Escritor mexicano, nacido en Ciudad de México en 1810 y fallecido en San Ángel en 1894. Terminados sus estudios trabajó como meritorio en la aduana de su ciudad natal. Después pasó al Ministerio de Guerra con el grado de Teniente Coronel como jefe de sección. En 1842 se le nombró secretario de la Delegación Mexicana en Sudamérica e hizo su primer viaje a Francia e Inglaterra. Más tarde, el presidente Santa Anna lo envió a Nueva York y Filadelfia para estudiar el sistema penitenciario. En 1847 combatió contra los norteamericanos y estableció el servicio secreto de correos entre México y Veracruz. Durante la administración de José Joaquín de Herrera fue ministro de Hacienda (1850-1851) y durante el gobierno de Comonfort fue secretario de esa misma cartera. Contribuyó al golpe de Estado de 1857, por lo que se le procesó y apartó de la política. Restaurada la República, fue varias veces diputado. En 1882, con el gobierno de Manuel González, fue enviado a París. En 1886 fue nombrado cónsul de Santander y después cónsul general de España. A su regreso al México en 1892, fue senador. Aunque cultivó la poesía en su juventud y escribió para el teatro, su mayor aportación literaria está en el campo de la novela. Autor de la novela El hombre de la situación, a pesar de su estilo desaliñado y sus novelas mal construidas, representa el folletín escrito deprisa y publicado por entregas. Hay críticos que opinan que Payno escribió esbozos costumbristas en vez de verdaderas novelas, pero ahí quedan El fistol del diablo (1845-1846) y Los bandidos de Río Frío (1889-1891). Aunque Payno en esta última pretendió escribir una novela naturalista, resulta obvio que no lo logró, Los bandidos de Río Frío más parece, pasado el tiempo, un guión de cine del género “western”, que una obra de arte. Sin embargo se le reconoce haber utilizado hábilmente este estilo folletinesco para trazar ese gran cuadro épico del inicio de la vida independiente del país. Fue un impulsor del periodismo y colaboró activamente en El museo mexicano, donde escribió cuentos y narraciones de viajes reunidos después bajo el título de Tardes nubladas (1871). También escribió en el Ateneo mexicano, El año nuevo, Don Simplicio, El federalista y en la Revista científica y literaria de México, donde dio a conocer su novela El fistol del diablo.
Manuel Payno
Era la noche del 15 de septiembre de 1810. Los habitantes del pueblo de Dolores descansaban tranquilos y descuidados en brazos del sueño. Nada parecía turbar la monotonía no interrumpida durante doscientos y pico de años. Se observaba, sin embargo, una que otra ventana o puerta iluminada; pero poco a poco fueron extinguiéndose las luces, los perros se echaron a reposar, y todo quedó obscuro y silencioso, excepto el pequeño postigo de una casa situada en una calle próxima a la iglesia, donde se percibía la tenue claridad de una bujía.
El cuarto o alcoba de donde salía la luz era de un tamaño regular, y adornado de una manera que, en los tiempos de que vamos hablando, no dejaba de ser extraña. En una mesa tosca de madera, con carpeta de paño azul, había esparcidos algunos libros que por la pasta y cantos dorados, no podía dudarse que eran pertenecientes a un eclesiástico, y junto a ellos algunos otros con forros de pergamino raído. Sobre otra mesa se veían algunos planos y cartas geográficas confundidas y revueltas entre varios crisoles de barro, un telescopio pequeño, y algunos compases y escuadras; en la pared se veían colgados también algunos mapas, alternando con grandes pantallas de cristal; y por último, junto a un estante de libros estaba colgada una estola y unos relicarios de cera de "agnus", y en un costado de la mesa estaba colocado un Santo Cristo y una imagen de la Virgen de los Dolores. Lo demás del cuarto no presentaba cosa digna de llamar la atención, a no ser multitud de canastos llenos de tierra, algunos pequeños hornillos, y una colmenera de palo. A pesar de los signos evidentes de que el que allí moraba no sólo un buen cristiano sino un ministro del culto, cualquiera habría dicho que tal habitación era propia para un astrólogo o alquimista del siglo XV.
