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ANECDOCRONICAS DE PALLASCA/ Bernardo Rafael Alvarez
Saturday, 31 July 2010
MUNDO ENGAÑOSO Bernardo Rafael Álvarez Por falta de ataúdes algunos cadáveres tuvieron que ser enterrados envueltos en mantas, nos contó don Mesho Aguilar aquella vez cuando, niño aún (creo que en primer año de secundaria), estuve en su casa con mis profesores Moisés Porras y Mercedes Málaga, invitados para tomar un lonche. Habíamos llegado a Conchucos en una “excursión” que nuestro colegio, el Municipal Mixto San Juan Bautista, organizó como una suerte de “tour” por diferentes pueblos de la provincia (Lacabamba, Conchucos, Conzuzo y Pampas). En Conchucos, la tierra de nuestro inolvidable anfitrión, estuvimos dos días, insuficientes para conocerlo todo, pero bastantes para quedarnos prendados de la bondad de su gente. Muchos años atrás, siguié contándonos, un terremoto -como ocurre con las epidemias- se ensañó con la población más pobre. Es lo que suele ocurrir, pues, en nuestros países (¿se acuerdan de aquel tondero de Oscar Avilés en el que dice que “la gripe llegó a Chepén, ya llegó…?). Conchucos no es un pueblo pobre precisamente, pero es un pueblo peruano. Acaso más que su relativa opulencia material lo valioso que allí podemos encontrar sea el lado espiritual de los conchucanos. No nos cabe duda: son gente buena. Allí nació don Alonso Paredes, historiador sin formación profesional especializada, pero cuyo aporte –sustentado en su entusiasmo y amor por nuestro pueblo- es el habernos hecho conocer parte importante del glorioso pasado de Pallasca. Allí nacieron también Atilio y Adalberto Oré Lara, uno maestro y poeta, y el otro gran compositor de música criolla. Es el lugar donde vieron por primera vez la luz Ovidio Oré, uno de nuestros más talentosos fotógrafos, y Raúl Cardoso (“Reutilio” para sus más allegados), profesional de la salud con sentimiento de artista; y, claro, también “Fonsho” Aguilar, ingeniero y escritor, y Ricardo Paredes Vasallo, poeta y filósofo. Entre las víctimas de la epidemia, continuó don Mesho, una familia del lugar vio, con inmenso dolor, que también su hijo, de unos cinco años, se iba. O, mejor dicho, ellos mismos lo llevaban a enterrar. Pero nuestro Señor de las Ánimas es milagroso, enfatizó don Mesho no sin antes barrenos con una mirada pícara. Ocurrió que en el trayecto al cementerio, los llantos moderadamente melodiosos de los deudos, abruptamente se convirtieron en sorpresa, al principio, y en alegría, después. Este muchacho de miércoles en realidad no estaba muerto; solo había sufrido una suerte de catalepsia o algo así. Y, como suele acontecer, pasado el paréntesis febril, la crisis, ¡despertó! Además de la manta que lo envolvía, terminó siendo cubierto por abrazos y besos. La vida retornó a su normalidad y el río, límpido, continuó alimentando el valle. El casi muertito fue creciendo. Pero -¡no faltaba más!-, como consecuencia de aquel suceso, su nombre también creció. Al que le pusieron en la pila bautismal, sus amigos le agregaron este otro (dígannos si no es realmente significativo y pintoresco): “Mundo Engañoso”. Y, aunque parezca mentira, les aseguramos: es la puritita verdad. También el mundo a veces miente. ¡Palabra de don Mesho, caracho!
Friday, 28 May 2010
“…YA ME QUEDO SIN TI…” Bernardo Rafael Álvarez Fue en mayo de 1981 –cuando volví por segunda vez a Pallasca, mi tierra-, en el billar de don Beto (mi tío Humberto quiero decir), que supe cómo se llamaba aquella canción. Me acordaba, hasta entonces, de su melodía y solía repetirla tarareándola. Solo su melodía; la letra se había extraviado en la memoria y el título simplemente nunca lo conocí. Pero era bella, pues. Allí, en el billar, envueltos por una noche fría que la atenuábamos con unos sorbos de grog, estuvimos un grupo de muchachos, unos jugando y otros conversando y riendo. No estoy seguro o, mejor dicho, no recuerdo si ya había una bombilla eléctrica iluminando el ambiente o si continuaba –como un homenaje a la nostalgia- la cálida y sonora luz de aquella lámpara Petromax que año tras año había acompañado a nuestros mayores en sus noches de tertulia y juego. De lo que estoy seguro es que un poquito de melancolía nos invadió discretamente y, por ello, la conversación nuestra se convirtió en un rosario de reminiscencias. ¿A quién no le gusta hablar de canciones? Pues a mí gustaba y sigue gustándome. “Flor sin retoño”, de Pedro Infante, la escuchaba –cuando niño- en el tocadiscos de doña Yolita, la madre de Lucho Aparicio; también “Nataly”, esa bella canción en las voces de los Arraigada (“tenía un bello nombre mi guía…”); los boleros de Los Panchos; “Estelita” de Leo Dan. Estos otros temas: “Tronco Seco” en la voz irrepetible de Rómulo Varillas, “La Pacharaca” de Fresia Saavedra (“a trabajar, a trabajar, a trabajar…”) y, cómo no, “La Pollera colorada”, sonaban en otras partes. Pero aquella noche, en el billar de don Beto, la evocación de todas estas canciones y otras irrumpió como una noble insolencia en nuestros corazones. Alabábamos sus pegajosas melodías y echábamos flores sobre sus letras –tiernas o despiadadas, qué importaba-. Una de ellas nos conmovió de un modo particular, pero aunque tintineaba insistentemente en “la punta de la lengua” no se atrevía a mostrarse completa porque, en realidad, a pesar de los esfuerzos que desplegábamos no nos era posible recordar su título. Estaba, sin embargo, adherida como las figuritas de un álbum en el cuadernillo de nuestras preferencias musicales. Creo que pasó cerca de media hora, hasta que mi primo, el “gringo” Nan, como un émulo de Rodrigo de Triana, casi grita “¡Tierra!”