De mi juventud comunista, todavía recuerdo la expresión, repetida hasta la
saciedad en discursos oficiales para enfatizar la "unidad de todas las fuerzas
de progreso": "trabajadores, campesinos e intelectuales honestos", como si los
intelectuales fueran, por naturaleza, sospechosos, fueran demasiado a su libre
albedrío, con falta de una sólida identidad social y profesional, de forma que
solo pueden ser aceptados si demuestran su cualificación.
Esta desconfianza se mantiene hoy en día con toda su carga, en nuestras
sociedades post-ideológicas. Las líneas están claramente delimitadas. En el lado
"honesto", están los expertos aclamados, sociólogos, economistas, psicólogos,
tratando de arreglárselas con los problemas de la vida real engendrados por
nuestra "sociedad de
riesgo", conscientes de que nuestras viejas soluciones ideológicas son
inservibles. Más allá están las "clases charlatanas", académicos y periodistas
sin una educación sólida, generalmente trabajando en humanidades con vagas
tendencias por el postmodernismo francés, especialistas en todo, tendentes al
radicalismo verbal, que aman las formulaciones paradójicas que contradicen
groseramente lo obvio. Cuando se enfrentan con los fundamentalistas dogmáticos
liberal-demócratas, tienen un increíble talento para destapar las ocultas
artimañas de dominación. Cuando se enfrentan a un ataque de estos
fundamentalistas, sacan una no menos portentosa habilidad para descubrir
potenciales emancipatorios en todo ello.
Sin embargo el cliché tiene algo de verdadero, recordemos los numerosos fiascos
de los radicales intelectuales del siglo XX, por ejemplo el más paradigmático el
del poeta francés Paul Eluard, que rechazó mostrar apoyo a las víctimas de los
juicios estalinistas: "ya gasto demasiado tiempo defendiendo a los inocentes que
proclaman su inocencia, como para defender a los culpables que proclaman su
culpabilidad". Pero una excesiva reacción contra los intelectuales que actúan "a
su libre albedrío" deja a la crítica bajo sospecha: la desconfianza en los
intelectuales es en el fondo una desconfianza en la filosofía en sí misma.
En marzo del 2003, Donald Rumsfeld se metió en un ejercicio de filosofía
amateur: "Hay cosa que sabemos que se saben. Esas cosas que nosotros sabemos que
se saben. Pero también hay cosas que sabemos que no se saben. Es decir, hay
ciertas cosas que sabemos a ciencia cierta que no sabemos. Pero también hay
cosas que no sabemos que no nos son conocidas." Lo que le faltó añadir es el
cuarto término crucial: las "cosas que no se saben que nos son conocidas", es
decir, lo que nosotros no sabemos que conocemos, que es precisamente el
inconsciente freudiano. Si Rumsfeld pensó que los principales peligros de la
confrontación con Irak fueron las "cosas que no sabemos que no conocíamos", es
decir el peligro de Saddam en lo que ni siquiera conocíamos, entonces el
escándalo de las torturas de Abu Ghraib muestra que los principales peligros son
en realidad las "cosas que no sabemos que conocemos", lo que creemos repudiar,
suposiciones y prácticas obscenas que pretendemos no conocer, y que incluso
forman el armazón de nuestros valores públicos. El destapar estas "cosas que no
sabemos que conocemos" es la labor del intelectual.
El 11 de septiembre del 2001, las Torres Gemelas fueron derrumbadas. Doce años
más tarde, el 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. El 9 de noviembre
fue el comienzo de los "felices 90", con el sueño de Francis Fukuyama del "fin
de la historia", la creencia que la democracia liberal había ganado en
principio, que la búsqueda había finalizado, que el advenimiento de un mundo
global, liberal nos esperaba a la vuelta de la esquina, que los obstáculos para
el advenimiento de este final feliz Hollywoodiano eran meramente contingentes,
que las bolsas de resistencia locales eran líderes que no alcanzaban a
comprender que su tiempo se había acabado. En contraste, el 11 septiembre es el
símbolo del final de los felices años 90, de una era en la que nuevos muros
están emergiendo por todas partes, en Palestina, en las fronteras exteriores de
la Unión Europea, en la frontera México-USA. La posibilidad de una nueva crisis
global se avecina en forma de crisis económicas, catástrofes militares y de todo
tipo, incluyendo estados de emergencia.