En la habitación que hemos procurado describir se hallaba envuelto en una turca negra un anciano encorvado por los años, de frente espaciosa, nariz afilada y ojos vivos y chispeantes. Unas veces se paseaba con grande agitación de uno a otro extremo de la pieza; otras se sentaba delante de la mesa y con la mano en la frente, quedaba sumergido en honda cavilación; de repente tomaba la pluma y trazaba en un papel rápidamente algunas líneas y vocablos. Se conocía que tenía un gran pesar o que lo ocupaba algún proyecto inmenso.
De esta agitación lo sacó el rumor lejano del galope de un caballo. Se levantó y aproximándose lentamente al postigo, se puso a escuchar con atención. A poco, el rumor se hizo más perceptible y finalmente, un jinete embozado se apeó en la puerta de la casa. Nuestro personaje tomó la bujía y abrió el zaguán al embozado, el cual sin más ceremonia, introdujo al patio su caballo y cerró tras sí la puerta.
-Estamos perdidos, señor cura, exclamó el recién llegado.
El cura iba a soltar la bujía a causa de la sorpresa; pero recobrándose, le contestó con calma:
-A lo que veo, estamos todavía libres y con vida; y siendo así, falta mucho para que nos consideremos perdidos; mas explíquese usted.
Entretanto, los dos personajes entraron a la alcoba; el cura tomó asiento en su poltrona y el embozado en otra silla frente a él.
-Diga usted ahora cuanto guste, continuó el cura con voz tranquila, que estoy dispuesto a escucharlo.
-Pues señor, la conspiración ha sido descubierta esta misma mañana en Querétaro.
-¡Descubierta!... ¿Y cómo?
-Hace días que, en una taberna, hubo una riña de la cual resultó un asesinato. La policía acudió y se apoderó de los agresores. Uno de ellos, temiendo ser sentenciado a muerte, ofreció descubrir secretos de importancia con tal de que se le perdonase. Se le garantizó la vida y todo lo ha descubierto. En consecuencia, el señor corregidor Domínguez aunque amigo de usted y de la patria, toma en cumplimiento de su deber medidas enérgicas; y mañana a estas horas, el señor Allende, usted y otros varios caerán en poder de García Rebollo.
-Nada de esto me asombra, amigo mío, porque entre los valientes hay también cobardes, y entre los hombres leales hay traidores miserables; pero, ¿cómo ha podido usted saber todo esto?
-La cosa es muy sencilla. La esposa del señor Domínguez que, como usted sabe, es una señora entusiasta por la libertad y generosa, y... vamos, llena de virtudes, me llamó para decirme que importaba que yo mismo pusiera en conocimiento de usted todas las noticias; o de lo contrario, la patria se perdía y usted, señor cura, sería fusilado...
-Amigo mío, cuando hay corazones tan nobles es menester confiar en que triunfará la buena causa: continúe usted.
-Yo que conocí todo lo que importaba que usted supiera las cosas, prometí a la señora, a fe de hombre, que sería cumplido su encargo. No tenía caballo, no tenía armas, no tenía dinero; así es que me salí como un loco a vagar por las calles, pensando cómo vencer tanta dificultad. Estaba a punto de llorar como un muchacho, cuando observé que un indio se apeó en la puerta de una barbería con el fin de rasurarse y cortarse el pelo. Dios quiso que el barbero cerrara su puerta; entonces, con mucho cuidado tomé el cabestro, me monté en el caballo y eché a correr, y no he parado hasta aquí. ¡Pobre animal! Veinticuatro leguas ha caminado sin tomar resuello. Con que ya que sabe usted todo, es menester que huya usted, que se oculte, que...
-¡Bobada! – contestó el cura dejando asomar a sus labios una sardónica sonrisa.
-¿Cómo?... ¿Qué piensa usted hacer entonces?
-Aprovechar el generoso aviso de usted y obrar con energía.
-Señor, está usted loco...
-Estoy más cuerdo de lo que a usted le parece.
El cura se puso a escribir y continuó:
-Es necesario que ahora mismo se marche usted para Querétaro, pues usted tiene familia a quien hacerle falta y podría comprometerse. De paso, ponga usted con reserva esta carta en manos de don Ignacio Allende que se halla en San Miguel. Le daré a usted otro caballo y... Vamos, amigo mío, no hay tiempo de pensar mucho ahora. Reciba usted este abrazo en prueba de mi gratitud y... Dios lo guíe por buen camino...
