¿EXISTE UN
PENSAMIENTO HISPANOAMERICANO?
José Carlos
Mariátegui
Hace algunos meses, en un artículo sobre la idea de
un congreso de intelectuales iberoamericanos, formulé esta interrogación. La
idea del congreso ha hecho, en estos meses, mucho más camino. Aparece ahora
como una idea que, vaga pero simultáneamente, latía en varios núcleos
intelectuales de la América Indoibera, como una idea que germinaba al mismo
tiempo en diversos centros nerviosos del continente. Esquemática y embrionaria
todavía, empieza hoy a adquirir desarrollo y corporeidad.
En
Argentina, un grupo enérgico y volitivo se propone asumir la función de
animarla y realizarla. La labor de este grupo tiende a eslabonarse con la de
los demás grupos iberoamericanos afines. Circulan entre estos grupos algunos
cuestionarios que plantean o insinúan los temas que debe discutir el congreso.
El grupo argentino ha bosquejado el programa de una “unión latinoamericana”.
Existen, en suma, los elementos preparatorios de un debate, en el discurso del cual
se elaborarán y se precisarán los fines y las bases de este movimiento de
coordinación o de organización del pensamiento hispanoamericano como, un poco
abstractamente aún, suelen definirlo sus iniciadores.
II
Me
parece, por ende, que es tiempo de considerar y esclarecer la cuestión
planteada en mi mencionado artículo. ¿Existe ya un pensamiento
característicamente hispanoamericano? Creo que, a este respecto, las
afirmaciones de los autores de su organización van demasiado lejos. Ciertos
conceptos de un mensaje de Alfredo Palacios a la juventud universitaria de
Iberoamérica han inducido, a algunos temperamentos excesivos y tropicales, a
una estimación exorbitante del valor y de la potencia del pensamiento
hispanoamericano. El mensaje de Palacios, entusiasta y optimista en sus
aserciones y en sus frases, como convenía a su carácter de arenga o de
proclama, ha engendrado una serie de exageración. Es indispensable, por ende,
una rectificación de esos conceptos demasiado categóricos.
Nuestra América –escribe
Palacios- hasta hoy ha vivido de Europa, teniéndola por guía. Su cultura la ha
nutrido y orientado. Pero la última guerra ha hecho evidente lo que ya se
adivinaba: que en el corazón de esa cultura iban los gérmenes de su propia
disolución.
No es posible sorprenderse de que estas
frases hayan estimulado una interpretación equivocada de la tesis sobre la
decadencia de Occidente. Palacios parece anunciar una radical independización
de nuestra América de la cultura europea. El tiempo del verbo se presta al equívoco.
El juicio del lector simplista deduce de la frase de Palacios que “hasta ahora
la cultura europea ha nutrido y orientado” a América; pero desde hoy no la
nutre ni orienta más. Resuelve, al menos, que desde hoy Europa ha perdido el
derecho a la capacidad de influir espiritual e intelectualmente en nuestra
joven América. Y este juicio se acentúa y se exacerba, inevitablemente, cuando,
algunas líneas después, Palacios agrega que “no nos sirven los caminos de
Europa ni las viejas culturas” y quiere que nos emancipemos del pasado y del
ejemplo europeo.
Nuestra América, según Palacios, se siente
en la inminencia de dar a luz una cultura nueva. Extremando esta opinión o este
augurio, la revista Valoraciones
habla de que “liquidemos cuentas con los tópicos al uso, expresiones agónicas
del alma decrépita de Europa”.
¿Debemos
ver en este optimismo un signo y un dato del espíritu afirmativo y de la
voluntad creadora de la nueva generación hispanoamericana? Yo creo reconocer,
ante todo, un rasgo de la vieja e incurable exaltación verbal de nuestra
América. La fe de América en su porvenir no necesita alimentarse de una
artificiosa y retórica exageración de su presente. Esta bien que América se
crea predestinada a ser el hogar de la futura civilización. Está bien que diga:
“Por mi raza hablará el espíritu”. Está bien que se considere elegida para
enseñar al mundo una verdad nueva. Pero no que se suponga en vísperas de
reemplazar a Europa ni que declare ya fenecida y tramontada la hegemonía
intelectual de la gente europea.
