Libro: IDEAS
EN TORNO DE LATINOAMERICA,
volumen I
Universidad
Nacional Autónoma de México
Unión de
Universidades de América Latina
pp. 341-355
EL ORIGEN DE
LA IDEA DE LATINOAMERICA
John L. Phelan
La
nomenclatura en las américas ha reflejado muy a menudo, de una manera
simbólica, algunas de las aspiraciones de los poderes europeos hacia el nuevo
mundo. Las Indias, designación
popular en el siglo XVI, debe su existencia al sueño de Colón de llegar al Asia
de Marco Polo. En el pensamiento del historiador franciscano Jerónimo de
Mendieta, el otro nombre para las Indias en el siglo XVI, el nuevo mundo, tenía unas connotaciones
bastante precisas. Para Mendieta y algunos de sus colegas misioneros, América
era sin duda un “nuevo mundo” en el cual la cristiandad del viejo mundo podía
ser perfeccionada entre indios,
sencillos e inocentes. Como se sabe muy bien, el término América no
llegó a ser común sino hasta el siglo XVIII. La acuñación de este nuevo nombre
por gentes no hispánicas de Europa, simboliza el éxito de su desafío al
monopolio de las tierras y las riquezas del nuevo mundo.
El tópico de este ensayo es la
exploración de los orígenes de otro término, l´Amérique latine; en particular subrayar el contenido ideológico
implícito o explícito en tal designación. El nombre no fue creado de la nada.
“Latinoamérica” fue concebida en Francia durante la década de 1860, como un
programa de acción para incorporar el papel y las aspiraciones de Francia hacia
la población hispánica del nuevo mundo.
Francia bajo Napoleón III había
alcanzado la cumbre de su desarrollo económico. La decadencia relativa que no
fue detenida sino hasta la década de 1950, no empezó hasta el derrumbamiento
del Segundo Imperio durante el desastre de Sedán. La Francia de los años
sesenta era industrial y financieramente, la segunda nación más poderosa del
mundo Inglaterra era el único poder superior, pero la tasa de crecimiento de
Francia era entonces más rápida que la de Inglaterra. Los estados Unidos y
Alemania que rápidamente sobrepasaron a Francia después de 1870, aún no eran
peligrosos. El desarrollo sólido y extenso de su poderío industrial y
financiero hacía posible que Francia, bajo el régimen del ambicioso Napoleón
III, emprendiera aventuras transoceánicas en regiones tan diversas como Suez,
México e Indochina.
John L. Pelma es un destacado
historiador de la Universidad de Wisconsin, en los Estados Unidos. Ha escrito
varios libros sobre la evangelización española en el Nuevo Mundo. El trabajo
que aquí se publica es de especial importancia para conocer el origen del
nombre dado a esta parte de América, Latinoamérica, Bolívar, Hidalgo, San
Martín y todos los que iniciaron y realizaron la liberación de esta América
frente al dominio hispano, la llamaron simplemente América, y a sus habitantes
americanos. Nombre con el cual se designaron también los habitantes de los
Estados Unidos, terminando éstos por convertirlo de su exclusividad ante el
resto del mundo.
De Latinoamérica, o América latina,
como contrapartida de la América Sajona, se empieza a hablar, dice Pelma, hacia
1860. Será la Francia de Napoleón III la que acuñe un término, con el que
pretenderá justificar el proyecto de expansión que se inicia con la
intervención en México, en el año 1861. Napoleón toma esta designación como expresión
de un viejo proyecto de unidad de los pueblos latinos, enfrentando al sajonismo
y al pan-esclavismo. De esto nos ha hablado Francisco Bilbao (Cf. Latinoamérica, 3). Proyecto imperial
en América en contraposición con un proyecto sajón que han puesto en marcha los
Estados Unidos. Un nombre más dado a esta América con expresión de su
dependencia.
Pero un nombre que esta América hará
suyo, con independencia del proyecto de Napoleón III, como expresión de unidad
de los pueblos que la forman ante la expresión estadounidense. José Enrique
Rodó, contrapone latinidad a sajonismo ante el nuevo acto de agresión, que
significa la guerra hecha a España por los Estados Unidos para arrancarle las
Antillas en 1898. El alma latina, la simboliza Ariel, enfrentado a la sajona
expresada en Calibán (Cf. Latinoamérica, 19).
Uno de los primeros voceros del
programa panlatino fue Michel Chevalier (1806-1879). Economista político de
fama, con resputación en toda Europa, el interés de Chevalier en el nuevo mundo
se había anticipado con mucho a la empresa mexicana. El había viajado
extensamente en los Estados Unidos, México y Cuba entre 1834 y 1836. Había
impulsado la idea de que Francia construyera un canal interoceánico en Panamá
en 1844. El futuro Napoleón III también estuvo encandilado con el mismo
proyecto. Siendo prisionero de la fortaleza de Ham en 1846, escribió un
panfleto en el que sugería la construcción de un canal a través de Nicaragua.
El futuro emperador líricamente predijo que con este paso, el lugar se convertiría
en la Constantinopla del comercio mundial, emporio para las mercancías de
Europa, América y Asia.