-Adiós, señor cura, dijo el jinete besándole la mano que el eclesiástico le tendió.
-Adiós, amigo. En la caballeriza hay varios caballos; escoja usted el tordillo que es fuerte, y no olvide mi encargo.
El personaje salió; el cura se dejó caer en su sillón e inclinó su venerable cabeza cana sobre el pecho.
A poco se escucharon las pisadas del caballo, y el jinete que hacía un cuarto de hora que había llegado, partió de nuevo a galope.
-Este muchacho -pensó el cura saliendo de su estupor- es activo; como llegue a tiempo la carta a manos del capitán, todo saldrá bien. Ahora veamos los elementos con que cuento para fundar la libertad mexicana.
Al decir esto, abrió una gaveta del estante y comenzó a contar unas monedas: cinco, diez, veinte, treinta.
-Vaya -se dijo- no llega a doscientos pesos lo que tengo pero no hay cuidado, Dios nos protegerá.
Enseguida sacó un par de botellas de licor y algunos vasos, todo lo cual colocó en la mesa y volvió a sentarse.
Sonaron en el reloj de la iglesia tres cuartos para las doce, se escuchó el ladrido lejano de los perros y a poco, volvió a reinar un profundo silencio.
-¡Oh! -exclamó el cura dando una fuerte palmada en la mesa -¡Cómo vuela el tiempo, sin que haya medio de detenerlo! Pero... un tropel de gente a caballo se acerca... ¡Cuánto sentiré perder la vida o morir entre los hierros de un calabozo sin haber hecho nada por la libertad de México!... Sin duda vienen a aprenderme... veamos.
La cabalgadura se detuvo en la puerta de la casa del cura, y éste tomó la luz, y acompañado del criado abrió la puerta. Un jinete se apeó y abrazó al cura.
-Señor cura, ¿usted en vela a estas horas?
-Señor capitán, ¿usted corriendo por esos cerros tan tarde?
-¡Qué quiere usted!... Los enemigos no se descuidan, y es menester andar listos, y esto es que aún no comenzamos.
-Entremos, señor capitán, mientras el criado coloca a los caballos en la cuadra y les da un pienso de maíz.
-Lo necesitan a fe mía, porque han galopado mucho.
Los dos personajes entraron y el criado se dirigió a la caballeriza con las cabalgaduras.
-Sabe usted que nos han descubierto -dijo el capitán arrellenándose en una silla y desviando de su ancha frente su pelo rubio.
-Lo sé, señor don Ignacio -contestó el cura con calma, tomando asiento en su poltrona y envolviéndose en su turca.
-Así pues -continuó el capitán -todo se ha frustrado. Quince días más y damos un golpe maestro.
-Aún es tiempo -contestó el cura resueltamente.
-Quién sabe -respondió el capitán con tono de duda-. A estas horas, Querétaro y Guanajuato están en la mayor alarma y se toman providencias muy enérgicas y severas. Vea usted cómo no duermen...
Al decir este arrojó un papel sobre la mesa.
-¿Conque nos, querían prender? -repuso el cura con cachaza.
-Cabal; pero felizmente intercepté este oficio y antes de que se tomaran el trabajo de buscarnos habitación, ensillé mi caballo y ya me tiene usted aquí.
-¿Y el amigo Abasolo?
-Le he avisado lo ocurrido y no dilatará en venir.
-Bien, muy bien amigo mío, contestó el cura. ¿Y el regimiento de dragones de la reina, en qué estado se halla?
-A nuestras órdenes -replicó el capitán.
-¿Y los amigos de Puebla y Valladolid?
-Al corriente, pero para el primero de octubre.
-Pues entonces no hay que pensar; el tiempo es corto y la actividad y la energía nos salvarán.
-Permítame usted, señor cura, que le diga que no veo ningunos elementos para hacer una revolución; y si no cuenta usted con otros materiales, los que existen en esta habitación son propios para fabricar platos y criar abejas y gusanos de seda; mas no para sublevar a ocho millones de habitantes llenos de preocupaciones y acostumbrados a la ciega obediencia al rey.
