PALLASQUITA LINDA
CAYETANO
Por: Moisés Porras Matos
-Aquí vivió Cayetano –dijo Máximo, señalando lo que quedaba de lo que fue una cueva, cerca al camino a Chora, Lacabamba y Conchucos-
-¿Y este lugar se llama…?
-Tambamba. Tambamba se llama.
El forastero tomó algunas fotos. En su libreta de notas apuntó: Tambamba.
-¿Qué quiere decir “Tambamba”?
-¡Qué quedrá decir, pues, señor! Es quechua, pampa, tan pampa, pampita, será, pues; por ser plano, no hay más planos aquí.
Eso ya había notado el forastero. Releyó en su libreta: “Desde Sacaycacha a Pallasca, la geografía es agreste y deleznable; el camino, un hilo delgado en zig-zag, sube cerros pelados de colores cambiantes. El pueblo de Pallasca, con rasgos muy antiguos, de adobe, techo de tejas musgueadas curiosamente cuelga a ambos lados de una colina, un cerro mucho mejor. Ellos mismos se burlan de su pueblo con el mote de “Alforja del diablo”. Su gente es hospitalaria, pero son cinco horas a caballo desde punta de carretera.”
-¿Cayetano vivía solo en la cueva o hubo alguna construcción?
-En la cueva, pues, pero de encima de la cueva salían unos palos, como techo de corredor, techo de paja era, que cubría como un cuarto. Ahora no hay nada, la gente se ha llevado los palos, para leña; la paja el viento seguro que se ha llevado…y como recordando, un poco tocado de nostalgia, añadió –Ahora ya no hay nada, pues.
La pampa, limitada por la cadena de Los Andes, profundamente solitaria, a esa hora del sol quemante quebrado a intervalos por invisibles corrientes de aire frío, invitaban al mutismo. En las laderas, vestigios de sembríos ya cosechados reverberaban tonalidades grises.
-Bueno, dijo el forastero, ya no hay nada que mirar. Ahora, Máximo, repíteme todo lo que hizo Cayetano mientras regresamos al pueblo.
Máximo, fijó la mirada en sus propios pies, en sus sandalias de jebe de llanta, en sus dedos plomizos por el polvo y encuadrando en sus recuerdos la figura de Cayetano, como picado por una locuacidad de viejos narradores, entregó la siguiente versión:
“De dónde sería pues; de Huancavelica, de Huari, no se sabe. Apareció nomás. Ya nos dimos cuenta cuando la gente lo ocupaba para todo mandado. Desde un comienzo todo el mundo confiaba en él, lo hacían buscar para llevar encuentros a Sacaycacha, para llevar encargos a Cabana, a Pampas, a Conzuzo; para regar las chacras, para limpiar las sequias, así. Los domingos venía a la plaza, limpio, asistía tranquilo a las misas, daba vueltas al parque...¡Ah, nunca quería trabajar en domingo! “Dios mismo descansa los domingos”, decía. Varios, en alguna urgencia le ofrecían el doble, hasta el triple para hacer un encargo, pero él, muy zalamero se disculpaba: “No, no, pues, caballero, usted es muy buena persona, temeroso de Dios, que nunca va a permitir que su Cayetano caiga en falta trabajando en domingo, contra la voluntad del Señor”. Una vez, don Pancho Alvarez, que es bromista, le dijo:
“Cayetano, hoy día he escuchado por la radio que el Papa ha cambiado el catecismo y el día domingo ya no es día de guardar; que ese día más bien como homenaje a Dios se tiene que trabajar más, que ya está bien tanta haraganería habiendo tanta pobreza!
