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>>>>NUESTROS RECUERDOS y otras cosas más<<<<

 

A TITULO PERSONAL

 Walter Álvarez Bocanegra

"Un hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo son...Es mejor ser temido que ser amado...El fin justifica los medios" (Maquiavelo). Para Maquiavelo el gobernante debería preocuparse sólo del poder y solamente debería rodearse de aquellos que le garantizaran el éxito en sus actuaciones políticas, contra toda moral y conocimiento. ¿Es esto lo que sucede en nuestro país? ¿Cuál es el fin que justifica los medios? La respuesta a la segunda interrogante es: El enriquecimiento de los gobernantes a costillas del ingenuo pueblo. Y aunque Maquiavelo trato de crear un estado capaz de rechazar los ataques extranjeros y afianzar su soberanía, irónicamente, los gobernantes peruanos han hecho todo lo contrario, han ido por el camino fácil llegando a ensañarse únicamente con el pueblo: No olvidemos que el estado peruano viene siendo atacado por todos los flancos, los ataques extranjeros están dentro, actúan, incuban y se multiplican.

El progreso de los pueblos depende de sus habitantes, es una verdad, el pueblo de Pallasca tenía ganado un buen prestigio desde el punto de vista intelectual y productivo en el siglo pasado, intelectuales como Manuel Álvarez Gonzáles, Teófilo Porturas, Emilio Zúñiga Guzmán, Orestes Rodríguez Campos, Manuel Pizarro, Justiniano y Juan Murphy, Alberto rubio Fataccioli, Félix Álvarez Brun, entre otros, son una realidad. La producción de quesos y mantequilla de exportación en el fundo Calguiche, la producción de vino en el fundo de Shulgomo, de aguardiente de caña y chancaca en el fundo de Matibamba, y los semilleros de alfalfa por doquier, no son invención literaria, fueron orgullo de pallasquinos y asombro de foráneos por aquellas épocas, y entonces sí, las autoridades locales eran escogidas dentro de los mejores habitantes, grandes hombres (con escasas excepciones) que se habían logrado positivamente y por eso no les era necesario recurrir a la mentira para conseguir cargos de autoridad, estos hombres eran buscados en sus mismas casas por los ciudadanos en masa.. Gran contradicción, ahora, que hay presupuesto municipal y Comunidad de Campesinos aun rica, el problema llega de afuera, Pallasca ha tenido uno y otro alcalde que antes de llegar a ser alcaldes se pasaron la vida por otros lugares y llegaron para malgastar Y/o apropiarse del botín municipal, y que decir de los presidentes de la comunidad, que si no llegan de afuera son manipulados desde afuera. Resulta que los nuevos alcaldes, primero, cuando se trata de lucrar manejan el municipio como si fuera de su propiedad, y segundo, cuando se trata de hacer obras lo manejan como si fuera de propiedad de enemigos. En cuanto a lo primero se les puede ver manejando la administración municipal con despotismo, y en cuanto a lo segundo se pueden apreciar obras hechas con maldad, obras ni técnicas ni estéticas, y lo peor, se deterioran muy fácilmente.

Los alcaldes aceptan un soborno del 10% del monto de las obras adjudicadas, y lo peor, últimamente son socios de las empresas ganadoras de la Buena Pro; los alcaldes aceptan un soborno del 15% del monto de cada suministro del Vaso de Leche, etc, etc, etc... Claro que no hay manera de probarlo, ningún soborno es documentado (así es que dejen de repetir "Pruébenme, pue"). No es menos bochornoso el manejo en la Comunidad de Campesinos en sus recursos de bosques y canteras de arena. ¿Cuál es la Causa?, el desconocimiento de la realidad y la predisposición para la apropiación ilícita, ¿cuál es el efecto?, el despilfarro y el enriquecimiento indebido de estos nuevos caciques en detrimento del pueblo, caciques de turno plagados de adulones y mercenarios consagrados en oligarquía pueblerina. Que será del pueblo cuando el canon minero se agote?, pocos lo intuyen. ¿Cuál debe ser la acción correctiva?, subirse al carro de la corrupción para suavizarla desde adentro, porque, como bien afirma Maquiavelo "Un hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo son". Pero, ¿quién se sube al carro, si un hombre que quiere hacer profesión de bueno es fácilmente reconocido por tantos que no lo son?, para esto se hace necesaria una táctica finamente elaborada./Pues bien, el buen prestigio del pueblo de Pallasca ha caído (sólo trato de ser honesto), las pruebas son evidentes y se escriben con mayúsculas y en alto relieve al recorrer los pueblos de la provincia y establecer la comparación. Ahora se dice de los pallasquinos que somos capaces de robarnos todo, huertos, sembradíos y hasta las piedras de las veredas; no se podría esperar otra cosa, el ejemplo viene de arriba, de las autoridades: NI INTELECTUALES NI PRODUCTIVAS; diría Maquiavelo: ¿Para qué intelectuales o productivas entre tantos que no lo son?.

Cada aspirante a candidato, ya sea para alcalde, para Presidente Regional o Presidente de la República, antes de lanzarse al ruedo competitivo debería preguntarse en primer lugar ¿Qué hacer y porqué hacer?, si logra responderse debería alegarse por haber alcanzado el nivel de ciudadano. Luego debería preguntarse ¿Cómo hacer, estoy capacitado para hacer?, y si logra responderse debería alegarse por haber alcanzado el nivel profesional para ser candidato. Finalmente debería preguntarse ¿Tengo la voluntad, el empuje, el espíritu inquebrantable para hacer lo que me he propuesto hacer por estar capacitado?, si la respuesta es sí entonces debería alegarse porque él es el candidato que el pueblo necesita para salir de la oscuridad, es la persona proactiva de la que tanto hablan los tratados de administración moderna, esa es la persona a la que hace referencia Domingo del Mazo en una de sus intervenciones en esta página, Mas, si ni siquiera, el aspirante a candidato, ha logrado responder la primera pregunta, entonces estamos hablando de un estúpido que quiere ser candidato, y ¡ay del pueblo! si sale elegido gobernante. He escuchado a menudo repetir "Métete a la política y no necesitarás saber nada", pues bien, de esta gente politiquera que no sabe nada está plagado el aparato estatal compuesto por municipios, gobiernos regionales y gobierno central, digo plagado porque no son estrictamente todos./ Mas, cualquier aspirante a candidato en afán de hacerse saber proactivo podría decir "Yo soy el candidato perfecto, yo voy a ser alcalde o presidente", en tal caso tendremos que penetrar en la vida del candidato, no olvidemos que cada ser humano es un mundo aparte muy complejo y lleno de miedo, eso sí, que unas veces opina de una manera y otras de otra manera, tendría que ser de una convicción sublimemente construida para no ser así, pero ni aún, en alguna parte del camino puede terminar claudicando "¡Padre!, porqué me has abandonado". El hombre aquel que ama y teme a Dios, el hombre aquel que odia y teme al Diablo, el hombre un pobre animal lleno de miedo. El hombre con sentimientos expresados en virtudes y defectos, en algunos las virtudes inclinan la balanza y en otros los defectos, pero el ser consciente de que esto es así y no puede ser de otra manera, trata de inclinar la balanza a favor de las virtudes para sacudirse de su propio miedo, una de esas grandes virtudes es el amor. El otro, el ser inconsciente, destruye a los demás para su propio provecho inclinando la balanza a favor de los defectos, y nunca podrá sacudirse de su propio miedo: EL MIEDO A LA POBREZA.

