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TUINDI
EL FANTASMA DE LA QUEÑUA
En todo el altiplano de los países del cono Sur de Latinoamérica existen muchas costumbres que en otros lugares no se encuentran, todas relacionadas con el diario vivir y el entorno del lugar. Así, por ejemplo, nos encontramos con muchas creencias que pueden parecer arcaicas para los habitantes de otras regiones.
En esta zona es común encontrar fervientes creyentes del " mal de ojo", que es primo hermano de lo que allí llaman " enfermarse de susto ".
Fui testigo presencial de la enfermedad del susto, mejor dicho la viví en forma muy personal.
Efectivamente, me encontraba en el altiplano en el pueblo de Isluga, a aproximadamente cuatro mil metros de altura y los lugareños celebraban una tradicional fiesta patronal. Habían danzado todo el día, comiendo a destajo y bebiendo cerveza y aguardiente, más conocida esta última como " Pusitunga ", que en lengua aimará significa noventa y seis grados, pero siempre dando a la Pacha Mama la porción que le correspondía de todo el trago que ingerían.
Ya entrada la noche llegamos a un lugar cercano en donde estaban las casas del dueño del caserío que gentilmente ofreció hospedaje a todos los que no eran del pueblo, como a sus trabajadores que quisieran alojar allí por esa noche.
Había aproximadamente unas treinta personas entre trabajadores y visitas, los que comenzaron a conversar al calor del fuego respecto a fantasmas, aparecidos, diablos y duendes, además de todo lo que puede producir algún temor a quien lo escucha.
Mucho se habló del famoso fantasma de la queñua, siendo este último un árbol que crece en esos lugares, sus ramas y troncos tienen formas muy particulares, ya que lo hacen como retorciéndose y dando curiosas figuras que se aprovechan para ornamentos. Uno de estos ejemplares se encontraba a escasos metros de la barraca en donde estabamos.
El más anciano de los hombres, algo trabada su lengua por la gran cantidad de aguardiente que había bebido, dijo que el fantasma se aparecía en variadas representaciones, ya sea como hombre, mujer o animal, que siempre producía males a más de alguno de los que tenían la mala suerte de verlo, por lo que el consejo de sus abuelos era hundir la cabeza en el suelo y comer tierra hasta que el fantasma, más conocido como el Tuindi, se hubiera ido.
Continuó diciendo que el Tuindi siempre aparecía desde el follaje de la queñua y que el árbol quedaba maldito y encantado, debiendo ser arrancado de raíz y luego quemado. Si así no se hacía la mala suerte perseguía para siempre a los que pasaban por debajo de sus hojas, ya sean estos hombres o animales.
Otros contaron de personas que ellos conocían y que habían tenido la mala suerte de ver al Tuindi, de como se les habían muerto familiares, ganado y la miseria les había llegado, por no haber tomado las precauciones que el caso requería.
Estabamos en eso cuando escuchamos como las ramas y hojas de la queñua se remecían con estrépito, como si un fuerte vendaval lo estuviera sacudiendo. Todos nos asomamos y pudimos apreciar una tranquila noche estrellada, en que no corría la más leve brisa.
De inmediato vimos una sombra larga que se había desprendido del árbol, deslizándose hacia donde estabamos todos.
Vi que la sombra tenía la apariencia de un gran mono, sombra que al estar más cerca de la luz me hizo apreciar su semejanza con ese animal, pero sus patas y manos eran iguales a las de las llamas o vicuñas, su cola era larga y escamosa como de una lagartija gigante.
Todos los lugareños se echaron al suelo y hundieron sus cabezas, comiendo tierra como si estuvieran hambrientos.
En lugar de imitarlos me quedé igual que una estatua, muerto de miedo, mirando absorto al animal, que pasó por mi lado y con su cola de lagartija me botó al piso con un fuerte golpe de la misma.
Allí me quedé quieto, no porque quisiera hacerlo, sino que porque no podía mover ni un sólo músculo, ni una parte de mi cuerpo la podía mover, estaba paralizado por completo.
