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Enrique García Díaz |
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Nunca pude imaginar el éxito que obtendrían los
relatos del viejo Jarvis, antiguo farero de la costa de Fife. Ni tampoco
pude pensar que la gente me quisiera atribuir un éxito y un
reconocimiento que en nada merezco. Ya les he explicado a mis lectores
que yo no soy el autor de estas narraciones. Ojalá pudiera ser yo el
responsable de dichos cuentos. Antes de contar una nueva historia quiero
hacerles partícipes de cierta anécdota que me sucedió con un amigo mío.
Me encontraba ojeando unos ejemplares en un puesto en la feria antigua
del libro en mi localidad natal, cuando el bueno de Max se acercó hasta
mí con una expresión de felicidad en su rostro que no llegué a
comprender hasta que se explicó. —Mi querido amigo –me dijo
tendiéndome su mano. —Qué maravillosos relatos los tuyos. Como pueden
comprender no sabía a qué se refería el bueno de Max quien se extrañó al
contemplar en mi rostro un gesto de extrañeza. —Tan modesto como
siempre ¿eh? No me digas que no son merecidos los laureles que te
otorgan por el éxito de tus relatos.
—Creo que te equivocas
amigo –le interrumpí.
—No, no puedo equivocarme.
Todo el mundo comenta las hazañas de Lady Killgrew, o el triste final de
Sir Robert Langdon...
—Verás antes de que sigas
déjame decirte que yo no he escrito esas historias. Ahora fue Max quien no
comprendía nada. Me miró por encima de sus gafas y dijo: —¿Cómo que tú no has
escrito esos relatos, si vienen firmados por ti? —Es cierto. Pero en la
introducción al mismo dejo claro que yo no soy el autor de los hechos
narrados –le expliqué con naturalidad.
—Ya. ¿Entonces? —El verdadero autor es el antiguo
farero de la costa de Fife. Yo sólo soy su compilador. —Bueno, es igual. Dime, ¿tienes más cuentos de ese...? –preguntó sin recordar su nombre. —Jarvis. —¿De ese Jarvis? —Estás de suerte quiero Max, pues ahora mismo iba a entregarle a mi editor un nuevo relato. —¿Lo tienes aquí? –me preguntó agarrándome del brazo para que no pudiera escaparme. —Claro –le dije mostrándole un legajo de hojas escritas. —¿Puedo leerlo? —Me temo que no. No hasta
que no se haya publicado.
—Al menos dime su título. —Eso sí. Se titula
“Glencoe”. —¿Glencoe? –repitió Max mirándome sin comprender
nada.—Un título bastante extraño para un relato. ¿De qué trata? Miré a mi amigo y sonreí abiertamente. —Querido Max, si te has fijado en los relatos de
Jarvis sabrás que éstos están siempre relacionados con la historia, y
más en concreto con la de Inglaterra y Escocia. —Sigo sin comprenderte
amigo. —Entonces espera a leerlo y
lo comprenderás mejor.
El descontento de Max se
hizo más patente al comprobar que no cedería ante sus insistentes
súplicas para que le permitiera siquiera una rápida lectura de la
historia. Ese privilegio se lo concedo a mi editor, y después al público
de Jarvis. He aquí el manuscrito que
entregué al señor... para su publicación y que comienza como los
anteriores relatos en la posada de la costa de Fife donde Jarvis ya se
encontraba preparado aquella tarde de octubre para deleitar a su
audiencia con un nuevo relato. “El año 1692 es de infausto
recuerdo para nuestro país y para las gentes que lo habitaban entonces.
En especial para el clan de los Mcdonalds de Glencoe. Cuando la nueva
monarquía subió al trono se encontró con una situación algo agitada en
nuestro país. Desde un primer momento el objetivo del nuevo monarca fue
la de someter a los habitantes de las Tierras Altas sin escatimar
esfuerzos. Las continuas disputas entre los clanes escoceses con el
Parlamento de Londres no son ajenas para ningún conocedor de la historia
de ambos países. Pues bien, como os iba contando, en aquel año de gracia
de 1692 el rey Guillermo ofreció una cuantiosa suma de dinero a todos
aquellos jefes de los clanes que abandonaran las armas, y le rindieran
pleitesía. Para tal fin se fijo una fecha que todos debía respetar: El 1
de enero del año anteriormente citado. Todos los jefes debían acudir a
Londres a presentar sus respetos.
