En esta página te presentamos un cuento que
Dante Castro escribió en su prolongado exilio caribeño.
"Ultima guagua en La Habana" forma parte del libro Cuando hablan los muertos,
ganador del Premio
Nacional de Educación 1997.
ULTIMA GUAGUA EN LA HABANA
"Le propuse que fundáramos juntos el marxismo mágico: mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio" (Eduardo Galeano)
Esa noche fue pesada para los dos. Se
me ocurrió decirle la verdad, que me iba en una semana hacia Lima,
que ya no nos volveríamos a ver. Teníamos
pendiente un viaje a las provincias de Oriente, pasando por Santa Clara,
Ciego de Ávila, Camagüey y de allí hasta Santiago de Cuba. Teníamos
entonces un sueño difícil de realizar. Tan difícil como encontrar una
guagua en La Habana después de las once de la noche. Y eran las once.
Habíamos visto pasar
la última media hora atrás. Intentamos abordarla inútilmente.
Junto a nosotros corría, ágil como una gacela, un joven negro que gritó
barbaridades cuando el chofer no quiso esperarnos. "¡Sevápalapingaaa!",
dijo aminorando el trote, viéndola partir envuelta en una humareda
negra. Era como el viaje a Santiago que nunca realizaríamos.
El joven negro parecía acostumbrado a la cotidiana frustración del
transporte: limpió un lugar cerca a la parada, se tendió en la acera y
tapándose con un viejo impermeable, delgadísimo, buscó conciliar el
sueño. Nosotros preferimos caminar.
-Es la última
174 -le dije-. Mejor buscamos la 79...
-¿Hasta
Miramar? -protestó ella.
-Eso, si no quieres
esperar la confronta.
Qué terrible era lo
de la confronta: La última guagua de las últimas, a las tres de la
mañana, si es que venía. Si no llegaba, había que esperar la de las cinco.
Era pasar de ser noctámbulos a compartir la guagua con los más
esforzados madrugadores. Escogimos el malecón; era mejor que ir por la calle
Línea o por Calzada mirando casas y edificios, envidiando a los que ya
descansaban cómodamente. En el malecón nadie duerme ni se aburre; ni las
parejas que ensayan hacer el amor inadvertidos sobre el muro, ni las
jineteras que esperan turistas mostrando sus encantos, ni los negros
vendedores de la bolsa negra. Y era prudente no hablar, si no
volveríamos a lo mismo. Que si regresas con tu familia. Que sí, que
regreso, que tú sabías que era
casado. Que sí, que lo sabía,
pero una siempre... Entonces no pongas esa cara que me haces sentir mal. Que
qué descarado eres tú. Que yo dije siempre la verdad. Pero con la
verdad y todo, una se acostumbra. ¡Que me cago en la mierda, cojones! Y
para eso, mejor ir en silencio.
Si se daba el caso la
invitaría a soñar con el viaje a las provincias de Oriente; total,
quedaba una semana por delante. Pasaríamos de largo por Santa Clara,
Ciego de Avila, Camaguey; ya no visitaría a los amigos ni nos
detendríamos en Holguín, en casa de un mulato que odiaba a los prietos.
-Debes estar feliz
-me dijo. Tenía los brazos cruzados mientras
caminaba fingiendo mirar el mar.
-Y...no puedo
negarlo. Discúlpame.
-No tengo que
disculparte. Yo ya no cojo lucha con nada.
-Entonces
comprende...No te engañé. Siempre supiste.
-Claro, y yo
hice el papelazo; fui la comemierda, ¿no?
Estábamos ya en Quinta
Avenida caminando sobre las flores muertas que el viento había botado en la acera
central. Esas flores sofocadas, pisoteadas, desprendiendo aromas
sensuales como los de aquellas jineteras que taconeaban solitarias
calle abajo. De pronto me hacían recordar las sesiones para examinar la
conducta de la compañera involucrada con un extranjero. Y
ella, enamorada de un imposible, defendiéndose contra todos por un
forastero que se iría finalmente.