. Había dado en el clavo: lo que nuestra bendita memoria se empeñaba en esconder era el nombre que los libros de zoología registran como el asignado a un ave zancuda “de gran tamaño, de las regiones cálidas de Asia y África, que tiene en las alas unas plumas blancas muy estimadas”. Y cómo diablos iban a acordarse de eso, me dirá alguno. Claro, cómo. Pues nosotros también nos hicimos una pregunta -distinta, claro está- tras el develamiento esperado: ¿Y por qué diablos a los autores de esta canción se les ocurrió ponerle semejante título? La respuesta fue simple: “Tuvieron que haber existido tres razones pero, por cierto, no como los motivos del oidor: Porque es un título bonito, porque es un título pegajoso y porque a los autores se les dio la gana, pues. Nada más. Ahora, a pocas semanas de haber fallecido su entrañable intérprete, debo decir que, aunque creo que su letra es terriblemente desesperanzadora y empujaría a cualquiera al despeñadero de los sentimientos, su melodía, en cambio, es bella y sigue gustándome y, cada vez que me acuerdo, la tarareo y parecerá absurdo pero me sirve como una suerte de catarsis. Sí, pues, estoy hablando de Marabú, el más conocido bolero que cantaba Lucho Barrios. 28 de mayo del 2010
Sunday, 9 May 2010
AQUELLA ROSA ROJA Mientras íbamos, mi hermano Jorge y yo, a saludar a nuestra tía Segunda, que vivía en Miraflores, me acordé de Meshito Cobián. Ese día, después de abrazar a la Biguita, nuestra madre, salimos de la casa y emprendimos la caminata por la avenida Arica para llegar al cruce de Paseo Colón y Wilson y tomar allí el colectivo. Era el día de la madre, el primero que lo pasamos en Lima. Aunque probablemente las celebraciones en homenaje a las mujeres que traen niños al mundo tengan algo de similitud en Lima y Pallasca, creo sin embargo que las emociones que se experimentan son distintas o, diría mejor, eran distintas. Para comenzar, en mi tierra no había los regalos como los que puede encontrarse en Lima y por ello los hijos tan solo regalaban una muy humilde tarjetita confeccionada en el salón de clase o simplemente daban un abrazo (no era costumbre dar besos). Las actuaciones en los colegios eran muy sencillas, pero lógicamente su significado era gigante para las señoras. El escuchar los poemas torpemente recitados por algunos chiquillos las alegraba en demasía. Ah, pero cuando Meshito se presentaba y leía un discurso alusivo, era otra cosa, y las consecuencias, previsibles: todas o casi todas las madres lloraban a moco tendido. Recuerdo que mi padre en casa comentaba con regocijo sin escatimar palabras de elogio para aquel muchacho culto e inteligente que entonces estudiaba en el colegio agropecuario; “sigan su ejemplo”, quería decirnos. Eran discursos, leídos con énfasis y dramatismo, en que hablaba del sacrificio de las madres incomprendidas y de los hijos infames que retribuían adversamente el amor recibido. Debo reconocer, sin embargo, que lo más emocionante para mí fue un poema recitado a medias en una de aquellas actuaciones. Pero lo que causó gracia a todos, fue una dramatización de aquella conmovedora canción cantada por Leo Marini, “Corazón de Dios”, en que nuestro inolvidable Valducho, aparecía representando a una madre que mecía en sus brazos a una criatura. Ah, creo que me olvidaba del poema aquel. Pues, les cuento, fui yo quien lo recitó pero, repito, a medias: por tímido o “vergonzoso”, solo pude decir la primera estrofa ante el “culto público pallasquino”, y enseguida prorrumpí en un inesperado y estúpido llanto. Como es de suponer, esto no conmovió a nadie más que a mí; el público solo atinó a sonreír con compasivo disimulo, naturalmente. Bien, de eso me acordé también cuando pasaba por la avenida Arica y me acordé además que en Pallasca todos los niños, el día de la madre, portábamos prendida en el lado izquierdo del pecho, una rosa roja que significaba que la madre estaba aún viva, y aquellos que la habían perdido llevaban una flor blanca. Jorge y yo, ese día -pasando por la avenida Arica- llevábamos orgullosos, como en nuestra tierra, la flor escarlata en nuestros pechos y nos sentíamos regocijados y felices porque Abigail, nuestra madre, estaba aún con nosotros dándonos cariño y alumbrándonos como un lamparín, es decir, cálidamente: luz y abrigo. (Cuatro años después, un cáncer maldito nos la arrebató, inmisericorde). El color rojo de aquella flor hecha a mano significaba, pues, vida y felicidad. Pero, lástima, a pesar de ese orgullo, tuvimos que hacer algo por lo que hoy –tantos años después- me arrepiento. Al ver que nadie, absolutamente nadie en Lima llevaba una flor en el pecho, medio avergonzados, tuvimos –sin ser vistos, felizmente- que sacar nuestras diminutas flores de satén y guardarlas en el bolsillo. No recuerdo qué es lo que pasó, pero la verdad es que no llegamos al cruce de Wilson con Paseo Colón y, claro, finalmente tampoco llegamos a saludar a la querida tía Segunda: probablemente habíamos preferido (¡muchachos de miércoles!) entretenernos caminando por esta Lima, para conocerla mejor; pero hoy, tantos años después, me doy cuenta de que cada vez la conozco menos y que esconder, digamos que cobardemente, aquellas simbólicas flores hechizas no fue más que un acto innecesario y ridículo e imperdonable. 9 de mayo, 2010.
Wednesday, 27 February 2008
LA DIFTERIA LLEGO A PALLASCA...