El interés de Chevalier y de
Napoleón en el istmo americano no era fortuito. Ambos estaban identificados con
la escuela del socialismo utópico fundada por Claude Saint-Simon y Charles
Fourier. Los socialistas utópicos estaban preocupados en promover nuevas formas
de transporte y en particular, canales. Visionarios y realistas, los discípulos
de Saint Simon, estaban animados por el ideal de servir a la humanidad así como
por el deseo de promover aventuras financieras ventajosas. Sus discusiones
tuvieron influencia en la precipitada construcción del canal de Suez. La visión
sansimoniana de los beneficios económicos que Francia obtendría al construir un
canal interoceánico es uno de los móviles del interés de la corte de Napoleón
III en las cosas americanas, que eventualmente culminó en la expedición
mexicana.
Ya en 1855, Chevalier constituyó un
programa geoideológico que podía servir como una racionalización para la
expansión económica de Francia, tanto en América como en el extremo Oriente. Lo
que él proponía era que Francia adoptara una política exterior panlatina.
Europa, sostenía, estaba dividida en tres grupos raciales: 1) los germánicos o
anglosajones del norte de Europa; 2) las naciones latinas del sur de Europa y
3) los pueblos eslavos de la Europa oriental. El lideraje de estos tres bloques
pertenecía a Inglaterra, a Francia y a Rusia, respectivamente. La unidad de la
“Europa Latina” descansaba en el origen latino común a las lenguas de Francia,
Bélgica, España y Portugal. El catolicismo romano era la tradición cultural
común que había solidificado esta unidad lingüística, así como el
protestantismo había cimentado la alianza de los pueblos anglosajones, fundada
en un origen racial común, Francia y
Austria, de acuerdo al pensamiento de Chevalier, eran los dos países
“mezclados” de Europa. Aunque Francia tenía un elemento teutónico en su
composición racial, estaba racial y culturalmente orientada hacia las naciones
latinas del sur. Austria era en parte latina, ya que el catolicismo predominaba
en el norte de Italia, que se encontraba bajo el yugo de los Habsburgos. Pero
en la población heterogénea de Austria, los elementos germánicos y eslavos
predominaban.
La dicotomía en la Europa occidental
entre los anglosajones y los latinos también se extendía a América. Los Estados
Unidos eran anglosajones y protestantes y las naciones hispánicas del nuevo
mundo pertenecían al bloque latino-católico del sur de Europa.
Durante el siglo XVIII, según
Chevalier, las naciones anglosajonas habían alcanzado a las latinas. Tanto
Francia como España habían sufrido reveses severos en manos de los
anglosajones. El ascenso de Rusia como líder de los países eslavos, significaba
otro peligro para el mundo latino. En la lucha triple por participar en la
expansión de mercados mundiales, los anglosajones y los eslavos amenazaban
expulsar a Francia tanto de Oriente como de América.
Para impedir este funesto prospecto,
Chevalier tenía una respuesta categórica. Francia debía reafirmar de una manera
vigorosa que la hegemonía sobre el mundo latino le pertenecía desde los tiempos
de Luis XIV. Chevalier exhortaba:
Sólo ella (Francia) puede prevenir
que toda esta familia (las naciones latinas) quede sumergida en la doble
inundación de germanos o de anglosajones y de eslavos. A Francia le toca el
papel de despertar a los latinos del letargo
en el que hasta ahora han estado sumergidos en los dos hemisferios, de
levantarlos al nivel de las otras naciones y de poner a los latinos en una
posición donde su influencia puede sentirse en el resto del mundo.
Chevalier subrayaba que Francia era, de todas las
naciones latinas, la mejor situada para absorber los métodos modernos de la
ciencia y la tecnología, exitosamente aplicada por los anglosajones, y de
conciliar estos métodos con el temperamento y las tradiciones latinas.
El
panlatinismo de Chevalier formulado claramente desde 1853, preparó
adecuadamente el que fuera él, el principal apologista de la expedición
mexicana de Napoleón III (1861-1867). Aunque las ideas panlatinas eran muy
anteriores a 1861, la aventura mexicana desató una avalancha de propaganda
panlatina. En dos artículos en la Revue
des Deux Mondes (1862) y en su libro Le
Mexique ancien et moderne (1864), Chevalier proporcionó una exposición
razonada para la política exterior de Napoleón. Era vital para los intereses de
Francia, creía, el cimentar el poder y el prestigio de todas las naciones
latinas. En Francia recaía el lideraje de ese grupo de naciones. La insistencia
de Napoleón de que España fuera reconocida como uno de los poderes de primera
clase en el concierto de Europa, era benéfico para Francia, puesto que era un
paso más para agregar prestigio a otra nación latina. La intervención de
Napoleón en Italia, que culminaría con la unificación de esa nación, crearía
una nueva entidad política latina. Francia adquiriría otro aliado. Algunos
apologistas del régimen, aunque no Chevalier, aplaudieron la diplomacia de
Napoleón en Rumania que contribuía al surgimiento de la independencia de facto, de ese principado balcánico,
que podía servir como un baluarte de latinidad en el sendero del paneslavismo.