-¡Ah, señor don Pancho! ¿Cree usted que con más trabajo se acabará la pobreza? ¿Y cree usted que será bueno para Dios que se acaben los pobres? ¡Peor para la humanidad! Si no hubiéramos los pobres nadie araría la tierra, nadie carrearía abono tragando ese olor que irrita hasta los ojos; los mandados más sencillos pero considerados humillantes para los ricos quedarían sin hacer; nadie querría ser peón u obrero, todo el mundo buscaría mandar. No, señor don Pancho, entienda usted que el mundo está bien hecho, es perfecto, Dios no se equivoca. Los pobres somos el sostén de la humanidad; hemos nacido para servir,. Pero también tenemos derecho a un día de descanso en la semana. El Papa no puede cambiar la ley de Dios.
-¿Crees que estoy mintiendo, Cayetano? – y forzó una seriedad que no sentía.
-No, señor don Pancho. Usted sólo se quiere burlar de mí. Si eso lo divierte, ya está servido. Buenos días tenga usted, señor don Pancho.
Sí, Cayetano era un hombre de convicciones firmes. Nadie lograba hacerle cambiar de parecer ni so forma de ser. Totalmente abstemio, no fumaba, no comía coca ni tomaba licor. Pero cuando hacía un trabajo –y nunca le faltaba un quehacer- exigía buena comida, reclamaba leche en el desayuno, carne en los almuerzos.
-Mamita, decía, sírvame usted bien, como a su semejante. Yo hago bien su trabajo, con responsabilidad. Y para seguir sirviendo bien, necesito alimentarme hasta un poquito mejor que ustedes. Déme usted lechecita, madrecita, soy pobre pero mi “procondia” no lo sabe ni tiene la culpa de mi pobreza. Cuanto más rico y abundante me dé usted, más grande y sincero será mi agradecimiento que hasta Dios lo escuchará y le mandará a usted más salud, más riqueza.
Y su seriedad para cumplir con su trabajo, ah, eso lo ha hecho famoso. El papá del señor René Miranda lo había contratado para que cuide su casa y su tienda por una semana, porque lo necesitaban en Cabana. El señor Miranda lo dejó en su casaza, al cuidado de todo, de sus animales también. Le dejó comestibles para la semana pero sus ocupaciones lo retuvieron más de un mes, en Cabana. A partir de la segunda semana Cayetano empezó a sacar fiado a nombre del señor Miranda, azúcar, fideos, etc. de la tienda del señor Alvarado. Cuando el señor Miranda regresó lo puso al tanto de sus fiados.
-Pero, Cayetano, para qué te has fiado? Hubieras sacado de la tienda todo lo que necesitabas. Mira, los fideos se han gorgojeado.
-No, señor, que Dios me castigue si alguna vez toco algo sin consentimiento de su dueño. Usted no me autorizó a consumir de su tienda ni me ha pagado para eso. Usted me ha pagado para cuidar, allí están, todas las cosas, tal como las dejó. Contrato es contrato, pero tampoco yo lo iba a dejar al cumplir la semana ni dejar de comer por cuidar sus cosas.
Otro día, don Víctor le pidió que lleve un encuentro a Sacaycacha. Cayetano salió a las dos de la madrugada `para llegar a las seis. Ya más debajo de Llaymucha, Genaro, otro muchacho de don Humberto montado en un alazán arreaba dos encuentros más, lo alcanzó. Se saludaron. Genaro, al ver que Cayetano halaba al caballo, le dijo:
-Oye, Cayetano, ¿por qué no te montas al caballo?
-¿Qué? –contestó Cayetano- ¿Acaso a mí me pagan por montar al caballo? ¡A mí me han pagado para llevarlo a Sacaycacha!
Así era ese hombre, muy raro, un e3xtremista. En una ocasión, justo en la plaza se encontró un billete de diez soles. Fue a la tienda de don Víctor y le dijo:
-Don Víctor, alguien ha perdido estos diez soles en la plaza; capaz le hará falta a su dueño. Como su tienda es muy concurrida, alguien tal vez comente la pérdida o pregunte. Le dejo, pues, el billete a ver si aparece su dueño.
Pasó un mes. Don Víctor hasta se había olvidado del encargo.