La civilización occidental se encuentra en
crisis; pero ningún indicio existe aún de que resulte próxima a caer en
definitivo colapso. Europa no está, como absurdamente se dice, agotada y
paralítica. A pesar de la guerra y la posguerra, conserva su poder de creación.
Nuestra América continúa importando de Europa ideas, libros, máquinas, modas.
Lo que acaba, lo que declina, es el ciclo de la civilización capitalista. La
nueva forma social, el nuevo orden político,
se están plasmando en el seno de Europa. La teoría de la decadencia de
Occidente, producto del laboratorio occidental, no prevé la muerte de Europa sino de la cultura que
ahí tiene sede. Esta cultura europea, que Spengler juzga en decadencia, sin
pronosticarle por esto un deceso inmediato, sucedió a la cultura grecorromana,
europea también. Nadie descarta, nadie excluye la posibilidad de que Europa
renueve y se transforme una vez más. En el panorama histórico que nuestra
mirada domina, Europa se presenta como el continente de las máximas palingenesias.
Los mayores artistas, los mayores pensadores contemporáneos, ¿no son todavía
europeos? Europa se nutre de la savia universal. El pensamiento europeo se
sumerge en los más lejanos misterios, en las más viejas civilizaciones. Pero
esto mismo demuestra su posibilidad de convalecer y renacer.
III
Tornemos a nuestra cuestión. ¿Existe un
pensamiento característicamente hispanoamericano? Me parece evidente la
existencia de un pensamiento francés, de un pensamiento alemán, etcétera, en la
cultura de occidente. No me parece igualmente evidente, en el mismo sentido, la
existencia de un pensamiento hispanoamericano. Todos los pensadores de nuestra
América se han educado en una escuela europea. No se siente en su obra el
espíritu de la raza. La producción intelectual del continente carece de rasgos
propios. No tiene contornos originales. El pensamiento hispanoamericano no es
generalmente sino una rapsodia compuesta con motivos y elementos del
pensamiento europeo. Para comprobarlo basta revisar la obra de los más altos
representantes de la inteligencia indoibera.
El espíritu hispanoamericano está en
elaboración. El continente, la raza, están en formación también. Los aluviones
occidentales en los cuales se desarrollan los embriones de la cultura hispano o
latinoamericana (en Argentina, en Uruguay, se puede hablar de latinidad), no
han conseguido consustanciarse ni solidarizarse con el suelo sobre el cual la
colonización de América los ha depositado.
En gran parte de nuestra América
constituyen un estrato superficial e independiente al cual no aflora el alma
indígena, deprimida y huraña, a causa de la brutalidad de un conquista que en
algunos pueblos hispanoamericanos no ha cambiado hasta ahora de métodos.
Palacios dice:
Somos pueblos nacientes,
libres de ligaduras y atavismos, con inmensas posibilidades y vastos horizontes
ante nosotros. El cruzamiento de razas no ha dado un alma nueva. Dentro de
nuestras fronteras acampa la humanidad. Nosotros y nuestros hijos somos
síntesis de razas.
En Argentina es posible pensar así; en
Perú y otros pueblos de Hispanoamérica, no. Aquí la síntesis no existe todavía.
Los elementos de la nacionalidad en elaboración no han podido aún fundirse o
soldarse. La densa capa indígena se mantiene casi totalmente extraña al proceso
de formación de esa peruanidad que suelen exaltar e inflar nuestros sediciosos
nacionalistas, predicadores de un nacionalismo sin raíces en el suelo peruano,
aprendido en los evangelios imperialistas de Europa, y que, como ya he tenido
oportunidad de remarcar, es el sentimiento más
extranjero y postizo que en Perú existe.
IV
El
debate que comienza debe precisamente esclarecer todas estas cuestiones. No
debe preferir la cómoda ficción de declararlas resueltas. La idea de un
congreso de intelectuales iberoamericanos será válida y eficaz, ante todo, en
la medida en que logre plantearlas. El valor de la idea está casi íntegramente
en el debate que suscita.