Para Chevalier, el objetivo
principal de la expedición mexicana, era crear una fuerte barrera en el Río
Grande para impedir la marcha de los anglosajones. Los soldados franceses
estaban en México para salvar la Hispanoamérica para la latinidad. Sólo un
gobierno estable apoyado por soldados franceses podía proveer ese dique de contención.
La anarquía crónica que había prevalecido en México conduciría inevitablemente
a la conquista de esa tierra por los norteamericanos. La guerra civil en los
Estados Unidos proporcionaba a Francia su última oportunidad para crear en
México las condiciones de una estabilidad política. Un México orientado hacia
el panlatinismo era el sine qua non
para que Francia pudiera asegurarse una participación en la explotación de las
riquezas del nuevo mundo. En la mente de Chevalier, panlatinismo y los
intereses económicos franceses en Hispanoamérica, eran interdependientes.
Aunque él estaba obsesionado por el
prospecto del aislamiento diplomático de Francia ocasionado por la decadencia
progresiva de las naciones latinas, su virulento antianglosajonismo estaba concentrado
exclusivamente contra los Estados Unidos. La única salvación de Francia,
pensaba, estaba en el juego de poner a los Estados Unidos contra Inglaterra.
Francia debía continuar una cooperación diplomática íntima con Londres, lo que
fue uno de los objetivos cardinales de la política exterior de Napoleón III.
La oposición monarquista-orleanista
al Segundo Imperio no objetó la necesidad de tratar de poner a los dos poderes
anglosajones uno contra el otro. Los realistas criticaban al Segundo Imperio por
abandonar la política tradicional francesa de reforzar al miembro más débil de
la familia anglosajona, los Estados Unidos, como un contrapeso a la más
poderosa, Inglaterra.
Una mirada retrospectiva revela que
tanto los bonapartistas como los orleanistas habían elegido, tomando la frase
del general Bradley, “el enemigo equivocado, en el momento equivocado y en el
lugar equivocado”. De todos los llamados poderes anglosajones, el vecino de
Francia del otro lado del Rhin, significaba el peligro más inmediato. Aun los
defensores y los críticos del Segundo Imperio parecieron olvidarse del peligro
alemán. Los acontecimiento de 1870 iban a demostrar la trágica tontería de este
error.
¿Consideraba Napoleón III a Francia,
la defensora de la latinidad en el nuevo mundo? Se citó a menudo, que él
afirmaba que su proyecto de establecer una monarquía en México, bajo el
archiduque Maximiliano, era la plus belle
pensée de mon regne. En su carta de instrucciones al general Forey (3 de
julio de 1862), comandante de las fuerzas expedicionarias francesas en México,
el emperador sintetizaba su belle pensée:
No habrá gente necesitada
(mexicanos) que le pregunten por qué los franceses están dispuestos a gastar
dinero y hombres para establecer un gobierno estable en México. En el estado
verdadero del mundo, la prosperidad de América no es asunto indiferente para
Europa, porque del nuevo mundo vienen las materias primas que abastecen
nuestras fábricas y que alimentan nuestro comercio. Es de nuestro interés que
la república de los Estados Unidos permanezca poderosa y próspera, pero no es
en nuestra ventaja dejarla que se convierta en el amo del golfo de México, para
de ahí dominar las Antillas y Sudamérica y de esa manera convertirse en el
único administrador de los productos del
nuevo mundo. Nos damos cuenta hoy, por una triste experiencia, qué precaria e
indefensa llega a ser la suerte de una industria contra las vicisitudes, cuando
la fuente de su materia prima proviene de solo un mercado.
Si, por el contrario, México mantiene
su independencia y mantiene su integridad territorial y si se establece un
gobierno estable con la asistencia de Francia, nosotros habremos restituido a
la raza latina del otro lado del océano, tanto su poder como su prestigio.
Habremos garantizado la seguridad de nuestras colonias en las Antillas tanto
como las de España. Habremos establecido nuestra poderosa influencia en el
centro de América; y esta influencia nos ayudará para crear inmensos mercados
para nuestro comercio y para procurarnos materias primas esenciales para
nuestra industria.
México, así regenerado, será siempre
favorable a nosotros, no sólo por gratitud, sino también porque sus propios
intereses estarán de acuerdo con los nuestros y México encontrará en Francia un
punto de apoyo para establecer buenas relaciones con los poderes europeos.
Esta declaración, que se citó
constantemente durante los años sesenta, tanto por sus amigos como por sus
enemigos, revela las finalidades esenciales del emperador en su política
mexicana.
El origen socialista utópico y
sansimoniano de la empresa mexicana, es aparente. Francia debería tener acceso
a las materias primas del nuevo mundo, esenciales para su industria.
Hispanoamérica podría también proveer a Francia con un extenso mercado para sus
manufacturas. El acceso de Francia a los mercados americanos estaba amenazado
por la expansión de la influencia yanqui en la América Central y el
Caribe. De aquí que la “raza latina” en
México, tenía que ser reforzada por el poderío francés para construir una fuerte
barrera contra una nueva penetración norteamericana. Una vez que un régimen
estable hubiera sido establecido en México con la asistencia francesa, los
propósitos últimos de la política francesa podían llevarse a cabo. El capital y
la tecnología francesas podrían explotar las riquezas del nuevo mundo, no sólo
para beneficio de Francia sino también para el beneficio de los mismos
hispanoamericanos. La construcción de un canal interoceánico, una ambición
acariciada por Napoleón III durante largo tiempo, podría llevarse a cabo. La
nota del idealismo de Saint-Simón en el pensamiento del emperador no debería
pasarse por alto. Su esquema medio visionario, medio realista, estaba perneado
de la convicción de que Francia serviría a la gran causa de la humanidad al
promover un desarrollo más racional de los recursos americanos. Y por estos
esfuerzos lograría una ganancia en francos.