Con esto y con muchos otros comentarios no muy apetecibles a la mayoría humana, sólo trato de ser honesto conmigo mismo, que aunque me cueste el desprecio de los demás, no podrán prescindir de lo comentado. Se sabe que Confucio fue requerido como Consejero por un gobernante chino, el primer consejo solicitado fue. ¿Qué debo hacer para conseguir gente honesta?, Confucio respondió: SEA HONESTO CONSIGO MISMO; en el acto, el gobernante, prescindió de los servicios de Confucio.

 (Estas reflexiones son como un tributo a mi pueblo en el aniversario de la Provincia de Pallasca)

 

 

 

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LA EVOCACIONES DE DON MANUEL TORRES, A TRAVÉS DE UNA BELLA MISIVA*

 

"Señor Bernardo Rafael Álvarez:

 

Desde esta hermosa y ahora calurosa tierra de las industrias y de los dólares, colindante de la Capital del Mundo, New York, me complazco en dirigirte esta modesta misiva.

 

Gracias a este importante medio de comunicación, el Internet, y con el auxilio de mis nietecitas, he llegado aquí, a informarme de tus crónicas sobre nuestra tierra y su gente, crónicas que al leerlas, con nostalgia pero también con alegría, he vuelto mis pasos a nuestro amado rinconcito andino, a recorrer mi infancia, cuando con mis parientes, vecinos, compañeros de estudios, nos escapábamos a bañarnos en los barrales de la lagunita insignificante donde se bañaban las chanchas de doña María “Shullca”, en las fontanas de Chugaymaca, propiedad de la misma señora.

 

Recuerdo de las llegadas a mi casa con las orejas llenas de caca de sapo, a recibir las cuerizas de mi querida madre (mi padre no lo sabía, felizmente). Más tarde, ya maltoncito, a bañarme con “Cushurito” Pedro y otros, en la pequeña laguna de cungules de la Pampa del Cura. Más adelante en la pequeña poza de La Soccha, al pie de Chucana; luego, ya casi jovencito y siempre con los cumpas, en la romántica laguna de Tambamba de los Tejeros, lugar donde se hacían presentes las lavanderas de frazadas de lana, ponchos, ropa de color y las polleras. Finalmente, ya jovencitos enamorados, nos íbamos a desafiar la profundidad y las aguas frías de la gran represa de agua de regadío, de la laguna de Pashtaca, camino a Conchucos y otros lugares.

 

También, como no, a mi edad de niño cuando, escondido de mi padre me acomedía a asistir en la misa como acólito del Sacerdote. También en la crucifixión y la bajada para el anda del Señor de Viernes; a “novelerear” en la confección de las andas y, naturalmente, con el pan de boda -raíz de palma-, en las procesiones.

 

Y, finalmente, a las noches de serenatas, aquellas con las que conquisté a mi adorada esposa, que me acompaña hasta mis ochenta y siete años.


Bueno, si tuviera que relatar mi vida, estoy seguro reventaría la capacidad de cualquier computadora, tanto por los largos años vividos, como por haber recorrido -como trotamundos- las tres regiones de nuestro país: Costa, Sierra y Selva, así como otros países del globo, en múltiples ocupaciones y trabajos, ganando la modesta experiencia que hoy disfruto con alegría. Pero no se trata de eso..."

* Desde Norteamérica, a través del correo electrónico acabamos de recibir esta bella carta de nuestro paisano, pariente y amigo, don Manuel Torres Torres Pereda; la damos a conocer por lo que significa como evocación de nuestro hermoso e inolvidable pueblo. (julio, 21 del 2009)

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LA MÚSICA DE TIERRA PALLASQUINA

Bernardo Rafael Álvarez

Para hablar  de la música pallasquina debemos necesariamente referirnos a los nombres de cinco personas que lograron hacer que nuestra sensibilidad, a veces proclive a lo foráneo, se identificara con las manifestaciones artísticas nacidas en nuestros pueblos andinos. Estos nombres son: Pedro Gutiérrez, Ireno Aguilar, Julián Rubiños, Juana Díaz e Isabel Miranda.

Don Pedro Gutiérrez, “El Conshyamino”, con un seseo muy particular, secundado por el acompañamiento jadeante de “su acordeón o concertina”, protegido por su poncho y sombrero, rodeado por los chiquillos del pueblo y –cómo no- vigilado por la “Repolla”, su mujer, entonaba huaynos y guarachas: “En el cielo las estrellas”, “Mi cafetal”...y “La piedra de mal rodar”, su canción emblemática. Durante las primeras décadas del Siglo XX, sabemos que la animación musical de las fiestas familiares del pueblo, más que la Victrola, corría a cargo de El Conshyamino. La aparición del retumbante “Pick up” prácticamente desplazó a ambos. La Victrola se convirtió en pieza ornamental o de museo y don Pedrito, tal vez invadido por una honda tristeza pero jamás deprimido, trasladó su centro protagónico a la Plaza, mas nunca se alejó de los corazones.

 

Y el “pick up”, ese medio perverso personaje sin alma que a don Pedrito le mermó protagonismo, significó, valgan verdades, una importante contribución para que aquello de lo que estamos hablando se fortaleciese: la pasión por lo nuestro. Gracias a él más gente pudo acercarse a los ritmos y melodías del ande peruano (y, cómo no, también a los valses, las polcas, las guarachas, el mambo...). Nos los hacía escuchar casi cotidianamente don Ireno Aguilar. Desde su casa ubicada en la parte alta del pueblo, aún con discos de carbón, el “pick up” (probablemente el primero que llegó a Pallasca) hacía que las mañanas o tardes, normalmente monótonas como en todo pueblo pequeño de la sierra peruana, tuvieran como aliño aquel almíbar que nunca empalagaba: los huaynos, las chuscadas, los chimayches. En este sentido, la existencia de don Ireno fue, musicalmente,  nutricia.