Cuando los principales
consejeros del rey esperaban que ninguno se presentara para tal evento,
un nutrido grupo de bravos y rudos montañeses hizo su aparición en la
capital de Inglaterra dispuestos a acatar las órdenes del nuevo
soberano. Sin embargo, sucedió que uno de los principales clanes el de
los Macdonald de Glencoe, no pudo acudir a tal ceremonia. Aquello como
era de prever se consideró como un acto de rebeldía como asó lo expresó
el propio monarca: —De manera que todos los
principales jefes han acudido a excepción de los Macdonald de Glencoe.
Su irritación aumentaba por momentos alentada en parte por el más ladino
de sus consejeros Sir John Dalrymple, quien no hizo sino añadir más leña
al fuego. —Vuestra majestad debería
mostrar su autoridad castigando tal ofensa. —No podemos
precipitarnos. Acabo de llegar al trono y no sería una buena propaganda
mostrarme severo con mis súbditos. —Dejadme deciros que los
Macdonald de Glencoe siempre se ha comportado como un clan díscolo, y
difícil de hacer entrar en razón. Tal vez si vuestra majestad cambiara
el guante de seda por una mano de hierro...
—No –respondió el rey
mirando fijamente a los ojos a su más leal y también más pérfido
consejero”. En este punto Jarvis hizo
un pequeño inciso para volver a encender su pipa, mientras la audiencia
que se había dado cita aquella tarde en la posada aguardaba expectante
el desenlace de la historia. Uno podía contemplar los rostros de la
gente siguiendo con la mirada cada movimiento de Jarvis. Cuando por fin
hubo terminado su ritual de encender la pipa continuó con la narración. —Como iba diciendo
–continuó... “El rey Guillermo aguardó
con impaciencia algunos días hasta que al quinto un hombre vestido con
el traje típico de los habitantes de las Tierras Altas se presentó en el
palacio para solicitar audiencia al rey. Sir John Dalrymple acudió a
responder a la petición de aquel hombre cuyos cabellos y su barba eran
del color del fuego. Al ver acercarse a Sir John se inclinó ante su
presencia en señal de respeto. —¿Qué quieres? –le preguntó
con voz áspera y cierto desdén hacia el recién llegado. —Soy Clive Macdonald, jefe
del clan de los Macdonal de Glencoe. Vengo a presentar mis respetos al
rey Guillermo... Al escuchar su nombre Sir
John Dalrymple estalló de ira y gritando al jefe del clan le dijo: —¡Llegas cinco días tarde!
¿Cómo osas pedir audiencia con el rey Guillermo? ¿Acaso has olvidado que
debías presentarte el primer día del año? —Ya lo sé, pero... —Lo sabías y aún así
desobedeciste la orden del rey –vociferó fuera de sí Sir John. —Sí pero no ha sido culpa
mía. Si me he retrasado ha sido debido al tiempo. Una feroz tormenta nos
sorprendió y tuvimos que refugiarnos en Glengyle hasta que fuera posible
continuar la marcha. —No es disculpa. Debisteis
poneros en marcha unos días antes para estar presentes el día que se os
ordenó. El jefe del clan no supo
que responder a tal orden, y agachando la cabeza en señal de respeto
aguardó la resolución de Sir John Dalrymple. —Será mejor que regreséis a
vuestras tierras. El rey Guillermo no os recibirá. —¿Qué sucederá entonces?—preguntó el jefe Macdonald con cierto tono de angustia en su voz. —Lo que suceda no es asunto
vuestro. El consejo de nobles se reunirá con su majestad para debatir
que solución debemos darle a vuestro desleal comportamiento. Y diciendo esto se dio la
vuelta dándole la espalda al jefe de los Macdonald. “Los días pasaron sin que
los Macdonald de Glencoe tuvieran noticias de la decisión a la que
habría llegado el rey con respecto a su retraso. Clive mientras tanto se
entregaba a sus quehaceres diarios como jefe del clan, esto es repartir
el trabajo entre sus seguidores. Clive estaba casado y tenía una hija,
Helena, a la que veneraba por encima de todas las cosas. Era una
muchacha alegre y afable que ayuda a las demás mujeres del clan en la
elaboración del whisky. Eran las mujeres las encargadas de destilarlo,
para posteriormente beberlo acompañando a las comidas. Su padre tomaba
un trago desde muy temprano antes de ir a cuidar del ganado. Los
Macdonald vivían del pastoreo en los verdes glens palabra de origen
gaélico que emplean los habitantes de las Tierras Altas o Highlands para
designar a los valles. Aquella mañana del doce de febrero un mal
presagio se ceñía sobre él. No había dormido bien, y eso se notaba en la
expresión de su rostro. Cuando su mujer le preguntó qué era lo que le
ocurría, el bueno de Clive se disculpó achacando su malestar a la cena.