Cristian Schefer ha hecho mucho para
invertir la visión tradicional de las motivaciones y las finalidades de la
política del emperador en México. Ha hecho notar lo inadecuado y superficial de
la explicación convencional. El emperador no fue víctima de las maniobras
financieras sórdidas del duque de Morny y de los tenedores de bonos mexicanos,
ni fue seducido por las intrigas de los emigrados mexicanos clericales, que
contaban con la simpatía de la hermosa y piadosa emperatriz Eugenia. La
conclusión de Schefer es que la empresa
mexicana estuvo en casi todos los aspectos, mal aconsejada y dirigida
pobremente. Pero el emperador tenía un objetivo coherente, un ideal de
desarrollo económico, inspirado en Saint-Simon. Lo que Schefer menosprecia es,
hasta qué punto Napoleón tenía la convicción de que Francia era la salvadora de
la “raza latina” en América. Napoleón III imaginó el panlatinismo como una
clase de presa geoideológica contra una nueva penetración anglosajona, detrás
de la cual Francia podría materializar el sueño de Saint-Simon de explotar la
riqueza desconocida para una mayor felicidad de la humanidad y la prosperidad
de Francia.
Muchos de los proyectos de Napoleón,
aparentemente visionarios, tuvieron resultados perdurables. Otros resultaron un
fracaso. Entre los primeros, emprendidos por el capital francés, estuvo la
construcción del canal de Suez,
inaugurado por la emperatriz en noviembre de 1869. Casi simultáneamente a la
campaña mexicana, el emperador envió una fuerza expedicionaria a Indochina.
Esta campaña (1858-1863) puso los cimientos del predominio francés en esa
región, que no fue liquidado sino hasta la conferencia internacional que tuvo
lugar en Ginebra en la primavera de 1954.
En retrospectiva, la empresa
mexicana parece una quimera. En la perspectiva de la década de 1860, sin
embargo, parece más realista. México era un jalón más en el gran proyecto del
que, el Canal de Suez e Indochina, eran parte y por medio del cual, Francia
podría asegurarse una participación mayor en las materias primas del mundo para
sus industrias y un mercado más extenso para sus productos manufacturados. Sólo
así podría Francia mantenerse en pie en la competencia con los poderes
anglosajones y eslavos.
El proyecto mexicano terminó en un
fiasco y una tragedia. La expedición Indochina tuvo un éxito más perdurable. El
primero se basó en un error desastroso. La animosidad del emperador hacia la Unión
Americana lo animó a apostar la victoria de la Confederación. El triunfo de la
Unión, por supuesto, determinó el desenlace de los acontecimientos mexicanos y
el ascenso repentino de Prusia, en Europa, simplemente proveyó el coup de grâce. Para consolidar su
hegemonía en Indochina, los franceses no tuvieron que luchar con peligro
externo a esa región. Sin duda el débil gobierno Manchú de China, no ocupaba
una posición de igualdad con Francia en Indochina, análoga a la que los
norteamericanos tenían con respecto a los franceses, en México.
Al sintetizar el origen de la
empresa mexicana, uno de los problemas mayores permanece inexplorado: la
interrelación entre Napoleón III y Michel Chevalier. Ambos eran sansimonianos.
Su concepción de las finalidades francesas en México no difieren en lo
sustancial, sólo en el énfasis de los intereses económicos franceses. Los dos
estaban agudamente conscientes de la interdependencia de los factores
económicos e ideológicos. Que las ideas de uno influyeron en las del otro,
parece obvio, puesto que el emperador y su propagandista estuvieron en contacto
estrecho. Chevalier pertenecía al círculo de los consejeros que componían el “trust cerebral” del emperador. Chevalier
tal vez haya sido quien verdaderamente despertó el interés del emperador en el
panlatinismo, puesto que él había articulado su doctrina desde 1853. No hay
evidencia de que Napoleón la tuviera por entonces.
Que Napoleón III y Chevalier fueron
ardientes panlatinistas, está claramente establecido. Lo que queda por
determinarse es el carácter y la extensión de las ideas panlatinas en Francia,
durante la década de 1860. Tres tipos de fuentes pueden proporcionar algunas
contestaciones a estas cuestiones: 1) los panfletos que defendían la expedición
mexicana; 2) los periódicos parisinos y 3) los folletos y las críticas que
atacaron la aventura mexicana.