Reprochada, señalada, enamorada.
Que con las compañeras es diferente, compañero; que no son
jineteras. Y el amor es la ecuación más difícil en todos los sistemas.
No íbamos a repetir
lo mismo de siempre. Con ese silencio impuesto entre los dos se
hacía más largo el camino desde El Vedado a Miramar. Solo nos
atrevíamos a romperlo ocasionalmente para pedir a cualquier auto una botella
a gritos. Pero también era imposible el auto stop a esas horas: nadie nos
quería llevar. Llegamos a Miramar treinta minutos después y nos
sentamos en el sardinel de la parada. Allí esperaríamos la 79.
-Compañero... ¿Hace
rato bajó la guagua? ¿Que no? ¿No hay ninguna
para allá abajo? ¡Ñó,
caballero!
-¿Qué hora tienes
ahí, Pishtaco? -por fin volvía a dirigirme la
palabra.
-Las doce menos
veinte... Hacía tiempo que no me llamabas así.
-También tengo que
olvidarme de eso, ¿eh? Ahora que sé que te vas...
recién estoy haciendo
conciencia. Dicen que cuando alguien se va a
morir, se acuerda de todo.
-Por lo menos no vas
a tener que tomar la guagua a estas horas...
-Cabrón.
Otra vez venía a
castigarnos el silencio. En las casas los televisores anunciaban el
cierre de la programación; luego se despedirían los locutores y
comenzarían con las primeras notas del himno nacional. Un himno que ya se
había hecho mío. En la oscura soledad de la calle 42 danzaban a sus
anchas los murciélagos y el viento marino traía los aromas lascivos
de Quinta Avenida. Era del todo inútil hablar del viaje a las provincias de
Oriente que jamás íbamos a realizar. En pocos días estaría volando
hacia Lima, a mi hogar, y me sentía culpable de ser feliz.
Seguía contemplando
el vacío, sentada con los brazos cruzados encima de las rodillas
y el mentón descansando en ellos. Cada cierto tiempo se
escuchaba mugir un motor a lo lejos y ella se incorporaba de un salto, con la
mirada espectante, creyendo que era la guagua. Eso sucedía en La
Habana en plena crisis del transporte: la desesperación por viajar hacía
que la gente creyera en cualquier cosa; al primer ruido de motores en la
noche, se incorporaban ansiosos; luego regresaban a
sus lugares decepcionados.
Planeaba inventarle
algo, bajarle una estrella para que riera, y pensé en ese ruido
lejano que nos hacía incorporar creyendo que era la 79. Ese ómnibus que
sentíamos bramar en medio de la noche, pero que no veíamos
aparecer: tal vez una ilusión auditiva, tal vez otro bus de
destino incierto, quién sabe si recogiéndose totalmente vacío
hacia el depósito. Esperé a que nuevamente se pusiera de
pie y regresara desilusionada.
-Es la guagua
fantasma -murmuré.
-¿Eh?
-¿No lo sabes? Hay
una guagua fantasma y estamos justamente en la hora de los
muertos. Fíjate que van a dar las doce.
-Ahora sí que
acabaste. Encima que no voy a llegar a mi casa, tú sales con la cabrona
metafísica.
"Cabrona
metafísica", claro. Y el camarada Afanasiev, el último
cabrón que simplificó el materialismo, dijo que el idealismo
contradice a la ciencia y que está ligado con la
religión. -¡Já!... Coñó, que si no le invento un cuento
dejo de ser yo- Y la cabrona metafísica viene sola, como cuando hay
que sentarse a escribir. El fresco de la madrugada la puso más cerca
de mi hombro, los dos sentados en la calzada con las rodillas a la
altura del mentón sin atrevernos a un abrazo.