A pesar de mi parálisis sí podía escuchar lo que ocurría a mí alrededor. Al lado mío estaba Ruperto, el anciano medio ebrio que había mencionado por primera vez al fantasma de la queñua , al famoso Tuindi. Este oraba a Dios rezando el Padrenuestro, en forma repetida y con un fervor que nunca antes había escuchado.
También vi que las personas que eran visitas, igual que yo, habían adoptado la misma posición que los lugareños, con sus cuerpos postrados y su cara enterrada en la tierra. De tal manera que el único que había osado mirar y de alguna manera enfrentar al temido fantasma fui yo, lo que me traería nefastas consecuencias.
La bestia, el fantasma, mezcla de varios animales, estuvo mucho rato paseándose sin que nada pareciera aburrirlo o hacerlo desistir de su inoportuna visita.
De pronto el Tuindi comenzó a correr y nuevamente se escuchó como la queñua se estremecía, remecidas fuertemente sus ramas y hojas, igual que si la tormenta la estuviera azotando, pero a nuestro alrededor no había el más ligero aire.
Todos dejaron pasar un largo lapso de tiempo antes de comenzar a pararse y se miraban entre sí, como tratando de descubrirse mutuamente alguna cosa fuera de lugar, pero nada tenían, el único que no se había parado era yo, que aún seguía tumbado en el piso sin poder moverme, a pesar de todos los intentos que hacía para pararme, pero tan sólo era mi mente la que daba la orden de hacerlo, ya que el cuerpo no me obedecía para nada. Estaba completamente paralizado.
Cuando el resto de mis acompañantes tomaron conciencia de lo que me ocurría, agravado todo con que no podía hablar, comenzaron a tratar de izarme, pero todos sus intentos fueron en vano.
Ruperto era el que llevaba la voz cantante y el que daba las ordenes. Expresó que debía irse a buscar a la Benigna, la yatiri o meica o curandera del lugar, ya que el fantasma me había producido un colapso que ningún médico tradicional me sanaría.
Después de algo más de una hora llegó una mujer que se veía baja de estatura, pero eso era porque estaba encorvada por sus años. Vestía el tradicional traje de las indias aimarás.
Estaba enterada de lo que había ocurrido en el lugar y su orden fue que primero se debía proceder a arrancar de raíz la queñua, para luego quemarla, ya que ninguna curación me haría efecto si todavía estaba allí la causa del mal, el árbol encantado.
A todo esto también había llegado el dueño del lugar, que en un principio achacó todo a la borrachera de sus empleados y de los visitantes, tratándolos de indios ignorantes y supersticiosos. Su oposición a echar abajo la queñua fue tenaz, pensando yo en esos momentos que el ignorante era él por no hacer caso a la recomendación de la yatiri, que era la entendida en la materia.
Todos los trabajadores manifestaron que ninguno de ellos volvería jamás al lugar mientras siguiera existiendo el árbol en disputa, prefiriendo irse a sus casas y quedar sin trabajo a arriesgarse a tener mala suerte por el resto de sus vidas.
Ante tan tajante y perentoria amenaza el patrón del lugar al fin accedió a que se derribara la queñua, lo que los ágiles campesinos procedieron a hacer, mientras yo quieto e inmóvil imploraba por su rápida eliminación.
Mientras los hombres estuvieron arrancando de raíz el árbol y luego procedieron a quemarlo, la yatiri me examinó meticulosamente. Yo inmóvil la dejaba hacer, entregado totalmente a sus conocimientos de como arrancar el mal que me había hecho el Tuindi.
La yatiri exclamó que el Tuindi me había sacado el alma y que para ver las complicaciones de mi mal de ojo debía medir mis piernas, porque en la medida que una fuera más larga que la otra el mal estaba y mientras más fuera la diferencia entre ambas piernas, mayor era el mal que tenía y más lejos estaba mi alma de mi cuerpo.