—Tu padre no sabe mentir
–le dijo Clara a su hija cuando Clive se hubo marchado junto con otros
dos hombres. —Algo le ronda la cabeza. Desde que regresó de su
entrevista con el rey no es el mismo. —No te preocupes más por él
mamá, seguro que no es nada –le respondió la bella Helena restando
importancia a las sospechas de su madre.
Por la tarde un nutrido
grupo de hombres se aproximó a la región en la que habitaban los
Macdonald de Glencoe. Clara y su hija se encontraba en ese momento a las
afueras de su casa charlando amistosamente con otras mujeres cuando se
percataron de la presencia de aquellos. —Son los Campbell –dijo
Clara a las demás mujeres. Los Campbell eran el clan más poderoso de la
parte occidental de Escocia, y uno de los más leales al rey gracias a
lord Breadalbane. Éste había sido el encargado de convocar a los clanes
para jurar lealtad al rey. Al verlos aparecer un escalofrío recorrió el
cuerpo de Clive, quien llegaba en ese momento procedente de las montañas
acompañado de sus hombres. Sabía que su presencia allí tenía que ver con
el hecho de no haberse presentado el primer día del año ante el rey. Por
ello se mostró cauto ante lo que pudieran decidir los Capmbell, y en
especial Breadalbane. Éste mostraba una amplia sonrisa en su rostro como
si lo acaecido el mes pasado hubiese quedado olvidado. Pero Clive sabía
que aquello no era posible, pues Breadalbane era un hombre vengativo. —Saludos amigos –dijo
Breadalbane al aproximarse al grupo de casas habitadas por el clan
Campbell. —Saludos a ti Breadalbande
–respondió Clive Macdonald saliendo a su paso y tendiéndole la mano. Para sorpresa del propio
Clive, Breadalbane se la estrechó fuertemente para después abrazarse a
él. —¿A qué debemos esta visita? –le preguntó Clive recelando de aquella actitud tan amable. —Vengo a hablar contigo en
relación a lo que tú ya sabes –respondió con gesto preocupado. Los
rostros de Clara y Helena mudaron su color, y sus mejillas palidecieron
como si una ráfaga de frío procedente de las montañas las hubiera dejado
heladas. Ambas miraron primero a Breadalbane y después a Clive. —No es nada, no es nada
–intervino el señor de los Campbell.—No hay motivo para preocuparse.
¿Podemos pasar aquí algunos días? El tiempo en las montañas no es muy
bueno, y presiento que pronto nevará. No quisiera que nos quedáramos
atrapados en la nieve mis hombres y yo.
—Por supuesto que podéis
–dijo Clive haciendo señas a los demás Campbell para que se acomodaran. Cuando todos estuvieron en
sus respectivos lugares se dispuso un gran banquete con las mejores
carnes y el mejor pescado desalado. Bebieron el whisky destilado por las
mujeres, y cantaron y bailaron toda la noche. En medio del jolgorio y
ajenos a las miradas de los demás tenían lugar dos escenas diferentes.