Las fuentes más útiles pueden
encontrarse en los panfletos y la literatura periódica de la década. La Revue des Races Latines, publicada
sin interrupción en París entre 1857 y 1861, poseía una orientación francamente
panlatina. Esta revista dirigía su llamado no sólo a las naciones latinas de
Europa, sino también a los pueblos latinos de América, portugueses e
hispánicos. Uno de sus colaboradores formuló un argumento que estaba destinado
a tener una repercusión perdurable, tanto en Francia como en Hispanoamérica. La
convicción de que los anglosajones podían ser superiores a los latinos en
cuanto a la civilización “material”. Los latinos, sin embargo, tenían una cultura
“espiritual” más elevada. Esta noción popular en Francia, encontró un vocero en
Ernest Renan y de ahí pasó a José Enrique Rodó. La metáfora célebre de este
último, del Ariel “espiritual” de la cultura hispanoamericana, contra el
Caliban “materialista” de la cultura norteamericana, iba a dominar la
imaginación de esa generación de intelectuales hispanoamericanos que llegarían
a la madurez antes de 1914.
En 1862, Prosper Vallefrange publicó
un libro que defendía la formación de una confederación panlatina. Su propuesta
estaba dirigida contra el paneslavismo ruso. El deseaba incluir a Inglaterra en
la agrupación panlatina, con base en que la Gran Bretaña había sido
“semilatinizada”. Hispanoamérica debería pertenecer a esta confederación,
puesto que “casi toda Sudamérica es también latina”.
Seis folletos del período reflejan
con énfasis un espíritu panlatino para justificar la expedición a México. En
varios grados de intensidad, todos ellos se hacen eco del argumento
Chevalier-Napoleón. Cuatro de ellos son de interés pasajero. Dos autores, en
cambio, merecen una mención especial.
Emmanuel Doménech era un clérigo
francés que sirvió como secretario de prensa del emperador Maximiliano. En su Le Mexique tel qu´il est, desarrolló con
amplitud la tesis Chevalier-Napoleón. Otra elaboración, cuidadosamente llevada
a cabo, del mismo argumento, puede encontrarse en un folleto anónimo publicado
en 1864.
El abad Doménech era un militante
del panlatinismo. Para él, el expansionismo yanqui y el paneslavismo eran los
dos peligros del mundo latino. Él citaba con una alarma histérica la opinión de
un periodista ruso al respecto, “cuando el águila rusa vuele sobre el Bósforo y
el águila americana vuele sobre la ciudad de México, sólo quedarán dos grandes
poderes en el mundo: Rusia y los Estados Unidos”.
La afirmación de que la Europa
Occidental estaría invadida eventualmente por eslavos y yanquis fue escuchada
ocasionalmente durante las décadas de 1850 y 1860. Alexis de Tocqueville
observó acerca del desarrollo fenomenal de los Estados Unidos y de Rusia: “su
punto de arranque es diferente y su desarrollo no es el mismo, pero de
cualquier forma cada uno parece destinado, por la voluntad del cielo, para
dominar los destinos de la mitad del globo”.
El espíritu antianglosajón del
panlatinismo es explicable en términos de la rivalidad histórica entre Francia
y los pueblos de habla inglesa. El choque entre el panlatinismo y el
paneslavismo era de una cosecha más reciente. Francia e Inglaterra estaban
unidas en su determinación de detener la agresión rusa contra el decrépito
Imperio Otomano. Tal era la causa subyacente de la reciente guerra de Crimen.
Un factor más que complicaba las relaciones entre los poderes occidentales y
Rusia fue la insurrección polaca de 1863, que despertó un apoyo ardiente en la
Europa occidental. La prensa francesa, de inspiración gubernamental,
simpatizaba completamente con la causa de la libertad polaca. Napoleón III
apenas podía ocultar su deseo de intervenir en Polonia. El choque entre los
intereses rusos y franceses en el Imperio Otomano y en Polonia, explican en
gran medida el sabor antirruso del panlatinismo de los años sesenta.
Esta situación también aclara por
qué los gobiernos del presidente Lincoln y del zar Alejandro II mantuvieron
relaciones diplomáticas tan cordiales. La simpatía de Francia e Inglaterra no
sólo por la Confederación, sino también hacia la revuelta polaca, hicieron de
los Estados Unidos y Rusia, amigos seguros. El secretario de Estado Seward
suprimió cualquiera de las inclinaciones propolacas que pudiera tener, cuando
rechazó una invitación anglofrancesa para que los Estados Unidos se unieran a
los poderes occidentales en una petición especial, ante el gobierno zarista,
por la causa polaca. No sólo no quiso el secretario de Estado evitar romper las
relaciones amistosas con Rusia, sino que también se dio cuenta que al
participar en un asunto estrictamente europeo, debilitaba cualquier protesta
posterior de los Estados Unidos contra la intervención europea en el nuevo
mundo, por ejemplo, en el caso francés de México y el español de Santo Domingo.
Estos antecedentes ayudan a explicar
por qué el periodista moscovita relacionaba las expansiones rusa y americana y
por qué el panlatinista francés veía la profecía con gran alarma. Una sospecha,
sin embargo, que las tan mencionadas yankifobia y rusofobia de los
panlatinistas, era una máscara. Estos propagandistas franceses no temían
verdaderamente la inundación de Europa occidental por yanquis y por eslavos.