Al medir y comparar mis piernas dijo que el mal era grande, que nunca había visto esa diferencia de más de diez centímetros entre pierna y pierna, por lo que debían todos los presentes hacer un ruedo a mí alrededor, tomados de la mano, pero llevándome previamente al lugar exacto en donde había visto yo por primera vez al Tuindi.
Mientras la queñua era quemada y avivado el fuego con líquidos inflamables pronto dijeron que el árbol encantado se había ido y sólo quedaban cenizas humeantes de él.
Puesto otra vez en el sitio en que estuve cuando se apareció el Tuindi, todos los presentes se tomaron de las manos e hicieron un ruedo a mi alrededor, dirigidos por la yatiri. Comenzaron a orar Padrenuestros y entre oración y oración decían mi nombre, pidiendo al Altísimo que volviera mi espíritu a mi cuerpo.
La Benigna sacó de un morral que traía con ella varias hierbas, entre las que pude distinguir, más por su olor, incienso, romero y palma bendita. Hizo un sahumerio con todas sus hierbas y repetía mi nombre sin cesar, pidiendo que mi alma encontrara mi cuerpo. Ella arrastraba mi cuerpo por la tierra, como ubicándolo en el sitio correcto en que debía estar.
A pesar de todo lo que la curandera hizo para remediar el mal que yo tenía nada hizo efecto, por lo que ésta finalmente dijo que mi mal de ojo era de los más grandes que ella conocía, debiéndose emplear otros elementos y por tres días consecutivos al atardecer se me debía someter a curación, que se me dejara tranquilo y reposar el cuerpo, ya que el alma no la tenía por haberse esta ido, asustada con la presencia del Tuindi.
Durante todo el día se me dejó en el mismo lugar en que me encontraba cuando se apareció el Tuindi, tapado con frazadas. Al atardecer apareció nuevamente la yatiri, cargada con muchas cosas. Dijo que a esa hora el alma deja de trajinar y vuelve a su casa, o sea, el cuerpo de su dueño, en este caso yo.
La mujer procedió a unir hierbas como espliego, incienso, mirra, anís, poleo y otras que no pude saber cuales eran, pero todas muy aromáticas. Comenzó su exorcismo y antes rodeó mi cuerpo con el lazo de una cuerda, poniendo unas tijeras en el lado de mi cabeza, según dijo para señalizar al alma por donde debía entrar y que el alma se pegaba a la punta de las tijeras, rodeadas del lazo para no dejar escapar al alma perdida. Rezaba también Padrenuestros y repetía incesantemente mi nombre. Al anochecer, agotada la pobre mujer, manifestó que al otro día seguiría con mi curación, ya que debía seguir haciéndola por dos atardeceres más.
Al otro atardecer la yatiri procedió a hacer casi lo mismo que el primer día, poniendo todas mis pertenencias personales a mí alrededor, según dijo para que el alma reconociera lo que siempre había estado acostumbrada a ver y a sentir.
La mujer, al terminar la sesión de exorcismo de esa tarde, dijo que estaba mostrando síntomas alentadores, como que me había visto mover las manos, lo que era bueno, ya que así me podía librar, si se conseguía curarme del mal del susto, de una total locura que era inevitable cuando el mal persistía y era incurable.
Pero antes de irse la curandera hizo una cruz en el lugar donde yo me encontraba, sacando abundante tierra desde el lugar en que las líneas de la cruz se unían, diciendo que me hicieran comer de esa tierra y que así estaría mucho más proclive a recuperar el alma.
Efectivamente pude comprobar que podía ya mover algo mis dedos, lo que me llenó de alegría y durante toda esa noche comí tierra en abundancia, que pacientemente don Ruperto me iba dando, acompañada de sorbos de agua para no ahogarme.