Por un lado Clive y Breadalbane charlaba amistosamente hasta que éste
último habló de lo referente a su retraso en presentar sus respetos al
nuevo monarca. —Te juro que nunca tuve
intención de llegar tarde. El mal tiempo nos retrasó. Tú mismo acabas de
decirlo –se explicaba el honrado de Clive. Breadalbane lo miraba y
asentía una y otra vez a todo lo que su compañero y amigo le contaba. —Pero me dejaste en mal
lugar amigo –le dijo.
—De veras que lo siento. No
era mi intención –comentó Clive con gesto serio mientras apoyaba su mano
sobre el hombro de Breadalbane.
Por otro lado en un rincón
apartado de la casa Helena y el joven teniente Murray, prometidos desde
hacía dos años, se hacía confesiones al calor de la lumbre como dos
enamorados. El joven Murray estaba deseoso de hacer de Helena su esposa
y forma su propio clan. Ella por su parte no había olvidado el día en
que él se le declaró y en el que formalizaron su compromiso. Ahora ambos
se miraban a los ojos llenos de amor. El muchacho tenía las manos de
Helena entre las suyas acariciándolas para darles calor, mientras ella
no apartaba su mirada de los ojos de su enamorado. —Tengo que hablar con tu
padre para fijar la fecha de nuestro enlace, Helena. No veo que llegue
el día en el que seas mi esposa.
—Sí, yo también –comentó la
muchacha con el rostro iluminado por una amplia sonrisa. El momento tan
íntimo entre ambos enamorados se vio interrumpido con la llegada de la
hora en que debían retirarse a descansar. Ambos se despidieron
prometiéndose reanudar su conversación a la mañana siguiente. Helena se
retiró en compañía de su madre, mientras Murray Campbell se retiró junto
a los demás hombres. Clive Mcdonald le dijo a Breadalbane que podrían
pasar la noche en el granero algo que el jefe de los Campbell agradeció
dada la noche que estaba. De este modo el grupo de hombres de
Breadalbane se puso en camino hacia el edificio construido con piedras y
maderas que hacia las veces de granero y de cuadra para las bestias. Al
entrar comprobaron que los caballos ya se habían dormido. Breadalbane
dio orden de cerrar la puerta y atrancarla con un madero para que nadie
pudiese entrar aunque tranquilizó a sus hombres diciéndoles que lo hacía
para que el viento no interrumpiera sus sueños abriendo de par en par
las puertas. Después acordó con todos permanecer un rato despiertos
antes de irse a dormir. De este modo Bredalbane se sentó junto a un
montón de paja seca que amontonó con el fin de reposar sobre ella.
Cuando sus hombres se hubieron despojado de sus armas y las hubieron
colocado junto a ellos Breadalbane habló abiertamente al resto.
—Ya sabéis cual es nuestro
cometido en estas tierras –comenzó diciendo mientras miraba a cada uno
de sus hombres. Este comentario dejó algo perplejo al joven Murray
Campbell quien no sabía de qué estaba hablando Breadalbane.—Su majestad
el rey Guillermo por medio de Sir John Dalrymple me ha concedido poderes
para aplicar la justicia con el clan Mcdonald. ¿Qué te ocurre muchacho?
–le preguntó a Murray que seguía sin comprender muy bien que estaba
pasando. —Lamento interrumpiros pero
no sé muy bien de qué estáis hablando. —Por eso os lo estoy
explicando. Aguarda unos segundos y lo sabrás. Bien como iba diciendo el
rey quiere que demos una lección a los Mcdonald de Glencoe como
respuesta a la desobediencia mostrada por su jefe. Por eso ha decidido
que mañana al amanecer ningún miembro del clan quede con vida.
Aquellas palabras fueron
como una bala en el corazón para el joven Murray. Si había entendido
debían matar a todo el clan sin respetar la vida de ninguno de sus
miembros incluidos las mujeres, los niños y los ancianos. Y eso también
iba por Helena. Su amada Helena. La dicha de sus días. Miró consternado
a Breadalbane quien había continuado su explicación. —¡Esto es un vil y cruel
asesinato! –protestó poniéndose en pie como un resorte. Todos lo contemplaron en
silencio. Murray estaba rojo de ira y de rabia dispuesto a batirse con
todos aquellos desalmados si se presentara la ocasión. Pero nadie le
respondió a excepción de Breadalbane.