Los intereses franceses simplemente chocaban con los de Rusia y de los Estados
Unidos. El invocar el “peligro eslavo” y el “peligro yanqui” proporcionaba a
estos voceros franceses una pantalla transparente detrás de la cual ellos
podían defender la política de Napoleón III.
El movimiento paneslavo se
desarrolló en Rusia casi simultáneamente al panlatinismo francés. El
paneslavismo floreció entre el fin de la guerra de Crimen (1836) y la guerra
ruso-turca (1878). Sus voceros no mencionaban a los latinos como archienemigos.
La ideología paneslava descansaba en la premisa eslavófila de que Europa estaba
dividida en dos “mundos” incompatibles –el romano-germánico y el greco-eslavo.
Para los eslavófilos, los latinos y los anglosajones pertenecían a la misma
“raíz” cultural occidental, con un glorioso pasado y un triste futuro. Los
paneslavistas exhortaban a una Rusia, parte del mundo grecoeslavo, para que no
imitara a un Occidente decadente. La misión universal de Rusia era el
desarrollar su propia forma de vida eslava y promover la homogeneidad
espiritual y cultural de todos los pueblos eslavos de la Europa oriental.
No todos los defensores de la
expedición mexicana eran campeones del panlatinismo. Sólo seis escritores lo
eran. Ocho de los otros apologistas evitaban invocar explícitamente el
argumento panlatino. No obstante eso, el panlatinismo estaba implícito en sus
frecuentes, pero vagas referencias, a la misión
civilisatrice para regenerar a México.
Los periódicos parisinos del
período, tal vez no puedan tomarse como guías confiables de la opinión pública.
La prensa francesa estaba por entonces, cuidadosamente supervisada. Los diarios
de oposición, como Le Siècle, eran
tolerados mediante la provisión de que limitaran sus críticas a una determinada
área. La insinuación, el sarcasmo y la ironía, más que el ataque frontal, eran
los métodos empleados frecuentemente por la prensa de oposición. Todos esos
periódicos, que fueron partidarios decididos del Segundo Imperio, predicaron la
doctrina de la regeneración latina. Pero la mayoría de las expresiones de
panlatinismo en periódicos gubernamentales tales como Le Moniteur, Le Constitutionnel, La France, Le Pays y Le Memorial Diplomatique, son vagas y
nebulosas, en comparación con las formulaciones razonadas de la literatura de
los panfletos. De todas formas, el papel de la prensa gobiernista, en la
diseminación del panlatinismo no puede ser descontada.
La influyente Revue des Deux Mondes no mostraba ningún entusiasmo por la
expedición mexicana, desde su comienzo hasta su trágico fin. La discreción hizo
que la revista no la atacara abiertamente. Pero la defensa oficial de la
política del régimen estuvo rara vez representada en las páginas de la Revue des Deux Mondes. Una excepción
notable fue la apología de Michel Chevalier. Al publicar tales artículos, era
revista podía pretender que no era un enemigo activo de la empresa mexicana. La
inclusión de dos artículos promexicanos le proporcionó un escudo detrás del
cual podía continuar su política real: un desdeño estudiado para todo el asunto
mexicano.
Tal vez la demostración más convincente de la profundidad
y la extensión que tuvo el movimiento panlatinista en Francia, puede
encontrarse en los escritos de aquellos hombres que se opusieron a la aventura
mexicana.
Uno de los críticos más efectivos del Segundo Imperio,
Edgar Quinet, atacaba la empresa mexicana con una retórica iracunda. Apuntaba
la incongruencia entre la base financiera de las intrigas de los bonos Jecker y
el ideal proclamado por el régimen de la regeneración latina. Quinet subrayaba
la contradicción autoderrotista entre la protección paternalista de Francia
para la raza latina y los métodos elegidos para llevar a cabo el programa. Irónicamente preguntaba si la
invasión militar, la destrucción de vidas y propiedades y la subversión de la
independencia de una nación, era la manera por la cual la cabeza de la familia
latina debería amenazar a uno de los hijos menores de la raza.
Lucien-Anatole Prévost-Paradol, otro de los críticos
liberales de influencia, atacó la política mexicana como capricho irrealista
del despotismo personal de Napoleón III. El sueño del emperador de erigir una
barrera latina contra los yanquis era tan sublime en su concepción, como
impracticable en su realización. El éxito de la empresa mexicana dependía de
los acontecimientos en los Estados Unidos. El emperador se contentaba además,
con tomar medidas. La intervención francesa en la Guerra Civil norteamericana
tal vez hubiera asegurado el éxito de la aventura en México. El fracaso del
emperador en lograrlo garantizó el fracaso de su esquema visionario de salvar
la latinidad en el nuevo mundo.
Revisando la historia del fiasco mexicano. Léonce
Détroyat distinguía dos fines fundamentales que habían motivado la política
francesa. Uno de los objetivos, pensaba, era justo y razonable. El otro era
falso e irreal. Podía haber sido históricamente apropiado para Francia asumir
la protección de la raza latina en América. Era una equivocación, sin embargo,
el que Francia impusiera una monarquía sobre una nación con instituciones
republicanas y de esa manera interviniera en los asuntos domésticos de otra
nación latina. Esa flagrante agresión servía solamente para obstaculizar la
realización de la hegemonía sobre el mundo latino, que correspondía a Francia.