Cuando llegó la yatiri esa última tarde procedió a examinarme cuidadosamente todo el cuerpo y a medir mis piernas, diciendo con verdadera satisfacción que estas se me estaban emparejando, pero que aún había una notoria diferencia entre ambas, pero que esperaba con esta última sesión de exorcismo curarme totalmente.
Sacó muchas otras hierbas que traía, hizo varios sahumerios, también una infusión con anís y poleo, que me hizo beber, entre cucharada y cucharada de tierra que yo iba comiendo.
Puso el lazo con las tijeras, rezaba el Padrenuestro y en forma repetida decía mi nombre, para indicar a mi alma que debía volver a mí.
Me chupó la frente, la nuca y la coronilla, escupiendo cada vez y siempre diciendo mi nombre, para llamar al alma.
En esos momentos vi con una alegría inmensa que ya podía mover brazos y pies, los que eran fuertemente sobados por la mujer, que decía que el alma tenía que volver igual como se había ido, esto es de golpe. Que aún no volvía el alma, pero que andaba rondando cerca, por eso los movimientos que comenzaba ya a tener, porque si el alma aún estuviera lejos ningún movimiento tendría.
Eso me hizo volver el alma al cuerpo, en un sentido figurado, ya que todavía no me pasaba nada, tan sólo algunos movimientos que sentía como precursores de la recuperación total de mi alma perdida y de la curación del mal de ojo que me había hecho el maldito fantasma Tuindi.
La yatiri se echó un puñado de hojas de coca a la boca, las que comenzó a masticar y la saliva oscura que se le produjo la comenzó a escupir sobre mi cuerpo, que previamente lo había desnudado por completo, pasando sus manos callosas encima. Llamó a cuantos estaban cerca para que se unieran en ruedo a mí alrededor, les enseñó unas palabras en aimará para que las recitaran y aquí vino lo prodigioso, porque de repente, igual como había aparecido la primera vez, volvió a hacerse presente el Tuindi, con iguales características, esto es similar a un mono, patas de vicuña, cola de lagarto, pero ahora saliendo de mi cuerpo.
Ver al Tuindi era estar viendo una película de Tarzán, ya que golpeaba su pecho con los puños cerrados y aullaba con furor, sus gritos eran espantosos, parecía que un gran dolor lo estaba haciendo sufrir en forma atroz. Comenzó a golpearse en el suelo y de pronto, ante el Padrenuestro que la yatiri comenzó a rezar, cada vez en voz más y más alta, el Tuindi se cubrió los oídos, como si escuchar ese rezo le produjera mucho dolor.
Pero así como llegó, así desapareció el Tuindi, de improviso, en forma instantánea.
Apenas desaparecido el fantasma un gran salto dio mi cuerpo y grandes estertores me comenzaron a sacudir, pero yo me sentía dichoso.
Todos me comenzaron a mirar, ya que era evidente que había vuelto mi alma a mi cuerpo,al que no podía entrar por estar poseído y tener alojado al Tuindi, el maldito fantasma de la queñua.
La yatiri, modesta india del altiplano, apenas comprobó que mis movimientos habían vuelto dijo en forma solemne que de nuevo tenía alma y que era difícil que tuviera una recaída, porque el Tuindi no tenía ahora donde alojar, porque su morada, el árbol de la queñua había sido quemado y los que existían alrededor se encontraban alejados de ahí.
Los hombres que me acompañaban dieron gritos de alegría, mataron un llamo y como por arte de magia aparecieron cajas de cerveza y pusitunga, el famoso aguardiente de noventa y seis grados. Alrededor de la fogata para asar el llamo estuvimos celebrando hasta bien entrada la noche, hasta que se terminó la última cerveza y no quedó una sola gota de pusitanga.
Dicen que yo quede tieso e inmóvil otra vez, igual que cuando tuve el mal de ojo o el ataque de miedo que me produjo el estar poseído por el Tuindi, pero ahora por una causa conocida, esto es el pusitunga, que no deja hombre en pie después de algunos vasos, lo que me pasó a mí por beberlo en forma desmedida.
JUACO.-
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