-Y esas objeciones, capitán, ¿tienen algo que huela a temor?
-¡Vive Dios! -exclamó el capitán -que nunca me acuerdo haber tenido temor, más que a Dios, señor cura. Supongo que ésta es una chanza... De lo contrario...
-De lo contrario, ¿qué haría usted, capitán?
-¿Qué haría?... Abandonar la amistad de usted, correr yo solo e1 peligro y morir luchando como un hombre.
-Capitán, usted es el hombre digno de ser compañero del anciano cura de Dolores... Era una chanza efectivamente, mas no han dejado de llamarme la atención las prudentes reflexiones de usted. Yo soy valiente por entusiasmo y por convencimiento de que debo dedicar los últimos años de mi vida en alguna cosa útil; pero usted es intrépido por carácter, por temperamento y porque circula en sus venas la sangre ardiente de la juventud y no debe haber ningún género de reflexión, tanto más, cuanto que de una manera o de otra, el cadalso amaga nuestro cuello.
-Tiene usted razón, señor cura, y casi me avergüenzo de haber hecho semejantes reflexiones; sin embargo, corno no veo aquí ni armas, ni parque, ni gente, ni...
-El pueblo duerme, capitán; pero cuando le despertemos una vez con las mágicas palabras de religión y libertad, no volverá a reposar hasta que no haya lanzado del otro lado del mar a sus opresores. A mi vez, confieso que tiene usted razón al preguntarme cuáles son los elementos con que cuento: muy bien, se los enseñaré a usted. Diciendo esto, sacó las pocas monedas que había en la gaveta y señaló al capitán las botellas y vasos que estaban sobre la mesa.
Los dos personajes se quedaron un momento mirándose uno al otro, y después prorrumpieron en una carcajada de risa.
-Somos unos locos, señor cura.
-Somos unos valientes, señor capitán.
-Así, señor cura...
-Así, señor capitán, es menester no olvidar cuanto hemos platicado debajo de los pomposos árboles del Guadiana, que hace que se realicen esos sueños dulcísimos de gloria que han sido, durante mucho tiempo, el delirio de ambos. Sin embargo, capitán, esos sueños terminarán ¿sabe usted cómo?
-En un patíbulo al que subiremos juntos.
-Como también, juntos hemos de participar de la gloria y de los triunfos que nos esperan, señor cura.
-Bien dicho, capitán. Aún conozco que puedo empuñar una lanza y un fusil, que puedo estrechar entre mis rodillas un fogoso caballo; que puedo, como el rayo de Dios, hacer temblar a los ejércitos de los españoles.
Al decir esto brillaban los ojos del anciano con indecible alegría; su cuerpo aparecía derecho y galano, y en su frente se leía esa íntima seguridad que tienen los valientes en sus empresas.
El joven capitán, lleno también de alegría, exclamó:
-Señor cura, en este momento no me cambio por el más poderoso de los reyes de la Tierra. ¡Viva Cristo! Los deseos que hemos explayado tanto en nuestras conversaciones, debajo de aquellos frondosos árboles de mi patria, van a realizarse; y acaso después de las penalidades y fatigas de una sangrienta guerra veremos a México libre y poderoso. Esta esperanza, señor cura, es la felicidad de mi vida.
-¡Valiente y virtuoso joven! -murmuró el cura a media voz.
Y luego alzándola le dijo:
-Deseo saber cómo se descubrió la conspiración; pues el que me dio el aviso pocos momentos antes de que usted llegara, me aseguró que fue a consecuencia de unos asesinatos...
-En efecto, unos dicen eso, y otros que el doctor Iturriaga, que a esta hora habrá pasado a la otra vida, lo declaró todo en sus últimos momentos.
-¡Cobarde! – replicó el cura – como si el procurar la libertad del pueblo fuera un pecado...
-Qué quiere usted... la conciencia. En cuanto a mí, juzgo que Dios me favorecerá.
-Ésta es mi creencia también. Pero veo que estamos perdiendo el tiempo: las doce de la noche van a dar y aún no hemos pensado en los medios de salir de este atolladero.
-Eso mismo pienso yo; mas nada digo a usted porque...
