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Literatura>cuentos>Queridos papás, intendencia es un chollo.   Autor:Justin McDuro

                                 Queridos papás, intendencia es un chollo.                    Volver

Verdún, otoño de 1916. Ya han muerto 800.000 personas en esta batalla que ha durado más de medio año, y parece que las cosas van a seguir así una temporada. En Somme parecen decididos a tomarnos la delantera; en sólo dos meses van ya por los 400.000 muertos, y tampoco se ha movido mucho ese frente. Ayer fue un buen día para mi regimiento. Acabamos de recuperar una de las colinas, y esta vez sólo nos costó unas 300 vidas. Pero hoy va a ser un día bien duro para mí. ¿Que por qué? Sencillo, soy uno de los maquinistas. Por dentro de las trincheras tenemos vías de tren para abastecimiento. Las locomotoras son minúsculas, casi de juguete, y con buena razón: no podemos estar reparando las vías cada vez que un obús las destroza, así que con frecuencia tenemos que transportar a pulso la máquina y su carga hasta donde continúa la vía. Los de infantería presumen de estar cachas, pero yo me estoy pasando la guerra fumando sólo lo que gano echando pulsos. Pero este trabajo es mucho más duro que acarrear pesos. Las máquinas tienen un motor tan pequeño que no pueden arrastrar vagones. Además, las trincheras no siempre ofrecen la protección que nos gustaría, porque en según qué sitios están derruidas, o son bajas, o anchas, y te dejan al descubierto. Así que la solución que se les ocurrió a los ingenieros del ejército fue diseñar las máquinas de forma que el maquinista las controla mientras está tumbado boca abajo sobre la carga. ¿A que parece una buena idea? Y casi lo es, cuando lo que transportas es el correo o alimentos para el frente; al fín y al cabo, cuando la alternativa es estar bajo el fuego de la artillería enemiga, resulta soprendentemente fácil acostumbrarte a pasarte el día con el cuello doblado hacia arriba y con cajas clavándote sus bordes y esquinas en la barriga. Pero resulta más desagradable cuando lo que tienes que hacer es traerte a la retaguardia la basura o los contenedores de las letrinas de campaña, para vaciarlos y desinfectarlos. De vez en cuando algún soldado se me queja de vivir en un agujero, estrujado contra su multitud de compañeros, y entonces yo le recuerdo quién tiene que respirar encima de sus diarreas, consecuencia inevitable del ejército comprando a precio de saldo conservas en mal estado. Es peor todavía transportar municiones al frente y estar tumbado encima de tres o cuatro toneladas de explosivos, sabiendo que si una bala cayese cerca iba a quedar tan poquita cosa de tí que probablemente te pondrían en la lista de desertores. Pero lo realmente malo es el trabajo que toca hoy. Hace una semana expulsamos al enemigo de una puta colina, que se convirtió en una tierra de nadie, hasta que por fín ayer destruímos los nidos de ametralladoras en las colinas vecinas, y pudimos avanzar esos malditos 400 metros. Y claro, hoy toca transportar unos cuantos cientos de cadáveres que llevan una semana esperando sobre la colina, pudriéndose en este precioso tiempo otoñal francés con lluvias intermitentes. Ojalá hubiesen buitres, pero el ruido de las explosiones los aleja. Estamos limpiando las máquinas cuando se acerca el comandante y nos dice eso de "hoy les váis a llevar champán, para que pongan contentos. En el cuartel estamos muy satisfechos con su trabajo". Sí señor, la mitad de ellos han muerto para acercarse 400 metros a la siguiente barrera de trincheras y alambradas; pero ahora se van a poner contentos porque los del alto mando les dan un aguachirri tan malo que los generales no piensan rebajarse a beberlo. Es usted muy considerado, señor comandante, y la próxima carga de