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ANECDOCRONICAS DE PALLASCA/ Bernardo Rafael Alvarez
Tuesday, 12 December 2006
NUESTRO REGALO DE NAVIDAD

NUESTRO REGALO DE NAVIDAD


Feliz Navidad. Esto es lo que acostumbramos decir, junto a un efusivo abrazo, a nuestros familiares y amigos, a partir del momento en que el reloj de la casa indica que son las doce de la medianoche o, dicho de otro modo, las “cero cero horas”. Y, claro, ese deseo es expresado con auténtica sinceridad y mucho, mucho cariño. Al menos así parece en la generalidad de los casos pues, por cierto, no falta una que otra hipocresía por allí.

Si el equipo estéreo no está encendido, es el televisor el que, solemne y majestuoso, nos acompaña con una musiquita suave como caricia, casi siempre “Noche de Paz”, tocada por una orquesta sinfónica y cantada por un coro. Afuera, algunos cohetones y rascapiés y luces de bengala y niños mataperros que, con ganas de fregar, no pierden ocasión de reventar una que otra “rata blanca”. Todo es alegría. La mesa está poblada de unas delicadas copas de cristal con vino espumante; al centro un panetón cortado en una docena de tajadas y, delante de las sillas bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si las vacas flacas (casi vitalicias las condenadas) pudieron ser reemplazadas por vacas gordas, el pavo horneado en la panadería de la esquina también formara parte, si o si, de este cálido paisaje de entrecasa, con puré de manzanas, por supuesto. La ventana, con las cortinas corridas, muestra a la calle desde hace algunos días, filas de luces intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas, arbolitos, flores...

Todos, padres, hijos y abuelos –si los hay- están o, mejor dicho, dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta del Amor, pues. Y hay que celebrarla como Dios manda, sin excesos. Pero, eso si, que los niños no pongan limite a su regocijo porque, claro, para ellos es la Navidad: ellos representan, según se dice, al niño redentor de hace dos mil a?os que, ahora de porcelana y medio patas arriba, reposa en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con Virgen, con vaca y con burro. Ah, y aquí están sus regalos: carritos, pistolas, pelotas, etc., etc., etc. Lo que, y lo digo sin resentimiento ni pena, no recuerdo haber tenido yo en mi infancia.

En mi tierra, Pallasca, la cosa era distinta. No había panetones, entonces, y creo que tampoco carritos, pistolas...como los carritos y pistolas que hay ahora. Pero, valgan verdades, todo era, como dicen los muchachos de estos tiempos, bacán: ternura a manos llenas, candor a flor de piel.

Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba alguna misa a veces (la de gallo, naturalmente); digo a veces porque el cura casi nunca paraba en mi pueblo porque casi siempre estaba en otros lugares donde, sin duda, la gente era más dadivosa a la hora de la limosna (y, probablemente, a otras horas también). En algunas casas se armaban hermosos y nutridos nacimientos. Mi padre me contaba que el más grande y original era el que hacía muchos años presentaban en su vivienda las medio beatas hermanas Monzón. Yo conocí los de doña Valentina, antes de llegar a Santa Lucia, bajando hacia la Calle Grande; de doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de don Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa Lucia, de doña Paquita...Aparte de esos papeles gruesos de costal de azúcar, estrujados y manchados de verde y marrón para tener la apariencia de cerros, lo más notorio (aparte también de las ovejitas o “guachitos” y otros adornos), eran las achupallas y el musgo los que ocupaban lugar preferente y contribuían con el conveniente y significativo toque serrano y, digamos, ecológico.

Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro, eran visitados por los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de chiquillos y también no tan chiquillos, vestidos con poncho, sombrero y mascara de pellejo de carnero, cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos “huaygush”) disecados, y que bailaban al compás de sonajas hechas con latas de leche Gloria y piedrecillas y cantaban animados y pegajosos villancicos de la selva: “Niño Manuelito, que te puedo dar: ricos buñuelitos envueltos en miel...” No faltaba algún palomilla (pienso ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con infantil picardía, se atreviera a modificar la letra, poniendo, en lugar de “ricos buñuelitos”, “una lata de habas”. Los dueños de casa, casi siempre tolerantes y bondadosos (con bondad cristiana, claro está), les invitaban chocolate caliente y bizcochos.

Pasada la medianoche había que irse a dormir. Ah, pero antes de las seis de la mañana el ritual era impostergable: levantarse y acudir al balcón de la sala. Es lo que hacíamos mi hermano y yo. Antes de acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos cómodos e inolvidables “chancabuques” que nos hacía don “Lonsho” Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, oh maravilla, comprobábamos dos cosas: que Papa Noel existe y que esa noche nos había visitado, generoso. Alegría ingenua y abundante. Una, dos, tres, cuatro, cinco monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el brillo de la nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y don Diego Baltodano preparaban en junio los helados y raspadillas. Ya teníamos nuestro regalo de Navidad, modesto pero suficiente para comprar bolitas de cristal en la tienda de don Víctor o galletas de soda en la de don Pancho Nina. Para que pistolas, para que carritos.

Abusivos, como no, mi hermano y yo en las tres o cuatro noches siguientes volvíamos a dejar los zapatos en el mismo sitio. El viejito de blanquísima barba y botas negras seguía bondadoso aunque, claro, progresivamente iba disminuyendo la dosis de “pesetas”. 

Este Papa Noel era realmente un papa bueno. Lo fue para nosotros. Jamás lo olvidaremos.

 

Bernardo Rafael Álvarez


Posted by al4/alvarezbr at 5:16 PM EST
Updated: Wednesday, 4 May 2022 8:15 PM EDT
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