Como nutricia es, también, la de otro hombre que aparece nítidamente en la historia musical de Pallasca: don Julián Rubiños, autor de “Señor Diputado”. La letra de ese tema (contestatario, de protesta, turbulento) correspondía en verdad al sentir de un pueblo postergado por muchísimo tiempo; ponía en el tapete y la atención pública una necesidad y una esperanza: que Pallasca saliese del aislamiento para conectarse con los pueblos y ciudades más desarrollados. La exigencia era específica: queremos carretera. Pero también –recuérdenlo-  reclamaba que quienes reciben el voto popular sepan ser dignos de él. Es decir, don Julián no solamente vio en el arte musical un medio para promover el entretenimiento, el gozo,  sino una tribuna de denuncia y demanda. Es, lo decimos categóricamente, el compositor pallasquino por excelencia.

El le ponía la voz a sus canciones, pero también una simpática jovencita nacida en el distrito de Santa Rosa, Juana Díaz. Y es precisamente ella la que llevó al acetato el huayno al que nos hemos referido. Y ella es quien contribuyó grandemente a que Pallasca fuera conocida. Desde los coliseos (en boga hace varios lustros) y la radio, su voz repetía con orgullo y emoción el nombre de nuestro pueblo. Estamos hablando de la artista representativa de nuestra provincia, aquella que cantaba versos sentidos como estos: “En las pampas de Zarumilla hay un cadáver de quien será, seguramente de un pallasquino...”. Sí, pues: a ella le debemos mucho, pero –es lamentable que sea así- la hemos soslayado injustamente. Estamos hablando, señores, de “La pallasquinita”. Ella y nuestro compositor Julián Rubiños merecen el homenaje y desagravio que Pallasca les debe por gratitud y justicia.

De Isabel Miranda hemos dejado de escuchar. En los años 60 grabó un disco (probablemente otros más, no lo sabemos), en el que se dibujaba musicalmente a Pallasca y su fiesta patronal, la Fiesta de San Juan Bautista. Un segmento de aquel tema musical (cuya autoría, para variar, corresponde a don Julián Rubiños) decía: “Toque, toque don Pedrito su acordeón o concertina, para bailar por la Calle Grande con mi linda pallasquina...”.

A los cinco nombres mencionados hay que agregar el de don Vicente Pantoja, que durante un buen tiempo embelesó especialmente a los jóvenes con aquel pegajoso tema que decía “Si la Julia te pregunta, no le digas que me has visto...”. También el de Santos Villa que es, creemos, uno de los mejores compositores nuestros de los últimos años, que, además, realiza una importante labor de difusión folclórica en una emisora de la Capital.

Y, claro, no podemos soslayar al muy entusiasta profesor Elio Machado quien le agregó tres estrofas a un huayno que desde mucho tiempo atrás la gente de Pallasca canta y baila asumiéndolo casi como un himno telúrico. A este huayno se  dio en llamar “Tierra pallasquina” y -aunque nadie sabe quién es el autor de la música y de la estrofa más conocida- lo cierto es que todo el mundo se conmueve al escucharlo, sobre todo por aquellos dos versos que dicen: “Tierra pallasquina, tierra tan querida/ tal vez en mi ausencia llorarás por mi.” El profesor Machado le insertó unos versos que hacen referencia a la Fiesta de San Juan Bautista, a la chicha de jora, los chirocos y la pampa de Tambamba, y lo publicó en 1961 con motivo del Centenario de la Provincia. Gracias a él, este tema musical adquirió, en su letra, la ciudadanía de Pallasca. Porque, valgan verdades, su origen –que se pierde en la bruma del tiempo- puede estar en cualquier lugar, menos en la tierra de los chupabarros. En alguna oportunidad la escuchamos como fuga de un huayno huancaíno; y, en Ancash, casi cotidianamente, nos deleitamos oyéndole cantar al inolvidable “Jilguero del Huascarán” con el título de “Retamita verde”.  El segundo pareado que los pallasquinos entonan con fervor es una muestra clara de su origen ajeno porque –reconozcámoslo- lo que allí se dice, para Pallasca es simplemente falso y absurdo: “Si tu suerte ha sido vivir prisionera, rompe las cadenas como yo las hice.” Pero, en fin, si la música y la letra de ese tema no es de autoría pallasquina, el sentimiento, en cambio, sí es auténtica, incomparable e inalienable pertenencia de la tierra del Conshyamino y si el calor imantado de su gente es capaz de atraer al más distante de los humanos, convirtiéndolo en huésped perpetuo de su corazón, por qué no habría de ocurrir lo mismo con las melodías que, quiérase o no, son patrimonio universal de los pueblos.

 

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 DE AGUA Y SALIVA...

Bernardo Rafael Álvarez

Ah, los carnavales pallasquinos!

Los juegos no eran como los que llegan a desbordarse en los barrios populosos de Lima; pero a veces resultaban, digamos, “moderadamente brutales” cuando se recurría al uso del “limón real” que, cortado por la mitad, se untaba con anilina -lo llamábamos "shama"- y era restregado sin pausas en el rostro de las muchachas, causándoles –¡como no!- un tremendo malestar.

 Se bailaba alrededor del “cilulo”, adornado con una infinidad de coloridos objetos, desde canastas de plástico, pelotas, muñecos, pañuelos, etc. Esta costumbre llegó probablemente desde Celendín, traída, naturalente, por los “shilicos” que con una apretada frecuencia (sobre todo durante la Fiesta de San Juan Bautista) aparecían con su cargamento de peinetas, anilinas y sombreros y se colocaban en alguna vereda de la plaza de armas. Uno de los cilulos que recuerdo con sentimientos encontrados, de alegría y frustración, es el que mandó plantar frente a su casa el inolvidable don Santiago Zanelli. Yo era una criatura de seis o siete años y veía que los jóvenes y adultos se divertían alrededor frenéticamente; pero justo en el momento en que fue tumbado el árbol yo estaba en otro lugar, tal vez en la plaza, y cuando regresé mi padre me dijo que había estado buscándome con la mirada para darme el pañuelo que logró arrancar de alguna rama,  y al no encontrarme se lo dio a otro niño. ¡Se trataba, precisamente, del pañuelo –blanquísimo- al que yo le había echado el ojo! Creo que la rabia que sentí fue atenuada otro día con los frutos de guinda (o “capulí”, que es como se llama en Pallasca) que me regaló copiosamente el dueño de casa, a la sazón compadre de mi papá.

