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¿Por qué hablamos del Dios “trino”?

 

Dr. Guillermo Hansen

 

Objetivo: Comprender el lugar y la importancia de la doctrina trinitaria en el pensamiento cristiano, como asimismo la novedad del aspecto comunitario y relacional  presente en el misterio.

 

Ejes temáticos:

*      La doctrina de la trinidad fue el intento de la iglesia por expresar y defender la experiencia y el testimonio de Dios según el testimonio bíblico.

*      La doctrina trinitaria quiere expresar un misterio que nos involucra; no es una fórmula matemática celestial que invite a la especulación descarnada.

*      Pensar “trinitariamente” tiene profundas implicancias en la comprensión de nuestras vidas, espiritualidad y opciones éticas.

 

 

 

I. El cuestionamiento a la interpretación trinitaria

 

 


Cuadro de texto:    Tillich, Paul (1886-1965). Teólogo luterano de origen alemán, célebre por su método teológico de correlación que buscaba posicionar el lenguaje teológico en diálogo estrecho con las preguntas lanzadas por el contexto y la situación modernas. Para él la teología era una labor constructiva que se nutría tanto de las fuentes “tradicionales” (Biblia, doctrinas, credos) como de las expresiones culturales, artísticas y filosóficas.Algunas de las objeciones más escuchadas en nuestro tiempo es que la doctrina de la trinidad ya no habla a la conciencia y situación contemporáneas. “Es muy abstracto”, “demasiado filosófico”, “no abarca la experiencia de la mujer”, “es muy limitativo”, “corresponde a un paradigma antiecológico”, “es una pérdida de tiempo”, son algunas de las frases que se escuchan en esta suerte de alergia antitrinitaria. Para muchos el misterio[1] que alguna vez significó la trinidad se ha vuelto sencillamente un enigma, por definición insoluble y por ello dispensable.  En esta línea Paul Tillich –un famoso teólogo protestante del siglo XX-- expresaba que en la situación contemporánea “el misterio [trinitario] dejó de ser el misterio eterno del fondo del ser y en su lugar pasó a ser el enigma de un problema teológico por resolver y en muchos casos...la glorificación de un absurdo en números”[2].

 

Estos cuestionamientos se deben a una serie de factores. Mencionamos, para comenzar, el hecho de que en el escenario religioso contemporáneo el mundo de la(s) experiencia(s) ha adquirido una  importancia hermenéutica capital. En muchos casos la experiencia opera como principio de legitimación o validación de una concepción de la divinidad, ensalzándose –en los casos extremos—visiones funcionales a la propia subjetividad o al micro-espacio de la intersubjetividad.  Esto crea, para los grandes relatos religiosos, un escenario bastante inestable –al menos comparado a épocas anteriores. Al decir del sociólogo de la religión Peter Berger[3], la modernidad ha pluralizado a tal punto las creencias que se impone lo que él denomina el “imperativo herético”, es decir, la necesidad constante de elegir frente a la nueva complejidad de la experiencia (donde inclusive el no elegir es ya elegir). La subjetividad, la propia experiencia, se convierte así en la nueva fuente de autoridad que en la mayoría de los casos no necesita de la maraña trinitaria para satisfacer sus anhelos religiosos. ¿Qué tiene que ver la aridez de un dogma con la vitalidad de la experiencia? –parece ser aquí el planteo central.

 

Al tribunal de la subjetividad también se le debe sumar otros ámbitos de cuestionamiento al concepto trinitario.  La crítica bíblica exegética de los textos “probatorios” de la doctrina trinitaria en el Nuevo Testamento han concluido que en las Escrituras no encontramos una “doctrina” (en el sentido de una teoría o formulación acabada), sino más bien fórmulas binarias o la mención de una tríada (Ver, por ejemplo, Mt. 28:19; Jn. 1:1; II Cor. 13:13). También un mayor conocimiento del contexto donde nacieron las formulaciones trinitarias arroja luz en cuanto a las presuposiciones filosóficas que informaron las discusiones trinitarias. Y no olvidemos la importancia de los estudios fenomenológicos de la religión que destacan no solamente paralelismos entre distintas concepciones de la divinidad (entre ellas la figura de tríadas, por ejemplo, en la India) sino también su relatividad cultural y social.

 

En suma, todos estos factores han hecho que la legitimidad de la doctrina trinitaria fuese puesta en  discusión. Se dice así que el concepto trinitario, en realidad, es una manera más de ver lo sagrado que no debe excluir otras formas –sobre todo en esta época de rescate de los relatos olvidados o marginados. Ante este “vacilar” de la doctrina muchos teólogos encontraron la motivación para lanzarse hacia una nueva imaginación con respecto a lo sagrado, explorando metáforas y experiencias en terrenos otrora desechados por el Cristianismo.

 

Volveremos a algunas de las objeciones hechas a la doctrina trinitaria que consideramos importantes por dos razones: siempre aportan un dato novedoso a la reflexión, y además presentan un cuadro sintomático sobre una falla estructural profunda en las formas en que la tradición cristiana entiende y comunica esta doctrina. Ante esto se abren dos desafíos: ¿Podrá la doctrina trinitaria superar la aridez de sus formulaciones para ser fiel al relato de un Dios vivo? ¿Da la Biblia un relato coherente que incuestionablemente lleva a una doctrina trinitaria?

 

Pero antes de pasar a ello no podemos seguir con nuestro relato sin mencionar un dato que es fundamental en nuestro escenario teológico contemporáneo --incluido el latinoamericano.  Es curioso que en las últimas décadas no sólo se ha dado una mayor inestabilidad en el panorama religioso y teológico sino que también fueron los años más prolíficos en cuanto a la reflexión trinitaria después del período comprendido entre el 325 (Concilio de Nicea) y el 381 (Concilio de  Constantinopla). No basta aquí mencionar los grandes nombres asociados con alguna obra explícita sobre la trinidad (empezando por Karl Barth, Karl Rahner y Walter Kasper, pasando por Wolfgang Pannenberg, Jürgen Moltmann, Eberhard Jüngel y Hans Küng, terminando con Catherine LaCugna, Juan Luis Segundo o Leonardo Boff) sino que hay que destacar la importancia que ha tenido esta doctrina como clave hermenéutica en los grandes documentos pastorales de la iglesia, como ser (en el campo Católico-romano) el Vaticano II y Medellín, como así también en los documentos del Consejo Mundial de Iglesias, la Federación Luterana Mundial, la Alianza Reformada Mundial, etc.

 

Son muchas las hipótesis que podríamos barajar para explicar este fenómeno: la necesidad de afirmar –frente a la “neo-paganización” de las sociedades tradicionalmente cristianas-- una identidad clara ante la pluralidad de la experiencia de lo sagrado; la incorporación después de la Ilustración de las críticas ateas y humanistas; la respuesta frente a una nueva sensibilidad ante lo ecológico y lo social; el descubrimiento de una reserva de sentido en la simbología trinitaria otrora no manifiesto en contextos patriarcales y más monolíticos. Pero el dato unificador de todos estos motivos, el dato que consideramos de suprema importancia en este “redescubrimiento” de la doctrina trinitaria, es la permanente ligazón entre el concepto trinitario y la responsabilidad ético-pastoral. Lo uno no se da sin lo otro. Esto habla de una manera especial en que el misterio trinitario parece integrar lo humano y lo divino.