El cura quedó un momento sumergido en una profunda meditación y luego dijo: -En verdad que la empresa es más difícil de lo que parece. Es tan tarde... pero, ¡miserable de mí!, he dicho que es mejor obrar que pensar. De todas maneras, hemos de perder la cabeza. ¿Está usted conforme?
-Lo he dicho.
-Venga esa mano. La libertad o la muerte, señor don Ignacio Allende.
El capitán estrechó la mano al cura contestándole:
-La libertad o la muerte, señor don Miguel Hidalgo y Costilla.
-¡Hola! -gritó el cura Hidalgo con voz de trueno.
Un criado humilde con su calzón de cuero, su sombrero tendido de petate y su jerga de lana se presentó y cruzando los brazos, dijo:
-¿Qué manda su merced, señor cura?
-Ve con mucho silencio y llama uno por uno a todos los serenos que encuentres: si te preguntaran para qué, les dirás que su cura necesita de ellos mucho.
El criado salió.
A poco llegó un sereno, luego otro y luego otro; por fin se reunieron doce individuos.
-Amigos, ha llegado la ocasión en que deseo probar si el afecto y respeto que profesáis al pobre viejo cura de Dolores es verdadero o no. Voy a exigiros un gran favor; si no me lo concedéis, paciencia... entonces tendré que abandonar este pueblo y quizá para siempre.
Los serenos pusieron sus faroles en el suelo y el cura tomó una botella, llenó los vasos de licor y, con voz muy suave y dulce, les dijo:
Hijos míos, es una noche ésta que, por mi fe, ha de ser de eterna memoria en México y merece que brindemos por... Acercaos.
-Señor cura, no nos atrevemos a beber en presencia de usted -dijo uno de ellos-; esas cosas las hacemos por necesidad, por costumbre, pero entre nosotros y no en presencia de un hombre tan venerable.
-Vaya, hijos míos... acercaos, no tengáis temor. Dios ha criado las cosas para regalo del hombre, y éste lo único que debe hacer es usar con moderación de ellas. Embriagarse es malo; pero beber un trago en compañía de los amigos... Porque yo soy, no un cura agrio y regañón sino vuestro amigo, ¿no es verdad?; procuro vuestra felicidad, planteo fábricas de loza para que no haya necesidad de que vengan de España, cultivo las moreras y las viñas... Lo que sucede es que muchas veces no podemos hacer todo lo que queremos, el gobierno lo impide y... ¿pero no bebéis? Afuera miedo y vergüenza, os repito que soy vuestro amigo.
El cura repartió los vasos de licor y los serenos los tomaron casi llorando.
-No es malo este vino -continuó el cura colocando con cierta indiferencia el vaso sobre la mesa-. Pero, si se nos dejara, podríamos hacerlo con nuestras uvas, en Dolores, mucho mejor que en Málaga y en Jerez; pero ya lo he dicho: el gobierno español ha prohibido el que aquí se fabrique vino por no perjudicar a España, como si los que viven en América no fueran sino unos perros. ¿Qué dicen ustedes de esto?
-Que es muy mal hecho, señor cura, y que debíamos pedir el que se permitiera a los dueños de viñas en Dolores...
-Será en vano, no harán caso; lo que es necesario es pedirlo, pero por la fuerza. Justamente he llamado a ustedes para eso. Esta noche es menester pronunciarse por la libertad.
Al escuchar esta palabra dicha con energía y decisión, retrocedieron espantados los serenos.
-¿Os asustáis?- dijo el cura, encarándose resueltamente con ellos.
-No es eso, señor cura -respondió uno-, sino que el tomar las armas contra nuestro rey y nuestro gobierno es cosa que jamás nos resolveremos a ejecutar. Ordénenos usted que nos echemos del balcón abajo, y lo haremos al instante porque queremos a usted mucho; pero hacer armas contra nuestro gobierno... nunca.
-Compadre -interrumpió otro-, es menester no poner obstáculos a lo que quiere el señor cura. Cuando él nos dice una cosa es señal de que nos conviene.
-Usted hará lo que quiera, compadre; pero yo le digo a usted que los pelos del cuerpo se me erizan sólo de pensarlo. Me voy, con permiso de su merced, señor cura, con estos otros cuatro muchachos que son mis amigos y que no quiero que den una pesadumbre a su familia.