 Los mayores solían organizar un “baile social” que se realizaba en los bajos de la Municipalidad (el ambiente al que llamábamos mercado. Parte insustituible de estas fiestas era la “cantina”, es decir, el espacio resguardado por un mostrador en el que se vendía cerveza y gaseosas, escabeche, papa a la huancaína, picante de cuy, cigarros  y chicles, por cuya compra había que recibir, después del pago, un ticket hecho con papel cometa. Allí el juego era "decente" (es decir, sin un ápice de violencia): con chisguetes de éter llamados "Amor de Colombina", talco perfumado y serpentinas con frases de amor. La música la ponía el “pick up” de don Ireno Aguilar. Cuando algunos asistentes terminaban de bailar algún tema de moda, en coro los demás insistían: “a la…, a la…,a la…!” y, obedientes, los varones –para no quedar mal- conducían a su pareja hacia la cantina para invitarle algo de lo que allí se expendía (casi siempre la damisela pedía un chicle o una gaseosa, pero a veces era un plato de cuy y, en ese caso, el galán terminaba sudando frío porque apenas si le alcanzaba la plata para una “Cocabanita”).

 Pero, en realidad, no solo se “jugaba” con “shama”. También con los populares globos, y el agua empleada para insuflarlos era el agua del “chorro”, para lo cual algunos niños y adolescentes (aquellos que recibían una buena propina) usaban un chisguete comprado en la tienda de don Víctor o en la de don Gerardo. Era, pues, “agua limpia”. Los demás –la mayoría- recurrían a otra técnica o método: tomaban un abundante sorbo de agua en la boca y soplaban el globo introduciendo el líquido; después de cuatro o cinco veces de efectuar este ejercicio, el globo estaba listo para ser lanzado; podía verse, naturalmente, que dentro de él navegaban unas burbujitas extrañamente densas. Las asustadizas pallasquinitas que presurosas pasaban por la plaza yendo a comprar pan, se convertían en víctimas de los disparos a mansalva que efectuaban los mozalbetes. Terminaban –usted ya lo adivinó- con la cara empapada en agua y…también con saliva!

 

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ALCALDES DE ESTA LAYA

Bernardo Rafael Álvarez

Nadie Tiene nada personal (nosotros menos) contra el paisano de Llaymucha que ocupa el cargo de alcalde distrital en nuestro pueblo; todo lo contrario. Muchos, incluso, al nombrarlo usan el hipocorístico como muestra de afecto. No podemos dejar de reconocer, sin embargo, que por él Pallasca está viviendo la peor experiencia municipal de los últimos tiempos. Deploramos decirlo, pero sabemos que no hace absolutamente nada por honrar el juramento que hizo al asumir lo que debió ser su función y responsabilidad.

 

Lo conocimos personalmente cuando el 2007 vino a Lima para reunirse con los directivos del Centro Pallasca y dar cuenta de la temprana primera crisis que afrontó con quien fuera su contador. Dicen que para muestra basta un botón. Y, en efecto, eso es lo que tuvimos al frente en aquella oportunidad: el señor Burgomaestre a la reunión llegó tardísimo y, encima, borracho. Se realizaron dos foros, en Lima y Pallasca. En el primero habló de sus proyectos que eran casi paradisíacos (como se dice: ofreció el oro y el moro). El segundo fue programado para que –ya en Pallasca- pudieran ser verificados los avances de esas promesas. Para variar, en él también habló de “proyectos”. Lo cierto es que no llegó (y como van las cosas pareciera que no llegará nunca) a cumplir nada de lo que anunció. Dicen por ahí que es fiel adorador de Baco, que protagoniza vergonzosos espectáculos en la calle, miccionando a vista y paciencia de todos; que regala ofertas en toda fiesta pueblerina y que es el padrino dadivoso de numerosos infantes (le sobrará la plata, pues); que casi no para en el pueblo que lo eligió y usa la camioneta del municipio –con el logotipo borrado- como si fuera propiedad privada; que paga dietas sin efectuarse las sesiones respectivas...en fin, tantas cosas. No faltan quienes murmuran (la realidad, cuando está nublada, genera suspicacias) que su propósito sería llegar a como dé lugar al término del período municipal y, al toque y ya “forrado”, largarse a España. No podemos dar fe de la certeza de todo lo que se comenta; podrían ser simples “huashirimeadas”. Pero, los pueblos tienen sus propias verdades, y una de ellas es que “cuando el río sueno es porque piedras trae”. No sabemos a qué le teme el alcalde, pero (y esto sí lo hemos visto) andar protegido por un guardaespaldas nos parece realmente ridículo y caricaturesco, además de ser un insolente despropósito (a veces los demonios interiores son más peligrosos y hacen ver fantasmas por todas partes). 

 

Gracias a Dios, por fin los pallasquinos han abierto los ojos y han emprendido el camino de la revocatoria. Será difícil, sin duda, pero la actitud misma ya es sumamente plausible, porque es muestra de dignidad. El Centro Pallasca, en su última reunión, acordó apoyarla. A todos nos toca estimularla como repudio a quien ha demostrado no tener sangre en la cara y se burla y seguirá burlándose de la confianza que le dio el pueblo. Que no vaya a decirse –porque sería falso e injusto- que Pallasca tiene las autoridades que se merece. No, señores, nuestro pueblo no se merece esto; fue un error la elección, pero en las manos de los electores, y en el estímulo y orientación que podamos darles, está la posibilidad de enmienda democrática. Ah, y entiéndase bien, aquí no importa quién haya iniciado o sea el promotor de la revocatoria. Es el fin lo que debe unirnos.

 

Pallasquita linda –lo decimos de una vez por todas- no aprueba a este alcalde. Pero este es un rechazo sin medias tintas; puesto que sería absurdo e incoherente pedir la revocatoria de una autoridad y, por otro lado, “apoyarlo en las cosas buenas”. No hay, señores, cosas buenas en la gestión de este personaje. Por lo menos no hasta ahora o, mejor dicho, no las hay para el distrito (si las hubiera, con humildad y entusiasmo las aplaudiríamos). No queramos, pues, tapar el sol con un dedo.

08 de setiembre del 2008.