LA DIFTERIA LLEGÓ A PALLASCA Bernardo Rafael Álvarez Probablemente ya nadie recuerda –y, tal vez, Juan Saavedra menos-, una de las etapas difíciles que le tocó vivir a Pallasca: aquella que significó el haber tenido que enfrentar a la epidemia de difteria que, en 1964, castigó sensiblemente a las familias más pobres de algunos barrios y caseríos (¡como siempre, las familias más pobres!). Gracias a Dios y a la oportuna atención que el gobierno de entonces puso en el hecho, movido por la campaña periodística que en gran medida activó María Cristina Nadramia -hermana del “Chucro” Raúl-, el número de las víctimas mortales (¡niños todos!) no fue excesivo. Llegaron varios médicos del Ministerio de Salud, incluso el ministro mismo, en atronadores helicópteros; también, por propia cuenta y empujado por su proverbial bondad y cariño por los paisanos, arribó –conmoviendo a todos- el inolvidable doctor Justiniano Murphy Bocanegra. La presencia de los reporteros gráficos de algunos diarios fue algo sumamente novedoso: se metían por todas partes con sus gigantescas cámaras fotográficas, en busca de la noticia. En honor a la verdad, debo decir que no les fue fácil encontrarla. No es que la geografía fuese adversa, escabrosa, inaccesible; tampoco que la gente se mostrara huidiza, huraña, poco colaboradora. Nada de eso. Es que, no obstante lo delicado y grave de la situación, el drama no fue tan desmedido como para generar noticias periodísticas, digamos, vendibles. Hay que agradecer que no haya sido así. La tarea de la prensa, por ello, tuvo que llevarse a cabo echando mano a la imaginación. Ingresaban a los locales escolares, mientras los profesionales de la salud -auxiliados por don Jesús Álvarez, sanitario del pueblo, y también por nuestros paisanos Tomás Zúñiga y Mario Vidal- revisaban los ojos de los niños, en busca de los síntomas o indicios de la enfermedad; y ahí, ellos, los fotógrafos, tomaban fotos a diestra y siniestra. Puedo adivinar que el mayor número de imágenes que saturaron sus rollos debió haber sido de paisajes y caritas sonrosadas y “pispadas”. Entre los que acudieron a Pallasca se encontraba, con cámara y maletín en mano, un señor apellidado Miró Quesada que decía estar impresionado por la belleza de la ciudad, por la armonía estética de su Plaza de Armas y el valor histórico y artístico del templo de San Juan Bautista; era lo que podríamos llamar “un turista humanitario”, o algo por el estilo. Por cierto, su apellido dio lugar a que los “togados” –hospitalarios como todos los pallasquinos- le brindaran una atención especial. Aun a pesar de lo penoso que pueden ser ciertas circunstancias, los hechos pintorescos y anecdóticos se dan en todas partes; y, en efecto, eso también pasó en Pallasca: mi prima Flor Vidal recuerda que mientras se celebraba un matrimonio, todos -excepto los novios- abruptamente abandonaron la ceremonia y, empujados por la curiosidad, corrieron al estadio para ver al primer helicóptero que aterrizaba trayendo ayuda. Como dije al principio, los muertos no fueron muchos. Los periódicos capitalinos se encargaron de dar cuenta de ello; uno, El Correo, contaba que, por falta de ataúdes, a los niños fallecidos se les velaba en sus propias camas, cubiertos por frazadas de bayeta, y daba fe de su afirmación con una medio convincente imagen fotográfica de primera plana. Efectivamente, allí se veía a dos criaturas de espaldas (a uno de ellos lo reconocí al toque: era Juan Saavedra Urbano, hijo de don Amelio), acostados sobre una tarima y alumbrados por una vela que su padre llevaba en la mano. Muchos años después, en Lima, cuando en medio de una conversación surgió el nombre de Pallasca, alguien que inmediatamente se convirtió en mi amigo, me dijo, emocionado: yo estuve allí. Era, precisamente, el autor de aquella irrepetible foto necrológica; y me confirmó que, como dije antes, fue Nadramia Murphy la que procuró el viaje de los periodistas. Es posible, como lo expresé antes, que Juan –ya no dormido como entonces- no se acuerde, o que nunca haya sabido lo que ocurrió, debido a que la epidemia jamás llamó a su puerta; pero de que está vivo, así como su hermano, nadie puede negarlo. Claro que, naturalmente, no voy a darle las señas de mi amigo de la prensa escrita, para evitar, por si acaso, que lo maldigan (uno nunca sabe). Aquella cruel y al mismo tiempo piadosa invención periodística sirvió para que la ayuda del Estado no fuese tardía. A veces –ahora lo confirmo- las mentiras, antes que reprobación, merecen una entusiasta gratitud.
Sunday, 27 January 2008
LA CONSHENSHA, LA CONSHENSHA...
Nunca a nadie en Pallasca se le ocurrió averiguar la razón del insólito remoquete. Pero estaban seguros que, por donde se le viera a nuestro personaje, no era posible encontrarle carencias físicas: del meñique al pulgar, los dedos estaban completos, y las orejas, sin mácula alguna, mostraban con orgullo sus gruesos pabellones. Por ello (cosas del ingenio popular), el apelativo, chapa, mote o apodo, que, sabe Dios quién le puso, resultaba por demás increíble. A manera de broma, sus amigos más cercanos y, por supuesto, de más confianza, le decían que cuando ocurría un fallecimiento en el pueblo y el cortejo pasaba frente a su casa él comentaba -no sabemos si con tono de pena o de sarcástico orgullo-: “A ese muertito lo curé yo”. Y, créanlo, no se enfadaba, tenía correa, y como estaba seguro de que en la chanza no había un ápice de mala fe, lo que hacía era echarse a reír. No era, como nadie lo es, un dechado de perfección; era simplemente un ser humano, con debilidades y fortalezas (¡hasta los curas lo son!). Cuentan que alguna vez, por haberse “enredado” medio clandestinamente con una señora que vivía sola, el hermano de esta, probablemente empeñado en tutelar la moral familiar o la reputación del apellido (cosa que, hay que decirlo, en cuestiones de amor es una inadmisible exquisitez o, mejor dicho, una reverenda exageración), le propinó una “carajeada” de padre y señor mío. Nuestro personaje, dicen, simplemente no respondió y con estoicismo mesiánico, casi acurrucado como una indefensa criatura, tuvo que soportar sin un gemido la inmisericorde “cuadrada”. Más tarde, cómo no, sus amigos le increparon por aquella inesperada muestra de debilidad. “¿Por qué te acobardaste?”, le dijeron. Su explicación, extremadamente lacónica, no podía estar más ajustada a la realidad ni dejar de ser, a pesar de todo, hilarante: “La conshensha, pues, la conshensha...” (Eso es: no hay justicia más cabal e inapelable que la administrada por la conciencia). Durante un buen número de años trabajó en Conchucos; era sanitario, es decir, una suerte de “médico rural” sin diploma universitario: el que aplica las vacunas y trata la tifoidea, el que receta lavativas y vinagre “bullí” y cura de las picaduras de “huaylulo”. Y allí, en la tierra de don Mesho, se resolvió el enigma. “¿Por qué?”, se atrevió a preguntarle un inquisitivo conchucano. Lejos de incomodarse (pues, ya lo dijimos, tenía correa), se sintió feliz por la curiosidad del “tiralazo”. Es que durante casi toda su vida esperó esa pregunta; siempre quiso dar a alguien la respuesta que íntimamente le regocijaba y que pugnaba por salir a la luz: directa, rotunda y satisfactoria, pero, sobre todo, ingeniosa. El era así: agudo y mordaz. Tras ser absuelta la interrogante, el epílogo –es fácil de adivinar- fue una estentórea carcajada, jadeante, interminable, como aquellas volcánicas que expulsaba en nuestra tierra don Pancho Nina. “Me dicen “mocho”, respondió don Reinerio, por una sencilla razón: en mi pueblo soy el único varón que no tiene cachos”..
