LA ZAGA DE

LAS TIERRAS HUECAS

por Susana Ibarra de Pint

De una gran riqueza en tierra caliza, esta área había atraído nuestra curiosidad desde hacia ya algún tiempo. Habla sido, por cierto, don Pancho Leautaud miembro del (Cuerpo de Exploradores de Occidente) quien había despertado esa curiosidad ... aunque no de una manera muy entusiasta que digamos, pues en “una cueva muy grande” contrajo la histoplasmosis que casi lo arrancó del mundo de los vivos. Realizamos entonces John, Jesús y yo, un primer viaje el 17 de julio, es decir cuando se habla iniciado ya la temporada de lluvias.

La mañana del día que partimos, para nuestra fortuna, era espléndida y casi olvidamos ese fenómeno, sin embargo, ya sobre la carretera que conduce a nuestro destino, en la distancia se divisaban ya las montañas que forman parte de la sierra de Tapalpa, detrás de las mismas el cielo se pintaba de un gris oscuro que se esclarecía por los relámpagos cada vez más frecuentes. Aunque de éste lado, era allí hacia donde nos dirigíamos pero ya nada podía hacernos retroceder.

Afortunadamente, la tormenta, que nos acompañó un buen rato en el camino, decidió cambiar su ruta y cuando llegamos a las cercanías del pueblo, el cielo se había despejado abriendo paso a un atardecer que hacia resaltar la belleza que el campo adquiere en esta época del año.

Acampamos de este lado del pueblo y a las 7:00 de la mañana del día siguiente nos encontrábamos en la veredita que sube a las lagunas, casi en la punta del cerro. Un lugareño nos habla dicho que tardaríamos unas dos horas de camino y no se equivoco. Ya allá, consultamos el mapa topográfico y nos pusimos manos a la obra.

Señalándonos un lugar, unos vaqueros nos informaron que “por allí había muchos resumideros”, así pues, saltamos un lienzo y, efectivamente, allí cerca encontrarnos uno que inmediatamente decidimos investigar.

Bajamos unos 4mts. hasta donde parecía la entrada a un tiro en el que se veían algunos vestigios de concreciones y salimos luego a dar un vistazo general por los alrededores. Encontramos algunas posibles entradas y muchas otras que se taparon con el tiempo o por la mano del hombre.

Descubrimos así por qué le llaman allí las Tierras Huecas. Viendo sin embargo el reloj y considerando que nos esperaba todavía la bajada, además del viaje de regreso a casa, pensamos que era prudente planear otro viaje para más tarde. Jesús consultó su brújula y sugirió un atajo. “Si estás absolutamente seguro de lo que dices, te seguimos” le dijo John y, yo lo apoyé.

Algo le falló, no obstante, y ¡la perdida que nos dimos! Pasamos más de una hora con la consabida serie de interrogativas y pensamientos negros. “¿Ves algo. Jesús?” le preguntaba yo desesperada desde abajo mientras él casi se perdía mirando por la copa de un pino altísimo. “No, nada”. Me veía ya pasando la noche acurrucados los tres debajo de un árbol en medio de una lluvia torrencial para luego, al día siguiente, darnos cuenta da que estábamos exactamente en lo alto de un precipicio desde el cual podíamos ver el pueblo allá, a lo lejos y ¡cómo bajar por las paredes gigantescas y casi lisas! ....

Bueno, afortunadamente no fueron mas que pensamientos negros, pues subiendo y bajando piedras y arroyos, de pronto reconocimos una cierta área y, sí; allá abajo, entre los árboles, se entreveía una laguna grande. Fue como ver una aparición celestial y, como cabritos locos, bajamos corriendo... ¡hogar, dulce hogar!.

DE NUEVO LAS TIERRAS HUECAS

Iniciamos un segundo viaje el 26 de agosto (¡ya en plena época de lluvias!). Esta vez íbamos John, Jesús, Mano y yo. El comienzo también había sido afortunado, por una parte, pues por la mañana no llovió.

Por, otra parte fue un comienzo poco afortunado “gracias” a la Caribe de Mano, que decidió poner en evidencia lo que tantas veces sucede con los vehículos recién salidos del taller: están peor que cuando entraron.