 

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LAS DESPEDIDAS, EL AEROPUERTO Y LA PIEDRA DE SANTA LUCIA

 Flor Vidal de Moschella

 

Cuando nos toca despedir a algún pariente o amigo en la familia, lo que acostumbramos hacer es ir al aeropuerto, y mientras miramos desde una barrera el check in de nuestro viajero  cruzamos los dedos para que no le hagan problemas con los turrones, los piscos y los king kongs que hemos comprado y estamos enviando. Terminada esa etapa, nuestro viajero se reúne con todos los que hemos ido a despedirlo, y subimos las escaleras para, en el segundo piso, encontrar una mesa alrededor de la cual  tomaremos unos refrescos y comeremos algo, mientras conversamos y damos los consejos de último momento, haciendo tiempo hasta que lo llamen  para subir al avión. Allí viene el abrazo de despedida y las infaltables lágrimas dependiendo de cuan cercano sea el que viaja; después regresaremos a casa  con una tristeza proporcional al cariño del que se fue, y nuestra vida continuará.  

 

Cuando vivía en Pallasca, los viajes empezaban  con la preparación de los panes y toda clase de dulces, que luego mi madre acomodaba en cajas de cartón para que sean entregadas a los parientes en Lima. El día de la partida almorzábamos más temprano que de costumbre,  todos juntos alrededor de la mesa; también nos dábamos unos a otros consejos y encargos. A eso de las 2 de la tarde ya estaba el peón listo y con los caballos ensillados; los burritos, con sus cajas de panes y las maletas  de  ropa que el viajero iba a usar en la capital, habían emprendido el viaje más temprano porque eran mas lentos que los caballos que mis papás Mario y Ángel criaban. Allí en el patio grande de la casa nos dábamos el abrazo de despedida y luego el o los viajeros enrumbaban cuesta abajo con destino a la Costa, mientras que los que nos quedábamos en Pallasca subíamos corriendo las empinadas gradas hacia la capilla de Santa Lucia detrás de la cual había un inmenso peñasco en el que nos sentábamos para ver a nuestros viajeros. Primero les decíamos adiós  y ellos nos contestaban; cuando más lejos estaban ya no podíamos oír sus voces pero si los veíamos avanzar poco a poco hasta que por fin llegaban a la cruz de maguey que era el último punto donde podíamos verlos. En ese momento regresábamos a casa  con una pena tan grande como el hambre que traíamos; allí mi mamita nos daba el lunche que era café con leche y panes caseros. Horas más tarde regresaba el  peón con los caballos y los burritos, a dar cuenta de cómo quedaron los viajeros abajo en la punta de carretera. La vida seguía su curso.

 

No es mi intención cansarlos con estos relatos. Si soy reiterativa, se debe a que mi afán es que conozcan detalles simples de la vida  serrana durante aquellos nuestros años inolvidables.

 

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MUNDO ENGAÑOSO

Por falta de ataúdes algunos cadáveres tuvieron que ser enterrados envueltos en mantas, nos contó don Mesho Aguilar aquella vez cuando, niños aún, llegamos a su casa en una “excursión” que nuestro colegio, el Municipal Mixto San Juan Bautista, organizó como una suerte de “tour” hacia los pueblos de Lacabamba, Conchucos, Conzuzo y Pampas. En Conchucos, la tierra de nuestro inolvidable anfitrión, estuvimos dos días, insuficientes para conocerlo todo, pero bastantes para quedarnos prendados de la bondad de su gente. Muchos años atrás, nos dijo, una epidemia se ensañó con la población más pobre. Es lo que suele ocurrir, pues, en nuestros países (¿se acuerdan de aquel tondero de Oscar Avilés en el que dice que “la gripe llegó a Chepén, ya llegó…?). Conchucos no es un pueblo pobre precisamente, pero es un pueblo peruano. Acaso más que su relativa opulencia material lo valioso que allí podamos encontrar sea el lado espiritual de los conchucanos. No nos cabe duda: son gente buena. Allí nació don Alonso Paredes, historiador sin formación profesional especializada, pero cuyo aporte –sustentado en su entusiasmo y amor por nuestro pueblo- es el habernos hecho conocer parte importante del glorioso pasado de Pallasca. Allí nacieron también Atilio y Adalberto Oré Lara, uno maestro y poeta, y el otro compositor de música criolla. Es el lugar donde vieron por primera vez la luz Ovidio Oré, uno de nuestros más talentosos fotógrafos, y Raúl Cardoso (“Reutilio” para sus más allegados), profesional de la salud con sentimiento de artista; y, claro, también “Fonsho” Aguilar, ingeniero y escritor, y Ricardo Paredes Vasallo, poeta y filósofo. Entre las víctimas de la epidemia, continuó don Mesho, una familia del lugar vio, con inmenso dolor, que también su hijo, de unos cinco años, se iba. O, mejor dicho, ellos mismos lo llevaban a enterrar. Pero nuestro Señor de las Ánimas es milagroso, enfatizó no sin antes barrernos con una mirada pícara. Ocurrió que en el trayecto al cementerio, los llantos moderadamente melodiosos de los deudos, abruptamente se convirtieron en sorpresa, al principio, y en alegría, después. Este muchacho de miércoles en realidad no estaba muerto; solo había sufrido una catalepsia. Y, como suele acontecer, pasado el paréntesis febril, despertó! Además de la manta que lo envolvía, terminó siendo cubierto por abrazos y besos. La vida retornó a su normalidad y el río, límpido, continuó alimentando el valle. El muertito fue creciendo. Pero -no faltaba más!-, como consecuencia de aquel suceso, su nombre también creció. Al que le pusieron en la pila bautismal, sus amigos le agregaron este otro (dígannos si no es realmente significativo): “Mundo Engañoso”. Y, aunque parezca mentira, les aseguramos: es la puritita verdad; también el mundo a veces miente. Palabra de don Mesho!


 

LAS DESPEDIDAS Y EL OLOR DE LA NOSTALGIA



Flor Vidal de Moschella

No hace mucho que el último de mis hijos viajó a Italia para estudiar. A
pesar que prometí no hacerlo, al despedirnos en el aeropuerto de Lima, rompí
en inconsolable llanto; mi hijo también lloro, como cuando era chiquito y
corría a buscar mi protección.

A
l regresar a casa con inmensa tristeza me encerré en su habitación, abracé
su almohada, que aun conserva el olor de su ternura, y mordiéndome su ausencia
me quedé dormida.

