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MI CREDO  

Cuando escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel el Mochuelo era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional.

Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso y a las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela Parábola del náufrago, donde el poder del dinero y la organización -quintaesencia de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, según declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido.

De no hacerlo así, consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquélla, es obvio que se impone un replanteamiento. Nace así el Manifiesto para la Supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países evolucionados se impondrán el «desarrollo cero» y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base.

      Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y, simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de una manera racional y ordenada.

      Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrarían una sociedad estable, donde la economía no fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores específicamente humanos.

      Esto es, quizá, lo que yo intuía vagamente al escribir mi novela El camino en 1949, cuando Daniel, mi pequeño héroe, se resistía a integrarse a una sociedad despersonalizada, pretendidamente progresista, pero, en el fondo, de una mezquindad irrisoria. Y esta intuición, cuyos principios, auténticamente revolucionarios, fueron luego formulados por un plantel respetable de sabios humanistas, es lo que indujo a algunos comentaristas a tachar de reaccionaria mi postura. Han sido suficientes cinco lustros para demostrar lo contrario, esto es, que el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia.

      He aquí mi credo y, por hacerlo comprender, vengo luchando desde hace muchos años. Pero, a la vista de estos postulados, ¿es serio afirmar que la actual orientación del progreso es la congruente? Si progresar, de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamientos en una materia, lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso en otras y valorar en qué medida lo que se avanza justifica lo que se sacrifica.

      El hombre, ciertamente, ha llegado a la Luna pero en su organización político-social continúa anclado en una ardua disyuntiva: la explotación del hombre por el hombre o la anulación del individuo por el Estado. En este sentido no hemos avanzado un paso. Los esfuerzos inconexos de algunos idealistas -Dubcek 1968 y Allende 1973- no han servido prácticamente de nada. A pesar de nuestros avances de todo orden en política, la experimentación constituye un privilegio más de los fuertes. Perfil semejante, aún más negativo, nos ofrece el tan cacareado progreso económico y tecnológico. El hombre, arrullado en su comfortabilidad, apenas se preocupa del entorno.

      La actitud del hombre contemporáneo se asemeja a la de aquellos tripulantes de un navío que, cansados de la angostura e incomodidad de sus camarotes, decidieron utilizar las cuadernas de la nave para ampliar aquéllos y amueblarlos suntuosamente. Es incontestable que, mediante esta actitud, sus particulares condiciones de vida mejorarían, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántas horas tardaría este buque en irse a pique -arrastrando a culpables e inocentes- una vez que esos tripulantes irresponsables hubieran destruido la arquitectura general de la nave para refinar sus propios compartimientos?

      He aquí la madre del cordero. Porque ahora que hemos visto suficientemente claro que nuestro barco se hunde -y a tratar de aclararlo un poco más aspiran mis palabras-, ¿no sería progresar el admitirlo y aprontar los oportunos remedios para evitarlo?

El hombre, obcecado por una pasión dominadora, persigue un beneficio personal, ilimitado e inmediato y se desentiende del futuro. Pero, ¿cuál puede ser, presumiblemente, ese futuro? Negar la posibilidad de mejorar y, por lo tanto, el progreso, sería por mi parte una ligereza; condenarlo, una necedad. Pero sí cabe denunciar la dirección torpe y egoísta que los rectores del mundo han impuesto a ese progreso.

Así, quede bien claro que cuando yo me refiero al progreso para ponerlo en tela de juicio o recusarlo, no es al progreso estabilizador y humano -y, en consecuencia, deseable- al que me refiero, sino al sentido que se obstinan en imprimir al progreso las sociedades llamadas civilizadas.

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  EL PROGRESO CONTRA EL HOMBRE

          Todos estamos acordes en que la Ciencia aplicada a la tecnología ha cambiado, o seguramente sería mejor decir revolucionado, la vida moderna. En pocos años se ha demostrado que el ingenio del hombre, como sus necesidades, no tienen límites.

      El espíritu de invención y el refinamiento de lo inventado arrumban objetos que hace apenas unos años nos parecían insuperables. En la actualidad disponemos de cosas que no ya nuestros abuelos, sino nuestros padres hace apenas cinco lustros hubieran podido imaginar. El cerebro humano camina muy de prisa en el conocimiento de su entorno. El control de las leyes físicas ha hecho posible un viejo sueño de la Humanidad: someter a la Naturaleza.

