Mis ojos somalíes
ya conocen
los insomnios que causa el pan ausente,
y mis ojeras bosnias
no comprenden
el color de la sangre chamuscada.
Mis lágrimas etíopes
perdieron
hasta el sabor salado de su estirpe.
Mi olfato campucheo
no descubre
más que el hedor del hueso avasallado.
Mi lengua kurda
sólo sabe
el gusto
del exilio y del verbo enmudecido.
Mi garganta amazónica
retiene
el selvático grito de una tribu
masacrada debajo de la orquídea
y encima del derecho al propio nido.
Mis oídos cariocas
aún escuchan
la metralla
en la carne de unos niños
cosechada sin esperar las mieses.
Mi tacto toba
palpa
el cruel olvido
de una tierra que fue de sus ancestros.
Mi sangre universal
se mimetiza
en cada corazón que no amanece,
pero nunca se seca
y sigue viva
para buscar el cauce redimido
de aquellos rojos ríos desecados
que hoy no pueden llegar al mar de todos.
Pablo Miquet