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Thomas Rymer Los cuentos del farero (6ª entrega) Enrique García Díaz |
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Aquel mediodía de comienzos de primavera en la costa de Fife, el cielo aparecía despejado de nubes y un sol brillante trazaba un sendero luminoso a través del valle. Salí de casa después de almorzar para dar un paseo por los acantilados y escuchar al mar rompiendo con furia sobre las rocas. Me asomé un poco para ver dicha estampa, siempre tomando precaución de no caer, y vi como el agua dejaba un rastro de espuma blanca tras el anterior golpe. Durante segundos permanecí quieto observando las embestidas de las olas hasta que consideré que era el momento de emprender mi paseo. Tomé la dirección que se alejaba un poco del pueblo de Fife y me adentré en el bosque. Pretendía disfrutar de aquella hermosa tarde, y a fe que lo iba a hacer. No había caminado demasiado cuando percibí la figura de una persona sentada sobre el verde musgo, y cuya espalda reposaba sobre el tronco de majestuoso árbol. Entrecerré mis ojos para intentar vislumbrar algún gesto o rasgo que me resultara familiar en particular. Y cuando a penas estuve a escasos diez pasos sonreí al ver que se trataba del famoso farero de Fife, el señor Jarvis. Al verme levantó la mano, en la que sostenía su vieja y deslustrada pipa de madera, haciéndome señales para que acudiera junto a él. Encantado por esta invitación me aproximé. ¿Qué estaba haciendo allí tan temprano? ¿Tal vez buscando la inspiración para su próximo relato? —Buenos tardes señor Jarvis –le dije cuando llegué a su altura. —También lo sean para usted, señor... –Jarvis dejó en suspenso la continuación de su comentario pues creo que desconocía mi nombre. —Thompson. Robert Thompson –le dije solicito mientras tendía mi mano para estrecharle la suya. Jarvis sonrió complacido mientras volvía su pipa a su boca y aspiraba. —¿Puedo preguntarle qué hace aquí? El farero levantó la mirada hacia mi, que aún permanecía de pie, y sonrió. —¿Ha oído hablar alguna vez de Thomas Rymer? —No, claro que no. ¿Debería? –le pregunté con un tono de intriga mientras mis cejas formaban un arco que se unía a mi flequillo. —Thomas Rymer siempre estaba sentado junto al camino. Como yo ahora. —¿Y qué hacía? ¿A qué se dedicaba? Jarvis sonrió mientras cerraba los ojos y recostaba su cabeza contra el tronco del árbol. Durante unos segundos no dijo nada. Ni emitió el más leve murmullo. Yo lo contemplaba en silencio sin atreverme a mover un solo músculo, ni mucho menos a decir nada que perturbara sus pensamientos. Al cabo de unos minutos me dijo: —Verá, Thomas Rymer era un músico. Sí, tocaba el arpa. —Y la gente se detenía junto al camino a escucharlo... Jarvis abrió los ojos y me miró con el ceño fruncido. Me apuntó con la boquilla de su pipa y me dijo: —Me ha dicho que no conocía la historia –señaló con un tono de intriga en su voz. —Y no la he escuchado jamás, pero he deducido que sucedería así –le dije encogiéndome de hombros. —¿Le gustaría escucharla? –me preguntó sabiendo cual sería mi respuesta. —Claro. Nada me complacería más –respondí con un toque de alegría en mi voz. —Entonces siéntese y escuche. Seguí las indicaciones de mi anfitrión y me situé junto a él apoyando mi espalda contra la parte del tronco que Jarvis dejaba libre. Aguardé impaciente a que iniciara su relato, el cual llegó tras otros segundos de silencio. Un silencio en el que sólo se escuchaba el sonido del mar rompiendo en los acantilados. Y el viento meciendo levemente las ramas de los árboles. Se respiraba paz y tranquilidad. El marco idílico perfecto para una narración de Jarvis.