Monday, 15 January 2007
¡ESE GOL, CARACHO! Era mediodía con nubes imprudentes. Al ver que los jugadores del equipo contrario, con la pelota en su poder, se aproximaban amenazadoramente a nuestro arco, mis compañeros exigieron en coro: “¡Sal, sal!”. Nunca antes yo había jugado fútbol. En realidad, debo decir que jugué poco durante mi infancia, poco y mal. Pero, a pesar de todo, como ven, hasta le entré al fútbol. En mi pueblo y en aquella ya lejana época los juegos eran bastante sencillos: tejo, trompo, cercena, bolitas, chapitas, “frijush”. Simples. Y de pobres, como lo éramos casi todos. Mi padre era maestro de escuela y, gracias a ello, tenía un ingreso mensual permanente: su sueldo. Pero, díganme, ¿cuándo los maestros no han sido pobres en el Perú? El tejo, el trompo, las bolitas (es decir, las canicas), son juegos que todo el mundo conoce, por ello no voy a detenerme a explicarlos. La cercena era una chapa de botella que, a fuerza de ser chancada con piedra o martillo, quedaba convertida en un filoso disco al que se le perforaba dos hoyos centrales, a la manera de un botón, por los cuales se hacía ingresar un pabilo que, atado en sus extremos, era estirado por ambas manos y sacudido dando lugar a que el objeto metálico girase para atrás y para adelante zumbando como moscardón; la gracia del juego estaba en el enfrentamiento de dos chiquillos, cada uno con su cercena, tratando de cortar la pita del contrincante. Los “frijush” eran los frijoles, pero aquellos con manchitas, que se comen fritos o tostados, también llamados ñuña; con ellos se jugaba casi como con las canicas, disparándolos a ras de suelo, con el dedo índice. Algo similar se hacía con las chapitas, cuya concavidad era rellenada con greda húmeda para que tuviese un peso conveniente. Todos mis amigos eran expertos en estos lúdicos menesteres. Yo los admiraba, creo que con algo de envidia: la vigorosa capacidad para romper trompos de un solo tiro o expulsarlos del círculo, por ejemplo, nunca formó parte de mis méritos, y pensar en ganarlos alguna vez me parecía, simple y llanamente, un sueño inalcanzable. Dicen que es de honrados ser conscientes de las propias fortalezas y debilidades; creo que al menos respecto de estas últimas -mis debilidades- yo nunca he sido mezquino al reconocerlas. Por eso creo que era una exageración completamente descabellada eso de que yo era inteligente. Recuerdo que comentaban que los de “cabeza palca” (claro, como la mía: con la nuca plana) eran poseedores de cierta superioridad intelectual. Jamás supe de dónde pudo haber salido tan peregrina teoría (¿de la Alemania Nazi, tal vez?). Pero, bueno, la verdad es que hasta para esos elementales juegos fui tan torpe como un oso en hibernación. Y en fútbol, lo digo con algo de vergüenza, demostré que era lo que se dice una verdadera zapatilla. Había algo que me producía un terror casi paralizante: la posibilidad de recibir un pelotazo en plena cara. Sin embargo, jugué de arquero. Sí, señores, ¡de arquero! Y contra todo cobarde pronóstico, no me patearon ni recibí el temido pelotazo. Salí, pues, ileso. Pero si bien en mi cuerpo no sufrí contusión o rasguño alguno, moralmente quedé resquebrajado (con “una cicatriz rencorosa”, habría dicho Borges). Jugué no más de diez o quince minutos. Entonces, como ahora también, no entendía el significado de algunas expresiones del argot deportivo: “¡Sal, sal!”. Azorado y sintiendo íntimamente, como un virtual cínico, que la culpa no era mía, escuché –esto sí como un feroz puntapié en la espinilla- que los labios de los enfervorizados integrantes del equipo que nos atacaba pronunciaban desaforadamente una dulce palabra para ellos, pero que aquella vez en mis oídos sonó a palabrota. Yo acababa de cumplir al pie de la letra la desesperada orden (¡qué bestia!, dirán algunos): “¡Sal, sal!", repitieron todos, y yo, obediente, salí del arco, pues, y, claro, también del gramado porque –no faltaba más- mis amigos hicieron lo que tenían que hacer: me botaron del equipo. El gol que, claro, había resultado irremediable le agregó fuego a la timidez del meridiano y letras mayúsculas a mi torpeza. Prácticamente, nunca más volví a una cancha.