letrinas se la dedicaremos a su puta madre. Me cuadro y recojo la orden, que remedio. Me tumbo sobre mi máquina y la arranco. Estoy de mal humor, y el ruido del motorcito a un par de palmos de mi oreja me irrita más. Al llegar al almacén ya estoy de mala leche. Me bajo y le entrego la orden al capataz, que la recoge con una manaza cubierta de grasa polvorienta y reseca. - ¿Champán, eh? Joer como os cuidáis los soldaditos. - Venga macho, sabes que no es para mí. - Pues eso, que lo disfrutes con salud, no cómo el Francisco. Todos los cargadores empiezan a partirse de risa, como si este capataz de mierda hubiese dicho algo gracioso. El tal Francisco es otro maquinista amigo mío. Un día que transportaba comida cometió un error y puso una caja de vino espumoso para los oficiales en el centro de su plataforma, de tal forma que al tumbarse las botellas quedaron apuntándole a los huevos. A mitad de camino, el traqueteo de la máquina hizo que saltase uno de los tapones. Tras recibir el petonazo, Francisco se retorció y se cayó de la máquina, con tan mala fortuna que uno de sus brazos quedó encima de la vía. Ahora el chiste es que Francisco sólo puede hacerse la mitad de pajas, porque le falta una mano y un huevo. Lo encuentro graciosísimo, sobre todo ahora que me toca tumbarme a mí y no hay nada que no sean botellas de champán para ponerme bajo los huevos o la cara. - Pandilla de cabrones, poned las cajas volcadas, de lado. - Pero si este es champán barato y no hay peligro. - Que les déis la vuelta, hostia. El capataz asiente menando la cabeza, y los cargadores murmuran mientras le dan la vuelta a las cajas. Alguno de ellos dice por lo bajo "amputación traumática de testículo", y otro cierra el chiste rematando con el maldito "en acto de servicio", mientras todos vuelven a reirse de la supuesta rima, como colegialas que han oído la palabra "pene". Que hijos de puta, lo primero que haré cuando acabe esta guerra será matar a unos cuantos miles de imbéciles como éstos. - ¿Me dáis tres lonas? Hoy toca traer muertos maduros. - ¿Los de la Fontaine? - Si. - Toma cinco, y a ver si devuelves alguna limpia. - Gracias, jodío. - Tu padre. Extienden las lonas encima de la plataforma y las sujetan con pulpos mientras me fumo un cigarrillo. Cuando salgo del almacén no sólo estoy de mal humor, sino también deprimido. Qué cojones hago yo en este sitio, aguantando las estupideces de esta chusma, si a mí lo que me gustaba era la granja. Que mierda de todo. La máquina avanza lentamente por la vía mientras paso lista mentalmente a mis desdichas; la guardia helada de anoche, el próximo fín de semana sin permiso, la paga que llega con retraso... Al cabo de dos horas de maldecir mi suerte llego al primer bunker. - Aquí ya nos han dejado el champán. Continúo. A lo lejos se oyen los cañones. En media hora paso otros dos bunkers, y me paro en el cuarto; es obvio que aquí no han recibido botellas porque todavía no hay cristales rotos en el suelo. Los hombres empiezan a salir de la madriguera como buitres, parece que huelen el champán. - Sargento, entrega de champán. Una botella para cada dos hombres. Firme aquí. - ¿Champán? Joer, como os cuidáis en la retaguardia. - Le informo que yo todavía no lo he probado. - Haces bien, mira lo que le paso al Francisco por acercarse a la bebida. Toma tu recibo. - Y dígame, ¿cuándo van a retirar ese brazo de encima de la entrada? - No lo vamos a retirar. Ha estado aquí desde mayo y nos trae suerte. - ¡Pero si no queda nadie vivo del primer reemplazo! - ¿Y qué? Pregúntales a los del bunker de al lado, que van por el octavo. - Pero por lo menos mándenle el anillo a la viuda del teniente, ¿no? - Una mierda. ¿Y si es el anillo lo que nos trae suerte? Que pandilla de cafres, estoy luchando para defender una nación de bastardos