 

En efecto, tanto los autores mencionados anteriormente como los documentos de las iglesias mantienen esta estrecha relación entre la afirmación del Dios trino y la llamada a la responsabilidad en el plano de la historia. Aún más, que la responsabilidad pastoral propia de la iglesia es una dimensión esencial del carácter “pastoral” del despliegue trinitario de Dios. En su expresión maximalista se lee así: la creación y existencia del universo es la manifestación “pastoral” de la decisión de un Dios de ser Dios en forma triuna (entendiendo la imagen de pastoral a partir de Juan 10:11: “el buen pastor da su vida por las ovejas”). La iglesia, por ello, es una manifestación de esta realidad triuna que lleva adelante su ministerio acorde a los “atributos” de este Dios en particular.

 


 

 

II. La trinidad y las trampas del lenguaje

 


Cuadro de texto: Hermenéutica, del griego “hermeneuein”, interpretar.  En la teología refiere al proceso de interpretación de textos bíblicos y doctrinas que tiene en cuenta el significado original de los textos y el esclarecimiento de su sentido para los creyentes contemporáneos.Desmenuzar un poco estas dimensiones pastorales intrínsecas al concepto trinitario es lo que nos ocupará en lo que sigue. Previo a ello es necesario aclarar en qué consiste la doctrina trinitaria, qué es lo que quiere “decir”. A continuación describiremos como funciona esta doctrina, es decir, cómo se “conjuga”.  Para ello comenzaremos haciéndonos eco de las objeciones que se le han hecho a la doctrina trinitaria –mencionadas un poco más arriba. Y nos concentraremos en el aspecto sintomático aparente en las críticas, es decir, la posible falla en nuestra manera de entender y comunicar nuestra concepción y experiencia de lo sagrado. Puede que el rechazo que produce muchas veces la doctrina de la trinidad se debe a que no sólo se la entiende mal, sino que en nuestras iglesias se la emplea mal, es decir, se la invoca en contextos que no le son propicios, o directamente no se la conjuga con los aspectos vitales que hacen a la existencia contemporánea (fuera de cuyo ámbito la doctrina literalmente enmudece).

 

En este nivel hablamos de la relación que existe entre el lenguaje y las realidades que el lenguaje codifica e interpreta. Pero lamentablemente son muchas veces las mismas iglesias las que parecen no ponerse de acuerdo sobre la pertinencia de los lenguajes y las formas de comunicación. Tomemos el interesante ejemplo derivado del calendario litúrgico para ilustrar este punto. Casi todos los años, alrededor del mes de mayo-junio, los “teólogos” recibimos invitaciones para predicar en ocasión del Domingo de la Trinidad. La presuposición que motiva sendas invitaciones es que en este Domingo hay que predicar sobre una doctrina, y nada mejor que un teólogo para este evento. Por supuesto que hay una cierta complicidad de los teólogos mismos: ¿no será que es parte de las “tentaciones de la carne” subirse al púlpito y gozar de las miradas extraviadas -sino desorbitadas- de los feligreses ante tanto enredo arcano pululando de los labios del predicador?  Pareciera que mientras más incomprensible es lo que digamos, ¡más cercanos estamos al dogma trinitario! Se confunde incomprensibilidad y misterio, sofisticación y trascendencia, verborragia y espiritualidad. 

 

Sin embargo, como bien lo demuestran los grandes predicadores de la historia de la Iglesia cristiana, el asunto no es tanto predicar sobre la trinidad, sino predicar trinitariamente.  Sin esta es la clave, todo tema es susceptible de ser interpretado desde la óptica de la Trinidad. En suma, hay una regla que es fundamental: el dogma como dogma no debe ser nunca un objeto de predicación, sino la clave hermenéutica que hile la narración evangélica con la propia experiencia de nuestra humanidad.

   

Por ello podemos decir que la doctrina trinitaria  “habla” de Dios indirectamente, no en forma directa. En todo caso, la referencia más directa a lo que contiene la doctrina es el ámbito de lo doxológico, es decir, de la alabanza y adoración, que debe mantener en un estado de tensión paradojal las afirmaciones sobre lo eterno y las reacciones que provoca en nosotros. Decimos “para-dojal” (más allá de la doxa, de lo aparente, de la opinión) porque la confesión doxológica es la visión de un futuro del cual sólo hemos recibido “postales”. Es lo que esperamos ver, la manifestación visible de lo que todavía es invisible (cfr. Col 1:15), que siempre introduce una situación de crisis y tensión con lo que ahora es percibido como lo “real”.

 

Es esta confesión doxológica la que nos permite hablar en forma cristiana; allí se expresan nuestros símbolos. Ahora bien, es en este ámbito donde surge la doctrina como un intento de clarificación de las reglas que operan en nuestra confesión: la tradición habló de lex orandi, lex credendi, es decir, de la adecuación y dependencia del lenguaje doctrinal con respecto a la alabanza y confesión de la iglesia. La doctrina  no es libre especulación en busca de un nuevo objeto, sino un lenguaje distinto para afirmar los símbolos por medio de los cuales los cristianos -la iglesia- participan de una realidad todavía por manifestarse en su plenitud.

 

La doctrina, en síntesis, explicita cómo deben funcionar los símbolos, es decir,  son como “reglas gramaticales” que guían un discurso. Cuando hablamos una lengua no “decimos” las reglas gramaticales, sino que el sentido que expresamos lleva implícito las reglas que codifican un idioma determinado. Lo mismo con una doctrina: en el contexto específico del kerygma y la práctica de la iglesia, ésta es a menudo tácita o implícita. Volvamos al ejemplo de la predicación durante el Domingo de Trinidad: este es un Domingo no para predicar sobre la trinidad, sino para recordar que todo lo que la iglesia dice y hace está declinado, informado, conjugado, regulado por las afirmaciones contenidas en los símbolos que componen la concepción de la trinidad. El asunto, entonces, es predicar y actuar “trinitariamente”, siempre.


 

 

 

III. El “tema” de la trinidad

 


Vayamos ahora a lo que el jesuita Roger Haight llama el tema o asunto de la teología trinitaria, es decir, aquellas afirmaciones fundamentales que encontramos bajo la superficie de las afirmaciones doxológicas.[4] Si tomamos los antiguos credos -que son instancias paradigmáticas de la regla trinitaria, nombrados por vez primera en las obras de Ireneo y Tertuliano durante el segundo siglo de nuestra era-  vemos allí que aparecen tres temas o asuntos fundamentales que darían una estructura tripartita a dichos credos:

 

  1. El primer punto refiere al principio monoteísta heredado de la fe judía (el Shema Israel”) junto a la afirmación de la creación como expresión de Cuadro de texto: Arrianismo: Movimiento que se remonta al sacerdote Arrio (… 336). Insistían en el carácter absoluto de la unidad divina, por lo que el Hijo no puede decirse Dios de la misma manera que el Padre. Su alternativa era pensar al Hijo (naturaleza divina de Cristo) como una criatura, aunque por supuesto superior al resto de la creación. Con esto pretendían “proteger” a la divinidad, sobre todo en relación a los textos bíblicos que hablan de un Dios “encarnado”, que “sufre” en la cruz, etc. Las ideas arrianas son confrontadas en el Concilio de Nicea.la voluntad libre de Dios. Frente a la interpretación gnóstica, que postulaba una distancia inzanjable entre Dios (pleroma) y el mundo visible, se afirma que Dios es el responsable por la existencia de todas las cosas, visibles e invisibles.