-Y, don Víctor –llegó un día Cayetano- ¿Alguien ha reclamado los diez soles que le encargué?
-No, Cayetano, nadie.
-Entonces, démelo usted, don Víctor.
Este sacó dos billetes de cinco soles y se los ofreció a Cayetano.
-Oiga usted, don Víctor –protestó Cayetano- yo le he dado un billete de diez soles!
-Pero ahí están, pues, diez soles, es lo mismo.
-No, señor, no es lo mismo. Yo le di uno de diez soles y usted me está dando dos de cinco.
-Seguro que lo usé en algún vuelto, pero es igual, Cayetano, no te hagas mala sangre.
-Señor, don Víctor, usted es una persona muy respetable, casi un patriarca de este `pueblo; yo confié en usted, por eso traje aquí ese billete, no para que lo gaste, no señor, sino para que lo guarde. Si aparecía el dueño ¿cómo iba a reconocer su billete si usted ya lo había usado? Usted me entrega un billete de diez soles, señor don Víctor!
El buen comerciante buscó un billete de diez soles y, disculpándose sonriente, le entregó a Cayetano. Este lo miró bien y lo hizo pedazos.
-Oye, Cayetano, qué haces, hombre!
-Ese dinero no es de nadie, señor. Tampoco es mío…y ni siquiera ya era el mismo billete que encontré!
Así era. Raro. La gente se reía de las cayetanadas. Unos pensaban: éste es un tonto”, otros decían: “es un hombre puro”; “un idealista fuera de época”, dijo el poeta Rubiños.
Una vez lo mandaron a Cabana llevando una carta urgente. El camino es largo y tendido, unas siete horas bien caminadas. Cayetano era buen caminante. Pero esa vez llovió mucho; y él no tenía poncho de aguas. Entonces, el bandido se sacó la ropa, la dobló bonito, cubriendo la carta y así, calato, siguió avanzando hasta que pase la lluvia. Después, llegó sequecito a Cabana, sin ningún retraso. Y comentaba:
-Ja, la lluvia me quería fregar! Pero me burlé de la lluvia y más bien me bañó lindo sin mojar mi ropa.”
Máximo se interrumpió. El sol abrasante los obligó a sentarse un rato sobre las champitas del camino.
-¿Y cuándo va a salir publicado todo esto, señor? ¿De verdad lo van a publicar?
-Así es, Máximo. Pronto, en cuanto yo regrese a Lima, lo redacte y ya esté.
-Ha viajado mucho, conoce todo el Perú?
-Sí, he viajado bastante.- Conozco buena parte del Perú. Y en cada pueblo, siempre hay un personaje, un personaje que lo representa o que se sale del cuadro, como Cayetano. La revista mensual de nuestro periódico hace tiempo que se ocupa de estas personas.
-Y usted gana bien con eso? ¿YO también voy a salir en la publicación?
-Gano lo suficiente para vivir, como tú, como todo el mundo. Lo interesante de este trabajo está en mis viajes, en el contacto con el Perú profundo…sí, Máximo, te voy a mencionar en el relato. Ahora, ¿Quieres seguir con las cayetanadas, por favor?
Máximo acomodó mejor sus recuerdos y continuó así?
“Lo más bravo fue cuando a Cayetano le robaron sus cuatro soles. Chiquillos, seguro, entraron a su cueva y encontraron los cuatro soles y se los llevaron. Cayetano se fue directamente a la iglesia y arrodillándose ante el altar mayor, dice que dijo:
-Señores, San Juan Bautista, Jesucristo, Dios mío: ustedes saben que yo no soy hombre malo; que soy cristiano y vivo solio de lo que gano con mi trabajo y que soy honrado. Ustedes saben que me han sacado mis cuatro soles, de mi casa, ustedes deben haber visto quiénes son; si son chicos o grandes. En fin, ustedes también saben que yo necesito ese dinero para comprarme un sombrero. Entonces, por favor y por justicia, hagan que el que ha tomado mi dinero lo devuelva. ¡Es lo justo! Yo estaré aquí en el pueblo, todo el día, para no ver al que regresa mi dinero y no avergonzarlo. Ya en la tarde, al regresar, quiero encontrar mi dinero en su sitio. Gracias, Dios mío, gracias, San Juan Bautista.