El
programa de la sección argentina de la bosquejada unión latinoamericana, el
cuestionario de la revista Repertorio
Americano de Costa Rica y el cuestionario del grupo que aquí trabaja por el
congreso, invitan a los intelectuales de nuestra América a meditar y opinar
sobre muchos problemas fundamentales de este continente en formación. El
programa de la sección argentina tiene el tono de una declaración de
principios. Resulta prematuro, indudablemente. Por el momento, no se trata sino
de trazar un plan de trabajo, un plan de discusión. Pero en los trabajos de la
sección argentina alienta un espíritu moderno y una voluntad renovadora. Este
espíritu, esta voluntad, le confieren el derecho de dirigir el movimiento.
Porque el congreso, si no representa y organiza la nueva generación
hispanoamericana, no representará ni organizará absolutamente nada.
EL IBEROAMERICANISMO Y PANAMERICANISMO
El iberoamericanismo reaparece, en forma
esporádica, en los debates de España y de la América española. Es un ideal o un
tema que, de vez en vez, ocupa el diálogo de los intelectuales del idioma (me
parece que no se puede llamarlos, en verdad, los intelectuales de raza).
Pero ahora, la discusión tiene más
extensión y más intensidad. En la prensa de Madrid, los tópicos del
iberoamericanismo adquieren, actualmente, un interés conspicuo. El movimiento
de aproximación o de coordinación de las fuerzas intelectuales iberoamericanas,
gestionado y propugnado por algunos núcleos de escritores de nuestra América,
otorga en estos días, a esos tópicos, un valor concreto y relieve nuevo.
Esta vez la discusión repudia en muchos
casos, ignora al menos en otros, el iberoamericanismo de protocolo
(iberoamericanismo oficial de don Alfonso, que se encarna en la borbónica y
decorativa estupidez de un infante, en la cortesana mediocridad de un Francos
Rodríguez). El iberoamericanismo se desnuda, en el diálogo de los intelectuales
libres de todo ornamento diplomático. Nos revela así su realidad como ideal de
la mayoría de los representantes de la inteligencia y de la cultura de España y
de la América indoibera.
El panamericanismo, en tanto, no goza del
favor de los intelectuales. No cuenta, en esta abstracta e inorgánica
categoría, con adhesiones estimables y sensibles. Cuenta sólo con algunas
simpatías larvadas. Su existencia es exclusivamente diplomática. La más lerda
perspicacia descubre fácilmente en el panamericanismo una túnica del
imperialismo norteamericano. El panamericanismo no se manifiesta como un ideal
del continente; se manifiesta, más bien, inequívocamente, como un ideal natural
del imperio yanqui (antes de una de una gran democracia, como les gusta
calificarlos a sus apologistas de estas latitudes, Estados Unidos constituye un
gran imperio). Pero, el panamericanismo ejerce –a pesar de todo esto, o mejor,
precisamente por todo esto- una influencia vigorosa en la América indoibera. La
política norteamericana no se preocupa demasiado de hacer pasar como un ideal
del continente el ideal del imperio. No le hace tampoco mucha falta el consenso
de los intelectuales. El panamericanismo borda su propaganda sobre una sólida
malla de intereses. El capital yanqui invade la América indoibera. Las vías de
tráfico comercial panamericano son las vías de esta expansión. La moneda, la
técnica, las máquinas y las mercaderías norteamericanas predominan más cada día
en la economía de las naciones del centro y sur. Puede muy bien, pues, el
imperio del norte sonreirse de una teórica independencia de la inteligencia y
del espíritu de la América indoespañola. Los intereses económicos y políticos
le asegurarían, poco a poco, la adhesión, o al menos la sumisión, de la mayor
parte de los intelectuales. Entre tanto, le bastan para las paradas del
panamericanismo los profesores y los funcionarios que consigue movilizarle la
unión panamericana de Mr. Rowe.