En el libro "The War Over Iraq", William Kristol y Lawrence F Kaplan
escribieron: "La misión comienza en Baghdad, pero no termina allí... estamos en
el punto de inflexión hacia una nueva era...es un momento decisivo... Es algo
que va mucho más allá que nuestro papel en Irak. Va también más allá del futuro
del Oriente Medio y nuestra guerra contra el terrorismo. Se trata de determinar
el rol que pretenden jugar los USA de cara al siglo XXI". Uno no puede más que
estar de acuerdo con esto: es el futuro de la comunidad internacional lo que
está en juego ahora, las nuevas reglas que lo van a ordenar, como será el nuevo
orden mundial.
La ideología dominante se apropió de la tragedia del 11 de septiembre y la
instrumentalizó para imponer un mensaje básico: hay que dejarse de medias
tintas, hay que posicionarse claramente: a favor o en contra. Esto es,
precisamente, la tentación que debe evitarse: en estos momentos de aparente
claridad de elección, la confusión es total. Hoy, más que nunca, los
intelectuales necesitan volver hacia la anterior situación. ¿Somos conscientes
de que estamos en medio de una revolución "soft", en el curso de la cual las
reglas no escritas que determinan las más elementales lógicas del escenario
internacional están cambiando?.
Lo que se juega el Oeste en su "guerra contra el terrorismo" ya fue claramente
percibido por GK Chesterton que, al final de sus páginas de Ortodoxia, su última
obra de propaganda católica, expuso la contradicción de la crítica
pseudo-revolucionaria a la religión: comienzan denunciando a la religión como
fuerza de opresión que amenaza la libertad humana; pero al combatir a la
religión, hacen traicionar a la propia libertad, sacrificando de esta forma
aquello que primeramente querían defender: el universo radical ateísta, privado
de cualquier referencia religiosa, es el universo gris del terror igualitario.
Hoy lo mismo podemos decir de los que defienden la religión: cuantos fanáticos
defensores de la religión comenzaron atacando ferozmente la cultura secular y
terminaron traicionando a la propia religión, privando de significado a
cualquier experiencia religiosa.
Y no es acaso lo mismo que hacen, de forma homóloga, los guerreros liberales
contra el terrorismo, que están tan fanáticamente luchando contra el
fundamentalismo anti-democrático que acabarán por derribar de un plumazo la
libertad y la democracia. Tienen una pasión tal por probar que los
fundamentalistas no cristianos son la principal amenaza para la libertad que se
encuentran prestos a limitar nuestra propia libertad aquí y ahora, en nuestras
sociedades supuestamente cristianas. Si el "terrorismo" se presta a hundir este
mundo por amor al prójimo, nuestros guerreros contra el terrorismo están
dispuestos a hundir su propio mundo democrático por odio al prójimo musulmán.
Así los comentaristas americanos Jonathan Alter y Alan Derschowitz aman tanto la
dignidad humana que están dispuestos a legalizar la tortura, la mayor
degradación de la dignidad humana, para defenderla.
Acaso no sucede lo mismo con el posmoderno desprecio hacia las grandes causas
ideológicas y la noción de que, en nuestra era pos-ideológica, en vez de
intentar cambiar el mundo, deberíamos renovarnos personalmente mediante la
adscripción a nuevas formas (sexual, espiritual, estética) de actividad
subjetivas. Enfrentados a argumentos de este tipo, uno no puede más que recordar
la vieja lección de la teoría crítica: cuando tratamos de preservar la esfera
auténtica íntima de privacidad contra la violencia "alienante" de los asuntos
públicos, es la propia privacidad la que se pierde. Retirarse hacia asuntos
privados significa hoy adoptar fórmulas de autenticidad privadas publicitadas
por la industria cultural contemporánea: desde tomar clases en enriquecimiento
espiritual interior a apuntarse a un gimnasio "body building". La última palabra
de recluirse en la privacidad es la confesión pública de los secretos íntimos en
los shows de televisión que llenan nuestras emisiones. Contra este tipo de
privacidad, la única manera de saltarse las restricciones de la vida pública
"alienada" es mediante la invención de una nueva colectividad.
Recordemos la vieja historia de un obrero sospechoso de robo. Todas las tardes,
cuando abandonaba la fábrica, la carretilla que llevaba delante era
cuidadosamente inspeccionada, pero siempre estaba vacía, hasta que finalmente,
los guardas adivinaron el engaño: lo que el obrero estaba robando eran las
propias carretillas. Este es el engaño de aquellos que proclaman que hoy "el
mundo está mejor sin Sadam" tratan de colarnos: olvidan incluir en sus cálculos
los efectos de la intervención militar contra Sadam. Si, el mundo está mejor sin
Sadam, pero no está mejor con la ocupación militar de Irak, con el auge del
fundamentalismo islamista provocado por esta última ocupación. El que primero
descubrió lo de la carretilla era un arqueo-intelectual.
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