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Estimados honorables y otras buenas personas, aunque no sean oficialmente honorables.

El tema que nos ha reunido hoy es el de la cultura. Siguiendo una sana costumbre, inaugurada en una época que más vale no recordar demasiado, nos juntamos de vez en cuando a oír y hablar de un tema, con el objeto de hacer, lo que llamamos, una autocrítica. Porque se piensa que es sano ponerse a sí mismo en cuestión, sacar algunos "trapitos al sol" y decir lo que, por lealtad o buenas maneras, habitualmente no decimos. Esta "catarsis" de la práctica partidaria ha querido enfocar hoy a la mismísima cultura. Gran palabra. Venerable palabra. Palabra que, en su más puro sentido, comprende el modo de vida que nos reúne a todos. Porque, queramos o no, todo lo que hacemos, particularmente en el ámbito público, es parte de nuestra cultura. La cultura es lo que pensamos, lo que creemos, lo que sentimos y lo que queremos como pueblo. Es el modo de vida, la manera de ser de una colectividad y, en este caso, de nuestro país. La cara más visible de una cultura, tradicionalmente, ha sido siempre la de sus expresiones científicas y artísticas. En otros ámbitos se cuela tener en consideración a políticos, deportistas y… militares. Es discutible. En todo caso, por ser el legado cultural lo inmortal de una comunidad de hombres mortales, es imprescindible resaltar estos ejemplos a la hora de decirle a nuestros hijos a quiénes es preciso mirar como modelos y qué cabe decir de nuestra nacionalidad. Así, querríamos que nuestros hijos redactaran con la pulcritud de buenos ensayistas y poetas, usaran un criterio riguroso como nuestros científicos y una expresión oral decente como algunos buenos actores y oradores.

Qué terrible experiencia tenemos ahora cuando intentamos una reconstrucción de lo más visible de nuestra cultura. Tal parece que los rasgos que exhibe nuestro actual modo de vida, particularmente lo que destacan los medios de comunicación (lo que "se dice"), constituye uno de los peores momentos de nuestra expresión cultural. El lenguaje público y privado, nuestras costumbres, nuestras preferencias, las cosas con que gozamos, el modo como usamos el tiempo libre, todo, absolutamente todo huele a mal gusto y chabacanería.

Ahora mismo, es sorprendente que la vida pública nacional gire en torno a la llamada guerra de las teleseries, donde todo trabajo el informativo y de entretención dependa de los niveles de sintonía que alcanzan los culebrones. Ya no hay canales de TV, sino teleseries; que a su vez han alquilado los canales para promover su producto. Consecuentemente, lo destacado por los restantes medios (lo que se ve, lo que se dice, lo que se prefiere) es el contenido de la teleserie. Los kioscos de diarios, los aparadores de las tiendas, todo rebosa de héroes y villanos, fieras, hijos que se acuestan con la mujer del padre, niñitas que se exhiben ante los galanes para obtener sus favores, mujeres que tratan a otras de "yeguas", en fin, todo un contenido "cultural", listo para el consumo.

La existencia de dos grandes dramones o culebrones en nuestra cultura me hace temer que, como en todo movimiento de ideas, se formen de inmediato las respectivas corrientes. Por ejemplo, los "cerroalegrinos" y los "aquelarristas". Y que crezcan las disputas entre estos puntos de vista. Apreciemos ya que los mismos canales arrendados salen a las calles y dividen a la ciudadanía entre cerroalegrinos o aquearristas. A propósito, ¿con quién está usted?.

¿Es aventurado esperar una escalada de violencia entre estos grupos en pugna? ¿Podrán los aquelarristas convivir en paz con los cerroalegrinos? La iglesia, una vez más, ¿deberá mediar entre ambos bandos irreconciliables? ¿Y nuestros candidatos? Lavín, Marín, Larraín, … Laguín, Frei Bolín, ¿qué teleserie siguen? No sabemos. Pero debemos estar seguros de que la cultura culebrera ha llegado para quedarse.

La especie que describo tiene también expresión en el criterio usado para juzgar la calidad de un trabajo. No importa que fulanita o sutanito hayan sido los mejores de su promoción en una escuela universitaria de teatro o de otro noble arte; si no calza con el modelo de mayor demanda entre los publicistas, puede despedirse de obtener oportunidad alguna. La cultura visible ha puesto en vitrina a modelos publicitarios, cuyo único mérito es haber tenido los medios para comprar aquello que los menos afortunados ganan con sensibilidad e inteligencia.