A
hora, aunque parezca tranquila, llevo en silencio  mi pena por la lejanía de
mi ""shulquita"" (así llamamos en Pallasca, mi tierra, al hijo menor). Pero tengo fe en
que pronto iré a verlo, o el vendrá de vacaciones. Mientras tanto, estaré
esperando cada  día  frente a su vieja computadora, que está en el mismo
sitio en que  la dejó, para verlo aparecer en el chat y decirle: “Buenos
días hijo, cómo estas? Qué hiciste hoy día?”. Y me despediré de él,
recordándole que Dios lo protege siempre.

E
n medio de mi nostalgia, recuerdo episodios de mi infancia andina. Veo como
si fuera en este instante el patio de la casa de mis abuelos maternos donde
viví  junto a mis hermanos y primos. Todos estábamos  despidiendo a mi
hermano mayor y  a mi padre que salían por la portada grande, montados en sus
caballos, rumbo a la costa  donde se quedaría  a estudiar la secundaria ya
que en el pueblo solo había primaria. En casa junto a mi mamita los demás
hermanos nos quedamos tristes  siguiendo nuestra rutina, pero sufriendo
calladito cada uno su propia pena. Tiempo después, cuando mi padre regresó,
nos contó que el día que aquel día, cuando bajaban la cuesta a caballo,
mi hermano llorando inconsolable sacó su pañuelo y dijo: "este pañuelo
huele a mi mama”.

L
os tiempos cambian. Entre mis vivencias y las de mis hijos hay mares de
diferencias. Pero los  detalles de amor y cariño serán  siempre los mismos!

 


 

EL HUAYCHAGO

Bernardo Rafael Alvarez

 

Tengo una penaSerá de frío!, decía luego de dar un par de rasgueos a su humilde guitarra o, como él la llamaba, su palito trinador. Era zapatero para ser precisos: zapatero remendón. Su casa, en la que funcionaba su taller (algún nombre tenemos que darle) estaba frente a lo que por algún tiempo fue la sede del Instituto Nacional Agropecuario y, luego, del Colegio Municipal Mixto. Vestía un medio deslustrado saco azul marino y vivía solo, por lo menos eso es lo que registra nuestra frágil memoria. Acostumbraba tomarse unos traguitos, con una casi apretada frecuencia, pero el licor nunca llegaba a producir efectos grotescos en su comportamiento. A los niños que, a veces, lo visitábamos solía contarnos algunos episodios, ya borrosos,  de su vida. En cierta ocasión (le gustaba recordarlo ante nuestra jubilosa curiosidad, con irrefrenable recurrencia y sin poder disimular un inocente orgullo) llegó a cantar en el otrora Coliseo Nacional. Tengo una pena…”, insistía. Probablemente aquella fue la única vez que pudo dar a conocer su talento, su arte, frente a un público distinto al minúsculo y pueril auditorio que conformábamos nosotros. En la sonrisa que se dibujada, discreta, tímida, candorosa,  en sus ojos vivaces, se filtraban sentimientos de tristeza, de frustración, de abandono, pero también de esperanza. Era un hombre (lo conocimos ya anciano) que inspiraba verdadera ternura; sin embargo, es posible que (mocosos de miércoles, cuándo no) le hayamos hecho víctima de alguna imberbe perversidad (bromas pesadas rayanas con el sarcasmo, por ejemplo, pero nada más). Tengo una pena, volvía a insistir. Y después de acentuar intensa y conmovedoramente esta palabra: niño -que en sus labios sonaba a bondad-, volvía a dar tres o cuatro punteos de un impreciso huayno a la manera de Cajatambo, se abrazaba a la guitarra pegando el pómulo izquierdo a los trastes, como en un acto de amor, y enseguida se sumergía en un prolongado silencio que parecía un túnel sin fin. Era don Manuel Vásquez aquel inolvidable paisano. Ahora que es invierno lo evocamos, y nos damos cuenta que, también nosotros, soportamos una pena, tal vez como la de él, nuestro entrañable e irrepetible Huaychago!

 

21 de julio 2007

 