II
Nada resulta más inútil, por tanto, que
entretenerse en platónicas confrontaciones entre el ideal iberoamericano y el
ideal panamericano. De poco le sirve al iberoamericanismo el número y la
calidad de las adhesiones intelectuales. De menos todavía le sirve la
elocuencia de sus literatos. Mientras el iberoamericanismo se apoya en los
sentimientos y las tradiciones, el panamericanismo se apoya en los intereses y
los negocios. La burguesía iberoamericana tiene mucho más que aprender en la
escuela del nuevo imperio yanqui que en la escuela de la vieja nación española.
El modelo yanqui, el estilo
yanqui, se propagan en la América
indoibérica, en tanto que la herencia española se consume y se pierde. El
hacendado, el banquero, el rentista de la América española miran mucho más
atentamente a Nueva York que a Madrid. El curso del dólar les interesa mil
veces más que el pensamiento de Unamuno y que La Revista de Occidente de Ortega y Gasset. A esta gente que
gobierna la economía y, por ende, la política de la América del centro y del
sur, el ideal iberoamericanista le importa poquísimo. En el mejor de los casos
se siente dispuesta a desposarlo juntamente con el ideal panamericanista. Los
agentes viajeros del panamericanismo le parecen, por otra parte, más eficaces,
aunque menos pintorescos, que los agentes viajeros –infantes académicos- del
ibero-americanismo oficial, que es el único que un burgués prudente puede tomar
en serio.
III
La nueva generación hispanoamericana debe
definir neta y exactamente el sentido de su oposición a Estados Unidos. Debe
declararse adversaria del imperio de Dawes y de Morgan; no del pueblo ni del
hombre norteamericanos. La historia de la cultura norteamericana nos ofrece
muchos nobles casos de independencia de la inteligencia y del espíritu.
Roosevelt es el depositario del espíritu del imperio; pero Thoreau es el
depositario del espíritu de la humanidad. Henri Thoreau, que en esta época,
recibe el homenaje de los revolucionarios de Europa, tiene derecho a la
devoción de los revolucionarios de nuestra América. ¿Es culpa de Estados Unidos
si los iberoamericanos conocemos más el pensamiento de Theodore Rooselvet que
el de Henry Thoreau? Estados Unidos es ciertamente la patria de Pierpont Morgan y de Henri Ford; pero son
también la patria de Ralph-Waldo Emerson, de Williams James y de Walt Withman.
La nación que ha producido los más grandes capitanes del industrialismo, ha
producido asimismo los más fuertes maestros del idealismo continental. Y hoy la
misma inquietud que agita a la vanguardia de la América española mueve a la
vanguardia de la América del Norte. Los problemas de la nueva generación
hispanoamericana son, con variación de lugar y de matiz, los mismos problemas
de la nueva generación norteamericana. Waldo Frank, uno de los hombres nuevos
del norte, en sus estudios sobre nuestra América, dice cosas válidas para la
gente de su América y de la nuestra.
Los
hombres nuevos de la América indoibérica pueden y deben entenderse con los
hombres nuevos de la América de Waldo Frank. El trabajo de la nueva generación
iberoamericana puede y debe articularse y solidarizarse con el trabajo de la
nueva generación yanqui. Ambas generaciones coinciden. Los diferencia el idioma
y la raza; pero los comunica y los mancomuna la misma emoción histórica. La
América de Waldo Frank es también, como nuestra América, adversaria del imperio
de Pierpont Morgan y del petróleo.
En
cambio, la misma emoción histórica que nos acerca a esta América revolucionaria
nos separa de la España reaccionaria de los Borbones y de Primo de Rivera. ¿Qué
puede enseñarnos la España de Vázquez de Mella y de Maura, la España de Pradera
y de Francos Rodríguez? Nada; ni siquiera el método de un gran Estado
industrialista y capitalista. Las civilización de la potencia no tiene su sede
en Madrid ni en Barcelona; la tiene en Nueva Cork, en Londres, en Berlín. La
España de los Reyes Católicos no nos interesa absolutamente. Señor Pradera,
señor Francos Rodríguez, quedaos íntegramente con ella.