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BITACORA EXTRAVIADA / Bernardo Rafael Alvarez
Wednesday, 24 January 2007
NUESTRA CASA
No era la mas hermosa ciertamente, pero tampoco la menos atractiva: era nuestra casa y, por lo tanto, para nosotros era la mejor del pueblo. Su puerta de acceso principal (aunque no lo crean, tenia dos puertas) daba al jiron Alvarez Gonzales. Don Manuel, el de esos apellidos, fue un hombre notable en Pallasca a fines del Siglo XIX y en los primeros a?os del XX; probablemente se trataba de un pariente mio, no estoy seguro como tampoco lo estoy del Alvarez que llevo, pero de esto hablare en otra oportunidad. Esta calle, explico, empieza en la esquina surororiental de la Plaza de Armas y, en subida, avanza hacia el Este para terminar por donde se ubicaba la casa de don Ireno Aguilar (si, el se?or que tenia un “pick up” con huaynos de la Pastorita y del Jilguero y un molino de piedra en que se preparaban las harinas de nuestras humildes sopas y los panes caseros –los otros, los que vendia do?a Anatolia, eran hechos con “harina del norte”). Antes de llegar al final –sigo hablando del jiron Alvarez Gonzales- pasaba por la casa de don Demostenes, que es donde funcionaba la “Caja de Depositos y Consignaciones”, y seguidamente por El Tambo (zona a las que la malas o buenas lenguas le atribuian cierto aroma de sensualidad maliciosa). Tenia –ahora vuelvo a referirme a nuestra casa, la casa en que mi madre me pario y en la que pase los primeros quince a?os de mi vida y nacieron, tambien, mis hermanos menores- tenia, repito, dos niveles. El primero, en la parte alta: el zaguan, el patio, la cocina (con cuyero incluido), la sala, el dormitorio y otro cuarto sin uso definido (un deposito, diriamos), mas el gallinero en cuyas inmediaciones se encontraba el ba?o –una letrina, en realidad- y el horno de barro del que casi nunca salian buenos los panes porque, segun decian, “no calentaba bien”. El otro nivel, en la parte inferior: una pieza bastante amplia cuyas dimensiones equivalian a la suma de la sala y el dormitorio debajo de los cuales de hallaba. Por algun tiempo (tendria yo unos seis o siete a?os) fue usada como tienda de abarrotes. La recuerdo muy bien, basicamente por dos cosas. Me comia todas las galletas de animalitos guardadas en una lata. Y porque, un mal dia, frente a otra lata –de kerosene, puesta sobre el mostrador- encendi un fosforo, y al ver que el fuego la envolvia sali despavorido como alma que se lleva el diablo: la oportuna e inteligente intervencion de mi padre impidio una tragedia. Para ingresar en este ambiente habia que descender por unos escalones de madera al lado derecho de la sala, pero tambien se podia entrar (aunque casi siempre permanecia con llave, pues ya no funcionaba la tienda) por la puerta que miraba hacia la casa de don Ramiro Rubio (en el jiron que forma esquina con el que mencione al principio, y baja -desde la plaza- al barrio de Quichuas, pasando por la Calle Grande y la vivienda de don “Lonsho” Pinedo, nuestro zapatero en la epoca de las estaquillas y la pita untada con cera de abeja). Encima de todo, sobre la sala y debajo del techo de tejas, estaba el “terrado” que, en el conjunto de compartimentos de toda casa serrana, era -y seguramente debe seguir siendo- como el pariente pobre: botadero de cosas inservibles por cuya restauracion nunca se perdia la esperanza. La sala, en cambio, correspondia a la nobleza. Las paredes de la nuestra fueron las unicas tarrajeadas, claro, por don Pedro Tapia, empleando, como era de costumbre, yeso. Desde alli sobresalia un peque?o balcon, aquel en donde mi hermano Jorge y yo dejabamos en la Navidad nuestros zapatos (esos, los confeccionados por don “Lonsho”) esperando las monedas de Papa Rafael, perdon, quiero decir de Papa Noel. Dentro, ademas de una mesa larga y varias sillas bien dispuestas, estaba, cerca de la puerta pintada de celeste, el estante de libros y, entre muchos otros, en ese estante estaban el Mundo es Ancho y Ajeno de Ciro Alegria y Musica de Camara de James Joice, mis primeras lecturas mas o menos formales; y sobre la mesa, una maquina Underwood, con la que escribi Color de barro, mi primer poema en la pubertad. Pero, valgan verdades, (despues del ma-me-mi-mo-mu que debio haberme ense?ado do?a Teresa Casana en el Jardin de la Infancia -alli, donde me enamore, angelicalmente y sin decirles nada, de Maruja Montero y de Ladoishka Rubi?os, mis compa?eritas de aula- y antes del “Charrito de Oro”, “El Super Raton” y muchas otras historietas en el club Los Inseparables, con Lucho Aparicio y otros amigos, y mucho antes de la Biblioteca Municipal “Herminio Cisneros”, que dirigia don Teofilo Porturas, el poeta) mis lecturas primigenias las hice en el humildisimo dormitorio de nuestra casa y, mas precisamente, en la modestisima pared del lado izquierdo y, exactamente, en los periodicos que, como papel tapiz, con engrudo habia pegado alli mi madre. Entre los titulares y las noticias de La Prensa y La Cronica, so?aba con ser torero cuando, en medio de otras imagenes en blanco y negro, veia la serena y retadora mirada de Antonio Ordo?ez en el redondel de Acho, caracho. Antes de dormir y cuando iba a levantarme leia y releia, cotidianamente, incansablemente. Mi padre se alegraba. Y ahi mismo, en ese dormitorio, a el lo vi llorar por primera vez al, tambien, leer y releer un telegrama con malas noticias sobre la salud de mi abuela Alejandrina. Y a mi madre, asimismo por primera vez, la vi que se moria. Yo tenia cinco a?os y al percatarme que iba ensombreciendose, a la medianoche, con los pies descalzos y el llanto como rio desbordado, sali a llamar a mi padre que estaba en casa de don Victor Alvarado; me acompa?aba, en la mano, una vela apagada por el viento. Mi padre me encontro temblando de frio y me levanto en sus brazos y corrio. Gracias a Dios y a esa luz extinguida en medio del camino, el hombre que me dio la vida evito que la de Abigail, mi madre, se obscureciera aquella noche. Timida y vergonzosa, como era, siguio alumbrandonos por muchos a?os mas. Aunque ya no es nuestra, la casa en que ella nos preparaba cachangas, bebiamos agua de panizara y nos alimentabamos con sopa de chochoca, la verdad es que sigue detenida en mi corazon; la veo, esplendorosa, en la “esquina del chorro”, mirando hacia la Plaza de Armas, hacia aquel jardin -frente a don Pancho Nina- donde la cantuta que planto el maestro Rafa, mi padre, florece roja como la sangre.


Posted by al4/alvarezbr at 1:11 PM EST
Updated: Thursday, 25 January 2007 6:55 PM EST
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