Ëmile Ollivier era desde hacía tiempo, el líder de la
oposición liberal. En la víspera del rompimiento de la guerra franco-prusiana
él hizo las paces con el régimen y aceptó el ministerio de justicia, en un
gabinete de orientación liberal. En sus memorias, Ollivier sometió toda la idea
panlatina a un cuidadoso escrutinio. Con gran desdeño expresó: “para crear un
Imperio Latino, tiene que haber latinos”. La mayoría de la población mexicana
la formaban los indios y los mestizos. No había, por tanto, una tal raza latina
en México. Los términos raza latina y raza anglosajona tenían sentido sólo en
términos religiosos, es decir, católico contra protestante. Concluía con una
pregunta retórica, por qué Francia, en el siglo XIX, debía resucitar “la
detestable política de proselitismo que inspiró a Luis XIV, a revocar el Edicto
de Nantes”.
Ollivier tocaba dos de las debilidades básicas del
programa panlatino. Una era la idea nebulosa y contradictoria de la raza
latina; la otra, el papel polémico del catolicismo. Ninguno de los dos puntos
fue ignorado por los críticos de Napoleón III.
El periódico anticlerical Le Siècle desechó la visión
de Chevalier de que Francia era el líder de las naciones latinas con el
siguiente comentario: “es un objetivo bastante vago y nebuloso que nos parece
que sería algo difícil de alcanzar”. El principio político de las
nacionalidades, más que el incoherente instinto de la raza, debería ser el
principio –guía de la civilización moderna, expresaban en un editorial.
En la década de 1860, el término “raza latina” fue
invocado interminablemente. En esa era predarwnista, no se le podía ocurrir a
ninguno de los enemigos del Segundo Imperio, exponer el absurdo biológico del
racismo latino. Ninguno, por ejemplo, llegó a negar que la raza latina, en el sentido
de parentesco étnico, existía. Los críticos del panlatinismo se limitaron a dos
puntos. Uno era la nebulosidad del término raza latina; el otro, que la
existencia de un número considerable de indios y mestizos en México, hacía
problemática la latinidad racial de éste.
Aunque los panlatinistas insistieron mucho en que la
cohesión cultural y espiritual del mundo mediterráneo se fundaba en la unidad
lingüística y en el catolicismo romano, también subrayaron un supuesto
parentesco físico y racial de los pueblos latinos. Los defensores paneslavos
contemporáneos pisaban un terreno más firme, al menospreciar la unidad racial
de los esclavos y enfatizar su homogeneidad cultural.
El catolicismo era otro elemento clave del panlatinismo.
Amigos y enemigos estaban de acuerdo en que el catolicismo cimentaba cualquier
grado de unidad que existiera en el mundo latino. El diario anticlerical, L´Opinion Nationale, expresó en uno de
sus editoriales:
Hay
un asunto que no debería olvidarse nunca. Éste es, que sólo hay método de
regenerar a las naciones católicas, que consiste en inculcarlos un espíritu de
libertad, de libre indagación y de tolerancia…
Si
Francia es la cabeza de las naciones católicas, es porque es menos católica en
el sentido estricto de la palabra, que las otras.
El catolicismo de los panlatinistas cambiaba el
significado, un tanto volublemente, cuando se dirigía a los católicos
franceses cuando se trataba de los
conservadores mexicanos. Los panlatinistas franceses relacionaban el
catolicismo con la Francia posrevolucionaria. Éste era un catolicismo bastante ilustrado y tolerante que reconocía,
por lo menos, la necesidad de alcanzar un modus
vivendi con el mundo de la razón, la ciencia y la tecnología. Los
clericales mexicanos, por el contrario, defendían la preservación del
catolicismo colonial español, sin el toque del espíritu liberal y racional de
la Revolución Francesa. El éxito de la campaña anticlerical de Benito Juárez
lanzó al clero mexicano en los brazos del príncipe europeo. Pero para su horro,
encontraron que el emperador Maximiliano era un católico liberal. No tenía
ninguna intención de restaurar los privilegios de la Iglesia colonial, que
Juárez había abolido recientemente. Maximiliano se enajenó, de esta forma, el
apoyo de los clericales, sin ganar la confianza de sus enemigos liberales. La
batalla del emperador con los clericales fue una causa de debilidad del nuevo
régimen, desde el principio hasta el fin.
Si admitimos que Napoleón III tenía un “gran designio” en
cuanto a las finalidades francesas en México, debemos también reconocer que su
polémica belle pensée, estuvo plagada
de contradicciones y de mucha de la nebulosidad característica de su
personalidad enigmática. Muchas de las faltas fueron expuestas de manera
notable por la multitud de críticos contemporáneos a la empresa mexicana. Esta
literatura crítica sobresale, como ilustración de la profundidad y la extensión
que alcanzó a tener el espíritu panlatinista en el clima de opinión de la
Francia de la década de 1860. La mayoría de los críticos no rechazaban el
principio del panlatinismo. Lo que deploraban eran los métodos de Napoleón III.
Todo lo que queda ahora es localizar el “certificado de
bautismo” de la palabra l´Amérique Latine.
