EL SEÑOR DE LA SELVA
El machete corta limpiamente una liana tras otra, gruesas como mangueras y recias como troncos de buganvilla. También aplasta hojas de tamaño descomunal y desgarra raices aéreas. Y amputa las ramas nuevas de cuantos árboles, arbustos, bambúes y bananos se cruzan en su camino. El machete parece atentar violentamente contra el bosque tropical, pero la realidad es que se trata de un insignificante insecto enfrentándose a una manada de elefantes. Un insecto al que los árboles impiden ver el bosque.
El hotel de Monte Alén, desde una loma cercana a las instalaciones. Enclavado en medio de la jungla, es el cuartel general desde donde el director del parque controla su funcionamiento. El machete trata de abrir camino en el infierno verde de Monte Alén, el único parque nacional de Guinea Ecuatorial. Rompe la espesura para recuperar una senda que, sólo dos días atras, estaba despejada. Hoy es una selva cerrada. Y es que en este lugar de África la vegetación es exuberante: Los caminos trabajosamente abiertos por el hombre se cierran en unos pocos días. El bosque engulle carreteras, poblados, personas... El bosque es un monstruo que da la vida para después devorarla.
Monte Alén tiene, en sus 150.000 hectáreas de extensión, el secreto de la biodiversidad. Más de mil gorilas se escabullen en sus laberintos de troncos y lianas. Otros tantos chimpancés corretean ruidosamente en busca de comida. Los leopardos acechan en las sombras, y los elefantes recorren sus propios senderos sembrándolos de enormes excrementos. En las aguas chocolateadas de los ríos tropicales reinan los manatís, unas sirenas de mirada bovina y casi 500 kilos de peso. 109 especies de mamíferos viven como fantasmas entre la hojarasca. 350 especies de aves ocupan los diferentes niveles de cielo. Millones de mosquitos aguardan al visitante para succionarle la sangre y, en demasiados casos, transmitirle la malaria. Monte Alén es el bosque tropical en estado puro. Se habla español, pero es el centro de África. El corazón geográfico y natural de Guinea Ecuatorial, país que fue colonia española entre 1848 y 1968, donde actualmente viven alrededor de 400.000 personas pertenecientes a diversas etnias encuadradas dentro del grupo bantú.
La salvaje y amenazada selva virgen, la organización natural más avanzada y complicada de la Tierra, la absoluta complejidad biológica. Enclavado en la cadena montañosa de Niefang, a apenas 50 kilómetros del Atlántico, Monte Alén encierra en su interior uno de los pocos bosques primarios (jamás explotado por el hombre) que quedan en el mundo. Un español, el biólogo Luis Arranz, intenta domar a este monstruo. Es el director del parque, el amo de la bestia.
Okumes, moabis, ceibas... colosales árboles de más de 40 metros sacrificados por el hombre. Es el bosque secundario, el que se recupera de talas más o menos brutales. Arranz no es el clásico gestor de un espacio natural europeo. Arranz vive en África, y por lo tanto está más cerca de convertirse en un aventurero todoterreno que en un burócrata de oficina. "El mismo día puede que tenga que preparar un balance económico para Bruselas, reparar la transmisión del cuatro por cuatro, subir a uno de los refugios del monte para ver los destrozos de unos elefantes en los sembrados de un poblado y, por la tarde, entrevistarme con alguien del Gobierno", reflexiona en voz alta.
Luis Arranz nació en Canarias hace 43 años, pero tiene su cuartel general en Madrid desde que cumplió los ocho . Estudió en el Instituto Ramiro de Maeztu y en la Facultad de Biológicas. "Cuando terminé la carrera comprendí que iba a ser dificil trabajar como biólogo, y como no me apetecía hacer oposiciones me marché a recorrer el mundo con unos amigos". Las guerras en Oriente les impidieron alcanzar India. Y el Citroën Dos Caballos les dejó tirados en Níger, desde donde, por cuestiones de idioma, decidieron pasar una temporada en Guinea Ecuatorial. "Cinco años después me marché a trabajar a Sudamérica: primero Bolivia, luego Brasil, más tarde Venezuela, Angola...".
La vida errante de Arranz cambió el día en que recibió una llamada de la Unión Europea. Buscaban un biólogo que hablase español y conociera Guinea para trabajar en ECOFAC (Ecosistemas Forestales de África Central). Esta organización diseñaba un ambicioso proyecto para proteger la pluviselva tropical en seis países de África central: República Centroafricana, Camerún, Gabón, El Congo, Sao Tomé y Príncipe y Guinea Ecuatorial. En cada estado se elegiría un área para trabajar de diferentes maneras en la conservación de los hábitats forestales. Arranz comenzó a dirigir el proyecto guineano en 1992, un plan de la Unión Europea al que se unió Cooperación Española en calidad de cofinanciador. Desde entonces trabajan juntos.