El interlocutor tomó su sombrero y otros cuatro lo imitaron.
-¡Miserables! -exclamó el cura colérico-. ¡Cuando vuestro anciano cura está pronto a derramar su sangre en defensa de vuestra libertad y de vuestra religión, lo abandonáis y tenéis miedo como si fuerais unos niños! ¡Id, esclavos, no os necesito! ¡Que el gobierno os venda como bestias! ¡Que os quite vuestra religión! ¡Que os trate como si no fuerais hijos de Dios y criaturas inteligentes; que usurpe eternamente un suelo que os pertenece todo, todo! ¡Nada importa! ¡Al fin tengo el placer de que pocos días me quedarán de vida, porque al final debo ser fusilado! ¡La orden para prenderme está dada, aquí la tenéis sobre la mesa!
Los serenos, que veneraban al cura como a un Dios, que lo querían como a un padre por las frecuentes obras de caridad y por la dulzura con que trataba a los pobres, quedaron aterrorizados con sus formidables palabras y exclamaron:
-Perdonadnos, señor cura: haced lo que gustéis, y os seguiremos aunque sea al suplicio.
-Entráis en razón, hijos míos: se quiere que no tengáis ya esa religión santa, se os oprime, se os trata mal y todo esto exige remedio. Estáis en poder de los egipcios y es menester libraros de la cautividad. Acordaos de mis sermones y no seáis desconfiados como los israelitas.
Los circunstantes oían con marcada compunción las palabras del eclesiástico; éste continuó:
-Perdonadme, hijos míos, si he podido exaltarme; pero el hombre débil no es dueño de sus acciones.
-¡Señor cura!
-Nada de violencia: el que no quiera tomar parte que se retire a su casa, en la inteligencia que no por eso me incomodaré. ¿Quién de vosotros quiere retirarse?
-Ninguno -respondieron a una voz.
-Gracias, hijos míos.
El cura llenó los vasos de vino.
-Brindo por que el aislado grito de libertad que va a resonar en Dolores, tenga eco del uno al otro extremo de México, y porque los mexicanos no dejen la espada hasta haber conseguido su libertad.
Los circunstantes bebieron.
-Bien, muchachos, muy bien. Mañana a estas horas habremos hecho mucho; el señor capitán Allende tiene a su disposición el regimiento de dragones de la reina y contamos también con el de Celaya. Ahora es menester mucha actividad.
El cura comenzó a distribuir dinero entre los serenos y continuó:
-Dos de ustedes a la torre a repicar las campanas, dos a buscar cohetes, otros dos a los alrededores a convocar gente en mi nombre y cuatro a las calles a gritar.
-¡Viva el señor cura Hidalgo!- exclamaron todos.
-No, tened.
El cura formó una banderola con un pañuelo y pegó en el centro de él una estampa de la Virgen de Guadalupe.
-Gritad: ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva la libertad y mueran los gachupines!
Los serenos, gozosos como si se hubieran sacado la lotería, salieron de la casa del cura gritando: "¡Viva la libertad!".
A poco, multitud de cohetes tronaban; las campanas y esquilas se escuchaban; y las gentes y muchachos que por curiosidad salían a las puertas y ventanas de las casas, se unían al grupo y gritaban maquinalmente: "¡Viva la libertad! ¡Viva el cura Hidalgo! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Mueran los gachupines!"
Diez minutos después, un inmenso gentío con hachones, cañaverales y banderolas formadas con pañitos, discurría y ondeaba como una gran serpiente de fuego por todas las calles de Dolores.
El cura condujo a la ventana al capitán Allende, y señalándole a la multitud frenética que se desgañitaba, le dijo:
-La chispa está arrojada, el combustible es mucho y el incendio no se apagará fácilmente.
El reloj dio doce campanadas.
Cuando se supo en México la noticia del grito de Dolores, el inmenso edificio del gobierno, construido con la calma de trescientos años y consolidado con añejas preocupaciones, tembló hasta sus cimientos.
Así comenzó la libertad de México. Si no hubiera historia de ella escrita y testigos presenciales, se creería que era una fábula o cuento inventado para entretener a los niños.