       No obstante, todo progreso, todo impulso hacia delante comporta un retroceso, un paso atrás, lo que en términos cinegéticos, jerga que a mí me es muy cara, llamaríamos el culatazo. Y la Física nos dice que este culatazo es tanto mayor cuanto más ambicioso sea el lanzamiento. Esto presupone que tanto la técnica como la Química, como muchos remedios de botica, sabemos lo que quitan pero ignoramos lo que ponen, siquiera no se nos oculta que, en muchas ocasiones, el envés de aquéllas, sus aspectos negativos, se emparejan, cuando no superan, a los aspectos positivos.

      Pongamos por caso el DDT. Este descubrimiento alivió, como es sabido, a los soldados de la Segunda Guerra Mundial de la plaga de los parásitos y, una vez firmada la paz, su aplicación en la lucha contra la malaria y otras enfermedades tropicales confirmó su eficacia. La Humanidad no ocultó su entusiasmo; al fin estaba en camino de encontrar la panacea, el remedio para sus males. Bastaron, sin embargo, unos pocos años para descubrir la contrapartida, esto es, los efectos del culatazo.

      Hoy, incluso los escolares de buena parte del mundo saben que este insecticida, en virtud de un proceso que ya nos resulta familiar se ha incorporado a los organismos animales sin excluir al hombre hasta el punto de que análisis de la leche de jóvenes madres efectuados por biólogos compañeros de mis propios hijos han demostrado que nuestros lactantes son amamantados, en proporción no desdeñable, con DDT. Los suecos, gente amante de las estadísticas, nos dicen que la leche de algunas madres de aquel país contiene un 70 % más de insecticida que el nivel tolerado por la Salubridad Pública para la leche de vaca.

      Algo semejante cabría decir de algunas conquistas técnicas encaminadas a satisfacer los viejos anhelos de ubicuidad del hombre: automóviles, aviones, cohetes interplanetarios . Tales invenciones aportan, sin duda, ventajas al dotar al hombre de un tiempo y una capacidad de maniobra impensables en su condición de bípedo, pero, ¿desconocemos, acaso, que un aparato supersónico que se desplaza de París a Nueva York consume durante las seis horas de vuelo una cantidad de oxígeno aproximada a la que, durante el mismo tiempo, necesitarían 25.000 personas para respirar?

      A la Humanidad ya no le sobra el oxígeno, pero es que, además, estos reactores desprenden por sus escapes infinidad de partículas que interfieren las radiaciones solares, hasta el punto de que un equipo de naturalistas desplazado durante medio año a una pequeña isla del Pacífico para estudiar el fenómeno, informó en 1970 al Congreso de Londres, que en el tiempo que llevaban en funcionamiento estos aviones, la acción del Sol luminosa y calorífica había decrecido aproximadamente en un 30 %, con lo que, de no adoptarse el oportuno correctivo, no se descartaba la posibilidad de una nueva glaciación.

      Pero, ¿y la Medicina?, argüirán los optimistas. ¿También tiene usted alguna objeción que hacer al desarrollo de la Medicina? ¿No se ha doblado, en un breve lapso, el promedio de la vida humana? ¿No nos anuncian cada día los periódicos, con grandes titulares, nuevos triunfos sobre el dolor y la muerte? Esto es incontestable. He aquí un punto en el que negar el progreso sería negar la evidencia.

      Las conquistas de la Medicina y la Higiene en el último período histórico no sólo son plausibles sino pasmosas. Las enfermedades infecciosas han sido prácticamente erradicadas y se han conseguido notables progresos en aquellas otras de origen genético. Todo esto, repito, es incuestionable.

      Empero la contrapartida de estos éxitos también se da, y aunque parezca paradójico, deriva de su misma eficacia. La Medicina en el último siglo ha funcionado muy bien, de tal forma que hoy nace mucha más gente de la que se muere. La demografía, entonces, ha estallado, se ha producido una explosión literalmente sensacional. A una población estancada hasta el siglo XVII en 600 o 700 millones, ha sucedido un crecimiento lento pero inexorable, hasta conseguir, tras el descubrimiento de los antibióticos, doblarla en los últimos treinta años. Esto supone que, prescindiendo de posibles nuevos avances en este campo, y ateniéndonos al: ritmo alcanzado, la población mundial se duplicará cada seis lustros, lo que equivale a decir que los 3.500 millones de personas de 1970, se convertirán en 56.000 antes de finalizar el siglo XXI, esto es, si no yerro en la cuenta, la población actual, más o menos, multiplicada por catorce.