"En Guinea Ecuatorial se eligió la región Monte Alén porque cuando iniciamos el proyecto la región carecía de cualquier tipo de protección, pese a que un estudio anterior financiado por la UICN (Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza) había recomendado su conservación", recuerda Arranz. "Lo primero que hicimos fue trazar los límites del parque, algo relativamente sencillo al estar encajado entre dos ríos y una pista. Para tomar la decisión final resultó fundamental el hecho de que se tratara de una selva sin explotar, prácticamente virgen y sin poblados en el interior".
Una vez delimitadas las 80.000 hectáreas iniciales del parque, empezaron a trabajar duro. El cuerpo de guardería lo formaron reconvirtiendo a cazadores furtivos. "Así matábamos dos pajaros de un tiro: quitábamos de la circulación escopetas que amenazaban a la fauna y contábamos con la ayuda de la gente que mejor conocía el bosque y su fauna". Inmediatamente después tuvieron que realizar una gran campaña para informar a la población local: "Nadie entendía por qué unos extranjeros llegaban a su país para gastarse dinero sin intención de llevarse nada. Creían que veníamos a por los árboles, o a llevarnos los animales o a explotar minas de oro. Tuvimos que viajar a todos los poblados y explicarles a los jefes de consejo que los bosques se podían acabar, y que nuestra única intención era protegerlos".
El bosque primario, virgen, jamás hollado, rodea las cataratas del río Mbini. En 1997 un decreto-ley dio a esta región salvaje la categoría de Parque Nacional, y amplió su superficie hasta las actuales 150.000 hectáreas. Desde entonces no han cesado los trabajos y las actividades. "Lo primero era saber qué había dentro, conocer la realidad de la fauna y flora en este lugar virgen", afirma. "Lo primero que hicimos fue un estudio de biodensidad animal, de vertebrados, y de biodiversidad vegetal. Después decidimos construir un hotel". Arranz está convencido de que el turismo es la única alternativa a la caza y a la explotación forestal. "El día que los viajeros naturalistas lleguen en buen número a Guinea, espero que tanto los habitantes del país como las autoridades se den cuenta de que el turismo es rentable", sueña en voz alta un hombre que sabe que en África es dificil hacer previsiones.
Monte Alén es un lugar hermoso, primitivo y duro. El viajero no se encuentra con las comodidades visuales de las grandes sabanas africanas, esos espacios amplios y despejados donde predominan las acacias y deambulan grandes rebaños de herbívoros seguidos por familias de carnívoros. Todo aquel que entra en Monte Alén se estrella contra un muro verde.
La pared de vegetación tropical se divide en cuatro grandes alturas. El llamado nivel basal, entre el suelo y los tres metros, crece desde la fina capa de humus que se descompone con el calor y las lluvias. Es el reino de los insectos, y está tapizado por telarañas de raíces y lianas de cientos de metros de longitud. Es el hogar de los grandes hervíboros (Sitatungas, búfalos, elefantes...), de sus depredadores (leopardos, pitones...) y de los grandes primates.
El nivel arbóreo superior llega hasta los 10 metros, y está ocupado por pequeños árboles jóvenes que compiten por los claros de luz que dejan los colosos caídos. Aves de mediano porte y primates utilizan sus ramas como refugio. En el nivel de las copas, entre los 10 y los 30 metros, crece la principal arboleda de la selva. Las copas grandes y planas, unidas por ramas y lianas, forman un colchón vegetal que alberga la mayor densidad posible de vida animal. Por encima sólo está el nivel emergente, en copas de más de 30 metros de altura. Tocando las nubes se encuentra la franja desconocida de la selva lluviosa, expuesta a las más duras condiciones climatológicas. En este lugar sólo sobreviven los organismos mejor adaptados, aquellos capaces de sortear el calor y el viento más extremos.
Cuando el viajero camina hacia las cataratas o los miradores del parque, bañado en sudor, comido por el jenjén (mosquitos diminutos) y rebozado en el barro de las sucesivas caídas, piensa que cuando vea el primer gorila, el primer elefante o la primer águila coronada todo habrá merecido la pena. Pero el tiempo, los kilómetros, las caídas y los mosquitos pasan, y los animales nunca llegan. La selva tropical no hace concesiones: sus inquilinos adquieren un caracter insignificante; la selva es el espectáculo. No debemos olvidar que más de una cuarta parte de los productos medicinales que se venden en farmacias contienen sustancias extraídas de los bosques tropicales. "¿Quien puede asegurarnos que en un árbol de Monte Alén no se encuentra el remedio contra el sida, la leucemia o la malaria?", reza un cartel en el parque.
"En Monte Alén el peligro tiene forma de gran sierra dentada", dice Juan José, el guía con el que cruzamos en cayuco (canoa) el río Mbini. El bosque produce en Guinea Ecuatorial casi medio millón de metros cúbicos de madera al año, lo que hace de este negocio uno de los motores económicos del país. Los grandes camiones que vuelan sobre las pistas de tierra que bordean el parque viajan cargados con no más de seis grandes troncos, colosos troceados "de cualquier especie con más de 70 centímetros de grosor, el límite legal", gruñe uno de los madereros malayos. "Sólo el dinero del turismo parece capaz de frenar esta depredación", sentencia Arranz.