“Esta historia sucedó hace mucho tiempo en la ciudad de Earlston en la región de Lauderdale cerca de las Borders. Para ser más exactos en una pequeña aldea conocida como Ercildoune. En aquellos días, Thomas Rymer era un personaje local muy conocido por todo el mundo, ya que era el laird de Ercildoune. Pero sobre todo por su gran maestría a la hora de componer y tocar el arpa. La gente se concentraba a su alrededor para escuchar las más bellas melodías, ya fuera en mitad de la plaza, o en el camino, cuando lo veían tomándose un descanso en lo días que acarreaba ganado al mercado. Thomas Rymer era joven, y como tal le gustaba reunirse con los demás para disfrutar de su compañía; gastar bromas, cantar y bailar. En ocasiones dejaba a su ganado paciendo tranquilamente mientras él disfrutaba de su tiempo de ocio. Sucedió un mañana de Mayo, que Thomas Rymer se encontraba sentado al borde del camino, apoyada su espalda contra un árbol centenario, llamado el árbol de Eildon. En esos momentos estaba tocando una hermosa melodía con su arpa cuando se percató de la presencia de una dama quien venía en su dirección sobre un hermoso caballo. La dama en cuestión vestía toda en un verde brillante —el color de las hadas locales. Las campanillas que colgaban de la brida del caballo emitían un sonido alegre que perfectamente se compaginaba con la melodía de su arpa. Thomas se dio cuenta que nunca había sido testigo de una visión tan radiante y maravillosa como aquella, y no pudo apartar sus ojos de aquella criatura en ningún momento. De repente sintió que su canción y su melodía comenzaban a ser más lentas y las notas más espaciadas en el tiempo hasta que finalmente dejó de cantar y de tocar para ponerse en pie para saludarla. —Os saludo señora. Vos debéis ser la Reina del Paraíso –le dijo con un tono de voz que se asemejó más a un susurro, mientras inclinaba su cabeza de manera respetuosa. —Oh, no, no, Thomas –respondió.—Ese no es mi nombre. Soy la Reina de la Tierra de los Elfos, y he venido a visitarte. Te escuché cantar, pero por favor sigue. No te detengas por mi. Estaría dispuesta a escucharte todo el día. Cuando hayas terminado tu canción, podrás besarme. Y podrás venir conmigo a la Tierra de los Elfos. —Eso es algo que no me asusta –dijo Thomas de forma rápida. —Sin embargo, debes saber que un beso de mis sonrosados y suaves labios sellará tu destino. Tendrás que servirme en mi tierra durante siete años—en el bien y en el mal; en tiempo de riqueza y de pobreza. Las palabras de la Reina mantenían a Thomas Rymer en una especie de encantamiento, y cuando hubo concluido su canción la besó suave y dulcemente. Entonces subió a la grupa de su caballo y cantando alegremente ambos partieron. Al momento, llegaron a una encrucijada de tres caminos. La Reina se los mostró a Thomas. Primero el camino estrecho que conducía a la colina. Un camino lleno de espinas y cantos rodados. —Éste es el camino de la razón. Son pocos los que lo toman a lo largo de su vida. El segundo camino era más ancho, cubierto de hierba y sin ningún peligro. Conducía a un páramo soleado. —Éste es el camino de la maldad. Thomas Rymer había escuchado al cura de Ercildone referirse a éstos. Pero la Reina y Thomas cogieron el tercero. El que los conduciría a la Tierra de los Elfos a través de un bosque profundo que ocultaba el sol. Llegaron cuando la noche comenzaba a tejer su manto y se respiraba tranquilidad y sosiego. —Una última cosa, Thomas, —le dijo la Reina cuando llegaron.—Permanecerás conmigo durante siete años. Y durante todo este tiempo no deberás hablar con nadie. ¡Ni una sola palabra! De lo contrario tu destino quedará sellado para siempre: serás mi sirviente toda la vida. Y no se te permitirá regresar a Ercildone jamás. Cuando Thomas Rymer penetró en el reino de los Elfos cambió sus ropas por una traje de seda verde como el de sus habitantes, y sirvió a la Reina con lealtad durante siete años. Tocaba el arpa para ella, y su corte bailaba al son de sus melodías. Y durante todo el tiempo no pronunció ni una sola palabra. Así, llegó el día en el que se cumplía el séptimo año. La reina se dirigió a él. —Thomas, nuestros siete años concluyen hoy y puedes regresar a tu hogar. Me has servido bien. Y has mantenido silencio en todo momento. Te echaré de menos. De manera que Thomas Rymer era libre de nuevo. Tras siete años tomaría el camino de regreso a Ercildone. Pero antes, la Reina le entregó una enorme manzana del árbol que había en la entrada de su palacio. —Cómetela –le dijo—Te hará entrega de dos preciosos dones. El de la verdad, y el de la profecía. Ambos te harán rico y famoso. Adiós, Thomas Rymer. Pero Thomas, no estaba convencido del todo de si quería aquellos dones. —Siempre he hablado conmigo mismo en mi mente –pensó—Pero también he sabido cuando no debía hacerlo. La verdad es un arma de doble filo, o eso me parece a mi. Pero ya veremos...—Tampoco estaba convencido del todo al respecto de si quería el don de la profecía. ¿Le gustaría poder ver el futuro?