 

  1. La segunda regla tiene que ver con el principio cristológico, es decir, la mediación del Logos en la creación y en la salvación. El hecho de que el Cristianismo siempre mantuvo en este nivel la figura de un personaje histórico (Jesús, el Cristo), ha sido una de sus características más polémicas.

 

  1. Por último, una referencia al Espíritu Santo enfatizaba generalmente el oficio profético con la creación de una comunidad y la promesa de la resurrección de la carne (o de los muertos, vida venidera).

 

Ahora bien, el desafío para el cristianismo orbitó alrededor de dos polos: por un lado, cómo mantener la coherencia monoteísta frente al hecho de que Jesús fue levantado de los muertos y que el Espíritu de Dios se hace presente en su comunidad; por el otro lado, como contrarrestar las distintas propuestas dualistas –de origen helénico- empecinadas en establecer una especie de brecha o distancia insalvable entre Dios y la creación, entre lo infinito y lo finito, entre Dios en sí y su “economía” (es decir, su obra en la creación). Estas propuestas generalmente se articularon en forma “modalista” (donde partiendo del dogma de la unidad de Dios se interpretaba a las personas trinitarias como simple manifestaciones o modos de ser de la sustancia divina) o “subordinacionista” (que mantenía que sólo Dios Padre es Dios en un sentido absoluto, siendo el Hijo y el Espíritu Santo subordinados en su origen a Dios Padre). En este contexto resaltan las afirmaciones osadas del concilio de Nicea (del año 325; pueden ver el texto más abajo), osadas si se tiene en cuenta que van a contrapelo de los más elementales principios filosóficos del mundo helénico, amén de las otras propuestas modalistas y subordinacionistas. Es como si Nicea habilitara el principio de una afirmación sobre el ser diferente, tal como lo sostiene el teólogo ortodoxo griego John Zizioulas.[5] Por ello nos inclinamos a entender a Nicea como un intento de “especificar” de cuál Dios se habla cuando el Cristianismo habla sobre lo que aparentemente es obvio, Dios. En definitiva, Nicea apuntala un relato que garantiza el contacto esencial de Dios con el mundo, ya que al declarar que el Hijo (y luego el Espíritu) son iguales en su esencia al Padre, estaba diciendo dos cosas a la vez: que es Dios mismo el que estuvo presente en Jesús y en la experiencia de los creyentes, y que este Dios que se manifiesta en forma triuna implica que Dios tiene, en su eternidad reservado un lugar especial para toda su creación. No hay mundo sin Dios, ¡pero tampoco Dios sin mundo! Por ello hablar de Dios es también hablar del mundo de una manera determinada, es decir, del mundo que ha sido creado, mantenido y será salvo en Cristo.

Cuadro de texto: Credo Niceno (325)

Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, hacedor [poietén] de todas las cosas visibles e invisibles.

Y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios; engendrado del Padre, unigénito, es decir, de la substancia [ousías] del Padre; Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho [gennethénta ou poiethénta]; de la misma substancia [homooúsios] que el Padre; por quien todas las cosas fueron hechas, las cosas en el cielo y las cosas en la tierra; Quien por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se hizo carne [sarkothénta], haciéndose hombre, y sufrió y resucitó al tercer día, ascendió a los cielos, y vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.

Y en el Espíritu Santo.

En esta línea encontramos en Nicea cuatro elementos centrales que presentan contrapuntos al intento subordinacionista de los arrianos --una alternativa muy popular en la época patrística que enfáticamente insistía que la naturaleza divina de Cristo no era “tan” Dios como la del Padre.  Concentrándonos en el segundo artículo del credo -el objeto de la discusión- destacamos los siguientes puntos, formulados para acentuar que Cristo es consubstancial al Padre[6]:

 

  1. La cláusula que aclara el significado de ser engendrado por el Padre, “es decir, de la sustancia [ser] del Padre”, establece que lo que se genera no es una “ousia” o sustancia diferente, o menor, sino que comparte la misma esencialidad que el Padre. Lo que Dios es, también es el Hijo. Ser Dios, por lo tanto, no implica ser una “mónada” simple y solitaria, sino que indica una relación entre –al menos-- un Dios que engendra y un Dios engendrado.

 

  1. “Dios verdadero de Dios verdadero” (Theon alethinon ek Theou alethinou), reitera la noción de que el Hijo no es Hijo “por gracia” (o por adopción), sino que lo es esencialmente. De ahí que una nueva idea de unidad, no matemática sino orgánica, comienza a vislumbrarse en esta formulación.

 

  1. Engendrado, no hecho” (gennethénta ou poiethénta) establece una distinción entre una forma “creatural” de ser creado, y una forma divina de ser engendrado. Sumado a las dos afirmaciones anteriores implica que ser Dios no es solamente “dar” ser (Padre), sino también “recibirlo” (Hijo). Nuevo cuestionamiento a la concepción helénica de la simplicidad de Dios.

 

  1. Por último, el momento culminante de la fórmula de Nicea: “de la misma sustancia que el Padre” (homooúsios to Patrí). Hay que notar que la fórmula no intenta establecer en qué consiste la sustancia del Padre (o Dios), sino afirmar que sea lo que fuese lo que caracteriza a la deidad, esto también es compartido de manera esencial por el Hijo. Por lo tanto, Dios mismo es mediador de la creación, es la realidad más íntima a todas las criaturas. Si bien es cierto que muchos cuestionaron la introducción de este término no bíblico, la mayoría de las objeciones se levantaron no por defender la visión bíblica de Dios, sino para mantener la idea  helénica de la impasibilidad y simplicidad divinas --que se verían seriamente comprometidas de tomar muy en serio la idea de homooúsios.  

 

Las implicancias teológicas de estas cláusulas no tardaron en explayarse cuando un poco más tarde los arrianos volvieron a la carga insistiendo que al “Hijo” –tan “apegado” a la carne, Jesús-- no hay que identificarlo tan estrechamente con el Padre, ya que comprometería el carácter impasible de Dios. Dios, decían los arrianos, es incapaz de sufrir. Es así que los “padres” de la iglesia Atanasio y los Grandes Capadocios (Basilio el Grande, Gregorio de Nazianzo, Gregorio de Nisa) aparecen como los teólogos que realmente echaron luz sobre las implicancias de la doctrina trinitaria al clarificar las “reglas” inherentes a las afirmaciones del Concilio de Nicea. Ellos desplazaron definitivamente la contrapropuesta arriana –mucho más moderada y “lógica” en su formulación. Su trabajo también contribuyó para que finalmente en el Concilio de Constantinopla (381) se adoptara una versión más “expandida” del credo niceno.

