Consciente de que al llegar hab­a encontrado abierta la puerta del dormitorio, Aureliano atravesã el corredor saturado por los suspiros matinales del or©gano, y se asomã al comedor, donde estaban todav­a los escombros del parto: la olla grande, las s¡banas ensangrentadas, los tiestos de ceniza, y el retorcido ombligo del niáo en un paáal abierto sobre la mesa, junto a las tijeras y el sedal. La idea de que la comadrona hab­a vuelto por el niáo en el curso de la noche le proporcionã una pausa de sosiego para pensar.
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