Esa tarde, Cayetano se sorprendió al no encontrar los cuatro soles en su vivie3nsda. Estaba totalmente seguro que Dios, su buen hijo Je4sús y el Santo Patrón del pueblo iban a obligar a quien fuere, que se arrepienta y devuelva los cuatro soles. Decidió no pasar la noche en su casa para dar una nueva oportunidad al que tenía que devolver la plata.
Como es de día –pensó- seguramente ha tenido miedo de que lo vean. Bueno, pues, tendrá toda la noche sin que nadie lo vea. De regreso al pueblo, hizo correr la noticia que se iba a Shindol en un mandado y que recién volvería al día siguiente.
Efectivamente se fue a Shindol pero no por cumplir algún mandado sino buscando el abrigo natural del temple, para no coger frío en la noche.
Al día siguiente, muy temprano, sufrió otra decepción al no encontrar los cuatro soles en su casa. Regresó a la iglesia y ya muy molesto se dirigió a todas las imágenes:
-Yo les he pedido algo justo, para un hombre justo; ni siquiera les he pedido un milagro, simplemente la restitución de lo que me han robado; una cosa fácil para ustedes y justa para mí. En fin, no sé por qué quieren hacerme padecer, me duele que hagan eso conmigo; pero les doy un nuevo plazo: hasta mañana. Por favor, mitren mi alma y cómo arde mi corazón por esta injusticia que ustedes no deben permitir. ¡Yo soy Cayetano, criatura de ustedes, fiel servidor de la palabra de Dios!...si ustedes no protegen al pobre y al bueno…pero confió, creo, sé que lo harán. Hasta mañana.
Al día siguiente, muchos vieron que Cayetano entraba a la iglesia, llevando en la mano un desacostumbrado bastón. Enceguecido o por la ira, empezó a romper la nariz y las manos de las imágenes mientras gritaba:
-¡Sinvergüenzas, mentirosos! ¡No valen para nada, aquí están por gusto consumiendo velas y rezos,, no merecen estar aquí!
La gente de la plaza, acudió a la iglesia al escuchar los gritos de Cayetano; también el Gobernador y la policía. Cayetano ya había hecho destrozo y medio con los santos. El santo patrón San Juan estaba mocho de las orejas y la nariz; San Antonio había perdido las manos con su rosario; la Virgen María estaba descoronada, cargando al niño sin nariz y sin una mano. Y, así, no había santo a salvo.
Cayetano fue hecho preso. Del señor cura no quiso ir a verlo, pero amenazó con pedir a sus superiores la Excomunión para el hereje. El Gobernador y el Juez de Paz junto con el Comandante de la Guardia Civil, no sabían qué hacer; y sobre todo, les preocupaba cómo iban a restaurarlas imágenes, varias de ellas traídas de París y Madrid, porque de Cayetano no iban a sacar nada. Este, se ratificó en que el castigo “a los bultos inútiles de yeso” era justo. Agregó que él no se sentía culpable de nada y que más bien estaba abriendo los ojos del pueblo para que vean su inútil dedicación a esos farsantes e incapaces que no habían podido lograr una simple restitución de su patrimonio honestamente ganado.
Mejor aconsejadas las autoridades evacuaron a Cayetano a Huaraz donde funcionaba el Juzgado Regional. El doctor Olivera, un juez famoso por su dominio legal y por su conciencia limpia, leyó detenidamente la confesión de Cayetano y el informe de las autoridades de Pallasca. Hizo venir al extraño vengador a su despacho. Vio a un hombre entre cuarenta y cuarenta y cinco años de edad, macizo, de mirar sereno y profundo. Conversó –no interrogó-, animadamente, un buen rato a solas con el reo y después llamó al personal del juzgado para que lo conozcan.