FIESTAS PATRIAS EN PALLASCA

Bernardo Rafael Alvarez


Creo que la mejor mantequilla en nuestra provincia era la de Huandoval, la que fabricaba “don Vásquez”. Con cierta frecuencia, él iba a Pallasca y se anunciaba mediante unos discretos golpecitos en la puerta de nuestra casa, para ofrecer su producto a mi padre, el maestro Rafa. Llevaba también quesos y manjarblanco. Sin embargo (y que me perdone él, “don Vásquez”, si es que aún vive) tengo que dar fe de que la más deliciosa que probé en mi vida fue aquella que, en un desayuno en Cabana, fue untada en los panes por doña Matilde, la tía Matilde quiero decir. Ella –lo supe porque en realidad lo sentí- era una dama nutrida de bondad. La recuerdo muy bien por ese desayuno. Estuvimos en su casa -que era la casa de su hija Rosita y de su yerno Juan- mi padre, mi hermano Jorge y yo, porque alumnos y profesores de la 293, mi escuela, habíamos ido en “excursión” a la capital de la provincia y allí, fastuosos, en una velada literario musical hicimos una representación teatral en la que yo aparecía como “Willac Umu”, usando como parte de la indumentaria una capa probablemente del San Juan Bautista de mi tierra. Pero también la llevo en mi memoria por esto: porque no olvido las fiestas patrias de mi tierra. Les cuento, pues. Desde los días más cercanos al 28 de julio, los niños lucíamos sobre el bolsillo de la camisa una escarapela comprada en la tienda de don Víctor Alvarado, pues había que mostrar el cariño por la patria y el orgullo de sabernos libres, tal como nos lo habían enseñado nuestros padres y nuestros maestros. “Seámoslo siempre”, cantábamos, y sin darnos cuenta de los gazapos agregábamos “y antes niegues sus luces del sol”. Un atropello al idioma y una cachetada al Himno Nacional. Pero ( pse!, qué miércoles) se trataba, simplemente, de una insolencia involuntaria. Mi hermano jorge, cuando estábamos en el Jardín de la Infancia, él de cuatro (tuvo que repetir, porque “no estaba en edad”) y yo de cinco años, pronunciaba, en lugar de “la humillada cerviz…”, esto que a mí me hacía reír cínicamente: “la meada, la meada, la meada cerviz levantó…”. Allí, en ese que fue mi primer centro educativo, desempeñé por primera y única vez –y creo que torpemente- el papel de “jefe”, que es como acostumbrábamos llamar al brigadier, aunque en realidad no fue eso lo que fui. La señorita teresa Casana me designó para llevar el espadín o puntero durante el desfile del 28. Pero -lo confieso y digo que, aunque han pasado tantos años, siento todavía el dolor de la frustración- lo que yo quería era ser el tamborilero, pero nunca a nadie se le ocurrió que yo pudiera aprender a ejecutar los redobles, y yo, zonzo de siete suelas, jamás me atreví siquiera a insinuarlo. Conservo una foto de entonces: nuestra infancia esplendorosa y ahíta de candor. Veo, entre otros, al siempre travieso “Jocke” (envidiable, con escarpines blancos y…con el tambor!), a mi hermano “Shorton” y a las siempre bellas Maruja y Ladoishka; también a Juanito Fernández, a Roberto Robles, a Valducho (que nos dejó tempranamente)…. Y allí estoy yo, con cara de ganso, con la varilla pegada al hombro derecho. La foto debió haberla tomado, estoy casi seguro, don “Moshe” Huerta. El desfile, con entusiasmo apoteósico en medio de la humildad, lo realizábamos en la Plaza de Armas. Nuestros padres nos miraban orgullosos y aplaudían. Nosotros, con inocencia y fervor, rendíamos culto a la patria, a los símbolos gloriosos y a los héroes con patillas; y, con pasos desordenados pero vigorosamente, marchábamos mirando siempre hacia adelante. Nos marcaban el compás los tambores con piel de cordero curtida creo que por el maestro Porfirio Solano. En medio de tanto frenesí y júbilo, una inocente irritación nos afectaba: la bella bandera que flameaba en uno de los balcones al costado de la Municipalidad la percibíamos como una afrenta. Era la bandera de la estrella solitaria. Creíamos ver en su airosa agitación el desafío y el escarnio. Nos acordábamos (ah, infantil patriotismo!) de Bolognesi y de Ugarte, en Arica, de Pradito en Huamachuco y de Gabancho, nuestro héroe pueblerino, fusilado en “el cabildo”…Nos resultaba difícil tolerar aquello que (después llegamos a comprenderlo) no era sino el más respetuoso y sentido saludo que una noble, bella y decente dama hacía al pueblo peruano y, claro, a Pallasca, el lugar donde nacieron sus hijos y el que fuera su marido -muerto muchos años antes-. Esta inolvidable mujer nació en el vecino país del sur y con el flamear de su pendón patrio nos estaba diciendo viva el Perú, viva Chile, viva la Independencia. Y es que, en verdad (por fin llegamos a tomar conciencia), la Independencia que proclamó San Martín fue gestada por estos países: Chile, Perú, Bolivia, Argentina, Venezuela, Ecuador…que, a pesar de algunos paréntesis infames que nos muestra la historia, son y serán hermanos, siempre, y ni las fronteras ni los resentimientos podrán impedirlo. Eso nos quiso decir ella, doña Matilde, la tía Matilde quiero decir (la abuela de “Fashito”). Por eso, desde el momento que pudimos conocerla y tenerla cerca en más de una oportunidad, comenzamos a quererla o, mejor dicho, a devolverle lo que de ella recibimos: cariño. Ese noble sentimiento que transmitía copiosamente doña Matilde -otrora cantante de ópera- quedó en nuestro corazón, untado como la irrepetible mantequilla de aquel nutricio desayuno en Cabana.


PALLASCA, MIS PADRES, MIS HIJOS

Flor Vidal de Moschella


Hoy me desperté de madrugada, no tenía sueño, así que prendí la computadora para chequear mi correo. Mi hijo Ricardo Andrés estaba en el chat y conversamos, me contó que a esa hora también trabajaba porque en medio oriente es hora de trabajo y debía ver temas relacionados con su empresa vía Internet. Agradecí a DIOS por cuan afortunada era; mi hijo vive en Texas pero lo tengo a mi lado en mi mente y gracias a la tecnología hablo con él en cualquier momento. Mi pensamiento voló a mi infancia allá en un pueblito de la sierra, Pallasca; recordé a mi madre y la vi soltando sus lagrimas contenidas en el abrazo de despedida de sus hijos que en ese momento bajaban la cuesta a caballo rumbo a Sacaycacha, para luego tomar un ómnibus de Los Hermanos Ruiz hasta La Galgada de donde tomarían el tren de la Corporación Peruana del Santa que llegaba a Chimbote, y, finalmente, un ómnibus de la empresa Chinchaysuyo para llegar a la Capital... Qué lejos estaba esa Lima, ciudad al lado de un mar que no conocía y que me lo imaginaba de mil maneras en su inmensidad. La única forma que mi madre tenía para saber de sus hijos era a través del correo; las cartas tardaban un mes en el mejor de los casos en llegar al pueblo, otras veces algún paisano que llegaba de la Costa traía noticias de mis hermanos; si había alguna emergencia llegaba un telegrama tan escueto y con palabras cambiadas que mi padre con su lógica interpretaba. Y, cuando mis padres tenían que enviar dinero para pagar los gastos de mis hermanos, lo hacían con algún pariente o paisano que viajaba a la Capital lleno de cartas y con el dinero cosido en sus ropas por el temor a que les roben. A veces era mi padre el que viajaba a la Lima a ver a sus hijos y de paso a hacer alguna gestión de su trabajo; entonces, la noche anterior al viaje llegaban los parientes y paisanos trayendo sus cartas que decían: “Señor Fulanito de Tal” y en la parte superior del sobre ponían la cantidad de dinero que enviaban y en la parte inferior decía: ”Fina Atención del Señor Mario Vidal”. Las cartas mi papá las acomodaba en su maletita de cuero rasguñada de tantos viajes, y el dinero mi mamita lo cosía en el forro de su saco, diciendo: "Mario, ten mucho cuidado con tu saco no vayas a perderlo y nos enditemos con tanta plata ajena". Cuando me vine a esta Lima a estudiar y me quedé a formar mi hogar , pensé lo afortunada que era porque no me separaría de mis hijos como ocurrió con mi madre; aquí mis hijos estudiarían y formarían sus hogares también...Pero, de repente, el mundo se globalizó y nuestros hijos emigran a otros países como es el caso de mi hijo mayor, pero a diferencia de los años de mi niñez cuando vivía con mis padres en Pallasca, se de él a cada instante y hasta puedo darle una palabra de aliento, un consejo (la mayoría de veces él me los da a mi) o un dato importante. Es decir, mi hijo me tiene a su lado como yo lo tengo a él.