      La pregunta irrumpe sin pedir paso: ¿va a dar para tantos la despensa? Si este progreso del que hoy nos jactamos no ha conseguido atenuar el hambre de dos tercios de nuestros semejantes, ¿qué se puede esperar el día, que muy bien pueden conocer nuestros nietos, en que por cada hombre actual haya catorce sobre la Tierra?

      La Medicina ha cumplido con su deber; pero al posponer la hora de nuestra muerte, viene a agravar, sin quererlo, los problemas de nuestra vida. La Medicina, pese a sus esfuerzos, no ha conseguido cambiarnos por dentro; nos ha hecho más pero no mejores. Estamos más juntos -y aún lo estaremos más- pero no más próximos.

2

HOMBRES ENCADENADOS

Para nuestra desgracia, el culatazo del progreso no sólo empaña la brillantez y eficacia de las conquistas de nuestra era. El progreso comporta -inevitablemente, a lo que se ve- una minimización del hombre. Errores de enfoque han venido a convertir al ser humano en una pieza más -e insignificante- de este ingente mecanismo que hemos montado. La tecnocracia no casa con eso de los principios éticos, los bienes de la cultura humanista y la vida de los sentimientos.

      En el siglo de la tecnología, todo eso no es sino letra muerta. La idea de Dios, y aun toda aspiración espiritual, es borrada en las nuevas generaciones -seguramente porque la aceptación de estos principios no enalteció a las precedentes- mientras los estudios de Humanidades, por ceñirme a un punto concreto, sufren cada día, en todas partes, una nueva humillación. Es un hecho que las Facultades de Letras sobreviven en los países más adelantados con las migajas de un presupuesto que absorben casi íntegramente las Facultades y Escuelas técnicas.

      En este país se ha hablado de suprimir la literatura en los estudios básicos -olvidando que un pueblo sin literatura es un pueblo mudo- porque, al distraer unas horas al alumnado, distancia la consecución de unas cimas científicas que, conforme a los juicios de valor vigentes, resultan más rentables. Los carriles del progreso se montan, pues, sobre la idea del provecho, o lo que es lo mismo, del bienestar. Pero, ¿en qué consiste el bienestar? ¿Qué entiende el hombre contemporáneo por «estar bien»?

      En la respuesta a estas interrogantes no es fácil el acuerdo. Ello nos desplazaría, por otra parte, a ese otro complejo problema de la ocupación del ocio. Lo que no se presta a discusión es que el «estar bien» para los actuales rectores del mundo y para la mayor parte de los humanos, consiste, tanto a nivel comunitario cómo a niveles individuales, en disponer de dinero para cosas. Sin dinero no hay cosas y sin cosas no es posible «estar bien» en nuestros días.

      El dinero se erige así en símbolo e ídolo de una civilización. El dinero se antepone a todo; llegado el caso, incluso al hombre. Con dinero se montan grandes factorías que producen cosas y con dinero se adquieren las cosas que producen esas grandes factorías. El hecho de que esas cosas sean necesarias o superfluas es accesorio. El juego consiste en producir y consumir; de tal modo que en la moderna civilización, no sólo se considera honesto sino inteligente, gastar uno en producir objetos superfluos y emplear noventa y nueve en persuadirnos de que nos son necesarios.

      Ante la oportunidad de multiplicar el dinero -insisto, a todos los niveles-, los valores que algunos seres aún respetamos, son sacrificados sin vacilación. Entre la supervivencia de un bosque o una laguna y la erección de una industria poderosa, el hombre contemporáneo no se plantea problemas: optará por la segunda. Encarados a esta realidad, nada puede sorprendernos que la corrupción se enseñoree de las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que cada hombre tiene su precio alcanza así un sentido literal, de plena y absoluta vigencia, en la sociedad de nuestros días.

      Esta tendencia arrolladora del progreso se manifiesta en todos los terrenos. Yo recuerdo que allá por los años 50, un ridículo concepto de la moral llevó a este país a la proscripción de las playas mixtas y la imposición del albornoz en los baños públicos para preservar a los españoles del pecado. Se trataba de una moral pazguata y atormentada, de acuerdo, pero, era la moral que oficialmente prevalecía. Fue suficiente, empero, el descubrimiento de que el desnudismo aportaba divisas para que se diera paso franco a la promiscuidad soleada y al «bikini». El dinero triunfaba también sobre la moral.

      Y ¿qué decir de los trabajos rutinarios, embrutecedores, sobre los que se organiza hoy la gran industria?

