No hacía mucho tiempo que el nuevo gobernador, don Martín
de Mujica, había recibido el mando de Chile. Su gestión estaba
siendo más que rescatable, fundando pueblos en las zonas agrícolas
del centro del país, construyendo obras públicas y fomentando
la agricultura y, en especial, la crianza de caballos. La relación
con los indígenas pasaba por una epoca de paz y bonanza.
Era otra la prueba que el destino le tenía preparada. El día 13 de Mayo de 1647 había transcurrido sereno y templado. A las diez y media, aproximadamente, de la noche, cuando muchos pobladores, y desde luego, todos los niños, se habían acostado ya, un horrísono estrépito sobrecogió de súbito a los infelices santiaguinos, y de inmediato se inició un fortísimo sacudimiento de la tierra, tan violento, que los muros de los edificios comenzaron a agrietarse desde su base y a ceder las amarras de los techos. El calamitoso derrumbe fue iniciado por las torres de las iglesias, a las que pronto siguieron los mismos templos y muchas de las casas. Unas quedaron completamente en el suelo; otras, sin tejados, y las pocas que permanecían en pie amenazaban derruirse de un momento a otro. Del cerro Santa Lucía se desprendieron grandes peñascos, que causaban aún más pavor a los sobrevivientes. Según los oficiales reales, el movimiento intenso duró tres credos rezados; según el señor Gaspar de Villarroel (a la sazón obispo de Santiago), no más de medio cuarto de hora (siete minutos). A pesar de que la noche era clarísima, pronto la nube de polvo de los escombros la obscureció por completo. Como las murallas, en general, se derrumbaron hacia afuera y las casas eran casi todas de un piso, muchos habitantes lograron ganar la calle o los inmensos patios interiores. Otros quedaron atrapados al encajarse las puertas y ventanas, y algunos se salvaron en los huecos y umbrales, mientras intentaban arrancarlas de quicio. A esta trabazón de puertas debieron la vida las monjas clarisas y las agustinas, pues los corredores se vinieron al suelo mientras las paredes maestras aguantaban. Doña Ana de Quiroga, sublime heroína de la jornada, madre de nueve hijos, logró salvar ocho, y, cuando regresaba con el más pequeño, un lienzo de muralla aplastó a madre e hijo. En medio de la confusión y del espeluznante concierto de lamentaciones que son de suponer, algunos vecinos fueron capaces de arrancar de los escombros a sus deudos. |
El obispo Villarroel se disponía a cenar en ese momento con el amanuense franciscano fray Luis de Lagos , y ambos quedaron sepultados, mas protegidos por las vigas de la casa derruida, que, providencialmente, habían dejado un hueco. La tierra seguía temblando. Una ola de locura colectiva amenazaba a los sobrevivientes. Se esperaba la repetición del terremoto; otros temían que se abriese la tierra y se los tragase a todos, y no pocos suponían que el epílogo de la jornada sería la aparición de un volcán que acabara por abrasar los últimos restos vivos de los pobladores. Gritos estentóreos dominaban los lamentos de los heridos pidiendo confesión. Con un estoicismo de epopeya, el obispo Villarroel, herido, organizó lo que, dentro de la mentalidad de la época y del estado de exaltación religiosa que la catástrofe provocaba, era la primera necesidad: "Dispuse en la plaza - dice - cuarenta o cincuenta confesores, entre clérigos y frailes. Repartidos por las calles muchos, para los enfermos y heridos. Y con estar yo herido en la cabeza, sin tomar la sangre ni tener con que cubrirla, estando en cuerpo como salí, no dejé de confesar."
Se corrió la voz de que en el derruido templo de La Merced se había
mantenido en pie el tabernáculo, y con los elementos que pudo, el
obispo improvisó un altar mayor en medio de la plaza.
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Al cristo de la iglesia de San Agustín..."halláronle con
la corona de espinas en la garganta, como dando a entender que le lastimaba
una tan severa sentencia...; conmovido el pueblo con su antigua devoción
y este reciente milagro, le trajimos en procesión a la plaza, viniendo
descalzos el obispo y los religiosos, con grandes clamores, con muchas
lágrimas y universales gemidos". El milagro estriba, no tanto en
el hecho de haber caído la corona de espinas hasta el cuello (lo
cual es más bien atribuible a la terrenal fuerza de gravedad), sino
al hecho de que habría resultado imposible volver a subirla hasta
la frente del cristo.
