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El orgullo del Highlander
Los cuentos del farero (2ºentrega) Enrique García Díaz |
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El invierno había tardado en llegar. Este aspecto era algo inusual en la región de la costa de Fife donde a comienzos del mes de octubre el cambio de estación se hacía ya palpable. Decidido a no dejarme acobardar por las gélidas temperaturas de aquellos últimos días del mes, encaminé mis pasos como cada tarde hacia la posada de Fife, para disfrutar de una taza caliente de chocolate. Había concluido mi trabajo algo más temprano de lo habitual, lo que me iba a permitir desplazarme hacia la costa para cumplir como cada tarde, desde hacía ya más de un mes, con el agradable ritual de visitar a Jarvis. El célebre farero, quien durante más de treinta años fue el encargado de la salvaguardia de todo navío que transitaba aquellas aguas ahora descansaba de su vida azarosa en el faro contando historias de su tierra natal al calor de una buena lumbre, y rodeado por una audiencia fiel a su cita. El viento soplaba violentamente hasta el punto que hube de sujetarme en varias ocasiones mi sombrero para que no saliera despedido de mi cabeza. Di gracias al cielo cuando por fin llegué junto a la entrada de la posada y pude escuchar el murmullo de voces procedentes de su interior. Al abrir la puerta una bofetada de aire caliente impactó en mi rostro. Pataleé sobre la alfombra de la entrada la que daba la bienvenida a los clientes antes de entrar. Agradecí el calor que despedían las estufas diseminadas por el local y pronto me acerqué a una de ellas para calentarme. Saludé al dueño, de quien ya he hablado en alguna ocasión, levantado mi barbilla para que me reconociera. Me indicó que colocaría mi tazón de chocolate al extremo de la barra junto al lugar donde Jarvis ya había tomado asiento para iniciar una nueva narración. Me abrí pasó entre los clientes que se apretaban contra la barra entorpeciendo el paso. Cuando por fin divisé el rostro de Jarvis, quien por cierto cubría su cabeza con un gorro de lana en aquella ocasión, me percaté de que estaba preparando su pipa para dar rienda suelta a su imaginación. De inmediato me deslicé hacia mi habitual esquina en la barra y agarrando el tazón de chocolate caliente entre mis manos me dispuse a disfrutar de una nueva entrega de los relatos del farero: “En muchas ocasiones la historia se ha centrado en cantar las hazañas de nuestros más valientes y conocidos héroes; sin embargo, nada se cuenta del papel destacado desempeñado por las propias mujeres de nuestra tierra. Durante mis largos años de marinero conocí a varias de éstas a las que me gustaría rendir un homenaje. Posteriormente, cuando finalmente me instalé aquí en Fife me dediqué en mis horas de asueto a recordar y a recopilar toda clase de aventuras y desventuras de aquellas valientes heroínas. De entre todas ellas sin duda alguna la que más me cautivó fue Fiona Maclean. Una hermosa muchacha de cabellos de fuego y ojos aguamarina que irradiaban un brillo y una fuerza que jamás he contemplado en ninguna criatura. Fiona era toda pasión. Se entregaba a cada tarea y a cada causa sin importarle para nada el resultado. Su comportamiento y sus hazañas en tiempos pasados aún se transmiten por todo el territorio de las Highlands.” Jarvis hizo una breve pausa en la que chupó su pipa y cerró los ojos evocando paisajes y lugares distintos a los que hoy conocemos. Todos lo mirábamos embelesados aguardando que continuara. Yo por mi parte comencé a trazar los rasgos de aquella valiente mujer de la que nos iba a contar su historia nuestro juglar particular. De repente, Jarvis comenzó a hablar de nuevo sin abrir los ojos y reclinado en su mecedora que se movía lentamente al son de su voz. “En los tiempos del rey Jorge II de Inglaterra, o Jorge de Hannover, cuando un rumor se extendió como la pólvora por toda nuestra tierra. La noticia llegaba de Francia y no podía ser más halagüeña para nuestros habitantes. El príncipe Jacobo Estuardo tenía previsto regresar a su país para reclamar el trono que por legítimo derecho le correspondía. Como era de esperar sus seguidores