Tuesday, 12 December 2006
NUESTRO REGALO DE NAVIDAD
NUESTRO REGALO DE NAVIDAD Feliz Navidad. Esto es lo que acostumbramos decir, junto a un efusivo abrazo, a nuestros familiares y amigos, a partir del momento en que el reloj de la casa indica que son las doce de la medianoche o, dicho de otro modo, las “cero cero horas”. Y, claro, ese deseo es expresado con auténtica sinceridad y mucho, mucho cariño. Al menos así parece en la generalidad de los casos pues, por cierto, no falta una que otra hipocresía por allí.
Si el equipo estéreo no está encendido, es el televisor el que, solemne y majestuoso, nos acompaña con una musiquita suave como caricia, casi siempre “Noche de Paz”, tocada por una orquesta sinfónica y cantada por un coro. Afuera, algunos cohetones y rascapiés y luces de bengala y niños mataperros que, con ganas de fregar, no pierden ocasión de reventar una que otra “rata blanca”. Todo es alegría. La mesa está poblada de unas delicadas copas de cristal con vino espumante; al centro un panetón cortado en una docena de tajadas y, delante de las sillas bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si las vacas flacas (casi vitalicias las condenadas) pudieron ser reemplazadas por vacas gordas, el pavo horneado en la panadería de la esquina también formara parte, si o si, de este cálido paisaje de entrecasa, con puré de manzanas, por supuesto. La ventana, con las cortinas corridas, muestra a la calle desde hace algunos días, filas de luces intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas, arbolitos, flores... Todos, padres, hijos y abuelos –si los hay- están o, mejor dicho, dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta del Amor, pues. Y hay que celebrarla como Dios manda, sin excesos. Pero, eso si, que los niños no pongan limite a su regocijo porque, claro, para ellos es la Navidad: ellos representan, según se dice, al niño redentor de hace dos mil a?os que, ahora de porcelana y medio patas arriba, reposa en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con Virgen, con vaca y con burro. Ah, y aquí están sus regalos: carritos, pistolas, pelotas, etc., etc., etc. Lo que, y lo digo sin resentimiento ni pena, no recuerdo haber tenido yo en mi infancia. En mi tierra, Pallasca, la cosa era distinta. No había panetones, entonces, y creo que tampoco carritos, pistolas...como los carritos y pistolas que hay ahora. Pero, valgan verdades, todo era, como dicen los muchachos de estos tiempos, bacán: ternura a manos llenas, candor a flor de piel. Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba alguna misa a veces (la de gallo, naturalmente); digo a veces porque el cura casi nunca paraba en mi pueblo porque casi siempre estaba en otros lugares donde, sin duda, la gente era más dadivosa a la hora de la limosna (y, probablemente, a otras horas también). En algunas casas se armaban hermosos y nutridos nacimientos. Mi padre me contaba que el más grande y original era el que hacía muchos años presentaban en su vivienda las medio beatas hermanas Monzón. Yo conocí los de doña Valentina, antes de llegar a Santa Lucia, bajando hacia la Calle Grande; de doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de don Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa Lucia, de doña Paquita...Aparte de esos papeles gruesos de costal de azúcar, estrujados y manchados de verde y marrón para tener la apariencia de cerros, lo más notorio (aparte también de las ovejitas o “guachitos” y otros adornos), eran las achupallas y el musgo los que ocupaban lugar preferente y contribuían con el conveniente y significativo toque serrano y, digamos, ecológico. Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro, eran visitados por los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de chiquillos y también no tan chiquillos, vestidos con poncho, sombrero y mascara de pellejo de carnero, cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos “huaygush”) disecados, y que bailaban al compás de sonajas hechas con latas de leche Gloria y piedrecillas y cantaban animados y pegajosos villancicos de la selva: “Niño Manuelito, que te puedo dar: ricos buñuelitos envueltos en miel...” No faltaba algún palomilla (pienso ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con infantil picardía, se atreviera a modificar la letra, poniendo, en lugar de “ricos buñuelitos”, “una lata de habas”. Los dueños de casa, casi siempre tolerantes y bondadosos (con bondad cristiana, claro está), les invitaban chocolate caliente y bizcochos. Pasada la medianoche había que irse a dormir. Ah, pero antes de las seis de la mañana el ritual era impostergable: levantarse y acudir al balcón de la sala. Es lo que hacíamos mi hermano y yo. Antes de acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos cómodos e inolvidables “chancabuques” que nos hacía don “Lonsho” Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, oh maravilla, comprobábamos dos cosas: que Papa Noel existe y que esa noche nos había visitado, generoso. Alegría ingenua y abundante. Una, dos, tres, cuatro, cinco monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el brillo de la nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y don Diego Baltodano preparaban en junio los helados y raspadillas. Ya teníamos nuestro regalo de Navidad, modesto pero suficiente para comprar bolitas de cristal en la tienda de don Víctor o galletas de soda en la de don Pancho Nina. Para que pistolas, para que carritos. Abusivos, como no, mi hermano y yo en las tres o cuatro noches siguientes volvíamos a dejar los zapatos en el mismo sitio. El viejito de blanquísima barba y botas negras seguía bondadoso aunque, claro, progresivamente iba disminuyendo la dosis de “pesetas”. Este Papa Noel era realmente un papa bueno. Lo fue para nosotros. Jamás lo olvidaremos. Bernardo Rafael Álvarez
Saturday, 22 July 2006
ESTE GALLO DE MIÉRCOLES