Jarvis hizo una pausa mientras me miraba intrigado. Como si estuviera esperando algún comentario por mi parte. Yo lo miraba de la misma manera esperando a que continuara con su narración. —¿Ya ha terminado? –le pregunté con un tono en mi voz que denotaba sorpresa e impaciencia.—¿Qué le sucedió a Thomas Rymer? ¿Regresó a su casa o se quedó con la Reina de las Hadas? ¿Se comió la manzana? Jarvis sonrió mientras apartaba la pipa de su boca y me señalaba con ella. —Son demasiadas preguntas, mi joven amigo. Esperad a que termine la historia y seguramente todas vuestras dudas quedarán despejadas. Con estas palabras Jarvis volvió a reclinarse sobre el tronco del árbol y prosiguió su historia, la cual, como las predecesoras no estaba exenta de intriga, misterio, y emoción. “Thomas Rymer regresó a su casa junto a su esposa y sus dos hijos. Cuando vio a ésta descubrió que los siete años pasados alejado de ella habían dejado huella. Sus cabellos poseían un toque plateado, y su rostro comenzaba estar surcado por diversas arrugas. Sus hijos se habían convertido en dos jóvenes apuestos. Thomas había mordido la manzana, y en ese momento se daba cuenta de que estaba observando el futuro. Por otra parte, el hecho de decir siempre la verdad hizo que los ciudadanos de Ercildoune no quisieran cuentas con él. ¡Una cosa era decirle a una joven que sus cabellos rubios parecían oro, y otra que parecían heno!. Pero Thomas siguió tocando su arpa y cantando aunque ya no hubiera nadie cerca para escucharle como antes. Todos querían saber donde había estado, pero nadie se atrevía a acercarse hasta él para preguntárselo. El nombre de Thomas Rymer pronto comenzó a ser famoso en Ecildourne. Un hombre que decía la verdad, y podía prever el futuro. Se comenzó a llamarle Thomas el Verdadero, y su fama llegó a todos los rincones de Escocia después de que predijera la muerte del rey Alejandro III en una noche de tormenta en el año 1286. Cuando Alejandro se precipitó de su caballo cayendo por unos acantilados cerca de Kinghorn of Fife, justo como Thomas había predicho. De este modo todo el mundo acudía a conocer su futuro: granjeros, peregrinos, soldados,... Un sinfín de personas llegaba cada día hasta su puerta. De este modo Thomas se convirtió en un hombre rico y famoso, tal como le había dicho la Reina de los Elfos. Thomas pensaba en ella en sus momentos de soledad. Y una noche en la que estaba sentado de manera relajada a la luz de la luna uno de sus hijos llegó hasta él para decirle que había un ciervo plateado a la entrada del parque. Thomas sabía que aquel animal sólo podría proceder de la Tierra de los Elfos. Sin decir una sola palabra a nadie, cogió su arpa colgándosela al hombro se deslizó bajo la luz de la luna hacía el parque, donde se encontraba el ciervo de la Reina. Thomas Rymer no volvió a Ercildoune. Nadie jamás supo que fue de él. Desapareció de la noche a la mañana. Pero sus profecías aún son recordadas. Durante unos segundos el farero Jarvis se quedó en silencio, con los ojos cerrados como si estuviera pensando, o simplemente hubiera dejado su mente en blanco. Seguía recostado contra el tronco del árbol, mientras de su pipa salía una pequeña estela de humo alzándose hacia el cielo. Lo contemplé durante todo ese tiempo esperando que dijera algo más. Pero ante este silencio, fui yo quien le pregunté: —¿Por qué regresó con la Reina de los Elfos? ¿Tal vez porque descubrió que su verdadero sitio estaba junto a ella? Jarvis abrió un solo ojo que dirigió hacia mí y sonrió mientras tomaba la pipa en su mano. —Tal vez descubriera que ser sincero era peligroso. —Pero, ¿por qué mordió la manzana? —Curiosidad. Simple curiosidad por ver si la Reina lo había engañado. —¿Tal vez vio algo en el futuro que no le gustó, y por ello regresó con la reina? —Es posible también. —Estáis muy misterioso señor Jarvis –señalé mientras él sonreía burlón. —No tengo la respuesta a vuestras preguntas pues nadie jamás lo supo. Esta historia es una mera leyenda popular de Escocia. Nada más. Así podéis contarla a vuestros lectores –me sugirió sonriente.—Sí, no me miréis así. Ya sé que las andáis publicando en cierta revista barata. El otro día, el señor Murdoch me enseñó uno de mis relatos. —¿Os importa que...? –le pregunté a modo de disculpa. —Ni lo más mínimo. Redactarlas y publicarlas todas. Conozco infinidad de ellas. E incluso siendo farero me atreví yo mismo a ponerlas por escrito. —¿Tenéis vuestras propias historias redactadas? –le pregunté con asombro. —Así es. Cientos, miles de cuentos y relatos de la Escocia profunda y popular. Algún día os regalaré unas cuantas. —Me encantaría. —Lo haré antes de que la Reina de los Elfos venga a visitarme –me dijo con un guiño y una sonrisa pícara mientras se incorporaba.—¿Venís a la taberna? Lo miré extrañado durante unos segundos pues pensé que no acudiría a contar más historias. —Se acerca la hora del relato. Caminé hacia él mientras Jarvis entrelazaba las manos a su espalda y fumaba. Con paso lento llegamos a la taberna donde la gente ya lo esperaba. Inicio | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | Links
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Escritor español
Doctor en Filología inglesa.
Autor
de contenido para proyectos de IBM.
En el 2012 se publicó La guardiana del Manuscrito en la Editorial Mundos Épicos Otros textos del autor en Literatura Virtual
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