El consejo nacional de televisión protege la cultura. Eso al menos en el papel. Porque en la realidad se preocupa casi exclusivamente de hacer cumplir la ley heredada de la dictadura, es decir, de intervenir sistemáticamente en la censura. Por lo demás, no le importa no dar opinión alguna acerca de la calidad y temática de algunos programas (de alta sintonía, sin duda) que inundan los canales de televisión abierta. Prefiere dedicar toda su energía a marginales desnudeces que ofenden su pudor. La CULTURA, así con mayúsculas, permanece relegada a las elites de los entendidos. Humilde condición que parece avergonzarse de sí misma. Mientras lo público se enorgullece de lo que llama sus artistas: los cantantes de baladas, el imperio de la cumbia permanente, las letras de doble y hasta triple sentido, los cómicos del garabato innecesario. ¿Es eso lo mejor de nuestra cultura? ¿Es eso lo que queremos hacer más visible? ¿Ese será nuestro legado a los que vienen?

No soy un tonto grave. Creo que hay que reírse y sobre todo reírse de sí mismo. Pero, ¿de qué nos reímos los chilenos? Basta mirar los personajes que acuñan nuestros humoristas. De los personajes cómicos que muestra semana a semana la televisión, una parte son huasos brutos, y la otra son personajes de población. Es decir, ridiculizamos a la clase trabajadora, precisamente a los menos afortunados con el modelo actual. Nos reímos de sus defectos, particularmente de sus ideas y de su dicción. Quizás sea un buen retrato nacional: la medida de lo que somos está en aquello de lo que reímos.

Lo que se observa, lo que se dice y lo que se usa no sólo se nutre de la exquisita riqueza cultural de las teleseries. También los informativos y otros programas llamados "de opinión" aportan su granito. Quienes todavía sufrimos de algún pudor, no pudimos evitar avergonzarnos con el espectáculo dado por un tenista que pedía lloroso perdón a su enamorada. A esto se sumó la extraordinaria cobertura que se le dio a "la cuarta mujer más hermosa del universo", cuando narró ante las cámaras el dolor de su rompimiento con otro insigne de nuestra ciudadanía. Y en eso caminan los medios. Creo que el chisme existe y debe ser cubierto por chismólogos profesionales. Pero cuando el chisme y la chabacanería cubren todo el escenario nacional, desplazando a hechos políticos, producciones artísticas y expresiones de otros ciudadanos más preclaros, hay síntomas de una grave enfermedad que afecta a todo el organismo nacional: la mediocridad. Y es que nuestra cultura está mostrando signos inequívocos de mediocridad. Me cuesta creer que no queremos conversar sino de fútbol, de tenis o de los problemas amorosos de los héroes deportivos. Me cuesta creer que esa televisión nacional cuya misión es la de proteger nuestra identidad y acervo cultural, sea cautiva del mercado y por lo tanto víctima de la misma mediocridad. Por ahí, un ejecutivo argumentó que la televisión sólo entregaba lo que la misma gente prefiere. Brillante observación, pero el ejecutivo aquel olvida que la gente (por qué nadie dice "el pueblo") aprende a preferir, los gustos de la gente se forman y transforman. Precisamente porque son subjetivos es necesario educar los gustos. Porque la cultura puede ser lo mejor, pero también puede decaer hasta lo peor.

No puedo experimentar sino nostalgia al recordar cuan distinta era la situación hace una década. Sobre todo la a actividad artística y cultural, el debate, la creación de espacios e ideas, sobre todo en el tiempo que precedió a la caída de la dictadura, eran de una riqueza y diversidad tal que produce admiración cuánto caímos. Pensemos sólo en el número y en la calidad de las publicaciones existentes en esos tiempos. Sobre todo la energía volcada en la proposición de espacios e ideas. Siento que fuimos, de algún modo, responsables o al menos cómplices, de haber desmovilizado toda aquella energía. Nos apoltronamos, nos convertimos en conservadores, evitamos la discusión y el debate: este parece un país en el que todos estamos de acuerdo. Qué vergüenza sentí cuando, al ser apresado el general, vi a mis propios compañeros alegrarse en privado mientras guardaban un pío silencio público. Eso es mediocridad, eso refleja acomodarse a los acontecimientos, dar ejemplo de cobardía moral y de incapacidad para trascender la propia conveniencia. Eso es lo que ha venido a ser nuestra cultura: mediocridad y cobardía.

Y de esta cultura compañeros están aprendiendo nuestros hijos. De allí nutren sus preferencias, sus valores, sus saberes y sus sentires. Contra el ejemplo de la mediocridad no hay "reforma educacional" ni "recursos frescos" que puedan. La cultura de la mediodridad se cuela por los huecos que deja nuestra indiferencia: "que el mercado lo rija, que el dinero y los balances digan la última palabra."

 

Alvaro Quezada S.

Agosto de 1999.-

 

 

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