      La eficacia, la producción espectacular -o, lo que es lo mismo, el dinero- se antepone igualmente a la integridad y la dignidad humanas. Fabricar un hombre es una actividad infinitamente más sencilla y agradable que fabricar un automóvil, con lo que nunca ha de faltar el recambio para un hombre inutilizado. Sobre esta base, nace y se extiende la fabricación en serie, en cadena, dónde no cuentan más que los resultados. Las nobles advertencias de Charles Chaplin al respecto, en el primer tercio del siglo, es decir cuando aún era tiempo de reflexión, quedaron como una obra de arte, sin ninguna trascendencia práctica.

      Así, paralelamente a la producción de cosas, se iban produciendo frustraciones también en cadena. La serie facilita una compensación pendular: si, por un lado, destruye al hombre al anular su amor por la obra bien hecha, por el otro, facilita la consecución de esa obra y esto, cerrar el ciclo, es lo que en definitiva interesa al orden económico de nuestro tiempo. El hecho de que la serie fabrique, de rechazo, hombres en serie y la cadena, hombres encadenados, no nos desazona porque no interrumpe la marcha del progreso.

      Simultáneamente, el desarrollo exige que la vida de estas cosas sea efímera, o sea, se fabriquen mal deliberadamente, supuesto que el desarrollo del siglo XX requiere una constante renovación para evitar que el monstruoso mecanismo se detenga. Yo recuerdo que antaño se nos incitaba a comprar con insinuaciones macabras cuando no aterradoramente escatológicas: «Este traje le enterrará a usted», «Tenga por seguro que esta tela no la gasta».

      Hoy no aspiramos a que ningún traje nos entierre, en primer lugar porque la sola idea de la muerte ya nos estremece y, en segundo, porque unas ropas vitalicias podrían provocar el gran colapso económico de nuestros días.

      Con la superfluidad es, por tanto, la fungibilidad la nota característica de la moderna producción, porque, ¿qué sucedería el día que todos estuviéramos servidos de objetos perdurables? La gran crisis, primero, y, después el caos. Apremiados por esta exigencia, fabricamos, intencionadamente, telas para que se ajen, automóviles para que se estropeen, cuchillos para que se mellen, bombillas para que se fundan.

      Es la civilización del consumo en estado puro, de la incesante renovación de los objetos -en buena parte, innecesarios- y, en consecuencia, del desperdicio. Y no se piense que este pecado -grave sin duda- es exclusivo del mundo occidental puesto que, si mal no recuerdo, Kruschev declaraba en sus horas altas de 1955 que la meta soviética era alcanzar cuanto antes el nivel de consumo americano. El primer ministro ruso venía a reconocer así que si el delirio consumista no había llegado a la URSS no era porque no quisiera sino porque no podía. Sus aspiraciones eran las mismas.

      En rigor, ambas sociedades, la oriental y la occidental, no son fundamentalmente diferentes, en este punto.

      Aceptado lo antedicho, no parece gratuito afirmar que, salvo en unos millares de científicos y hombres sensibles repartidos por todo el mundo, el progreso se entiende hoy de manera análoga en todas partes. El desarrollo humano no es sino un proceso de decantación del materialismo sometido a una aceleración muy marcada en los últimos lustros.

Al teocentrismo medieval y al antropocentrismo renacentista ha sucedido un objeto-centrismo que, al eliminar todo sentido de elevación en el hombre le ha hecho caer en la abyeccíón y la egolatría.

3

EL DESEO DE DOMINIO

 

      Con él dinero -y, tal vez, incubada en él- hay, a mi entender otra nota diferenciadora del progreso moderno: el deseo de sobresalir o, lo que viene a ser lo mismo, la ambición de poder. En este punto, la analogía del hombre con las aves en la llamada por los biólogos «jerarquía del picoteo», es patente. La aspiración de todo hombre es elevar su rango, anteponerse, no tanto acrecentando su cultura y sus facultades cómo amedrentando a su adversario o debilitándolo.

      La técnica se convierte así, no ya en una posibilidad de dinero, sino -lo que es más grave- en una posibilidad de dominación. De este modo, mientras entre los hombres se acentúa el espíritu de competencia, en la esfera internacional se plantea una cuestión de hegemonía que no se resuelve, cómo antaño, fabricando más espadas o más fusiles, sino buscando un arma que, llegado el casó, sea suficiente para arrasar al adversario -y, con él, a la Humanidad entera- en unas décimas de segundo. La cuestión de la supremacía no se establece ya en términos de prevalencia sino de aniquilamiento.