se movilizaron de inmediato para otorgarle la recepción que se merecía. Pero también la casa real de Hannover, que ahora reinaba en Inglaterra se apresuró a prepararse para aquel acontecimiento. La noticia llegó hasta los más recónditos lugares, incluida la isla de Mull, hogar entre otros de los Maclean. Bien, pues el viejo Maclean no tenía hijos varones con los que responder a la llamada del príncipe Estuardo, y él era ya algo mayor para hacerlo. Ello suponía un problema, pues bien es sabido de todos que el honor de los clanes hacia su rey era lo más sagrado para ellos. Sin embargo, el viejo McLean contaba con su única hija Fiona, quien por entonces tenía algo más de veinte años. Cuando aquella mañana de 1745 la muchacha apareció en el gran salón del castillo de Duan su padre ya intuía que le rondaba su pelirroja cabeza. —Padre, el príncipe Estuardo se encuentra en Moidart. Y ha convocado a todos los clanes en Glenfinnan, dentro de cuatro días –le explicó fuera de sí mientras le mostraba un papel apergaminado. —¿Y? –dijo el viejo sin mirarla a la cara, y sin mostrar el más mínimo interés en la noticia. —No os comprendo padre –dijo Fiona acercándose hasta el sillón en el que descansaba éste.—Vuestro rey os pide que acudáis con vuestros hombres a luchar por su honor y por su trono. —No –protestó apartando a su hija.—La causa de los Estuardo se perdió en las llanuras de Sheriffmuir hace treinta años. Yo estuve allí, y mira lo que gané –le dijo señalando su pierna derecha amputada por culpa de las balas inglesas.—No iré –dijo tajantemente. Fiona miró a su padre sin dar crédito a sus palabras. Se irguió delante de él y dijo desafiando al viejo. —Entonces iré yo en representación de la familia. —¿Dónde dices que irás? –preguntó una dulce voz femenina a sus espaldas. Fiona se volvió para quedar frente a su madre Clarisa, quien había interrumpido una más que interesante conversación paterno—filial. —El príncipe Jacobo está en su tierra. Solicita la ayuda de todos los clanes para recuperar el sitio que por derecho le corresponde. —¿Te has vuelto loca hija? —No mamá. Le estaba diciendo a mi padre que si él no puede acudir yo lo haría en su lugar. —¿A la guerra? –le preguntó su madre sobresaltada.—Mira la huella que la guerra dejó en tu padre. Pero Fiona no estaba dispuesta a dejarse intimidar por las heridas de su progenitor. Estaba decidida a partir a la mañana siguiente al frente de los hombres de su padre para prestar su servicio al príncipe. —¿Y cómo piensas defenderte muchacha? Las guerras son cosa de hombres y no de damiselas románticas enamoradas de una causa ya de por sí perdida –le dijo su padre con cierta chanza en su tono. —Dougal y Steenie me ayudarán –respondió imitando el tono altivo y directo de un jefe de clan. —¿El borrachín de Dougal y ese zopenco de Steenie? –le preguntó su padre sin dar crédito a aquellos dos nombres. Fiona avanzó un paso y con gesto serio miró fijamente a su padre y le dijo las últimas palabras: —Mañana temprano partiré al frente de los Maclean a presentar mis respetos a mi rey. Espero que me deis vuestra bendición por si no vuelvo a veros. Fiona se retiró a sus habitaciones para preparar todo lo necesario para su inminente marcha mientras el viejo Mclean se retorcía de rabia y de tristeza en su sillón. —Lástima que no nacieras hombre hija mía. Que Chieftain se ha perdido el clan. “No había despuntado el alba cuando Fiona se subía al caballo vestida con el tartán de su clan en sus pantalones y en su plaid echado por encima de sus hombros, y sujeto con un broche plateado que su madre le había entregado. Además de una gorra adornada con una pluma blanca en un lateral, y la escarapela blanca, distintivo de los seguidores de Jacobo Estuardo, prendida en el otro. Daba gusto verla erguida sobre su montura al frente de los hombres, mientras las gaitas lanzaban al viento los acordes de la marcha de los Maclean. Y así emprendieron la marcha hacia Glenffinan para reunirse con el resto de seguidores de los Estuardo. Los primeros enfrentamientos depararon buenas noticias para los seguidores de la causa. Victorias sobre los ejércitos del gobierno inglés que insuflaron grandes dosis de ánimo en