supersticiosos. Vuelvo a estar de mala hostia. Ahora además estoy incómodo, porque la plataforma está medio vacía y me muevo con sólo la mitad del cuerpo sobre cajas de botellas. Arranco de golpe y me clavo el borde de una caja en una espinilla. Cagontodo. Otros diez minutos y llego a un pequeño acuartelamiento. Ya se oyen a lo lejos disparos, en vez de sólo cañonazos. - Sargento, entrega de champán. Una botella para cada dos hombres. Firme aquí. - ¿Champán? En menudas pijadas perdéis el tiempo los civiles. Dile al relaciones públicas de turno que necesitamos dos médicos más. - Sí, señor. Se oyen gritos provenientes del bunker. - Y algo más de esa mierda... cómo se llama... morfina, ¿que pasa, que la usáis para curarle los dolores de muelas a esos politiquillos de mierda? - Sí, señor... no, señor. - Toma. ¡Hey, vosotros, bebed con calma! ¡Animales! Uno de los soldados agarra una botella por el cuello y la ondea por encima de la trinchera, gritando a los del otro lado - ¡EH, HIJOS DE LA GRAN PUTA! ¡TENEMOS CHAMPAN! ¡JODEROS, CABRONES! Al otro lado se oyen gritos y disparos, y una bala rebota a pocos metros de nosotros. El sargento le grita al imbécil - ¡SOLDADO! ¡Bájese de ahí inmediatamente, payaso, antes de que nos manden un 36 por correo aéreo! ¡Gilipollas! ¡A limpiar las letrinas! A veces pienso que una guerra entre personas sería soportable. Arranco de nuevo. El enemigo está a sólo unos cientos de metros, pero siento un alivio enorme al quedarme solo. Otros diez minutos y llego al final de la vía, donde los camilleros están amontonando los cadáveres. Cielos, esto va a ser peor de lo que pensaba. Veo cómo uno de ellos tira encima de la pila un muslo verdoso y desnudo con los genitales todavía unidos. Después se frota la mano sobre su bata, dejándose una mancha nueva, y se va a por más carroña. Uno casi se puede acostumbrar a la mezcla de olores que hay en un campo de batalla. La pólvora de las balas cuando disparas. La tierra pulverizada cuando te bombardean. Los extrementos del recién muerto a tu lado. El olor metálico de la sangre de los heridos después del combate. El olor dulzón a pus y medicinas en los hospitales de campaña. A todo ésto te acostumbras. Pero el hedor de los cadáveres descomponiéndose es diferente. Siempre te pone malo. No podría describirlo; tan sólo diré que una vez nos atacaron con gases, y los encontré menos desagradables. Paro la máquina y un capitán se acerca sin saludarme, preguntándome con brusquedad - ¿Qué pasa con el champán? ¿Os lo habéis bebido ya todo? - Vienen más transportes detrás, señor. - Ya, siempre igual, pero el caso es que mis hombres pasan hambre porque estamos al final de la línea. Y este es un trabajo duro, ¿sabes? - Sí señor. Permiso para ayudar, señor. - Adelante. Es fácil distinguir los cadáveres que llevan pocos días muertos, por el color y porque no están hinchados. Pero también por la temperatura; cuando recoges un cadáver frío y verdoso sabes que es relativamente reciente, pero si está tibio y verdoso sabes que ese cuerpo vuelve a estar relleno de vida, en forma de gusanos creciendo afanosamente. Intento cargar en mi máquina los cadáveres más limpios, pero los vagos de los camilleros pasan de todo y me tiran sobre la plataforma los sacos con vísceras menudas, que son los que pesan menos. Uno de ellos se abre al caer sobre el acero, virtiendo su contenido pastoso por toda la superficie de mi máquina. - ¡Cuidado, joder! El aludido contesta con sarcasmo y desprecio - Sí, no sea que les hagamos daño. Ya está toda la jauría de sinvergüenzas subnormales riéndose. ¿Es que no hay nadie en este frente que tenga una pizca de respeto por nada? Al poco tiempo la máquina está cubierta de cadáveres. Los cubro y ato con las cinco lonas. Intento no respirar por la nariz, pero da