El maestro Rafa, mi padre, solía aderezar sus clases con unos relatos increíblemente hermosos; hermosos por las historias propiamente dichas, pero además y especialmente, por la manera cómo los contaba, histriónicamente: si se trataba de hacer referencia a un caballo, por ejemplo, imitaba el sonido del trote -"pacatán, pacatán..."- y, frente a los alumnos, se desplazaba dando trancos equinos (toda una ilustración audiovisual bastante contundente). Los niños gozábamos sobremanera. El cuento que los infantes de entonces, y hoy laboriosos adultos, recuerdan con más cariño -aparte de aquel nombrado como "La vieja patera"- es el bello e inverosímil relato al que don Rafa llamaba "Los músicos de la aldea" (en realidad, versión de un cuento de los hermanos Grimm). En él se hablaba, efectivamente, de unos músicos, pero de unos músicos nada convencionales o, como se les llamaría hoy en día: atípicos. Un asno, un perro, un gato y un gallo conformaban, con sus propias voces, un estridente y desafinado cuarteto grotescamente festivo: una orquesta de los mil diablos, diría mejor. Estos animales, viejos y cansados, habían dejado las viviendas de sus amos por una razón: por inservibles. El asno carecía de fuerzas suficientes para cargar bultos pesados sobre sus lomos; el perro dormía excesivamente y nada podía hacer si un ladrón osaba irrumpir en la casa; el gato, con las uñas y la agilidad perdidas, había dejado de ser un buen cazador de ratones. Una sola palabra los definía: inútiles, dramáticamente inútiles. El gallo acumulaba similares deméritos: había perdido la puntualidad al dar la hora en las madrugadas y su canto más parecía, ahora, un estertor. Pero, a diferencia de sus hoy compañeros de infortunio, el último día en la casa de sus amos estuvo a punto de servir para algo, y precisamente por ello es que resolvió darse a la fuga. Ese día iba a llegar una visita importante y el había sido elegido como plato de fondo para el almuerzo. Gracias a Dios pudo enterarse a tiempo de los letales propósitos. Don Alipio Villavicencio, entusiasta y creativo profesor de la escuela primaria de varones de Pallasca, además de "medio poeta" -como se le hubiese ocurrido decir a un crítico canalla-, también, como en el relato de don Rafa, tenía un gallo en casa. Y a él, nuestro paisano nacido en Tauca, pues, está dedicada esta anecdocrónica. La educación que se impartía en la época en que se sitúa esta historia era, por decirlo sin exageración, buena. No como en estos tiempos de planes, directivas y reformas. No obstante la limitada preparación académica de los docentes (casi todos eran de "tercera categoría", es decir, sin título profesional) ellos eran, realmente, maestros cabales que contribuían positivamente a la formación de los niños y jóvenes y, por ende, al desarrollo de los pueblos. Ahora, por el desinterés de los gobernantes, la irresponsabilidad de los sindicatos, el influjo nocivo de los medios de comunicación y el bajo nivel nutricional, nuestra educación se ubica casi a ras del suelo. No era este el problema de entonces. Ya lo dije, la educación era buena y los profesores, en verdad, maestros. El Ministerio de Educación impartía directivas, naturalmente, pero antes que preocupaciones de orden estrictamente didáctico, que es lo formal, el interés se centraba en lo que había que enseñar. Un inspector cumplía, de vez en cuando, con verificar el desarrollo normal de la tarea educativa. Visitaba los pueblos de la jurisdicción a su cargo, hacía preguntas a los profesores, evaluaba -si creía conveniente- a los alumnos y elaboraba un informe. Muy raramente se topaba con situaciones que pudieran considerarse anómalas. Sí, en cambio, con ocurrencias anecdóticas, como aquella en que cierto inspector, al haber recibido una insatisfactoria respuesta acerca del autor de El Quijote, apesadumbrado comentaba que en la escuela que había visitado "nadie conocía a Calderón de la Barca”. Cuando las circunstancias lo ameritaban, recomendaba y aconsejaba, siempre de buen grado, de modo que nunca se generaban enemistades, todo lo contrario, se ganaban amigos. Y eso es, justamente, lo que ganó el inspector de esta historia -cuyo nombre no recuerdo, pero puedo asegurar que no era aquel de la descabellada referencia al autor de Fuenteovejuna o, perdón, de La vida es sueño. Ya lo dije: este inspector ganó amigos. En cierta ocasión llego a Pallasca cuando allí, en la Escuela Prevocacional 293 aún laboraba don Alipio Villavicencio antes de trasladarse a la escuelita unidocente de Shindol. Efectuó, porque para eso había ido, su labor de control y, antes de retornar a la Capital de la Provincia, recibió -como se acostumbraba- un "agasajo" por parte de los profesores de los centros educativos primarios, de varones y de mujeres. La reunión, una comida en casa de don Víctor Alvarado, resultó muy animada y se prolongó hasta cerca de la medianoche. Don Alipio, que se encontraba allí, casi al finalizar se acercó emocionado al inspector y le pidió hacer un aparte para conversar. Luego de elogiosas expresiones, le hizo una invitación: "Mañana, señor, quiero tenerlo en mi humilde casa para almorzar; tengo un gallito que me gustaría guisar en su honor..." El inspector se alegró por tanta amabilidad y, por supuesto, sin pensarlo dos veces, aceptó el ofrecimiento. Concluido el ágape nocturno, todos se retiraron, intercambiando abrazos y sonrisas. Al día siguiente, temprano, don Alipio comunicó a su esposa la decisión adoptada la noche anterior. La señora, imperturbable, dio su palabra: “¡No!”. Evidentemente, don Alipio había cometido un error: no haber conversado con ella anticipadamente o, dicho de otro modo, no haberla consultado. Ninguna explicación pudo hacer que se revirtiese la rotunda negativa. A eso de las 11 don Alipio, avergonzado y pensando en una excusa apropiada, fue en busca del inspector. Cuando estaba a punto de producirse el encuentro, surgió la idea salvadora: "Vengo -dijo- consternado a pedirle mil disculpas." "¿Por qué, amigo Alipio?", preguntó el inspector. "Es que la invitación que le hice anoche no va a poder hacerse realidad." Su interlocutor no podía zafarse de la sorpresa. Continuó don Alipio: "El gallo de miércoles que pensaba guisar en su honor, como si hubiese adivinado, se ha escapado de la casa y no me ha sido posible encontrarlo". Lo que en un principio parecía contrariedad, se convirtió en una piadosa y sonora carcajada. "Para otra vez será." En horas de la tarde, y después de almorzar sabe Dios dónde, el inspector tomó su caballo y se marchó a Cabana. Y, claro, nunca se presentó una nueva oportunidad. Y aquí, así, termina la historia. ¡Quiquiriquí!