 

Para Atanasio lo fundamental de la afirmación trinitaria nicena se centraba en dos puntos, dos puntos que demuestran no sólo como operaba filosóficamente su mente, sino donde radicaba su preocupación pastoral. Para Atanasio[7] el ser de Dios, su esencia, no es concebida como una abstracción helénica, sino que introduce un concepto clave para una nueva ontología propiamente cristiana: la idea de relación, de comunión. El hecho de que Dios sea Cuadro de texto: Credo Niceno-Constantinopolitano (381)
[Nótese algunos añadidos con respecto al Credo de Nicea, sobre todo en el tercer artículo. Este es el Credo utilizado actualmente en muchas de las liturgias de nuestras iglesias]. 
Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y la tierra, de todo lo visible y lo invisible.
Creemos en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios,
Nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación
bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo,
y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos, y su reino no tendrá fin.

Creemos en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida, Que procede del Padre (y del Hijo),
Que con el padre y el hijo
Recibe una misma adoración y gloria Y que habló por los profetas.
Y en la iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.
Reconocemos un solo bautismo para el perdón de los pecados.
Esperamos la resurrección de los muertos Y la vida del mundo futuro. Amén.

llamado Padre implícitamente sugiere una relación, el Hijo. Dios, en otras palabras, es una relación que se da en la diferenciación. Pero aún más, esta relación y diferenciación no queda absorbida en sí misma, sino que se expresa en la encarnación del Hijo, en la corporalidad humana, en la creación. Y Dios hace esto con un propósito: “porque El se hizo hombre para que nosotros podamos ser Dios”.[8]  Esto es, si Dios no hubiese estado esencialmente presente en el Hijo (encarnado), no habría esperanzas para la salvación humana. La creación, a través de la encarnación, todo lo gana en virtud de este acto de Dios: no tiene por qué temer la presencia divina, como si ésta fuera una amenaza para su propia identidad. En el Dios trino se halla en realidad la plenitud de la criatura, su futuro, tal como lo anticipara Ireneo en su concepto de anakephalaiosis o recapitulación del universo en Jesucristo (una noción tan extraña a pensamientos de corte dualistas y monistas).

 

Gregorio de Nazianzo, uno de los capadocios, tradujo este concepto de manera tal que no quedaran dudas de las implicancias de lo que se estaba diciendo: tanto se comprometió Dios con su mundo, que asumió la totalidad de la misma en el hombre Jesús. Porque en efecto, aquello que no es asumido no puede ser salvo[9]. Para decirlo con palabras distintas: aquello que Dios no asume realmente no interesa. ¡Imagínense lo que significa esto para la tarea pastoral de la iglesia, cuando lo asumido es la totalidad humana! Es una pena que la tradición cristiana, sobre todo en Occidente, haya olvidado esta afirmación central en el dogma trinitario: viejas dicotomías entre alma y cuerpo, cielo y tierra, eternidad y saeculum,  jamás se habrían dado....

 

Si Gregorio de Nazianzo destacó, al igual que Atanasio, las dimensiones soteriológicas integrales encerradas en el dogma trinitario, fue su amigo y maestro Basilio quien más se aventuró con su imaginación a terminar de elucidar en qué consistía este asunto de la trinidad. Tratando de clarificar la confusión que se había desplegado en torno a la correcta interpretación de los términos hipóstasis y ousía (ambos empleados en el credo niceno), llega a una formulación que es a todas luces genial. En Basilio tenemos un claro exponente de la lógica oriental de pensar la unidad divina desde la multiplicidad (y no al revés, como en Agustín). Esto permitirá entrelazar de manera más fluida aquello que llamamos la “economía” (plan de salvación) con el ser mismo de Dios. 

 

Jugando con las posibilidades que permite un término un tanto abstracto, de origen aristotélico, Basilio propone una manera de pensar a Dios a partir de esas identidades llamadas “hipóstasis” (Padre, Hijo y Espíritu Santo, lo que usualmente denominamos “personas”). La ousía o el ser de Dios está expresado y “soportado” por las realidades hipostáticas que llamamos Padre, Hijo y Espíritu Santo. Como dice en una de sus cartas, la hipóstasis es aquello que da “soporte” a la ousía que es Dios; Dios se expresa no tanto a través de ellas (como podría ser una posición modalista) sino debido a ellas. Así es nuestro Dios, un ser cuya esencia es dinamismo, relacionalidad, multiplicidad, reciprocidad: esto es ágape, amor.  Cuando esta noción fuera cristológicamente explayada el resultado fue sencillamente explosivo: la deidad no es separable de una figura de nuestra historia. Aquí yace la radicalidad de la promesa para toda la creación que caracteriza al Cristianismo.

 

Para muchos todo esto puede parecer una tonta discusión entre obispos seniles, o peor aún, banales especulaciones “bizantinas” entre obispos post-constantinianos arrumacados en las cómodas hamacas del reciente prestigio y poder adquiridos.  Otros, siguiendo al historiador alemán Adolf Harnack, concluirán que las disquisiciones trinitarias de estos teólogos no hace más que confirmar la paulatina “travestización” helénica del concepto bíblico de Dios.

 

Sin embargo nuestra opinión puede cambiar no sólo tras una mirada a los datos que contamos sobre la biografía de estos obispos (donde la reflexión teológica estaba en función de los muchos desafíos pastorales que encontraban en sus ajetreados ministerios), sino por otra razón que es tan fundamental como la anterior: sus formulaciones tienen que ser consideradas como el intento de conjugar las expresiones del Credo, cuyo substrato narrativo era precisamente el evangelio y su historia de la salvación (economía). De esta manera la doctrina trinitaria era pensada como la síntesis del Dios del evangelio (evangelio entendido no solamente como el “mensaje” de Jesús, sino de la vida, obra y destino de Jesús: muerte y resurrección). Lejos de ser una especulación helénica, utiliza la nomenclatura cultural de la época para defender el testimonio bíblico sobre Dios.

 

Así, entendiendo que la doctrina trinitaria interpreta el relato evangélico, la conclusión a la que lleva esta doctrina es que las tres identificaciones destacan tres “realidades” o dimensiones igualmente cruciales en el momento de concebir y articular lo sagrado. Dios aparece así no tanto como una sustancia, ni siquiera como ese gran “sujeto” (que muchas veces nos imaginamos de barba blanca entre las nubes), sino como un campo de relaciones de amor y comunión que en su gratuidad crea un universo, lo sostiene (pastoralmente) y lo guía a su plenitud final. Pero lo interesante del relato cristiano es que ese dinamismo amoroso tiene una cualidad única: ¡su esencia es la  inclusividad, la comunión, el amor-ágape!

 

Si seguimos la lógica destacada por Nicea, Atanasio y los Capadocios, el relato bíblico es entendido como refiriendo a un Dios que subsiste como un dinamismo donde eternidad e historia se implican mutuamente. Dios significa el origen del “ser” pero... ¡también su recepción! Da y recibe porque es un Dios trinitario, abierto a la multiplicidad de las formas que se generan en la gesta misma de la evolución cósmica. No sólo los cuerpos humanos, sino las partículas subatómicas, los soles, galaxias, pájaros, bacterias, piedras, tierras, leyendas, estatuas, árboles, arquetipos, todo tiene un futuro en eso que llamamos Dios. Y la única “lógica” que puede recibir esta multiplicidad en unidad es, precisamente, lo que llamamos trinidad.