Al amanecer el día 14 el fervor religioso rayaba en el delirio; los enemistados se reconciliaron; en pocos días se celebraron doscientos matrimonios de parejas hasta entonces amancebadas (convivientes); y el episodio de la cárcel lleva los extremos a lo sublime: los reclusos, algunos convictos de delitos graves. libraron providencialmente ilesos; mas, a pesar de desaparecer guardianes y muros, ninguno se atrevió a darse a la fuga, tan sobrecogidos por el espanto estaban. Los jesuitas levantaron otro altar improvisado en la calle, donde los mejores oradores de la orden fustigaban a la muchedumbre enloquecida. "Sus palabras eran dardos que penetraban y saetas agudas que herían y traspasaban los corazones...Fue tan grande la emoción, tantas las lágrimas, tan grandes los alaridos y lamentos, tan frecuentes las bofetadas y los golpes de pecho, que a los predicadores les era necesario hacer pausas hasta que acabasen de llorar y se acabase el ruido de los clamores para poder proseguir, porque con tanto gemido no se podía percibir. Allí se mesaban los cabellos; allí se daban públicamente bofetadas, confesando a veces ser ellos la causa por la cual Dios había enviado tan espantoso castigo. De allí salían los hombres a cortarse las compuestas melenas y a vestirse sacos. De allí iban las mujeres a dejar las galas y los afeites, que son los ídolos en que idolatran..." Según documentos oficiales de la Audiencia: "Fue necesario detener a los que furiosamente se arrojaban sobre sus cadáveres inertes, queriéndoles resucitar con bramidos, como los leones a sus cachorros; los huérfanos que simplemente preguntaban llorosos por sus padres, y los que peleando con los altos promontorios de tierra que cubrían a sus hermanos, sus hijos, sus amigos, se les antojaba que los oían suspirar, presumían llegar a tiempo de que no se les hubiera apartado el alma, y los hallaban hechos monstruos, destrozados, sin orden en sus miembros, palpitando las entrañas y las cabezas divididas. Entraban en carretadas, mal amortajados y terriblemente monstruosos los difuntos a buscar sepultura eclesiástica en los cementerios de los templos; y verlos arrojar a las sepulturas sin ceremonias, con un responso rezado, hacía otra circunstancia gravísima de pena." El aspecto de la ciudad era aterrador. De las seiscientas casas que se habían hecho en el discurso de más de cien años, apenas quedaban algunas en pie. También habían caído los edificios públicos y casi todos los templos, aplastando a más de seiscientos habitantes. Los sobrevivientes quedaban a la intemperie y sin alimentos en el comienzo de un invierno que iba a ser excepcionalmente crudo. Frente al duro imperativo de las circunstancias, oidores y el Cabildo tomaron de inmediato una serie de medidas de carácter práctico: se utilizaron las acequias para barrer los escombros y restablecer el tráfico; se trajo ganado y se persiguió violentamente el abuso en los precios; trabajaron, en suma, día y noche para levantar edificios provisionales. El vecindario, repuesto de la inicial y lógica postración, reaccionó con vigorosa energía, improvisando ramadas con palos, bohíos y ranchos de paja. Durante una larga temporada, Santiago volvió a presentar el aspecto de la fundación en los tiempos de Pedro de Valdivia. El estoicismo de los santiaguinos iba a sufrir nuevas pruebas con las lluvias torrenciales que siguieron al terremoto y que produjeron costosas inundaciones. En Santiago nevó tres días desde el 23 de Junio. Las emanaciones de los mal enterrados cadáveres (el deterioro de las condiciones higiénicas, realmente) provocaron una epidemia de tifus que duró más de un año y que llevó a la tumba a más de dos mil personas. |
DefiniciónEscalas
Prevención Predicciones Los más
grandes
Los
más destructivos Mapas
Terremotos de Chile
Tsunamis
Volcanes de Chile