los jacobitas, que era como se conocía a los seguidores de Jacobo. Un comentario se extendió por todo el campamento de éstos, y que no era otro que el valor de los Maclean y en especial de su jefe. Aquellas alabanzas habrían enorgullecido al viejo. La acción más valerosa que se recuerda de Fiona acaeció durante el sitio y toma de la capital, cuando al frente de sus hombres se lanzó sobre una brecha abierta en el muro de aquella. Como resultado obtuvo un balazo en un hombro que la obligó a permanecer postrada en cama durante unos días. Cuando el príncipe supo de su restablecimiento mandó llamarla para agradecerle en persona su acto de valor. Fue en el castillo—palacio de Holyrood durante una recepción cuando Fiona, ataviada con el tartán de su clan hizo acto de presencia. Hubiera sido digno ver su grácil silueta avanzando por los pasillos ricamente adornados de cuadros y esculturas que estaban allí desde siglos. O contemplar como los hombres de confianza del propio príncipe se rendían a su hermosura. Sin dejar de mencionar la grata impresión que el propio Jacobo tuvo de ella. Tanto fue así que la invitó a que a partir de aquel momento cabalgara a su lado. Cuando todo hubo terminado y Fiona regresó junto a los hombres de su clan, una sorpresa la aguardaba. Fue Dougal quien la informó: —Hemos capturado a un inglés que se escondía en una antigua casa de la parte vieja de la ciudad. Fiona frunció el ceño y con gesto serio le indicó a Dougal que la llevara junto al inglés. Éste era un soldado de unos treinta años de pelo corto y moreno. Tenía el rostro tiznado por la pólvora, y una pequeña herida en la mejilla derecha. Iba vestido con el uniforme del ejército del rey, aunque no en muy buenas condiciones. Lo habían atado a una silla para que no intentara escapar. Había solicitado hablar con el jefe del clan, y así iba a suceder. Pero lo que no podía si quiera imaginar era que se tratase de una mujer. Al verla entrar en sus alojamientos su rostro reflejó la sorpresa de la novedad. Hubo de admitir que aquella criatura que estaba frente a él era sin duda una de las mujeres más hermosas que había conocido. Sus ojos verdes lo escrutaban de arriba abajo. Su piel era blanca pero moteada con diversas pecas en torno a la nariz y las mejillas. Su nariz pequeña y algo respingona le daba un toque juvenil. Sus labios eran finos y sonrosados. —¿Quién sois? –le preguntó mirándolo fijamente. El inglés no podía responder pues estaba preso de una emoción que embargaba todo su cuerpo. Aquel rostro angelical que lo contemplaba era la causa de que de repente el dolor de sus heridas hubiera desaparecido. No le importaba la guerra, el rey o todas sus pretensiones. Sólo quería saber quién era aquella mujer. Cuando finalmente pudo articular palabra respondió: —Soy el teniente Tobías Mulberry del cuerpo de... —Ahorraros el rango no me interesa lo más mínimo. Sois inglés y eso me basta. ¿Qué hacíais oculto en una casa en ruinas? Tobías notó cierto tono de burla en aquella pregunta dada la sonrisa de su interlocutora. Una sonrisa que pronunciaba dos pequeños hoyuelos en la comisura de sus labios haciéndola más atractiva aún. —No soy un cobarde si es eso lo que os estáis preguntado. Pero, decidme ¿qué hace una mujer tan hermosa como vos en medio de una guerra? —No es asunto vuestro –respondió enfurecida.—Además creo que vuestra situación no os da derecho a preguntar. —Sólo pretendía ser amable. —Fiona, ¿por qué no lo entregamos al príncipe? –sugirió Steenie. —No, antes quiero hablar con él. Dejadnos solos. —Pero... –protestó Steenie sin comprender muy bien qué pretendía Fiona. Cuando estuvieron a solas el teniente Mulberry volvió a mirar a la escocesa que ahora se encontraba de espaldas a él intentado calmar su agitada respiración. ¿Por qué deseaba quedarse a solas con un inglés? ¿Con un enemigo de la causa? ¿Es que había algo más? Se volvió hacia el teniente que la observaba sin apartar la mirada de ella. Fiona comenzó a sentirse algo nerviosa ya que no estaba acostumbrada a que un hombre la mirara tan descaradamente. —Sois una mujer muy bella, y si no estuviera en esta delicada situación, ya os habría estrechado entre mis brazos y os habría