Friday, 21 July 2006
HUACASCHUQUE, TAL COMO SUENA Uno de los más reconocidos y, naturalmente, recordados profesores, es decir –vamos a decirlo con más propiedad-, maestros, que ha tenido Pallasca en la otrora Escuela Prevocacional 293, es don Oscar Sandoval Cerna. Culto, inteligente, sensible, el maestro Oscar, nacido en el distrito de Bolognesi, ponía de manifiesto una muy agradable cualidad: era ingenioso (sin duda, debe seguir siéndolo) y tenía una “chispa” tan brillante como un relámpago. Alguna vez –lo recordamos muy bien-, un chiquillo que jugaba en la plaza de armas, alrededor de la pileta central, al verlo pasar cerca le saludo con todo respeto pero incurriendo en un leve error: en vez de “buenas tardes” –porque eran como las 3 pasado el meridiano- le dijo “buenos días, maestro”. Con agilidad mental de rayo, sin mediar palabra o gesto adicional y con aparente displicencia, don Oscar respondió rotundo: “buenos días, hijo, ¿cómo has amanecido?”; y, esbozando una irónica sonrisa, siguió su camino hacia la esquina de El Shinde para luego descender a la Calle Grande, donde tenía su casa. Nosotros –los otros chiquillos de entonces- que también nos encontrábamos allí y que nos habíamos percatado del “revés”, crueles e ingenuamente sádicos nos echamos a reír sin piedad; el autor del involuntario despropósito se puso rojo de vergüenza. Pero, bueno, como habría dicho don Ricardo Palma, a otra cosa mariposa. En realidad lo que queríamos contar es una anécdota distinta en la que, siempre pintoresco, siempre impredecible en sus respuestas, siempre lucido, también –felizmente- aparece don Oscar, el maestro Oscar, queremos decir. La buena gente de Huacaschuque –la de los lavaderos de oro- estaba empeñada en que su pueblo –que durante la década de los 50 aún era un caserío anexo a Pallasca- se convirtiese en distrito y con ese fin habían iniciado las medio engorrosas gestiones ante las diferentes reparticiones del Estado encargadas del asunto. Y, bien, como casi siempre ocurre en estas cosas, la demora se prolongaba y prolongaba. La paciencia, como no, pudiera haberse agotado pero, testarudos porque la razón les asistía, los huacaschuquinos no estaban dispuestos a desmayar: tanto se había hecho y, probablemente, tanto también se había gastado, que dejar aquella gestión inconclusa simplemente hubiera sido de necios. Y no, pues, nadie en el pueblo y mucho menos ninguno de los que en la Capital de la Republica iban y venían de oficina en oficina, querían terminar con una lamentable frustración. Gobernaba entonces –quien no se acuerda- don Manuel A. Odría, hombre que –hay que reconocerlo, nos guste o no- dejo para un sector de la población o, mejor dicho, de la “clase política”, un recuerdo deplorable (dictadura, pues) y para muchos pueblos y ciudades más de una obra de significativa importancia (colegios, especialmente); y su esposa, doña María, indiscutible ejemplo de decencia y preocupación por los niños, además de decidoras anécdotas (reales o inventadas, no sabemos) motivadas por sus rasgos físicos y por el dejo que mostraba al hablar. Todo indicaba que aquel gobierno sería el encargado, una vez cumplidos los trámites pertinentes, de cumplir con dar la ley de creación del nuevo distrito. Pero a don Manuel, tan ocupado en otras cosas, no le importaba poner atención en estas cuestiones “fútiles”, o -simple y llanamente- desconocía de las expectativas que cifraban en su gestión los pobladores de esta parte del país. Cualquiera fuera la razón por la que la autorizada firma no llegaba a ser estampada en la norma definitiva, lo cierto es que, sin perder el optimismo, los huacaschuquinos echaron mano de un recurso que, casi a última hora, les pareció lo más eficaz. Si, pues: “don Manuel será todo un presidente, pero es, sobre todo, una persona con algo de vanidad y eso, su vanidad, eso es lo que hay que tener en cuenta”, sugirió alguien por allí. Y, en efecto, eso iba a hacerse: aparte de la inserción en el expediente de todos los requisitos que el procedimiento exigía (información sobre la densidad poblacional, los recursos económicos, etc., etc.) surgió un nuevo elemento que, a todas luces, resultaría decisivo, convenientemente decisivo: proponer que, en lugar de Huacaschuque, que era la ancestral denominación del pueblo, el nuevo distrito lleve el nombre de Manuel A. Odría como homenaje y reconocimiento a las calidades del Presidente de la Republica y además –esta era la razón real, pero se la mantenía discretamente escondida- como un argumento que llenaría de orgullo al gobernante y le haría interesarse en el caso tanto como si fuera algo personal. El razonamiento era simple pero coherente: ¿Quién –ocupando un cargo temporal- no quisiera trascender y que su nombre se perpetúe, más que en una placa de bronce o de mármol, en el uso irremediablemente cotidiano de los agradecidos habitantes de un pueblo del Perú? Todos en algún momento incurrimos en ese sueño, y eso no es, no puede ser, un pecado. Y ese sueño, que aún no se había atravesado por la mente de don Manuel, estaba a punto de producirse. Pero, lamentablemente para el presidente tarmeño que tuvo como uno de sus más infaustos ministros a Esparza Zañartu –que ocupo la entonces tenebrosa cartera de Gobierno y Policía- la realidad se impuso sobre los candorosos devaneos oníricos. Y para eso, señores, es que en esta historia se hizo presente don Oscar Sandoval Cerna. Antes de presentar formalmente la propuesta, un grupo de huacaschuquinos fue en su busca para pedirle un prudente consejo. Después de escucharlos, el maestro Oscar los felicito por su propósito y, especialmente, por la inteligente iniciativa. “Tienen razón, les dijo, las gestiones se agilizarían enormemente y no sería de sorprenderse si, después de presentada la propuesta del cambio de nombre, al día siguiente ustedes tienen la ley de creación del distrito en sus manos.” Todos le oían, satisfechos y regocijados; pensaban que, sin duda, habían acertado. “Pero, agrego don Oscar, hay un pequeño inconveniente.” “¿Cuál, maestro?”, preguntaron en coro. Don Oscar continuo: “Cuando, en el futuro, ustedes o sus hijos tengan que recurrir ante alguna entidad pública o privada o suscribir algún documento legal y deban responder por sus “generales de ley” habrán de decir que son hijos naturales de Manuel A. Odría; y les aseguro que se avergonzaran cuando otras personas les miren sorprendidas al enterarse que ni siquiera son hijos legítimos.” ¡Suficiente, fue suficiente! “Ni hablar, don Oscar, que todo siga igual”, replicaron rendidos. Y, así, todo siguió igual hasta estos días, y así habrá de seguir, quien sabe por los siglos de los siglos: Huacaschuque, tal como suena. Y, por cierto, con hijos orgullosos y nunca avergonzados de su santo terruño: legítimo y natural, ¡como Dios manda!