El proto-panlatinista Michel Chevalier expresó la idea de Latinoamérica, pero
no acuñó el nuevo nombre. Antes de 1860, l´Amérique
Latine hasta donde llegan mis conocimientos, no se había usado nunca en la
prensa francesa, ni en la literatura de folletín. La primera aparición del
término ocurrió en 1861. en ese año la expedición mexicana comenzó. No es
fortuito que la palabra apareciera por primera vez en una revista dedicadaa la
causa del panlatinismo, la Revue des
Races Latines. L:M: Tisserand, que escribió una columna en los
acontecimientos recientes en el mundo latino, realizó la ceremonia de
“cristianización”. Entre 1861 y 1868 la nueva designación era usada solamente
por seis autores franceses y dos autores hispanoamericanos que residían desde
hacía mucho tiempo en Francia. Los seis autores franceses estaban preocupados
por los asuntos mexicanos. El abbé
Doménech la primera vez que se refirió a L´Amérique
Latine agregó c´est a dire, le
Mexique, l´Amérique Centrale et l´Amérique du Sud. El autor se daba cuenta de
que estaba usando un término nuevo cuyo significado había que explicar a sus
lectores.
El panlatinismo de los sesenta y su símbolo semántico l´Amérique Latine, sobrevivió al fiasco
de la empresa mexicana debido, en gran parte, al desastre de Sedán. Después de
1870, la aventura mexicana se le achacó personalmente a Napoleón III –como sin
duda no fue-, y no a Francia, como país. El despertar de Alemania después de
1870, hizo que el carácter antiamericano y antirruso del movimiento pareciera
rápidamente anticuado. El resurgimiento del panlatinismo al fin de siglo,
estaba primariamente dirigido contra el pangermanismo. En Hispanoamérica, el
panlatinismo todavía retuvo mucho de su sabor inicial antiyanqui, especialmente
porque los voceros hispanoamericanos usaron la doctrina como un vehículo de
protesta contra el imperialismo norteamericano.
El panlatinismo del período de 1898-1914 difería en forma
notable del de marca napoleónica. El fin esencial era todavía el mismo; es
decir, promover la homogeneidad cultural y política del llamado Mundo Latino,
bajo el lideraje paternalista de Francia. De cualquier manera se renunció a la
agresión militar como medio para conseguir el fin. Al mismo tiempo que el
panlatinismo abandonó con el fin del siglo su nebuloso racismo de los sesenta,
también renunció a enfatizar el polémico catolicismo. El nuevo panlatinismo era
secular, humanístico y liberal, en contraste con la orientación clerical
católica y autoritaria del tiempo de Napoleón III. Un análisis más preciso de
estos cambios rebasa las perspectivas de este ensayo.
Los contrastes entre el paneslavismo ruso y el
panlatinismo francés de los años sesenta son más sorprendentes que las
semejanzas. El paneslavismo se desarrolló independientemente del gobierno ruso.
Aunque el régimen zarista en algunas ocasiones usó el movimiento para sus
propios fine, las finalidades del ministerio de asuntos exteriores y las de los
paneslavistas chocaron frecuentemente. El hecho de que el paneslavismo tuviera
un desarrollo autónomo hizo posible que despertara un entusiasmo considerable
en algunos de los círculos intelectuales. Su mística histórica y cultural fue
expresada con abundantes detalles en gran parte de su literatura.
Tanto las debilidades como al fuerza del panlatinismo,
eran una consecuencia directa de la paternidad intelectual del movimiento. La
doctrina de la regeneración latina era una creación del Segundo Imperio,
cuidadosamente nutrida por los apologistas semioficiales del régimen. Su
aparente finalidad era la de proveer una explicación racional para la política
del emperador. Aunque la mística del panlatinismo carecía tanto de la precisión
metodológica, de la penetración histórica y de la extensión del paneslavismo,
su contenido ideológico era sin duda, insignificante. La identificación íntima
del panlatinismo con el régimen hizo posible que sus voceros inundaran de
propaganda mediante la prensa y folletines. De todas maneras, la alianza del
movimiento con el Segundo Imperio era transparente y este hecho explica, en
cierta medida, por qué el programa panlatino despertó tan poco entusiasmo fuera
de los círculos oficiales.
Las ideas esenciales del panlatinismo tenían una
atracción tal, que ni siquiera el patrocinio de Napoleón III podía
desacreditar. El movimiento emergió en la década de 1860 y sobrevivió después
como un instrumento ideológico al servicio de la política exterior francesa.
Tanto el presidente Vicent Auriol, como Charles de Gaulle, han invocado al
espíritu panlatinista en sus respectivas visitas de estado a las naciones
hispánicas del nuevo mundo.
Para los americanistas el descubrimiento de la
paternidad, de la idea de Latinoamérica confirma algo que nosotros ya sabíamos.
Como Edmundo O´Gorman lo ha señalado, América es entre otras muchas cosas, una
idea creada por europeos, una abstracción metafísica y metahistórica, al mismo
tiempo que un programa práctica de acción. Estas imágenes europeas del nuevo
mundo encuentran sus símbolos apropiados en los diversos nombres bajo los
cuales América ha sido conocida.
Traducción:Josefina Z.
Vázquez