Casi saliendo de Chiquilistlán ésta se detuvo. Las dos puertas delanteras se abrieron y como balas, Mano y Jesús salieron con una cara de preocupación que nos hizo a John y a mirarnos alarmados uno a otro. “Ha de ser un fusible”, tímidamente explicó Mano y se pusieron los tres a revisar la caja de fusibles.

Aún yo, sin saber nada de mecánica, me di cuenta de que, si lo que quedaba ahí eran fusibles la Caribe funcionaba sólo gracias a fuerzas invisibles lejos de toda comprensión humana. Así pues, confiando en que dichas fuerzas siguieran en nuestro apoyo continuamos. En un sentido vaya que ayudaron, pues la siguiente diablura se le ocurrió ya casi en el pueblo.

John y yo íbamos adelante en el Jeep y. de pronto, en una bajadita, la Caribe se perdió de vista. Como no aparecía, me eché en reversa y si, allí estaba la Caribe envuelta en una gran nube de humo y, Jesús y Mano tratando de sacudírsela.

Una de las mangueras que van el radiador se habla soltado. Medio arreglaron los tres el problema y entramos al pueblo en donde los tres vehículos se quedaron estacionados enfrente de la casa del amable dueño de un rancho entre las Tierras Huecas.

Pronto, el pequeño cortejo de los cuatro se iba perdiendo en la veredita que sube a las lagunas. Mochilas grandes al hombro, cargando lo que era necesario para acampar allá dos noches. El mas cargado, por cierto era Jesús, quien insistió en llevar a cuestas, además de su equipo, el inmenso morral que contenía todas las cuerdas y que pesaría casi tanto como él mismo. “No, mira, Jesús...” no sirvió de nada. El solito lo cargaría y nadie más.

Desde allá arriba Jesucristo lo estaría observando con simpatía recordando su calvario hace 2000 años. Nuestro Jesús, aquí, ciertamente había tenido mas suerte pues sufrió sólo una caída causada, él asegura, por el mal acomodo que John sugirió para su cargamento. Caída bastante penosa, eso sí, que pudo costarle una seria fractura en la espalda si él hubiera tratado de levantarse solo. Para colmo, comenzó a llover y al rato la lluvia se convirtió en tormenta con granizo y como pudimos, le seguimos.

Esta vez la subida nos llevó poco más de cuatro horas y llegamos arriba cuando se empezaba a oscurecer. La lluvia se habla calmado y apenas; montamos las tiendas arreció de nuevo.

EL TIRO “PEOR ES NADA”

El día siguiente amaneció bastante gris, aunque con destellos de buenas esperanzas pues de vez en cuando las nubes se despejaban para dejar entrever un cielo azul intenso. El café para el desayuno esta vez tenía un sabor y un color un tanto diferente ya que, sabiendo que allá encontraríamos agua, no habíamos llevado el precioso liquido de acá por ser bastante pesado.

El color del agua en las lagunas era rojizo por el color de la tierra, además de que estaba un tanto revolcado debido al movimiento causado por las lluvias así como por el ganado, verdadero dueño de esos territorios.

De la manera que sea, siendo un elemento tan vital, nos supo a gloria. La laguna grande habla crecido de tal manera que el camino que hablamos tomado la vez anterior había desaparecido bajo sus aguas, así que buscamos otro entre los muchos trazados por el ganado que constantemente sube y baja.

La verdad es que esperábamos que el tiro al que entramos la vez anterior llevara a algún lugar así que, con gran entusiasmo atamos la cuerda más larga y, John y Jesús bajaron. (¡Desgraciadamente sólo necesitaron 30 de los 1OO metros que mide la cuerda!,)

Desilusionados decidimos ir en busca de “la cueva de don Pancho Leautaud” pero, en ese momento, las nubes comenzaron a juntarse y amenazar con tormenta... Si, tuvimos que regresar y nos pusimos a matar el tiempo jugando, cartas dentro de una de las tiendas.

Entre bromas comentábamos que, bueno, tal vez a los ojos de muchos había sido una locura planear un viaje del que -a causa de las lluvias- poco podíamos esperar. Nuestras familias ciertamente están ya acostumbradas a nuestras locuras y nuestros Padres a vernos partir con un suspiro de resignación “¿qué haría para merecer esto?” tal vez preguntándose en el fondo.

Lo único que sé es que, viviendo en un mundo tan lleno de contrastes, tan lleno de absurdos, nuestras locuras son... muy hermosas.

MAIL TO L. ROJAS

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