—Siéntate muchacho. Tu rey
te ordena que cumplas una orden y... —No es mi rey quien orden
acabar con la vida de personas inocentes, y menos a sangre fría y al
amparo de la noche. —Entonces me obligas a
acusarte de alta traición a la corona –le advirtió con gesto serio.
Aquellas palabras calmaron los ánimos del joven Murray. El tren del
ingenio acababa de parar en la estación de su mente. Si seguía la
corriente a Breadalbane tal vez podría descubrir cuando pensaba entrar
en acción, y poder avisar a Helena y a sus padres. Se tranquilizó para
sosiego de los demás reunidos allí, y volvió a sentarse como si nada de
aquello hubiese ocurrido. Cuando Breadalbane hubo terminado de dar las
oportunas instrucciones Murray logró deslizarse sin ser visto por una
abertura que había en uno de los laterales del granero y salir a la
oscura y desangelada noche. No tenía mucho tiempo para avisar a Helena y
a sus padres de las intenciones de los Campbell antes de que éstos se
pusieran manos a la obra. Llegó raudo y veloz hasta la puerta de la casa
de su amada y tras aporrearla con sus dos manos escuchó ruido en el
interior. Primero fueron voces. Luego pasos arrastrándose por el suelo.
Finalmente el cerrojo que se descorría y por fin la puerta que se abría.
A la luz de una vela Murray contempló el rostro adormecido de Clive
Mcdonald, quien contempló al muchacho con gesto extrañado. —¿No crees que es un poco
tarde para visitar a Helena muchacho?—le preguntó levantando la llama
de la vela para poder ver mejor su rostro. —¡Deben irse de inmediato!
–gritó exasperado el joven Murray. —¿Irnos? ¿En mitad de la
noche? ¿A dónde? –le preguntó intrigado el jefe de los Macdonald. —Los Campbell van a
venir a mataros a todos.
—¿Te has vuelto loco
muchacho? —No, no estoy loco. He
escuchado a Breadalbane transmitirnos las órdenes del mismísimo rey
Guillermo. Es el castigo por su falta el primer día del año. Entonces por fin Clive
Mcdonald comprendió la visita tan inesperada de sus vecinos los
Campbell, cuanto nunca antes se habían dignado a hacerlo. Tardó en
reaccionar unos segundos, los justos para que el tropel de hombres
armados de Breadalbane aparecieran a lo lejos con sus armas prestas a
ser disparadas. Murray se precipitó en la casa en un intento por salvar
la vida de su amada Helena, mientras Clive daba la voz de alarma a los
miembros de su clan. Cuando Helena y su madre entendieron lo que ocurría
no pudieron dar crédito a sus ojos. Los Campbell habían iniciado ya su
trabajo para entonces y varios miembros del clan Macdonald de Glencoe
había caído bajo el disparo de las pistolas o acuchillado por las dirks
y las claymores, armas que empleaban aquellos días los habitantes del
Tierras Altas de Escocia. Cuando Breadalban descubrió la traición de
Murray empleó todos sus medios para capturarlo y llevarlo ante rey
acusado de lata traición a la corona. En este punto Jarvis volvió
a detenerse mientras su vista permanecía clavada en un punto fijo. Todos
aguardaban impacientes el desenlace, aunque bien es cierto que ya lo
conocían. No se puede cambiar el curso de la propia Historia, ni
siquiera en la ficción. Tras unos segundos que parecieron eternos Jarvis,
el farero de la costa de Fife volvió a continuar su narración.