 

La clave de esta doctrina no yace, por lo tanto, en la aritmética trinitaria, sino en la integración de un personaje histórico (Jesús, el Cristo) en la misma comprensión de Dios. De no haber una dimensión encarnada de Dios, el futuro de la creación estaría en duda. Pero la cosa no queda ahí: el mismo relato evangélico que liga el camino de Jesús a la obediencia al “Padre”, también relaciona una tercera instancia tanto con la resurrección de Jesús como con su manifestación hacia los primeros discípulos (Espíritu Santo).

 

Por ello mismo la doctrina cristiana sobre Dios posee una tercera dimensión, la dimensión de la “expansión” del ser trinitario significado por el Espíritu.  Recorriendo el evangelio de Juan y las cartas de Pablo vemos que la expresión “Espíritu” se reserva para ese poder divino que introduce a las personas y grupos en el misterio.  Es más, en Romanos 8 se habla de una creación también orientada por ese mismo Espíritu a la revelación final de Dios: ella gime a través de nuestro gemido, un gemido que anhela el rescate definitivo de los cuerpos, de la materialidad. Es destacable que precisamente en el orden del tercer artículo del Credo (que adquiere su máxima expresión en el Concilio de Constantinopla, 381) aparecemos nosotros en la definición misma de Dios (fe, bautismo, iglesia, vida eterna). Espíritu, en otras palabras, es el “campo de amor” subyacente a la comunión de las criaturas con el Creador. Tal es la fuerza inclusiva de este ruaj (espíritu, en hebreo) que en rigor de verdad esa realidad que llamamos “Cristo” ya no consiste en un individuo sino en una nueva corporalidad.[10] Puesto de otro modo, esa realidad que es el Hijo sigue abierta -inclusive “incompleta”- sin la redención de la creación.       

 

La doctrina trinitaria, dijimos, expresa la idea de la apertura o inclusividad escatológica propia del Cristianismo. Para ponerlo de manera simple, el “mito” fundante cristiano no presenta eventos acabados en un tiempo primigenio que ritualmente hay que repetir en función del mantenimiento de un orden sagrado, sino que este relato incorpora como elemento central la narración de la presencia divina en nuestra temporalidad. Nuestras historias están llamadas a ser parte de la historia de Dios. La creación entera (como historia evolutiva) está llamada a participar de este Dios. Por ello, desde el sentido creado por la doctrina, podemos decir que Dios está “en proceso”, o lo que es lo mismo, que Dios es el futuro unificador de todo el cosmos. La “historia” -nuestras historias- es incorporada substancialmente al relato sobre Dios: que nosotros -y el cosmos- existamos, hace una diferencia en Dios mismo.

 

Sintetizando, la doctrina trinitaria expresa tres dimensiones integradas e íntimamente relacionadas. Por un lado habla de una trascendencia que siempre permanece misterio, un Dios que siempre está sobre y más allá de la creación. Por el otro, habla de un Dios que se involucra, se “juega”, se compromete, aún hasta la muerte en cruz: un Dios con nosotros. Por último, apunta a un Dios que nos acoge y lleva nuestras vidas hacia la plenitud, un Dios en nosotros. Estos son tres dimensiones inseparables, aunque distintas.

 


 

 

 

IV. “Probando” la doctrina trinitaria: el caso de Gutiérrez y el tema de la espiritualidad

 


Pasemos a un ejemplo sobre cómo operan las reglas de la doctrina trinitaria sobre algún aspecto más específico, por ejemplo, la experiencia religiosa. Escojamos a un teólogo latinoamericano -Gustavo Gutiérrez- y un tema -la espiritualidad- para mostrar una instancia donde la estructura de un concepto aparentemente obvio (espiritualidad) es resignificado por una lectura trinitaria. El corolario será una crítica a la espiritualidad de las minorías, de la fuga mundi (ordenes religiosas, estado perfecto en contraposición al estado seglar), y una renovada apreciación de la irrupción del mismo Espíritu en la historia que nos “soporta” (cfr. “hipostasis” en Basilio) en una praxis de solidaridad con los excluidos.

 

Gutiérrez quiere redimensionar el tema de la espiritualidad a partir del concepto de discipulado. Así, en una primera definición, la espiritualidad cristiana está marcada por “el seguimiento de Jesús”. Pero este seguimiento adquiere sentido bíblico cuando se la entiende trinitariamente, es decir, cuando se la enmarca en el fundamento y en la finalidad de esta espiritualidad. Gutiérrez habla, por lo tanto,  de un “encuentro con Cristo, vida en el Espíritu, ruta hacia el Padre” como las “dimensiones básicas de todo camino espiritual según la Escritura”.  Ninguno de estos elementos, por sí mismo, encierra el secreto de la espiritualidad, sino su mutua relación, su conjunto: es una realidad trinitaria.

 

El primer momento, por lo tanto, lo constituye el encuentro con el Señor. Un encuentro que Gutiérrez insiste es totalmente “gratuito”. Se trata de un encuentro con lo totalmente Otro, con lo que nos convoca desde lo más profundo de la historia. El Señor, por así decirlo, es quien nos “encuentra”. Vemos en este punto un intento de Gutiérrez de leer los relatos evangélicos a la luz de ese movimiento hacia la creación que lo constituye la figura del Hijo. Y en este marco inscribe la cruz como aquello que le da el perfil específico a la esta figura: una gratuidad que se entrega en primer lugar a la creación toda, y en particular a sus hijos más despojados y excluidos.  Por ello Gutiérrez correctamente enlaza nuestra percepción de la cruz de Cristo con el encuentro de aquellos que son crucificados en la historia: el seguimiento de Cristo nos revela un mundo que parece estar en la antípoda de todo lo “divino”, el sufrimiento de los inocentes.

 

En este primer paso Gutiérrez está diciendo que existe una modalidad de ser Dios -el Hijo- que nos llama para compartir su propio camino (divino). Dios no es Dios sin este encuentro. Y aquí engarza Gutiérrez la segunda dimensión de la espiritualidad cristiana, el “caminar según el Espíritu” (peripatousin katà pneuma, Rom 8:4).  Siguiendo la concepción paulina Gutiérrez acertadamente nota que el discipulado cristiano no sólo adquiere su forma a partir de ese encuentro con Cristo en la historia, sino que ese discipulado y seguimiento es “soportado” por la realidad hipostática del Espíritu. Esta es una afirmación central ya que le permitirá a Gutiérrez entender el discipulado cristiano (y la espiritualidad) como una dimensión misma de la praxis del Espíritu –y no sólo “humana”.  Para clarificar esta noción nuestro autor introduce la conocida distinción paulina entre carne y espíritu, subrayando no el aspecto moralista, ni tampoco el dualismo ontológico, sino el hecho de que estas categorías se refieren a formas diferentes de “orientarse” en el mundo.  Mientras que el “caminar según la carne” (2 Cor 10:2) denota la distancia y hasta hostilidad hacia Dios y su plan, el hacerlo “según el espíritu” significa dar transparencia en nuestras vidas a la presencia misma del Espíritu de Dios. Significa, en definitiva, orientar la totalidad de nuestras vidas hacia ese Dios que envuelve en forma amorosa a su creación. De cuajo Gutiérrez cancela en esta visión todo recurso a una supuesta autoglorificación del creyente -o la tan mentada justificación “por las obras”- ya que esa transparencia que atraviesa nuestras vidas lo es también con respecto a las obras: en ellas se manifiesta el Espíritu que sólo busca promover la vida en medio de la muerte; son karpós (frutos), opuesto a las erga (obras).