      Tal anhelo de dominación se manifiesta en las relaciones de individuo a individuo, de Estado a individuo y de Estado a Estado. ¿Cómo? Me limitaré a señalar tres extremos que son, para mí, por graves, los más representativos:

      Primero: Enervando al hombre desde arriba, despojándole del deseo de participar en la organización de la comunidad, dando así paso a unas autocracias que la manifiesta inhibición del hombre favorece.

      Segundo: A nivel internacional, procurando la hegemonía a costa de convertir el noble deseo de paz basado en la justicia y la libertad, en un equilibrio del terror.

      Y tercero, encauzando la técnica hacia la fabricación de instrumentos que facilitan el allanamiento de la intimidad del hombre, o la esfera privada de las instituciones, con objeto de controlar a unos y otras.

      La pedagogía universal consideró resuelto el problema de la infancia compaginando la instrucción y el deleite, aunándolos en una sola actividad. El juego instructivo o la instrucción amena, hacían posible armonizándolas, la formación y el entretenimiento de los niños, de manera que éstos «no diesen guerra», no alborotasen. Fue, quizá, nuestro Carlos III quien descubrió, con el célebre motín de Esquilache que los adultos eran «como niños pequeños que lloran y protestan cuando se les limpia y asea». Desde entonces, mayor preocupación que hacer justicia ha sido para los gobernantes buscar la manera de entretener al pueblo para que no la pida, esto es, para que no alborote, para que «no dé guerra». El «pan y toros» ha tenido a lo largo de las edades de la Historia múltiples versiones.

      Pero he aquí que la era supertécnica ha venido a descubrir que también existen juguetes para entretener a los adultos y borrar de sus mentes cualquier idea de participación y responsabilidad. Es más, el ingenio de la técnica moderna descubre «el juguete» por antonomasia, merced al cual el pueblo no sólo no piensa, sino que incluso nos facilita la posibilidad de conducir su pensamiento, de hacerle pensar lo que nosotros queremos que piense. Así el interés por su juguete acaba por enervar en el hombre otros intereses superiores.

      La alienación se produce entonces como fenómeno general y masivo. Mas si esto, hasta cierto punto, es comprensible, no lo es, en cambio, que admitamos que esta inhibición se fomente desde arriba, mediante el control de este juguete, único alimento espiritual de un elevadísimo porcentaje de seres humanos. La difusión de consignas, la eliminación de la crítica, la exposición triunfalista de logros parciales o insignificantes y la misma publicidad subliminal, van moldeando el cerebro de millones de televidentes que, persuadidos de la bondad de un sistema, o simplemente fatigados, pero, en todo caso, incapacitados para pensar por su cuenta, terminan por hacer dejación de sus deberes cívicos, encomendando al Estado-Padre hasta las mas pequeñas responsabilidades comunitarias.

      En este mismo sentido actúa la organización del trabajo a que antes aludía. La rutina laboral genera el gregarismo en los ocios, de forma que todos los hombres se procuran análogas distracciones y unos mismos estímulos, por lo general, no fecundadores, ni liberadores, ni enaltecedores de los valores del espíritu. El hombre, de esta manera, se despersonaliza y las comunidades degeneran en unas masas amorfas, sumisas, fácilmente controlables. desde el poder concentrado en unas pocas manos.

Es obvio que no en todo el mundo las circunstancias mencionadas operan con la misma intensidad pero, a mi juicio, sirven como exponentes de los riesgos lamentables que comporta la malintencionada aplicación de la técnica a la política y la sociología. 

4

 EL EQUILIBRIO DEL MIEDO

        La avidez de poder a nivel internacional, desata aún mayores riesgos. La vieja carrera de armamentos ha cambiado de signo. Hoy, cómo he dicho, no es más fuerte quien más armas tiene sino quien las tiene mejores. El objetivo de los pueblos en competencia es acertar con un arma lo suficientemente eficaz como para resolver un conflicto en pocos minutos, aun poniendo en peligro la vida sobre el planeta.

      Tal arma está ya a disposición de seis o siete potencias y el resto de los países se limitan a procurar conseguirla o a observar aterrados, los tira y afloja del juego político internacional, a conciencia de que un gesto mal interpretado o un simple error puede desencadenar la catástrofe. Se aducirá que la marcha hacia la paz es hoy más firme que hace diez años, pero como dice Marías no basta con que nadie quiera la guerra, si «se quiere poder hacerla». Porque, si bien se considera el problema, a la guerra fría de ayer ha sucedido una paz fría, casi más negativa que la situación anterior ya que esta paz congelada demuestra nuestra incapacidad, o sea que, en vista de que una fraternidad cálida y universal parece fuera de nuestro alcance, nos resignamos a aceptar el miedo cómo garantía de supervivencia.