-Señores –dijo el juez-, se llama Cayetano y está acusado de profanación y destrozo de las imágenes de una iglesia; su delito es contra el patrimonio cultural y religioso de la sociedad. Cayetano, dígales a estas personas, por qué lo hizo.
-Bueno, señor juez y honorables personas, yo confío en que ustedes sí me van a hacer justicia y bla, bla, bla, repitió todo su argumento. Insistió que en vez de condenarlo debían agradecerle haber demostrado la inutilidad de mantener a esos bultos de yeso, que no escuchaban, que no hacían ningún milagro, que no podían ni siquiera proteger el producto del trabajo de un hombre justo, piadoso y bueno.
.-Ni usted ni nadie puede hacerse justicia con sus propias manos –dijo un de los funcionarios.
-¿Y qué quería usted señor? ¿Qué venga a ustedes y denuncia a esos santos inútiles? ¡Yo les di suficiente tiempo para que hagan devolver mi plata a su sitio!
-Debía usted denunciar el robo y no a los santos, dijo otro.
-¡Denunciar el robo! ¿Ante quién? ¿Ante el Gobernador, ante la policía? ¿Y qué hubieran hecho ellos? ¿Quién sabe más, el hombre o Dios, o los santos? No había cómo lo sepan los hombres. Pero se suponía que para los santos y para Dios no hay nada oculto, no hay nada imposible y que ademán se supone que Dios y los Santos están del lado de la bondad y la justicia. Por eso he ido ante ellos, a rogarles que puedan lo que el hombre no puede hacer. ¿Y lo han hecho? ¡Si algo tan fácil y sencillo no han podido, ¿para qué están allí entonces? ¡Son un engaño! En vano le llevamos flores, les prendemos velas y les dirigimos nuestras oraciones. Y ellos debían saber lo que les iba a pasar, si son Santos de verdad. Y si pueden algo, ¿por qué no me detuvieron, por qué se dejaron golpear y romper sus narices y sus manos? ¿Quién tiene la culpa de que me roben mis cuatro soles? ¿Acaso ellos no lo podían evitar? Y si yo denunciaba la inutilidad de esas imágenes ante ustedes ¿cómo los iban a castigar?
Finalmente, el juez no encontró en la legislación de ese momento, una pena para lo que había hecho Cayetano y optó por dejarlo libre.
-Estás libre, Cayetano, le dijo, puedes irte nomás.
-Un momentito, señor juez. Cómo que puedo irme nomás. Yo no he venido hasta aquí por mi gusto. Me han traído, me han obligado. Yo no tengo con qué regresar. Usted, señor juez, obligue a los que me han traído por la fuerza, que me regresen a Pallasca. Es lo justo.
El juez hizo una bolsa entre el personal y pagaron el pasaje y viáticos de Cayetano.
Vivió todavía unos años, siempre sirviendo a la gente y cumpliendo a cabalidad toda clase de encargos. Nunca más se le vio ingresar a la iglesia. Y un día, unos muchachos lo encontraron muerto, en su cueva, lleno de piojos y agusanándose ya. Las autoridades lo hicieron envolver en una sábano y lo han enterrado en el cementerio. Eso es todo.
Sí, eso era todo. El periodista había logrado redondear el motivo de su viaje, tenía lo elemental para perfilar al personaje de otro pueblo más, con la convicción de que en cada lector levantaría más de un bache en su circulación sanguínea, porque reconocería en Cayetano al personaje de su pueblo, en otro cuadro, con otras aventuras y distintos trabajos, pero en esencia, al mismo hombre que camina en línea recta hasta salirse del cuadro y perpetuarse por su singularidad, reviviendo su fidelidad a las normas y a los principios, de tal manera que en todos los pueblos se contarían las mismas historias en cabeza de otros protagonistas.