 

El Espíritu, para Gutiérrez, apunta no sólo a un campo de fuerza vital, sino a los mismos efectos de este dinamismo entre aquellos que acogen en obediencia los designios del Señor.  Su manifestación más visible es el proceso de filiación que es la marca de toda la espiritualidad cristiana; pero es una filiación con respecto a una realidad “personal”, cuya identidad también está conformada por un cuerpo. Así, Gutiérrez nos introduce al tema eclesial donde la praxis del Espíritu conforma nuestros cuerpos en este “cuerpo espiritual”. Habla de la iglesia como una “extensión de la encarnación”, es decir, como presencia de Dios que realiza su identidad de comunión y por ello de solidaridad con los cuerpos sufrientes.  Pero esta identidad estaría incompleta si no la complementaríamos con el destino que tiene esta realidad espiritual, a saber, el encuentro con el Padre. Aquí se manifiesta que esta realidad espiritual que encarnan los cristianos es nada más que el anticipo de la realidad que es preparada para toda la historia y toda la creación.

 

La idea de una ruta o camino hacia el Padre la encuentra ejemplificada en el relato del Exodo. Como llamada a la libertad es también promesa de un encuentro que saciará las aspiraciones y anhelos más profundos de la humanidad. Pero uno de los aspectos más remarcables en esta caminar es que los caminos que llevan al Padre no son del todo rectos; es más, parecen estar “diseñados” de esta manera de modo tal que den lugar al tiempo necesario para que Yahvé se acostumbre a su pueblo y su pueblo a Yahvé. Gutiérrez habla de un proceso de conocimiento mutuo, de un “doble aprendizaje” que debe acaecer entre Dios y su pueblo al emprender rutas permanentemente nuevas.  El mapa no sólo no es el territorio, sino que es un plano bastante desnudo, abierto, en blanco, cuyos contornos, valles, caminos y oasis hay que “llenar”. Gutiérrez interpreta esto como la marca de la libertad que debe acompañar a toda espiritualidad.[11] Libertad, por supuesto, entendida como la creatividad con que los cristianos buscan corresponder a ese Dios que todo nos da gratuitamente.

 

Así, en forma lúcidamente trinitaria, Gutiérrez nos deja con esta reflexión sobre la espiritualidad con una simbología preñada de la señal de nuestros nuevos tiempos: como vivir la libertad que Dios nos regala en la aridez del desierto. No significa esto tener una lectura pesimista de los tiempos, sino “apocalíptica” en el buen sentido de la palabra: discernir los espacios desde los cuales el Señor se nos manifiesta.  La libertad para discernir los caminos del Señor es así no sólo un dilema que cada generación de cristianos debe confrontar, sino una dimensión esencial de la manera en que el Dios se relaciona con su mundo.

 

En síntesis, lo remarcable en el estudio de Gutiérrez sobre la espiritualidad es que no es un estudio explícito sobre la trinidad, sino un ejemplo de cómo pensar trinitariamente la espiritualidad y el discipulado cristiano. Así revierte una tendencia habitual entre los creyentes de pensar la espiritualidad como una especie de “camino de acceso” a la salvación, como una salida del mundo. Gutiérrez, en cambio, retrata una forma de espiritualidad donde nuestro caminar en la historia se incorpora “hipostáticamente” al caminar de Dios mismo. En otras palabras, que nuestra espiritualidad es una expresión que se da gracias a la “espiritualidad” misma del Dios trino. Porque en efecto, Dios no sólo envía, sino que Dios está “en camino”, en esos destellos donde el otro y sus necesidades nos interpelan con el rostro mismo de Cristo.  Y que el Espíritu que habita entre nosotros es lo que mueve nuestras entrañas ante la vista del despojo, la miseria y el desencanto es una manifestación mas de la esencia y atributo “pastoral” que es propio de nuestro Dios.           

 

 

 

V. La Trinidad y la cuestión de género

 


Si hay algo que la historia recordará del siglo XX será la irrupción de la mujer como sujeto tanto en la sociedad como en la iglesia. Esta irrupción, por supuesto, también fue acompañada en el campo ideológico y religioso por un vigoroso discurso y una explosión de metáforas que intentaron superar las imágenes divinas empañadas del prejuicio patriarcal. En forma especial estas metáforas han tocado de manera significativa la nomenclatura tradicional trinitaria.

 

 No ahondaremos en las interesantes propuestas de la teología feminista, ni tampoco elaboraremos sobre el tema de la dignidad e igualdad de la mujer desde una perspectiva de la imago dei, que encuentra interesantes formulaciones desde la imaginación relacional-trinitaria. En lo que sigue sólo tocaremos un tema donde la perspectiva feminista ha tenido un impacto visible y directo sobre nuestro lenguaje litúrgico y doxológico en torno a Dios. En muchas de nuestras iglesias protestantes ha habido un fuerte movimiento para superar la noción de Padre e Hijo, catapultando hacia un primer plano la imagen del Espíritu (o Sofía), o despersonalizando la nomenclatura trinitaria reemplazándola por el lenguaje de los atributos o funciones (creador, redentor, santificador).  La pregunta es ¿qué se gana y qué se pierde con estas innovaciones? Lo que nos lleva a un cuestionamiento ulterior: ¿es el lenguaje trinitario sexista?, y si lo es, ¿son sus metáforas reemplazables?

 

En lo que sigue presentamos una breve tipología sobre la forma de encarar esta problemática[12]. Básicamente se vislumbran tres posiciones, encontrándose por supuesto una amplia variedad en y entre cada una de ellas.

 

 

a.  ¡No! (Mary Daly, Rosemary Ruther, Sally McFague, Ivone Gebara)

 

Cuadro de texto: Teología Feminista: Esta teología no debe ser entendida como una rama de la teología que estudia temas supuestamente “femeninos”, sino como una relectura de toda la teología cristiana desde la perspectiva y la experiencia de la mujer. Esta teología se caracteriza por una crítica a las perspectivas patriarcales –tanto en la Biblia como en la tradición— y a las prácticas “machistas”, proponiendo nuevas maneras de entender a Dios, el mundo, a la creación y a la humanidad. Todo esto repercute en nuevas visiones de la ética enfocadas en la transformación de las relaciones entre los sexos y nuestra relación con la creación.Fuertemente arraigadas en las perspectivas brindadas por la filosofía del lenguaje, estas autoras sostienen que toda categoría para referirnos a Dios es en el fondo inapropiado y por ende metafórico. Las metáforas, sin embargo, no son inocentes ya que revelan un mundo social (y de género) desde el cual se apropian para expresar una experiencia particular. Por ello el tema de la experiencia ocupa un lugar central como fuente y mediación indispensable del conocer teológico. Paul Tillich, desde otro ángulo, correctamente había notado que todo símbolo o metáfora religiosa no sólo conecta lo sagrado con lo profano, sino que “sacraliza” o eleva la figura profana utilizada como medio para expresar lo sagrado. Desde esta perspectiva, lógicamente, se cuestiona la sacralización patriarcal contenida en la metáfora de “Padre-Hijo”. De ahí la sospecha sistemáticamente formulada: ¿qué intereses y experiencias son sustentadas y legitimadas por el lenguaje trinitario? ¿debemos seguir utilizándolas en el contexto litúrgico?