      Pero los ingenios nucleares están ahí, fabricados por unos hombres y esperando ser utilizados contra otros hombres. La suprema aspiración de los humanos estriba en que sigan ahí, quietos, en los arsenales, es decir que no lleguen a emplearse.

      Pero en este caso y aun en el más positivo de que se llegase a un acuerdo de desarme general y completo, ¿qué hacer con ellos?; ¿qué hacer con este elemento devastador cuidadosamente embotellado a lo largo de un cuarto de siglo? ¿Lanzarlo al mar? ¿Enterrarlo? ¿Es que desconocemos, acaso, las propiedades letales de los isótopos radiactivos? ¿No sabemos que el aire, el agua y la tierra contaminados envuelven un riesgo inmediato para la vida? En Hanford, estado de Washington, en las proximidades del río Columbia, hay enterrados 124 tanques de acero y hormigón, los cuales contienen más de 200 millones de litros de desechos radiactivos; cantidad que, al ritmo de crecimiento actual, puede multiplicarse por ciento en veinticinco años.

      Estos tanques y sus posibles filtraciones son celosamente vigilados, pero a juicio de geólogos norteamericanos, tal vez bastaría un terremoto de las modestas proporciones del de 1918, conocido como «el terremoto de Corfú», para agrietar estos recipientes y liberar la radiactividad que contienen. Los efectos de esta avería, en opinión de científicos competentes, serían tan desastrosos como los que podría ocasionar una guerra nuclear en la que se empleasen todas las reservas atómicas actuales, ya que la radiactividad que almacena uno solo de estos tanques equivale, según Sheldon Novice, «a la producida por todas las armas nucleares probadas desde 1945». Ésta es nuestra situación en la paz atómica de nuestros días.

      Mas con ser ésta la novedad más ruidosa, tampoco podemos olvidar la actividad de los pueblos por alcanzar la hegemonía en otros terrenos, cómo, por ejemplo, la guerra química y biológica.

      La bomba atómica, por más moderna, parece resumir la mayor posibilidad catastrófica que somos capaces de imaginar pero no hay que olvidar la evolución de las armas bacteriológicas, cuyo almacenaje no ocupa lugar y su producción es infinitamente más barata que aquélla y está, por tanto, al alcance de los pueblos pobres.

      Según Milton Leitenkey, la potencia destructiva de estas armas equivale a la de las atómicas y el agente portador de la enfermedad puede viajar tan concentrado que, en muchos casos, son suficientes unos pocos gramos, estratégicamente distribuidos, para acabar con la población del mundo.

      Tenemos el caso de la psitacosis, dónde los virus necesarios para destruir hasta el último rastro de vida caben en una docena de huevos de gallina, o el de la brucelosis-letal, resistente a toda vacuna, que puede concentrarse en una pasta, a razón de 2.500 millones de bacterias por gramo, en la seguridad de que bastarían cincuenta gramos para borrar al hombre del planeta. La técnica de la dispersión ha alcanzado asimismo un alto nivel de perfección y variedad: fumigaciones aéreas, disolución en las aguas de los ríos, formación de nubes artificiales mediante generadores o producción de insectos en masa. A este respecto, los japoneses, maestros en la mecánica menuda, han llegado a producir diez litros de pulgas portadoras de microbios -alrededor de los treinta y cinco millones de individuos- en el breve plazo de un mes. Tampoco en este aspecto cabe descartar el accidente, ya que hace apenas seis años, al ser rociado con un organófosfato muy tóxico al campo de pruebas de Utah, por la aviación norteamericana, las partículas, arrastradas por un viento imprevisto, ocasionaron la muerte fulminante de los rebaños de ovejas que pastaban en las laderas de Skull y Rush, a cincuenta kilómetros de distancia.

      Esto supone que el hombre se ha acomodado a vivir sobre un volcán. Pero «vivir sobre un volcán» era, hasta el día, una situación accidental, esto es, que se le imponía, no buscada por él. Lo insensato es que el evolucionado hombre del siglo XX, haya encendido el volcán para después, tranquilamente, instalarse a vivir en sus faldas.

      Un último extremo interesante, dentro de esta fiebre de dominación y poder que nos invade, es el incesante perfeccionamiento de instrumentos audiovisuales, escrutadores de la intimidad, que han venido a destruir la confianza en el hombre y a deteriorar seriamente su sensibilidad.

