Si existe un dominio donde el progreso está considerado como un "cambio para
mejor", es claramente el de la medicina. El argumento "de choque", y que parece
incontestable, es el de el aumento regular de la duración de la vida. De 35 años
hace uno o dos siglos, hemos pasado a 72 años para los hombres y a 79 años para
las mujeres. ¡Todo ello gracias a la medicina!. Sin embargo, la noción de
duración de la vida es bastante ambigua. Parece que existen dos maneras de
calcularla.
En los animales, la perpetuación del patrimonio genético es su única y suprema
misión; desde el momento en que un animal pierde su capacidad reproductiva de
crianza de sus pequeños, pierde al mismo tiempo sus defensas naturales y su
capacidad para proveerse de alimentos. Es entonces incapaz de sobrevivir. Salvo
muerte accidental (hambruna o agresión) su duración de vida está inscrita en sus
genes. Decimos por ejemplo que tal mamífero puede vivir 14 años. Después de esta
edad, su muerte está programada.
En la especie humana, debido a la notable cantidad de mestizajes étnicos, existe
una gran variedad de programas genéticos. En los gemelos verdaderos los
programas genéticos de envejecimiento son idénticos. Para cada individuo la
duración de vida programada es desconocida y cada uno intenta calcularla a
partir de la edad en la que murieron sus ascendientes. Esto implica un
reconocimiento del factor genético. La diversidad de programas de envejecimiento
ha incitado a calcular la duración de la vida de los humanos por la media de la
edad de su muerte. Si dos individuos que nacen, uno muere a los 4 años y otro a
los 90, ¡la duración media de vida es de 42 años!. Es por eso que para nuestros
ancestros, que vivían según un orden natural, la fecundidad era muy elevada y la
mortalidad infantil lo estaba en la misma relación. La duración media de la vida
era pues muy baja, ¡en torno a los 30 años!.
Sin embargo, sabemos que hasta que llegaba la edad adulta, su programación
genética le hacía conservar todas sus fuerzas y su actividad hasta la autonomía
de sus últimos hijos (en torno a los 60 años). Después de esta edad, sus fuerzas
declinaban y su vida dependía de la solidaridad familiar. Para los animales,
muchos de los cuales tienen una enorme fecundidad y una mortalidad infantil en
relación, la edad media de vida es extremadamente corta. Es de esta forma que se
impone el orden natural que quiere que cada especie animal no sobrepase un
cierto número de individuos para conservar el equilibrio natural entre las
especies. Pero volvamos al rol de la medicina. Este es el quid de la cuestión:
¿puede la medicina modificar el programa genético de un individuo?, algo así
como que aquel que deba quedarse calvo a los 50 años no pierda sus cabellos
hasta los 60 años.
Los diversos productos vendidos para retardar el envejecimiento, y que tienen
tanto éxito entre las mujeres de hoy, especialmente de aquellas que han
renunciado a ser antes que nada madres para ser mujeres deseables, ¿tienen un
efecto real?. ¿Acaso no hay una cierta impostura generalizada de la que se
benefician un número considerable de poderosas transnacionales y que, gracias a
la publicidad incitativa, realizan un verdadero lavado de cerebro en las
mujeres?. Los resultados obtenidos, aunque ciertamente espectaculares, no serían
sino pasajeros. Es como dar un paso atrás (en el envejecimiento natural) para
acabar dando un salto de caída mejor. De hecho, estos productos no modifican el
programa genético de envejecimiento. El recién teñido y la piel estirada no se
pueden prolongar por siempre. Sí que puede ocurrir, no obstante, que la vida de
un individuo pueda ser prolongada si es más calmada, más protegida, menos
activa. Está comprobado que la duración de la vida de los guardas de museo es
mucho más larga que la de Napoleón I, muerto a los 52 años. ¿Habría podido
Napoleón ser guardián de museo?. ¿Acaso no tuvo la oportunidad de realizar un
destino excepcional inscrito en su patrimonio genético desde su nacimiento?.
¿Qué poeta escribió aquello de que: "Tengo más recuerdos que si hubiera vivido
mil años"?.
La medicina, siendo "una ciencia que tiene por objeto la conservación o el
restablecimiento de la salud", necesita distinguir a la cirugía del resto de las
especialidades. La cirugía es un método manual al mismo nivel que el de un
ebanista. El cirujano trabaja con sus manos. El mal y la manera de tratarlo son
muy claros. La operación sale adelante o no. El "engaño" del cirujano realizado
en el cuerpo del paciente es difícil, la mayor parte de las veces imposible.
Para las demás especialidades se funciona de otra forma. En cirugía la sanación
natural es muy rara. En realidad la cirugía aumenta la duración de la vida.