igual, tengo varias arcadas. Intento no ver las miserias que estoy tapando, pero no sirve de nada, me pringo las manos con el zumo que desprenden los muertos, y que ya empieza a gotear de la máquina a las vías. Y ahora viene lo peor. Tumbarme sobre muertos en descomposición es la repugnancia absoluta. Todos y cada uno de mis sentidos insiste en saturarme de asco. Incluso mi lengua parece estar a disgusto, el olor es tan fuerte que parece que puedo saborearlo. La sensación es como tumbarme en un colchón de agua, pero con otra textura; ésto es viscoso y con tropezones. Al echarme sobre los cadáveres podridos noto cómo sus masas se redistribuyen, haciendo ruidos viscosos y fluyendo perezosamente a mi alrededor, permitiendo que me hunda en esta balsa de putrefacción. Noto a traves de las lonas cómo los huesos de los muertos se deslizan bajo mi piel. Mi peso hace que los gases de la descomposición atrapados en estos cuerpos hinchados busquen una vía de escape. No tengo más remedio que oir su concierto de pedorreos. Algunos son largos y flatulentos, los producidos por orificios naturales. Otros son cortos pero espesos y burbujeantes, cuando el gas sale con poca presión a traves de heridas grandes. Otros suenan como eruptos, cuando la presión del gas desgarra algún pellejo podrido y sale todo de golpe. Pero lo que me da dentera no es oir estos pedos, sino sentir cómo vibran debajo mío las carnes de los cadáveres al compás de su propia música infernal. Algún gracioso me pregunta si estoy cómodo acolchado por tanta gente. No respondo, estoy demasiado ocupado intentando no vomitar, pero tengo arcadas y mi boca empieza a producir esa saliva espesa que anuncia lo inevitable: voy a potar hasta la primera leche que mamé. Quiero irme de aquí cuanto antes, no quiero que estos tipos me vean vomitar, no soportaría sus risas humillantes. Arranco la máquina impacientemente, y toda la carga oscila junta, meciéndome en su vaivén como si yo fuese la guinda sobre un flan agitándose. Estoy literalmente montado en una ola que rebota contra los bordes de esta piscina, y subo y bajo a su ritmo. Justo lo que le hacía falta a mi estómago. Intento pensar en algo agradable, pero no puedo escaparme al olor que me acompaña. Cada minuto me siento peor. Intento alejarme un poco más de los muertos, levantando la cabeza, pero todo lo que consigo es clavar más hondo los codos, sumergiéndolos en esa masa repulsiva. Si aprieto demasiado, las lonas se calarán y la humedad de abajo pasará a través de la manga de mi uniforme, así que decido cambiar de postura, sentándome de lado. Por fin puedo respirar a gusto cuando una ráfaga de viento trae aire fresco y lo recibo con la cabeza levantada. Un instante de paz. Entonces oigo un silbido y noto el roce desquiciante de una bala en mis pelos. No me había dado cuenta, pero en esta zona los bordes de la trinchera se han venido abajo, y tengo la cabeza demasiado elevada. Instintivamente me tiro cuerpo a tierra, y por un instante mi cara está empotrada en la lona, casi en contacto con el horror del otro lado. Noto en mis labios el calor tibio de los cuerpos en descomposición. Ya es demasiado, en la siguiente arcada empiezo a vomitar con todas mis fuerzas. Vomito aterrado, con la cara pegada a la lona, sin tener sitio para respirar a través de mi charco de pota. Vomito sabiendo que si levanto la cabeza me volverán a disparar. Vomito agarrándome a mi miserable vida y abrazando la miseria muerta debajo mío. Vomito dándome cuenta con un asco increíble que lo que tengo en mi boca tiene la misma consistencia que la carnicería podrida en la que floto. Vomito mientras intento tener el culo cerrado, pero el miedo me hace perder el control de mis músculos, y al final consigo humillarme yo sólo un poquito más, manchándome los pantalones