      En esta dirección, bien podemos asegurar que la técnica se ha pasado, de tal modo que muchas de sus consecuencias resultan ya irreversibles. El ansia de poder de unos hombres sobre otros, la obsesión de control de las palabras de los súbditos por parte de los gobiernos, hace tiempo que desbordaron resortes tan primarios como la censura de correspondencia y la intervención telefónica. Estos medios sin duda alguna corresponden a la prehistoria de las técnicas de intromisión audiovisuales.

Recientes escándalos han evidenciado a qué increíble grado de perfección han llegado los mecanismos de espionaje. La revista El Correo de la Unesco denunciaba, no hace muchos meses, estos hechos como atentatorios contra la intimidad del hombre. Pero, yo me pregunto: ¿dispone el hombre de algún recurso contra esta carrera desenfrenada de la técnica fuera del viejo y elemental recurso del pataleo? El hombre actual se sabe vigilado o, lo que quizá es peor siente constantemente sobre sí la posibilidad de ser vigilado. En este punto, la técnica viene haciendo auténticas maravillas.

      La miniaturización de los ingenios, permite, por ejemplo, que un micrófono del tamaño de un grano de arroz colocado en la rendija de una puerta nos informe de lo que se habla detrás de ella. Mejor aún: un micrófono de contacto más chico que una nuez, adosado al exterior de una casa, puede registrar una conversación sostenida en el interior por las vibraciones del -muro. Un telescopio, no más largo que un lapicero, conectado a una cámara fotográfica, es capaz de reproducir lo que estamos escribiendo en una cuartilla a cien metros de distancia, es decir dos o tres veces la anchura de una calle normal. Mediante una bombilla de apariencia inocua pero emisora de rayos infrarrojos, es posible obtener fotografías en la oscuridad. Y basta una linternita no mayor que un alfiler para inspeccionar el contenido de una carta sin necesidad de violar el sobre.

      Esta técnica, enlazada a la de las computadoras, haría posible, según El Correo de la Unesco, almacenar veinte folios de información sobre cada ser humano en apenas diez cintas de dos centímetros y medio de ancho por 1.500 metros de longitud.

O sea, basta una caja de cerillas para archivar datos de computadora que, de estar impresos, no cabrían en una catedral. El mismo Correo nos informa de que una empresa americana en liquidación por quiebra puso en venta tres millones de expedientes relativos a otros tantos ciudadanos, y un consorcio de aquel mismo país ha preparado, mediante computadoras, datos referentes a la situación económica de cien millones de personas, exactamente la mitad de la población.

      Si agregamos a estos progresos la creciente difusión de las grabadoras, la utilización de técnicas de detección de mentiras, el lavado de cerebro, la publicidad subliminal, el refinamiento de los métodos de tortura, y el uso, cada día más extendido, de las evaluaciones psicofisiológicas de la personalidad, concluiremos que los mundos de pesadilla imaginados un día por Huxley y Orwell han sido prácticamente alcanzados.

      El afán de dominación del hombre sobre el hombre y de la organización sobre el hombre no se para en barras. Por otro lado, el vacío, cada día más profundo, entre la técnica y la ley, acrecienta nuestro desvalimiento al tiempo que aumentan el desasosiego y el miedo.

      La Unesco recomienda, es verdad, a los Estados, la asunción de tinas normas base para la formulación de un código internacional que proteja el derecho a la vida privada. Pero uno se pregunta, lleno de zozobra y ansiedad: ¿no serán los Estados los primeros interesados en tolerar tales aberraciones si el uso de las técnicas mencionadas viene a consolidar su autoridad y su poder? Y ante esta posibilidad estremecedora se abre la gran interrogante: ¿no se nos habrán escapado de las manos las fuerzas que nosotros mismos desatamos y que creímos controlar un día?

5  

LA NATURALEZA, CHIVO EXPIATORIO

      Esta sed insaciable de poder; de elevarse en la jerarquía del picoteo, que el hombre y las instituciones por él creadas manifiestan frente a otros hombres y otras instituciones, se hace especialmente ostensible en la Naturaleza.

En la actualidad la abundancia de medios técnicos permite la transformación del mundo a nuestro gusto, posibilidad que ha despertado en el hombre una vehemente pasión dominadora. El hombre de hoy usa y abusa de la Naturaleza como si hubiera de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si detrás de él no se anunciara un futuro.