Friday, 21 April 2006
DESVELOS MATEMÁTICOS Y UNA RESURRECCIÓN ANUNCIADA Ningún pallasquino puede haber olvidado a don Lorenzo Paredes. Desconocer la cualidad pintoresca que era su sello sería como incurrir en una suerte de sacrilegio. Era el popular “Shinde”. Concentrarse los amigos frente a él, en su tienda ubicada en la esquina sur-oeste de la Plaza de Armas, era ineludible motivo de alegría; se libaba, moderadamente, a veces, unos vasos de cerveza y el aderezo principal de las reuniones eran las bromas, algunas suaves esporádicamente y casi siempre pesadas otras. Pero primaba la amistad, el respeto y las ganas de pasar un momento ameno, aun a riesgo de convertirse uno en lo que actualmente se llama “punto”, es decir, en víctima de las bromas que, en el furor de la emoción y la confianza, lindaban con el sarcasmo y la ironía mordaz. Pero había que aguantar, pues, o, mejor dicho, “tener correa”. *** Una de las historias -inventadas por él, indudablemente- era la de un –según decía- “eterno y brillante estudiante” de secundaria en Lima que al llegar de vacaciones a Pallasca y recibir las excesivas atenciones de sus padres, fue alojado en un dormitorio que daba a la calle en el que habían colocado una cama, dizque de “dos plazas”, es decir, con dimensiones exageradamente mayores a las de la puerta de ingreso; la cama incluía, naturalmente, un colchón de plumas, mullido para ofrecerle un reparador descanso, frazadas gruesas, no de bayeta ("¿bayeta?, ¡pero si eso es para para los cholos!", fue el comentario, según las malas lenguas), sino de algodón, etc; a la cabecera, la imagen protectora del Corazón de Jesús. Aquella noche -contra todo pronóstico-, el imberbe no pudo dormir y al día siguiente, a la hora del desayuno (con leche recién ordeñada, biscochos, queso y huevos pasados) el doncel mostró unas tan pronunciadas ojeras y exagerados y repetitivos bostezos. El padre se sorprendió y quiso adivinar la razón de tan deplorable estado, y creyó haberlo logrado: cayó en la cuenta -cuándo no- de que su único hijo varón, aprovechando la placidez de la noche, se dedicó a leer. (“Mi hijo va a ser intelectual o científico, de eso no tengo duda; ¡será el orgullo de la familia!”) Pero no fue aquello lo que ocurrió durante la vigilia. “No he podido dormir –declaró el muchacho-, porque he estado tratando de resolver un problema matemático y lamentablemente me he quedado frustrado por no haber podido encontrar el resultado.” La emoción paternal fue mayor porque, claro, se sabía que es de sabios sacrificar las horas de sueño para dedicarlas a ocupaciones de esa laya. “Bien, hijo, le inquirió, ¿cuál era ese problema?” La respuesta fue inmediata y no menos asombrosa: “¿Cómo han podido lograr que una cama tan ancha ingrese a través de una puerta tan pequeña? Yo he aplicado todas las formulas geométricas, trigonométricas, etc., y no he podido encontrar una explicación.” El padre, cuya emoción en esas circunstancias ya podemos adivinar, hizo lo que cabía para dar la respuesta requerida: llamó al empleado encargado de cuidar los animales y hacer otros mandados y le pidió que diese la explicación que necesitaba el hijito de marras. El fiel servidor doméstico, ni corto ni perezoso, se la dio enfáticamente: “Tuve que desarmar la cama, pues, señor”. *** Pero como a veces suele ocurrir (el rebote de la piedra puede golpear el propio rostro), en una ocasión el “punto” fue el mismo Lorenzo Paredes. Cuentan que un ingeniero cajamarquino que se había convertido en el cotidiano "caserito" de la chacota de "El Shinde" (se llamaba Macabeo Barriga, pero El Shinde solía llamarlo repetidamente así: “Macafeo Panza”.), decidió, para cortar definitivamente las bromas o burlas, llegar anticipadamente preparado con una respuesta rotunda e incontestable que sería el remedio definitivo. Nadie adivinaba lo que iba a pasar esta vez. Don Lolo comenzó a “batirle” con todo el ímpetu y la seguridad de su bien ganada capacidad de dejar mal parados (es un decir, lógicamente) a sus “víctimas”. El ingeniero, “con ajos y cebollas” le dijo lo que la rabia le inspiraba y, tras ello, extrajo de su bolsillo un revólver, colocó el dedo sobre el gatillo apuntando al pecho del ensoberbecido dueño de la tienda y en ese instante aterrado por lo que se le avecinaba, y presionó. El estruendo inundó el recinto y retumbó en toda la plaza de armas. Don Lorenzo cayó desplomado. Los amigos que participaban de la reunión, como no podía ser de otro modo, se abalanzaron a auxiliarlo. No encontraron una sola muestra de perforación, de rasguño y mucho menos de sangre. Desesperado, el yaciente exclamaba: “¡Busquen bien, por algún lugar debe haber ingresado la bala, por favor busquen bien, que me muero!” No era para menos. Macabeo Barriga, que solo empleó una bala de salva, se carcajeó a mandíbula batiente y, desde ese momento, dejó de ser para siempre, el objeto de las muchas veces excesivas burlas del inolvidable “Shinde” y, por cierto, dejó también de ser llamado “Macafeo Panza”. ¡Santo remedio, pues! (21 de abril, 2006)
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