Hemos mostrado como en muchos dominios, la mayor parte de los "progresos" no
hacen sino reparar los desarreglos de otros "progresos". Por ejemplo, el
ascensor es un progreso para los habitantes de un inmueble, que a su vez fue un
progreso en relación a las casas solariegas de una sola planta. Para éstas, ¡no
hace falta ascensor!. Examinemos lo que repara la cirugía. Corazón cansado,
fracturas diversas, órganos deteriorados, y preguntémonos: ¿estos males existen
en la naturaleza completamente preservada del hombre?. Todas las fracturas
debidas al deporte, a los accidentes en carretera, a caídas diversas, no existen
en los animales salvajes. De igual forma tampoco sufren heridas provocadas por
las armas, como es nuestro caso durante las guerras. Los admirables progresos de
la cirugía no hacen más que anular, en cierta medida, los perjuicios provocados
por otros progresos realizados en otros dominios. Las enfermedades cardiacas y
de ciertos órganos, los diversos accidentes, no son sino males provocados por
una vida muy antinatural. La medicina trata de rehacer cuerpos humanos tal y
como Dios los dejó hechos. El formidable avance de la humanidad en relación a la
"animalidad" en el dominio de la sanidad ¿no sería una figura retórica, bella,
pero inexacta?.
Desgraciadamente, en vez de intentar construir una sociedad donde la vida de
cada uno sería más natural, la civilización moderna, como en la guerras,
destruye cada vez mejor para reparar cada vez mejor. La creencia, cuidadosamente
extendida por los que tienen interés en verla aceptada por todos, de que no
existen en el hombre defensas naturales que permitan combatir victoriosamente
ciertas enfermedades, no cesa de penetrar en nuestras mentalidades. El menor
malestar debe ser curado incluso si hemos sido biológicamente construidos para
combatirlo. ¡Debemos protegernos artificialmente, continuamente, de todo!.
Haríamos mejor en explicar a nuestros semejantes que una vida más natural nos
evitaría la mayor parte de nuestros males. Ved como nuestros nutricionistas
descubrieron que en lugar de dejar perder a las bestias muertas, como en la
naturaleza, podíamos hacer harina de ello y que estaba científicamente
comprobado que nuestros animales domésticos podían alimentarse de ello sin
consecuencias. Hoy, la epidemia de las "vacas locas" siembra el terror, quizás
exagerado, pero con consecuencias catastróficas. Vemos como las poderosas
sociedades transnacionales crean hábitos alimenticios artificiales provocando
malformaciones irreversibles. Así por ejemplo, un Americano sobre tres es
considerado como obeso o a punto de convertirse en obeso. Lo peor, es que estas
malformaciones anti-naturales se hacen poco a poco genéticas. Si, en los Estados
Unidos, ¡la obesidad es considerada como de origen genético!. Como ya hemos
mencionado, antes de la Segunda Guerra Mundial los estudios habían mostrado que
ciertas minorías vivían todavía de forma muy natural, por ejemplo en ciertas
montañas de Suiza o del norte de Europa, la dentición se mantenía perfectamente
sana toda la vida: buena implantación de dientes, nada de caries, ni de muelas
picadas. El "Progreso" en el dominio nutricional a cambiado todo esto. En
nuestros días, muchos niños tienen una mala implantación dentaria, las caries
deben ser combatidas constantemente y los dientes se pican y se caen antes de la
edad normal. Desgraciadamente, estas mala calidad dentaria se está transmitiendo
genéticamente.
Decir al ciudadano, que si hubiera vivido en el siglo XVIII, se hubiera muerto a
los 36 años, es una presentación tendenciosa de la realidad. En realidad, se
habría muerto bien en la primera infancia, o bien hacia los 70 años, pero
raramente a los 36. Decir al ciudadano que el aumento del gasto médico va a
significar indefectiblemente una mejora de su protección sanitaria es
discutible. También se puede traducir en un deterioro de su salud, si cae dentro
del porcentaje de los "errores médicos". En la actualidad, las mujeres tienen
muy pocos hijos. El inmenso capital de abnegación, de ternura y de protección
que poseen se canaliza a muy pocos seres. La mortalidad infantil a disminuido
considerablemente, lo que prolonga nuestra esperanza de vida. Hoy, la muerte de
un bebe es un drama horrible, mientras que antiguamente, era un suceso normal
dentro del funcionamiento de la vida. Esta disminución de la mortalidad infantil
no es la única causa del aumento de la duración media de la vida. Si el programa
genético de envejecimiento de cada ser no ha podido ser modificado, la medicina
si que ha logrado prolongar la tercera edad, la de la supervivencia. En nuestras
sociedades de la abundancia, la solidaridad permite a aquellos que han perdido
toda su autonomía a conservar una vida a la que todos nos sentimos ligados,
incluso si ya no nos aporta nada. La Fontaine trató este tema bajo las fábulas
de "La muerte y el desgraciado" y "La muerte y el leñador". Quizás esta
supervivencia sea dolorosamente vivida por la persona anciana y por aquellos que
le rodean. Muchos se preguntan al respecto...
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