del uniforme. Parece que pasan horas antes de llegar al acuartelamiento de antes. Me siento sucio, indigno, asqueado, violado. Tengo que parar. Me levanto pálido y medio mareado, pero el sargento que se me acerca parece no darse cuenta y me dice: - Soldado, acaban de traer tres nuevos cadáveres. Sígame. Camino detrás de él como un zombie. Estoy a punto de pensar que nada me importa ya nada, pero entonces reconozco a uno de los muertos, un chavalín de quizás 18 años que llegó hace un par de semanas. Me acuerdo de él porque fue uno de los pocos soldados que me dió alguna vez las gracias por traer el correo. Obviamente era un novato, se puso contentísimo al recibir una carta de su madre. Debió tener una muerte lenta; tiene la cara deformada en una horrible expresión de angustia y dolor. Su uniforme está destrozado a la altura de la barriga; ¿un fragmento grande de metralla? Puta mierda, y todas estas hienas a mi alrededor están vivas. Si hubiese justicia, serían estos animales los que estarían dándole sustancia a la sopa que se forma en los charcos de la zona. Me quedo parado, mirando el joven cadáver con rabia contenida. Uno de los soldados se acerca para ayudarme a cargarlo, pero tiene cara de guasa. ¿Que coño le pasará? Decido ignorarle, y agarro al chaval por los brazos para empezar a levantarlo. Pero mi ayudante, en vez de levantarlo, le pega con todas sus fuerzas un tirón a las piernas del muerto, y el cadáver se parte por la cintura. Me quedo con el tórax colgando de mis manos mientras veo miles de gusanos cayendo al suelo a través de los dos bordes del enorme desgarrón, como si lo que se hubiese roto fuese una piñata llena de caramelos. Y la gente a mi alrededor empieza a reirse. Encuentran esta broma graciosa. Enloquezco. Todo lo que hay en mi mente es el hijo de puta enfrente mío. Paso por encima de mi trozo de muerto, pisándole el pecho y hundiendo mi bota de militar a través de su esternón. Pero no noto nada. Estoy tan fuera de mí que ni me acuerdo de mi pistola. Empiezo a pegarle puñetazos, intentando descargar todas las frustraciones del día contra esa cabeza de mierda. La sangre de su nariz y boca no me satisface, y no dejo de machacarle ni tan siquiera para respirar. El resto de la tropa intenta separarnos, y al final lo consiguen. Me arrastran, pero les pataleo las espinillas, les pego codazos, me revuelvo como un toro, les digo de todo. El sargento consigue situarse enfrente mío y sin pensárselo dos veces me pega una bofetada y después me dice sin gritar, casi como a título informativo, - Soldado, usted está histérico. Funciona igual que en las películas, y de repente me doy cuenta de que estaba amenazando a un oficial en público. La he cagado hasta el fondo, ¿por qué no se abrirá la tierra y me tragará una trinchera, como a tantos otros? Pero tengo suerte, este sargento mantiene la sangre fría y me dice - Ande, siéntese en ese banco hasta que se le pase. Más que sentarme me desplomo sobre el banco, y me tapo la cara con las manos. Que mierda de todo, ¿ahora qué? ¿Qué puedo hacer? Lloro un poco. No, no lloro, es tan sólo una lágrima. Al cabo de unos minutos me calmo. Saco un trozo de papel de uno de mis bolsillos y empiezo a escribir Queridos papás, Estar destinado en intendencia es un chollo. Me paso el día de tren en tren, viajando y conociendo Francia. Pero no os preocupéis por mí, nunca mandan los trenes cerca del frente. Anoche estuve de vuelta en el cuartel y me fui a la opera con un teniente amigo mío y dos chicas conocidas suyas, y... El sargento me interrumpe; viene a ver cómo me encuentro. - Hombre, así me gusta, que escriba a la familia. - A mi familia que le den por culo. Lo que estoy haciendo es tener una fantasía.

Justin McDuro (c) 1997

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