 

NUESTRA CASA

Bernardo Rafael Alvarez


No era la más hermosa ciertamente, pero tampoco la menos atractiva: era nuestra casa y, por lo tanto, para nosotros era la mejor del pueblo. Su puerta de acceso principal (aunque no lo crean, tenía dos puertas) daba al jirón Álvarez Gonzáles. Don Manuel, el de esos apellidos, fue un hombre notable en Pallasca a fines del Siglo XIX y en los primeros años del XX; probablemente se trataba de un pariente mío, no estoy seguro como tampoco lo estoy del Álvarez que llevo, pero de esto hablaré en otra oportunidad. Esta calle, explico, empieza en la esquina surororiental de la Plaza de Armas y, en subida, avanza hacia el Este para terminar por donde se ubicaba la casa de don Ireno Aguilar (sí, el señor que tenía un “pick up” con huaynos de la Pastorita y del Jilguero y un molino de piedra en que se preparaban las harinas de nuestras humildes sopas y los panes caseros –los otros, los que vendía doña Anatolia, eran hechos con “harina del norte”). Antes de llegar al final –sigo hablando del jirón Álvarez Gonzáles- pasaba por la casa de don Demóstenes, que es donde funcionaba la “Caja de Depósitos y Consignaciones”, y seguidamente por El Tambo (zona a las que la malas o buenas lenguas le atribuían cierto aroma de sensualidad maliciosa). Tenía –ahora vuelvo a referirme a nuestra casa, la casa en que mi madre me parió y en la que pasé los primeros quince años de mi vida y nacieron, también, mis hermanos menores- tenía, repito, dos niveles. El primero, en la parte alta: el zaguán, el patio, la cocina (con cuyero incluido), la sala, el dormitorio y otro cuarto sin uso definido (un depósito, diríamos), más el gallinero en cuyas inmediaciones se encontraba el baño –una letrina, en realidad- y el horno de barro del que casi nunca salían buenos los panes porque, según decían, “no calentaba bien”. El otro nivel, en la parte inferior: una pieza bastante amplia cuyas dimensiones equivalían a la suma de la sala y el dormitorio debajo de los cuales de hallaba. Por algún tiempo (tendría yo unos seis o siete años) fue usada como tienda de abarrotes. La recuerdo muy bien, básicamente por dos cosas. Me comía todas las galletas de animalitos guardadas en una lata. Y porque, un mal día, frente a otra lata –de kerosene, puesta sobre el mostrador- encendí un fósforo, y al ver que el fuego la envolvía salí despavorido como alma que se lleva el diablo: la oportuna e inteligente intervención de mi padre impidió una tragedia. Para ingresar en este ambiente había que descender por unos escalones de madera al lado derecho de la sala, pero también se podía entrar (aunque casi siempre permanecía con llave, pues ya no funcionaba la tienda) por la puerta que miraba hacia la casa de don Ramiro Rubio (en el jirón que forma esquina con el que mencioné al principio, y baja -desde la plaza- al barrio de Quichuas, pasando por la Calle Grande y la vivienda de don “Lonsho” Pinedo, nuestro zapatero en la época de las estaquillas y la pita untada con cera de abeja). Encima de todo, sobre la sala y debajo del techo de tejas, estaba el “terrado” que, en el conjunto de compartimentos de toda casa serrana, era -y seguramente debe seguir siendo- como el pariente pobre: botadero de cosas inservibles por cuya restauración nunca se perdía la esperanza. La sala, en cambio, correspondía a la nobleza. Las paredes de la nuestra fueron las únicas tarrajeadas, claro, por don Pedro Tapia, empleando, como era de costumbre, yeso. Desde allí sobresalía un pequeño balcón, aquel en donde mi hermano Jorge y yo dejábamos en la Navidad nuestros zapatos (esos, los confeccionados por don “Lonsho”) esperando las monedas de Papá Rafael, perdón, quiero decir de Papá Noel. Dentro, además de una mesa larga y varias sillas bien dispuestas, estaba, cerca de la puerta pintada de celeste, el estante de libros y, entre muchos otros, en ese estante estaban el Mundo es Ancho y Ajeno de Ciro Alegría y Música de Cámara de James Joice, mis primeras lecturas más o menos formales; y sobre la mesa, una máquina Underwood, con la que escribí Color de barro, mi primer poema en la pubertad. Pero, valgan verdades, (después del ma-me-mi-mo-mu que debió haberme enseñado doña Teresa Casana en el Jardín de la Infancia -allí, donde me enamoré, angelicalmente y sin decirles nada, de Maruja Montero y de Ladoishka Rubiños, mis compañeritas de aula- y antes del “Charrito de Oro”, “El Súper Ratón” y muchas otras historietas en el club Los Inseparables, con Lucho Aparicio y otros amigos, y mucho antes de la Biblioteca Municipal “Herminio Cisneros”, que dirigía don Teófilo Porturas, el poeta) mis lecturas primigenias las hice en el humildísimo dormitorio de nuestra casa y, más precisamente, en la modestísima pared del lado izquierdo y, exactamente, en los periódicos que, como papel tapiz, con engrudo había pegado allí mi madre. Entre los titulares y las noticias de La Prensa y La Crónica, soñaba con ser torero cuando, en medio de otras imágenes en blanco y negro, veía la serena y retadora mirada de Antonio Ordóñez en el redondel de Acho, caracho. Antes de dormir y cuando iba a levantarme leía y releía, cotidianamente, incansablemente. Mi padre se alegraba. Y ahí mismo, en ese dormitorio, a él lo vi llorar por primera vez al, también, leer y releer un telegrama con malas noticias sobre la salud de mi abuela Alejandrina. Y a mi madre, asimismo por primera vez, la vi que se moría. Yo tenía cinco años y al percatarme que iba ensombreciéndose, a la medianoche, con los pies descalzos y el llanto como río desbordado, salí a llamar a mi padre que estaba en casa de don Víctor Alvarado; me acompañaba, en la mano, una vela apagada por el viento. Mi padre me encontró temblando de frío y me levantó en sus brazos y corrió. Gracias a Dios y a esa luz extinguida en medio del camino, el hombre que me dio la vida evitó que la de Abigail, mi madre, se obscureciera aquella noche. Tímida y vergonzosa, como era, siguió alumbrándonos por muchos años más. Aunque ya no es nuestra, la casa en que ella nos preparaba cachangas, bebíamos agua de panizara y nos alimentábamos con sopa de chochoca, la verdad es que sigue detenida en mi corazón; la veo, esplendorosa, en la “esquina del chorro”, mirando hacia la Plaza de Armas, hacia aquel jardín -frente a don Pancho Nina- donde la cantuta que plantó el maestro Rafa, mi padre, florece roja como la sangre.
 


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