besado. Fiona se acercó decidida hacia él para abofetearlo con todas sus fuerzas en la mejilla. Algo que no inquietó lo más mínimo al teniente Mulberry. Ahora ella sentía como la sangre le hervía en su interior. Como un calor desconocido le recorría el cuerpo y encendía sus mejillas tiñéndolas de un rosado que no pasó desapercibido para el teniente. —Os habéis ruborizado por mi comentario, luego es cierto que deseáis que lo haga. Decidme, ¿cuántas veces habéis sentido la fuerza de unos poderosos brazos rodeándoos vuestra cintura, para después...? —Dugald. —¿Me llamáis Fiona? —Llevaos al prisionero –dijo mientras desviaba la mirada para no encontrar la del inglés. Pero al pasar junto a ella el sólo roce de su hombro hizo que su piel se erizara como si una corriente la hubiese sacudido. Quedó pensativa en aquel extraño sentimiento que nunca antes había experimentado. Su pulso se había agitado durante la conversación que acababa de mantener con el prisionero. Su corazón parecía querérsele salir del pecho mientras se agitaba en éste como un caballo desbocado. ¿Qué había visto en aquel inglés que la hiciese comportarse de aquella manera? Poco a poco sintió como su respiración se relajaba hasta que hubo recuperado por completo su estado normal. Pero, ¿qué le ocurriría al soldado inglés? ¿Sería ajusticiado por un pelotón de Highlanders? ¿Encerrado en la vieja prisión de Toolboth hasta que alguien se acordara de él, o intercambiado por algún oficial leal al príncipe? Todas aquellas preguntas asaltaron a Fiona provocando que de nuevo la inquietud se apoderara de ella. Cuando salió de sus alojamientos vio como el prisionero doblaba la esquina acompañado de Dugald y dos hombres de su clan. Quiso llamarlos para que se detuvieran, pero el raciocinio se impuso a los sentimientos y todo quedo en un mero intento. A la mañana siguiente fue Dugald quien corrió temprano a despertar a Fiona, para comunicarle algo que ella no esperaba, y que iba a reproducir en ella sentimientos encontrados. Cuando Dugald entró en la habitación de Fiona, ésta se encontraba terminando de ajustar su plaid con el broche de su madre. El bravo highlander no reparó en miramientos y de inmediato le contó lo ocurrido: —¡Fiona, el inglés ha escapado! Al escuchar aquella noticia la cabellera pelirroja de Fiona se giró para dejar a la vista de Dugald el rostro de la muchacha. Un rostro que por otra parte no mostró ninguno signo de rabia o enfado, sino más bien de tranquilidad al escuchar aquella noticia. Dugald era un viejo zorro que sabía perfectamente lo que significaba aquel brillo especial en sus verdes ojos. Fiona no pudo reprimir que un ligero suspiro se escapara por su boca delatando sus sentimientos. Aquello no hizo si no confirmar lo que Dugald ya presentía desde la noche anterior. —No parece sorprenderos. Fiona tardó en reaccionar, ya que no entendía la sensación de alivio que le produjo la noticia. —Bueno... sí... ¿cómo ha sido? –preguntó titubeando —Querida niña. Sé que lo que significa ese brillo en tu mirada. Fiona sacudió su rizada melena pelirroja negando unos sentimientos ocultos y desconocidos por ella misma hasta ese momento. Se volvió hacia Dugald para hacerle frente y escuchar la perorata del hombre más fiel a su padre. —Si se te ha pasado por la cabeza enamorarte de ese inglés, déjame decirte que será mejor que regreses a casa junto a tu padre. Porque he visto esa mirada antes en otras mujeres, y créeme si te digo que no presagian nada bueno. Es más, ¿te has parado a pensar qué ocurriría si te lo encontrases en medio de la batalla? ¿Te atreverías a dispararlo? ¿Y él? Ya me di cuenta de que él tampoco te quitaba ojo e intentaba por todos medios seducirte. —¿Qué insensateces dices? –respondió furiosa. —Sé muy bien lo que digo –respondió muy sereno el highlander. —¿De dónde te has sacado que yo, Fiona Mclean, una escocesa, una defensora de la causa de los Estuardo, pueda sentir la más remota simpatía por un inglés, cuando llevamos tantos siglos luchando contra su opresión?. Claro que lo mataría, ¿es que acaso dudas de mí?—Fiona habría intimidado a cualquier hombre con su mirada, pero no a Dugald quien la sostuvo hasta que la muchacha la apartó”.
