta puertita
en la misma reja, las catalinas a un costado.
Otra forma de contacto con el siglo eran las fiestas
patronales que se celebraban con todo el esplendor que las constituciones y la
situación económica permitían, según ha quedado registrado en los recibos de
los conventos. Las catalinas festejaban el día de Santa Catalina de Siena, y
las capuchinas el de Santa Clara y el de San Juan Bautista, bajo cuya advocación
estaba la iglesia que les habían donado para comenzar la fundación. Estas
Fiestas se realizaban con una doble intención: para realzar la solemnidad del
culto y para alegría común del vecindario. Se hacían fuegos artificiales,
cohetes, pólvora.
Después de haberlas visto
rezar, comer, trabajar en los distintos oficios, elegir a sus propias
autoridades, decidir quiénes ingresaban al convento y quiénes no, nos
preguntamos qué era una monja de clausura en el imaginario colonial. En un
documento de 1789 leemos: “Las ovejas redimidas con la sangre de su Hijo,
consagradas en esposas suyas y destinadas por su profesión a ser todas
enteramente de su Divino esposo y gozar para siempre de sus castos y virginales
amores y de los sacratísimos, dulcísimos y purísimos abrazos de su caridad en
perpetuo retiro, segregadas del comercio de criaturas y del consorcio humano,
ocultas a los ojos de los demás mortales y alejadas de la corrupción del
siglo”. Eran esposas de Jesucristo, quien las quería enteramente para si y
con quien aspiraban a lograr una unión perfecta por medio de los votos de
clausura, obediencia y castidad, viviendo en silencio y oración.
Actualmente las monjas
catalinas (dominicas) tienen su monasterio en San Justo, y las capuchinas
(clarisas) en Moreno. ¿Qué quedó de los conventos construidos en el periodo
colonial? El de las catalinas está en San Martín y Viamonte. Se conserva la
iglesia, donde se puede ver aún la reja y el coro, el claustro, hermosísimo,
muy amplio y cubierto de vegetación, con las cuarenta celdas a su alrededor, en
planta baja y primer piso, la cocina, los tomos. Ha sido declarado monumento
histórico nacional.
En el caso de las
capuchinas, se conserva la iglesia de San Juan Bautista en Alsina y Piedras. Allí
se puede ver la reja del coro bajo, con sus pinches agresivos según ordena la
regla. El resto de la manzana fue vendido y se construyó un importante hotel.
Los dueños del hotel están reciclando la biblioteca y el refectorio del
monasterio, que destinarán a sala de conferencias. Al leer los documentos
existentes en el archivo del monasterio, llamó nuestra atención no encontrar
ninguna referencia sobre dónde se confesaban las monjas, ya que, según las
disposiciones referentes a la clausura, el capellán y los confesores
extraordinarios no podían pasar a la zona de clausura ni las monjas podían
salir de la misma. En la iglesia de San Juan Bautista encontramos la respuesta.
En un altar lateral sobre el ala derecha hay una puerta muy pequeña y
disimulada en la talla del retablo. Al abrirla, nos encontramos con un cuarto
diminuto, de no más de 1,20 metros de lado, donde todavía está el sillón
donde el sacerdote pasaba largas horas escuchando a las monjas en confesión.
Las monjas, desde la clausura, se confesaban a través de una abertura realizada
en la pared y cubiertas por una reja. En el caso de las capuchinas, el claustro
y las celdas han sido demolidos. Sin duda, una lamentable pérdida para nuestro
patrimonio cultural.
El enorme crecimiento
demográfico y económico de Buenos Aires en el Siglo XVIII hizo surgir la
necesidad dentro del sector “noble”, (españoles y criollos) de los espacios
conquistados y crear otros nuevos. Los conventos fueron una respuesta adecuada
para las mujeres de ese sector.
Los requisitos exigidos
para ingresar al convento, y especialmente el comprobar en qué medida se
cumplieron y cuándo fueron soslayados, nos permitió entrever una sociedad
donde la falta de dinero o la ilegitimidad de nacimiento eran obviadas siempre y
cuando se diera la “limpieza de sangre”. Si bien tenemos presente que en
relación con este tema hemos encontrado un solo caso durante el periodo
colonial, no sabemos si otras mujeres de raza mezclada intentaron entrar al
convento y no lo lograron. Lo que sí pudimos comprobar es que fue este tema el
que convirtió al convento en caja de resonancia de la sociedad, y así este
espacio ya no pudo ser como quería Santa Clara, fundadora de la orden, modelo,
ejemplo y espejo para los demás, sino simplemente un espejo donde la sociedad
quedó reflejada. Quedó reflejada en primer lugar en cuanto a su organización
jerárquica. En el convento, al igual que en la sociedad, convivían esclavos,
sirvientes y, dentro del grupo de las monjas todas «nobles, y pertenecientes al
grupo de «gente de razón», se dieron dos subgrupos perfectamente
diferenciados, las monjas de velo blanco
y las de velo negro.
Por otro lado, nuestra aproximación al tema de la
distinta extracción social de las monjas de los conventos estudiados nos
permite afirmar que, en general, las monjas del Convento de Santa Catalina de
Siena pertenecían a un sector social más alto que el de las capuchinas;
seguramente la dote fue la causa principal de esta diferenciación.
En cuanto a la correlación existente entre una élite
dentro del convento y la élite
social, ésta se dio entre las catalinas. En el Convento de las Capuchinas, las
abadesas fueron de diversa extracción social, lo que está en perfecta
correlación con el diferente origen socioeconómico de sus integrantes. También
pudimos constatar que las monjas pertenecientes a la éste social de Buenos
Aires ocuparon los oficios menores. Esto nos está indicando que este grupo de
monjas funcionó, en cuanto al acceso a los cargos, con prescindencia del status
social de sus integrantes.
En nuestro intento por conocer la relación entre los
conventos de monjas y la sociedad en el período colonial, los vimos funcionar
como espejos de la sociedad donde se hallaban inmersos. Espejos donde se
reflejaron, además de lo ya expuesto, los valores y disvalores de su tiempo. Así
vimos que tuvieron cabida el orden, el respeto por las instituciones y por las
autoridades constituidas. Pero también encontró su espacio el desorden, la
discordia (“la polilla de los conventos”, como afirmó un obispo de la época),
el enfrentamiento con las autoridades y la desobediencia a las reglas.
Ambos conventos estaban separados del siglo por un
muro alto y grueso pero permeable, aunque con un grado y calidad diferente de
permeabilidad.
El presente trabajo es parte de uno más amplio que
la autora está realizando desde hace ya más de dos años y que será
presentado como su Tesis de Licenciatura en Historia en la Universidad Nacional
de Luján bajo la dirección de la Prof., Silvia Mallo.