—Creo que será mejor que
evite los detalles más cruentos de aquella noche, y continúe con los
hechos acaecidos a la mañana siguiente. <i> Temprano de mañana su espesa
niebla envolvía la región de Glencoe como un mal presagio de los que
allí había sucedido la noche anterior. El joven Murray sintió que tenía
el cuerpo magullado y dolorido. Una herida en su mejilla derecha, tal
vez un rasguño de un disparo, o el trazo de una dirk afilada eran los
causantes de ella. Lentamente se desperezó y se incorporó aún sin
comprender muy bien que había ocurrido finalmente. Sus vagos recuerdos
se volvían borrosos cuando intentaba por todos los medios hacer memoria.
La última imagen que le venía a la mente era la de su amada Helena pidió
ayuda. El joven Murray se puso de pie finalmente con la ayuda de un
mosquete depositado junto a él. Hacía frío y la niebla comenzaba a
disiparse para horror suyo. A media que clareaba contempló con sus
propios ojos la carnicería llevada a cabo por los Campbell. Los cuerpos
diseminados por toda la aldea de casas en sus más grotescas formas.
Caminó con paso turbado entre los cuerpos hacinados unos sobre otro.
Entre ellos reconoció a Clive Macdonald y a su esposa. Pero también a
niños, ancianos, mujeres. Los Campbell no habían respetado a nadie, y ni
siquiera a las bestias. Habían incendiado las casas, el pajar y el
granero que ahora eran sólo cenizas y escombros humeantes. El pavor se
apoderó de él pues temía encontrar a su bella Helena entre los muertos.
Pero no la veía por ningún lado. Deambuló largo rato entre los muertos
buscándola. El hecho de no encontrarla le daba esperanzas de que hubiera
podido escapar. Más cuan cruel es el destino. Y más cuando se trata de
jóvenes enamorados por los eran Murray Campbell y Helena Mcdonald. Justo
al doblar los restos de una casa encontró el cuerpo semidesnudo de su
enamorada. Muerta. Ultrajada. Tiznada de negro por el humo, y con una
bala alojada en su cuerpo. Corrió hacia ella pero nada podía hacer.
Estaba muerta. La arrulló contra su pecho y lloró amargamente. “ —No me detendré mi querida
audiencia en narrar la pena que embargó al joven Campbell. —¿No sobrevivió nadie?
–preguntó un joven avispado de pelo rojizo y mirada despierta. —Nadie
excepto el joven Murray –respondió moviendo la cabeza de lado a lado. —¿Y qué fue de él?
–preguntó un muchachita sentada en primera fila. —Desapareció en las
montañas, y nunca más se supo de él. Dicen que allí reunió a un grupo de
valientes y leales seguidores y combatió a las tropas inglesas del rey
Guillermo, y en especial a los Campbell.
—¿Siguió llamándose
Campbell después de lo que habían hecho su familia? –preguntó un joven
apoyado sobre la barra que escuchaba atentamente cada palabra del
farero. —No. Se cambió el apellido.
Nunca más volvió a llamarse Campbell. Pero esa es otra historia que
algún día os contaré. El bueno de Jarvis apagó su
pipa, se levantó de su butaca y se marchó de la posada hasta el día
siguiente. Cuando días más tarde volví
a encontrarme con mi querido amigo Max lo primero que hizo fue expresar
su agradecimiento por dicho relato. Después echándome una mirada
inquisidora me preguntó: —Por cierto, ¿qué sabes de
la vida de nuestro misterioso bardo? —Apenas nada. Sé que fue el
farero de la costa de Fife. ¿Por qué? —¿No crees que haya algo de
autobiográfico en alguno de sus relatos? –me preguntó con cierta
sospecha de que yo conocía el secreto del farero. —Mi buen Max, la literatura
está compuesta una parte real y otra de ficción. Los escritores suelen
basarse en experiencias vividas. Me despedí de mi amigo quien se quedó
con el gesto turbado por mis palabras. Yo en cambio volví a mi casa a
sumergirme en la colección de historias de Jarvis para seleccionar cual
sería la próxima, aunque ya la había decidido con anterioridad.
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Escritor español Doctor en Filología inglesa.
Autor
de contenido para proyectos de IBM.
En el 2012 se publicó La guardiana del Manuscrito en la Editorial Mundos Épicos Otros textos del autor en Literatura Virtual
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