Jarvis hizo una breve pausa para sorber de su taza de café y dar otra chupada a su vieja pipa, mientras la audiencia permanecía quieta en su sitio. Nadie se movía pese a que no quedaba claro si había concluido la narración. Pero la incertidumbre quedó despejada cuando Jarvis reanudó su relato. “Pocas días después de la narración de estos hechos los ejércitos del príncipe Estuardo iniciaron su marcha hacia el norte de Inglaterra, después de que se hubiese acordado invadir el país por esa región. La victoria en Prestonpans había insuflado una gran dosis de valor en los jacobitas, quienes marchaban exultantes hacia Newcastle—upon—Tyne. Sin embargo, la suerte cambió de bando y los ejércitos del rey Jorge de Inglaterra comenzaron a decantar la guerra a su favor hasta llegar a la última batalla que tendría lugar en Culloden. Allí estaba Fiona al frente de los McLean dispuesta a vender cara su derrota. Fue al amanecer del día 16 de abril de 1745 cuando un estruendo como antes jamás se había escuchado invadió todo el valle. La artillería inglesa comenzó a cañonear a los maltrechos escoceses. Los jacobitas habían visto mermados sus regimientos día a día hasta quedar reducidos a unos miles de valientes entre los que se encontraba el clan McLean con Fiona al frente. Pero poco o nada podía hacerse la batalla estaba perdida de antemano para los seguidores de los Estuardo, que ahora huían como asustadizos conejos entre los matorrales. La carga de la caballería no se hizo esperar. A una orden del duque de Cumberland los dragones al mando del teniente Mulberry cargaron contra las tropas rebeldes llevando el desconcierto y la muerte a sus filas. El teniente de dragones cabalgaba hacia uno y otro lado intentando divisar una cabellera pelirroja que le indicara donde se encontraba el jefe de los McLean. Por otra parte, rogaba a Dios que no se hallara entre aquellos pobres diablos que caían bajo el filo de los sables ingleses. No sabía hacia donde encaminar su montura, cuando la providencia se alió en su favor y el galope de su caballo lo condujo hasta el anhelo de sus deseos. Allí parapetada tras unos troncos se defendía la pelirroja de los Mclean. Con su claymore en la mano se defendía cual pantera acosada por una jauría de perros rabiosos. Cuando por fin, logró desembarazarse de sus acosadores y huir hacia un claro lejos de la batalla. Por un momento el teniente Mulberry la perdió de vista, y desapareció. Los caprichos del destino, pensó, tal vez aquella hermosa mujer no estuviera destinada a llenar el vacío que existía en su corazón. Las semanas pasaron y los partidarios de la causa de los Estuardo fueron declarados rebeldes y traidores a la corona de Inglaterra. Se organizaron constantes batidas por las Highlands buscando a los principales cabecillas de la revuelta. En una de esas batidas se encontraba el teniente Mulberry. Se había adentrado en un territorio desconocido para él debido a la cantidad de vegetación y falsos caminos que formaban aquella región del norte de Escocia. De pronto al detener su montura junto a un arroyo para que éste pudiera refrescarse se percató de la presencia de un rebelde jacobita oculto en una pequeña casa abandonada. Sus órdenes eran las de capturar a todo rebelde vivo o muerto. Lentamente amartilló su pistola y procurando no hacer demasiado ruido encaminó sus pasos hacia aquel solar deshabitado. En su interior había una persona sentada con una manta de tartán sobre la cabeza para resguardarse de una fina lluvia que ahora caía. —Levantaos lentamente y nos intentéis nada. Os estoy apuntando con un arma. El extraño obedeció la orden y se levantó lentamente. Cuando estuvo de pie el teniente Mulberry tiró de la manta para ver el rostro de quien se ocultaba bajo ella. Su sorpresa fue mayúscula cuando una larga cabellera rizada de color pelirrojo quedó al descubierto. Esta visión paralizó la mano que sostenía la pistola. Ese momento lo aprovechó el rebelde para girarse y descargar un fuerte golpe con un tizón sobre la mano del teniente haciendo que la pistola se le cayera al suelo. Los dos quedaron cara a cara y ambos se reconocieron. El rostro de ella estaba demacrado por las ojeras de noches enteras de vigilia. Las ropas sucias y rotas. La camisa se le había desagarrado a la altura del hombro derecho dejando ver la perfecta curva de este. Una curva suave y delicada que le hubiera gustado acariciar a Mulberry. La otra manga no estaba mejor; desgarrada a la altura del codo. Se fijó en su pelo. Brillante y sedoso la primera vez que se conocieron; ahora enmarañado y sucio aunque no le restaba ni un ápice de su belleza. Tal vez sus ojos no irradiaran la luminosidad de días pasados de gloria, pero seguían siendo igual de verdes. Vio los trazos dejados por las lágrimas amargas de la derrota y de la soledad. Pese a su aspecto Fiona no había perdido sus aires de mando como jefe del clan Maclean: —Sabía que andabas cerca, por eso decidí aguardarte a que te aproximaras –le dijo Fiona apuntándole con su propia pistola. —Siempre que nos vemos estoy en desventaja –dijo él lamentando la situación.