 

McFague, por ejemplo, propone una serie de símbolos que no sólo buscan reflejar una experiencia típicamente femenina de lo sagrado, sino que expresan también el principio de la inclusividad que es un elemento integral en su interpretación de la experiencia de la mujer. Si bien no elabora una propuesta explícitamente litúrgica, sostiene que a Dios es mejor imaginarlo como madre, amante y amigo/a, la expresión tripartita del amor en su modalidad de ágape, eros y filía.[13]  Otras expresiones, rechazando la “kyriarquía” (otra manera de referirse al patriarcado) centrado en la idea de amo-señor-padre, construirán un esquema “trinario” destacando a “Jesús, hijo de Miriam, profeta de sofía[14]. Pero muchas autoras/es estan dispuestas a permitir que en el contexto litúrgico se “despatriarcalice” la clásica nomenclatura trinitaria y sea reemplazada por los atributos tradicionalmente asociados con cada una de estas “personas”, a saber, “Creador, Redentor, Santificador”, o por algún otro significante más neutral, como “Abba, Siervo, Paráclito”.  El problema está, por supuesto, en la inevitable abstracción que rodea a atributos sin rostros definidos.

 

 

b.  ¡Si y no!  (Catherine La Cugna, María Clara Lucchetti-Bingemer)

 

Cuadro de texto: Gebara, Ivone (1944 -  )

Una de las teólogas eco-
feministas más importantes de América Latina. Sus aportes apuntan a desentrañar el papel que juega la religión como legitimadora de la subordinación de las mujeres y de la naturaleza.  Sus trabajos buscan un lenguaje diferente sobre Dios desde la opción por los pobres, por las mujeres, por la naturaleza, por el ecosistema, y por la Tierra. Algunas de sus obras más conocidas son Teología a ritmo de mujer (1995) e Intuiciones ecofeministas (1997).
Coincidiendo con la tipología anterior se reconoce y afirma que la terminología masculina ha sido utilizada en el lenguaje trinitario para reforzar esquemas patriarcales –como ampliamente lo demuestra la historia de la iglesia. Sin embargo

una cosa es el uso (o abuso) que se hayan hecho de los símbolos, y otra cosa es el misterio que esos símbolos quisieron comunicar. Así La Cugna sostiene que la tradición trinitaria es tanto fuente revelatoria del misterio cristiano como un recurso de la cultura patriarcal.[15] Sin embargo, la misma teología trinitaria captada en su afirmación relacional afirma las mismos “intereses” que la teología feminista ha querido incentivar; lleva en su seno la crítica más profunda a la cultura patriarcal.  En esta dirección otra teóloga, Patricia Wilson Kastner, ha sostenido que la simbología trinitaria es más conducente de los valores feministas que la idea monoteísta tradicional de Dios, ya que nos lleva a imaginar la mutua interrelación y dependencia existente entre las tres hipóstasis, al igual que posicionar el cuerpo y la realidad sensual en el centro de la escena sagrada (Jesús).

 

Una teóloga latinoamericana como María Clara Bingemer ha sostenido esta posición, rescatando el aspecto anti-dualista implícito en la teología trinitaria.[16]  Para ella no hay problemas con la nomenclatura clásica, siempre y cuando el lenguaje de esta doctrina se interprete a la luz de los hechos narrados en la Biblia. De esta manera lo que hay que destacar son los rasgos maternales que suponen las relaciones retratadas en el lenguaje más formal de la doctrina: un padre maternal que envía desde su seno a su hijo; el sufrimiento en este padre ante la muerte de su hijo; la misericordia de Dios por su creación; la sofía divina identificada con el ruach, etc.

 

 

c.  ¡Sí! (teología tradicional, clásica, etc.)

 

Esta última posición defiende el hecho de que la nomenclatura del Padre, Hijo y Espíritu Santo refiere como a una especie de “nombre propio” de Dios, por ello es inmodificable.[17] En las versiones más extremas el nombre triuno es considerado como revelación divina, y por lo tanto eterno. Si bien no se indica con esto que Dios sea “varón”, hay que respetar a ultranza los “nombres” con que Dios ha permitido que se lo designe. La referencia trinitaria es, por lo tanto, normativa tanto para el ámbito litúrgico como el doctrinal.

 

Si bien esta última posición es la más insostenible de todas, es menester reconocer que el tema de los nombres trinitarios no es un asunto liviano que se pueda despachar así nomás. Pero las otras dos posiciones avanzan argumentos que son imposibles de ignorar, como por ejemplo, que en torno al misterio divino no es sabio caer en fáciles encasillamientos: al hablar de Dios hablamos de un misterio inefable. Pero habiendo dicho esto es un hecho que de Dios hay que hablar, o mejor de dicho, que a Dios nos es permitido hablarle. La manera como hablamos, por supuesto, no sólo indicará el lugar desde donde lo hacemos, sino que también señalará un camino donde buscaremos encontrar nuestro “lugar”. Nos referimos al hecho de que el lenguaje no es solo denotativo sino que es performativo de una praxis en particular: abre un espacio a la práctica, a situarse en el mundo en correspondencia con lo sagrado. Por ello surge la pregunta -previa a toda referencia a su “verdad”- ¿hacia dónde nos “llevan” estas distintas formas de articular lo sagrado? ¿Surgen realmente diferencias substanciales por el simple hecho de usar lenguajes diferentes?      

 

En suma, la primera posición encierra importantes valores y afirmaciones totalmente coincidentes con la concepción trinitaria, como son la incorporación de la corporalidad a nuestro imaginario divino, la afirmación de la presencia de lo trascendente en y a través de lo inmanente, y el recordatorio final de que el misterio del cual hablamos está más allá de toda ideación y articulación humana. Por ello es correcto una de las premisas centrales de esta posición, a saber, el carácter metafórico y simbólico de nuestro discurso sobre Dios. Es esta noción la que hace insostenible la tercera posición, la idea de que la misma esencia divina está contenida en los nombres propios de la trinidad.

 

Ahora bien, una cosa es hablar del carácter metafórico y analógico del lenguaje, y otra muy distinta es postular el principio de intercambiabilidad de todo símbolo referido a lo sagrado. Y aquí podemos hacer varias observaciones. En primer lugar con respecto a la naturaleza de los símbolos mismos: éstas no son invenciones plásticas que puedan manufacturarse desde la academia o desde una facultad de teología; el símbolo nace a partir de experiencias colectivas para quienes un referente en particular descubre ciertas dimensiones del misterio a la vez que las cubre. En este sentido se puede notar que muchas de las metáforas de la teología feminista son más signos que símbolos, es decir, señalan la condición particular de la mujer más que una dimensión de lo sagrado.

