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Literatura>cuentos>Los Amantes                                   Patricia Cuesta Gonzáñez

Los Amantes                                         Volver

El mar, profundo y oscuro corazón de la Tierra. Amor imposible del viento. Tan fuerte y terco en sus enfados como manso y suave en su sueño. El mar lo inunda todo con su azul, inunda las playas, inunda las cuevas y también inunda mi corazón, su agua me hiere vertiendo sal en el interior de mi alma.

Fue allí, en aquel mar tímido que retozaba feliz sobre la blanca arena de su playa, donde la conocí.  Ella se mezclaba con él en un sensual baile de pequeños revolcones con sus olas. Él intentaba atraparla suavemente entre la cálida espuma de su vientre pero ella vencedora de una imperceptible lucha  por volver a respirar, resurgía del interior de las aguas cual Diosa Venus que emerge del interior de sus amantes.

Yo me senté en la arena observando sus movimientos. Observándola a ella. Su piel dorada por el sol poniente brillaba como esa primera estrella que anuncia la llegada de la noche. Su pelo se movía al compás de la marea mientras jugaba a una excitante orgía con el mar que la rodeaba y abrazaba con pasión y a veces con furia. La salpicaba suavemente con su espuma intentando así besar su cuerpo. Y ella se dejaba mecer por los enamorados brazos del mar mientras sonreía divertida haciendo burla a las trasparentes y saladas gotas que no llegaban a rozar su tersa piel.

Excitado por su baile de cortejo, me acerqué a los amantes e hipnotizado por la belleza cada vez más nítida de la escena me adentré hasta donde estaba ella. Sin pronunciar palabra alguna los tres comenzamos a jugar con salpicones, besos, caricias, risas, inundando nuestra alma de una mágica y salada sensación que nos transportaba a un mundo distinto, un mundo de felicidad infinita, un mundo submarino, húmedo, cálido y sensual. La pasión de nuestros actos nos llevó a desembocar en un recreo de pensamientos y actos lascivos.

Al término de esto, rebosábamos alegría por todos los poros de nuestro ser que, mecidos por las ahora pacíficas olas, eran transportados hacia el interior del mar sin resistencia alguna. El etéreo viento, celoso de nuestra felicidad, hizo montar en cólera al mar

 levantando gigantescas olas que bien podrían cubrir un buque entero.  Ella se internó en el líquido elemento regresando a las profundidades de donde pocas horas antes había emergido. Yo me quedé para observar la terrible lucha de los Titanes.

Empujones, puñaladas descritas por cuchillos de agua, graves heridas provocadas por mortales golpes de viento, llovían por todas partes, mientras yo intentaba sobrevivir rehuyendo a los dos elementos. Imposible, me rodean, se han dado cuenta de que estoy aquí, me persiguen, el mar me atrapa en sus redes marinas y me hunde en sus aguas. El viento me recoge y me empuja, me castiga sin razón. Las olas elevan mi cuerpo y le sueltan en manos del aire que, enfadado, me agarra con todas sus fuerzas e introduce de golpe mi dolorido cuerpo en el mar que con sus corrientes no me deja salir a respirar. Yo agotado me dejo llevar, como un muñeco de los dioses mientras escucho las risas de estos. Y entre esas risas está la de ella, que se burla de mí, de mi debilidad, de mi fragilidad, de mi muerte.

Todo se vuelve oscuro, siento paz. El mar ha cesado de bambolearme y el aire ya más pacífico y con olor a azahar se mueve expectante mientras el agua salada me desplaza en su vientre rodeado de pequeños y sepulcrales pececillos hacia la orilla. Donde la sal y la arena, con ayuda del abrasador sol, se compactarán en mi cuerpo comprimiendo mis músculos, convirtiéndome en roca. Ocultando así mi amoratado cuerpo, lo hacen para apresar mi alma y utilizarla como entretenimiento de ella, de mi amada.

Patricia Cuesta Gonzáñez                       


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