—El destino debe depararme esto. —¿Qué haces aquí? –le preguntó Fiona. —El gobierno ha dado orden de perseguir y detener a cualquier rebelde. —Pues a éste no lo tendrá –dijo Fiona irguiéndose. —Fiona, abandona esta lucha inútil. Los partidarios de los Estuardo habéis perdido. Por todos los santos, abandona la lucha y ven conmigo a Inglaterra. Fiona. El sólo hecho de escuchar su nombre de sus labios hizo que sus ojos se humedecieran y que su piel se erizara. ¿Qué ocurriría si la tocara, si la acariciara? Desechó todos aquellos pensamientos de su mente y se centró en la escena que le tocaba vivir ahora. —¿Y si me niego? —Si te niegas a venir conmigo a Londres tendré que matarte. El teniente Mulberry se vio sorprendido cuando Fiona le tendió la pistola por la culata. —Entonces apunta bien. Los Highlanders sabemos morir. —¿Prefieres sacrificarte a venir conmigo? Salvarías la vida. Hablaría en tu favor al rey. —Al tuyo, no al mío. Quien se sienta en el trono de Inglaterra no es mi rey. Por otra parte, puedes hacer lo que quieras. Si fuera contigo traicionaría a mi propia familia, a mi clan. Mulberry sintió que las piernas le fallaban, que el pulso le temblaba. Delante de él se encontraba la mujer más aguerrida que jamás había conocido, pero también testaruda. Vio como Fiona comenzaba a recoger sus escasas pertenencias para marcharse. Mulberry titubeó mientras ella se abrochaba su plaid sobre el hombro. Fiona lo miró por última vez. Una mirada llena de súplica, pero también de pena por tener que decirle adiós. Iba a sacrificar a su corazón por su patria. Renunciar a su amor por unos ideales inculcados desde la cuna. Y él, ¿qué haría Mulberry? ¿Cumpliría la voluntad del rey y acabaría con la rebelde? ¿La dejaría marchar sin saber si sus caminos volverían a cruzarse a lo largo de su vida? Fiona le dedicó una última mirada y le preguntó: —¿Matarías a sangre fría a una mujer? Mulberry apretó los dientes lleno de rabia. Si la dejaba marchar ella ganaría, pero por otra parte no podía acabar con ella de aquella manera. Sacudió la cabeza y respondió: —No, no puedo matar a una mujer que me atrae. Fiona sonrió. Alzó la cabeza hacia el cielo encapotado de Escocia. Adoraba la lluvia cayendo por su rostro, porque así se mezclaba con las lágrimas que ahora corrían por sus mejillas, y que Mulberry no podía distinguir. Se giró y emprendió el camino hacia el bosque por el que se perdió. Mulberry la siguió con la mirada hasta que desapareció por completo. Se quedó allí de pie. Quieto. Dejando que la lluvia empapara su informe hasta que la humedad comenzó a calarle los huesos.” Jarvis finalizó así la narración de su cuento que he decidido titular La jacobita en honor a Fiona Mclean. La valiente mujer que prefirió sacrificar su corazón por una causa y por un rey sin trono. La gente de la posada permaneció en silenció aguardando a que el farero les contara si volvieron a verse o no, pero en este caso el final no fue tan feliz como se esperaba. Jarvis apagó su pipa y guardándola en el bolso de su chaqueta se levantó de la mecedora. Observó los perplejos rostros de los allí congregados, y antes de marcharse dijo unas palabras: —Fiona Mclean y el teniente no volvieron a verse pese a que según cuenta
la tradición oral de aquellas regiones durante unos años un caballero
inglés recorrió sin descanso las Highlands preguntando por ella. Nadie
supo nunca contestarle. Nadie sabía donde se encontraba la pelirroja de
los Maclean como se dio en llamarla. Bien pudiera ser que ello fuera
verdad, o bien que la propia Fiona hubiera dado orden de no revelar su
paradero. Lo cierto es que el caballero inglés siguió incansable la
búsqueda sin obtener ningún fruto. Y es que en ocasiones el destino nos
da o nos quita aquello que nos corresponde. Y Fiona Maclean no aparecía
en el camino de Mulberry.
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Escritor español Doctor en Filología inglesa.
Autor
de contenido para proyectos de IBM.
En el 2012 se publicó La guardiana del Manuscrito en la Editorial Mundos Épicos Otros textos del autor en Literatura Virtual
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