 

En segundo lugar, reconociendo que la experiencia es una mediación esencial para el encuentro con lo sagrado, la palabra “experiencia” tampoco debe abusarse, ya que adquiere sentido dentro de una tradición interpretativa particular. En otras palabras, no hay experiencias desnudas.

 

En tercer lugar -y tal vez lo más fundamental- muchas de las propuestas encerradas en la primera posición presuponen una noción de la trascendencia que es análoga a la que el cristianismo confrontó con el nombre de Arrianismo: la intención básica es mantener a la deidad lo más alejado posible de cualquier “clausura” histórica, como puede ser la figura de Jesús. Y en este punto las propuestas de esta posición son incompatibles con lo sostenido por la doctrina trinitaria. La noción cristiana de Dios se “juega” en el contenido concreto y particular entre ese trascendencia que Jesús -siguiendo la tradición de Israel- llamó Padre, la vida, muerte y resurrección de esa particularidad que denominamos Jesús, y ese ruach que no sólo levantó a Jesús de entre los muertos sino que convoca a toda la creación hacia un futuro de comunión que es celebrado como un “aperitivo” en la iglesia.  Si existen otros términos que puedan dar cuenta de esta referencialidad, bienvenidos.  Pero recordemos que la imaginación teológica siempre tiene un límite: la cruz.

 

Por estas razones concordamos con la segunda posición, que abre también la posibilidad de hacer explícita la lógica anti-patriarcal de la doctrina trinitaria, por medio de la incorporación de dimensiones que se relacionan comúnmente al ámbito de la experiencia de la mujer. Hablar de un “Padre maternal”[18], o inclusive de Dios como “Padre y Madre” parece más apropiado, siempre que sirva para desplegar horizontes de ese Dios que se identificó con toda la humanidad y con todo el cosmos en Cristo Jesús. El asunto, por lo tanto, es asegurarnos de que la forma en que articulamos nuestro lenguaje refleje el evangelio de Jesús, refleje esa orientación innovadora que superó las barreras tradicionales de género y estados sociales estancos. Pero a la vez es importante que lo hagamos recurriendo a la reserva que contiene los símbolos bíblicos del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cualquier otra tipo de referentes corre el peligro de perder una dimensión esencial de lo que la tradición cristiana quiso significar.

 

En todo esto queda en claro que la cuestión de género y el lenguaje sobre Dios no es una problemática que sólo atañe a las “mujeres” o a las “feministas”, sino que en ella se juega la autocomprensión de la misma iglesia cristiana frente a una nueva realidad social y cultural. Porque en definitiva, el asunto clave es saber si la lucha de la mujer por la justicia e igualdad puede ser contenido por el horizonte de la trinidad. Es decir, si el Dios que articula la doctrina trinitaria abre el espacio de la mujer como un ámbito esencial donde también se “juega” la propia identidad divina.

 


 

 

 

Bibliografía seleccionada

 

Barth, Karl. Bosquejo de Dogmática. Buenos Aires: La Aurora, 1959.

Boff, Leonardo. La trinidad, la sociedad, la liberación. Buenos Aires: Paulinas, 1987.

Congar, Yves. “El movimiento político de la antigüedad y el Dios trino”; en Concilium, n.163 (1981) p.353-362.

Duquoc, Christian. Dios diferente: ensayo sobre la simbólica trinitaria. Salamanca: Sígueme, 1978.

Gregorio Nacianceno. Los cinco discursos teológicos. Madrid: Ciudad Nueva, 1995.

Hansen, Guillermo. “La concepción trinitaria de Dios en los orígenes de la teología de la liberación: el aporte de Juan Luis Segundo. Cuadernos de Teología XVI (1997).

--------. “La trinidad en ‘funcionamiento’: algunos temas actuales”. Cuadernos de Teología XIX (2000).

Jenson, Robert. The Triune Identity. Philadelphia: Fortress Press, 1982.

Moltmann, Jürgen. Trinidad y Reino de Dios : la doctrina sobre Dios. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1983.

Muñoz, Ronaldo. La Trinidad de Dios amor ofrecido en Jesús el Cristo. Santiago de Chile: San Pablo, 2000.

Segundo, Juan Luis. Teología abierta para el laico adulto, vol. 3: Nuestra idea de Dios. Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1970.

Vives, Joseph. “Trinidad, creación y liberación”, en Revista Latinoamericana de Teología; 7. 19, 1990.

 

Notas



[1] Siguiendo a Pablo (cfr. 1 Cor 2:1-2), el misterio se revela en la cruz de Cristo. Aquí se devela el horizonte-misterio con respecto al mundo.

[2] Paul Tillich, Teología Sistemática, vol. III (Salamanca: Sígueme, 1984), p. 352. Nota con exactitud que la doctrina trinitaria cambió su función de expresar los símbolos centrales de la automanifestación divina, a la de objeto de adoración recubierto de lo enigmático.

[3] Ver Peter Berger, The Heretical Imperative: Contemporary Possibilities of Religious Affirmation  (New York:  Anchor Books, 1979), pp. 1-31.

[4]  Roger Haight, “The Point of Trinitarian Theology”, Toronto Journal of Theology 4:2 (Otoño 1988), pp. 191-204. Sigo también a George Linbeck, The Nature of Doctrine: Religion and Theology in a Postliberal Age (Philadelphia: The Westminster Press, 1984), p.94.

[5]  Ver John Zizioulas, Being as Comunión: Studies in Personhood and the Church (Crestwood, New York: St. Vladimir´s Seminary Press, 1985), especialmente p.17.

[6]  Cfr. J.N.D. Kelly, Early Christian Creeds (London: Longmans, Green & Co., 1950), pp. 235ss; y Robert Jenson, The Triune Identity: God According to the Gospel (Philadelphia: Fortress Press,  1982), pp. 84s.

[7]  Ver Oratio I,4,11; I,9,33; IV,2; II, 25,11.

[8]  De Incarnatione, 54.

[9]  Epist. 101.

[10] Ver Wolfgang Pannenberg, “La resurrección de Jesús y el futuro del hombre”, en A. Vargas-Machuca, ed., Jesucristo en la historia y en la fe (Salamanca: Sígueme, 1977), p. 350.

[11]  Ibid.

[12] Sigo la tipología elaborada por Ted Peters, “The Battle over Trinitarian Language”, Dialog 30/1 (Winter 1991), pp. 44-48.

[13] McFague, Modelos de Dios,  pp.157-298.

[14]  Así Elizabeth Schüssler Fiorenza, Jesus: Miriam´s Child, Sophia´s Prophet: Critical Issues in Feminist Christology (New York: Continuum, 1995).

[15] Cfr. Catherine M. LaCugna,  God for Us: The Trinity and Christian Life (New York: HarperSanFrancisco, 1991).

[16] Ver María Clara Lucchetti Bingemer, “A trinidade a partir de perspectiva da mulher (algumas pistas de reflexão), Revista Eclesiástica Brasileira 181/46 (Marzo 1986), 73-99.

[17] Así Robert Jenson, The Triune Identity (Philadelphia: Fortress Press, 1982), p.16.

[18] Así Jürgen Moltmann, “El Padre maternal: Patripasianismo trinitario y patriarcalismo teológico”, Concilium 163 (1981), pp. 381-389.