      La Naturaleza se convierte así en el chivo expiatorio del progreso. El biólogo australiano Macfarlane Burnet, que con tanta atención observa y analiza la marcha del mundo, hace notar en uno de sus libros fundamentales que «siempre que utilicemos nuestros conocimientos para la satisfacción a corto plazo de nuestros deseos de confort, seguridad o poder; encontraremos, a plazo algo más largo, que estamos creando una nueva trampa de la que tendremos que librarnos antes o después».

      He aquí, sabiamente sintetizado, el gran error de nuestro tiempo. El hombre se complace en montar su propia carrera de obstáculos. Encandilado por la idea de progreso técnico indefinido, no ha querido advertir que éste no puede lograrse sino a costa de algo. De ese modo hemos caído en la primera trampa: la inmolación de la Naturaleza a la Tecnología. Esto es de una obviedad concluyente. Un principio biológico elemental dice que la demanda interminable y progresiva de la industria no puede ser atendida sin detrimento por la Naturaleza, cuyos recursos son finitos.

      Toda idea de futuro basada en el crecimiento ilimitado conduce, pues, al desastre. Paralelamente, otro principio básico incuestionable es que todo complejo industrial de tipo capitalista sin expansión ininterrumpida termina por morir. Consecuentemente con este segundo postulado, observamos que todo país industrializado tiende a crecer; cifrando su desarrollo en un aumento anual que oscila entre el dos y el cuatro por ciento de su producto nacional bruto. Entonces, si la industria, que se nutre de la Naturaleza, no cesa de expansionarse, día llegará en que ésta no pueda atender las exigencias de aquélla ni asumir sus desechos; ese día quedará agotada.

      La novelista americana Mary Mc Carthy hace decir a Kant redivivo, en una de sus últimas novelas, que «la Naturaleza ha muerto». Evidentemente la novelista anticipa la defunción, pero, a juicio de notables naturalistas, no en mucho tiempo, ya que para los redactores del Manifiesto para la Supervivencia, de no alterarse las tendencias del progreso «la destrucción de los sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta será inevitable, posiblemente a finales de este siglo, y con toda seguridad, antes de que desaparezca la generación de nuestros hijos».

      Robert Heilbroner, algo más optimista, aplaza este día terrible, que ya ha dado en llamarse «el Día del Juicio Final», para dentro de unos siglos> en tanto Barry Commoner lo reduce a unos lustros: «Aún es tiempo -dice éste-, quizás una generación, dentro del cual podamos salvar al medio ambiente de la violenta agresión que le hemos causado.»

      A mi juicio, no importa tanto la inminencia del drama como la certidumbre, que casi nadie cuestiona, de que caminamos hacia él. Michel Bosquet dice, en Le Nouvel Obsen; ateur, que «a la Humanidad que ha necesitado treinta siglos para tomar impulso, apenas le quedan treinta años para frenar ante el precipicio».

      Como se ve, el problema no es baladí. Lo expuesto no es un relato de ciencia-ficción, sino el punto de vista de unos científicos que han dedicado todo su esfuerzo al estudio de esta cuestión, la más compleja e importante, sin duda, que hoy aqueja a la Humanidad.

      La Naturaleza ya está hecha, es así. Esto, en una era de constantes mutaciones, puede parecer una afirmación retrógrada. Mas, si bien se mira, únicamente es retrógrada en la apariencia. En mi obra El libro de la caza menor, hago notar que toda pretensión de mudar la Naturaleza es asentar en ella el artificio, y por tanto, desnaturalizarla, hacerla regresar. En la Naturaleza, apenas cabe el progreso. Todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo esencialmente, es retroceder.

      Empero, el hombre se obstina en mejorarla y se inmiscuye en el equilibrio ecológico, eliminando mosquitos, desecando lagunas o talando el revestimiento vegetal. En puridad, las relaciones del hombre con la Naturaleza, como las relaciones con otros hombres, siempre se han establecido a palos. La Historia de la Humanidad no ha sido otra cosa hasta el día que una sucesión incesante de guerras y talas de bosques.

      Y ya que, inexcusablemente, los hombres tenemos que servirnos de la Naturaleza, a lo que debemos aspirar es a no dejar huella, a que se «nos note» lo menos posible. Tal aspiración, por el momento, se aproxima a la pura quimera. El hombre contemporáneo está ensoberbecido; obstinado en demostrarse a sí mismo su superioridad, ni aun en el aspecto demoledor renuncia a su papel de protagonista.

      En esta cuestión, el hombre-supertécnico, armado de todas las armas, espoleado por un afán creciente de dominación, irrumpe en la Naturaleza, y actúa sobre ella en los dos sentidos citados, a cuál más deplorable y desolador; desvalijándola y envileciéndola.

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