-El Estado les
oculta estas cosas a ustedes. Imagínate el pánico, en pleno período
especial, si es que la gente se entera. La guagua fantasma existe,
aunque se resistan a aceptarlo. A cada rato te pones de pie creyendo que
es tu guagua, ¿no?... La escuchas, pero no la ves. ¿Te das cuenta? Y lo
que realmente pasa, es que no ha llegado tu hora todavía... La
hora de que te recojan para siempre en cuerpo y alma.
-No seas bobo.
¿Quién te va a creer eso?
-Cuando sea tu hora,
la verás llegar. Serán las doce o algo más y creerás que
tienes suerte de no seguir esperando toda la madrugada. Por eso subirás
rápido y no te darás cuenta de nada al principio.
-Acaba ya,
chico. Háblame del juego de pelota...
-Espera que ahora
acabo. La guagua fantasma te lleva a una gran velocidad y ya no
se detiene en ninguna parada una vez que te ha recogido. Dirás
que así es mejor -corre, chófer, corre- que así haz de llegar más
rápido a casa... Pero nunca llegarás.
-Fíjate lo que una
tiene que escuchar... Como si no tuviéramos ya bastante.
-Atiende: cuando tú
quieras bajar, no podrás hacerlo. Le dirás al chofer que pare el bus,
pero él... como si no te oyera. La gente que va contigo tampoco te
escucha, sinó...ya tú sabes: te apoyarían, protestarían por
ti. Vas
hacia la puerta de adelante, pretendes llamarle la atención al
chofer: "Hey, compañero, ¿no oyó que bajo?". Y ahí
recién te das cuenta. El chofer se está descarnando, los
pasajeros también. Todos son muertos que se ríen de tu ingenuidad. Esa
guagua a mucha velocidad sigue su
camino. Nunca se detendrá...
Será realmente la última... ¿Me estás copiando?
-Oyemé...
Ahora sí creo que estás tostáo... Estás loco.
Y no volvimos a discutir.
Terminaban de sonar los acordes del himno nacional de Cuba en los
televisores de las casas. Las doce en punto. El fresco de la
brisa marina, la calle oscura y solitaria, los murciélagos danzando en las
ondas del viento. Y no nos atrevíamos a abrazarnos.
Ella seguía en la
misma posición: con el mentón apoyado en las rodillas,
sujetándose los tobillos con las manos. Pensé que podía tenerlas frías
como las mías y mis dedos buscaron los suyos allá abajo. Manos semejantes
a peces sorprendidos por las olas, registro del corazón en cada
yema de los dedos, cuello de gatito negro que puedes sujetar
suavemente, inicio de algo que...
-¡Hay
Dió! -gritó espantada, ya de pie en un solo
impulso.
-¡Muchacha!...
¿Qué te hice? ¿Qué te pasa?
Temblaba. Había
pánico en sus ojos. Entonces supe que mi cuento estaba bueno y
que Afanasiev no había servido de mucho en tantos años. Que una
mano fría cogiéndome, chico, que quién iba a pensar que era la tuya, que
para qué inventas esas cosas.
Y vino la 79 al fin,
la última guagua de la noche. Era de las nuevas, donación del
gobierno español, toda plena de bombillos y con muchos asientos vacíos.
Ella no quiso subir.
-Fíjate que es la última.
Ya no hay otra después.
-Que no, tato... Que
no subo
-Pero no vas a llegar
a tu casa.
-Que no, mi amor...
Déjala ir.
-¿Y el trabajo
mañana? Decídete que ya arranca.
-Con el trabajo me
arreglo luego, papi. Que se vaya, que no subo.
Dice Afanasiev -en una
página digna de olvido- que en el socialismo no hay explotadores,
por eso no existe gente interesada en el idealismo y este no encuentra
difusión. Cuentan los babalawos en Cuba que Ochún se untó de miel
para tentar a Ogún y así sacarlo del monte. Dice mi conciencia que
inventé lo de la guagua fantasma para que ambos camináramos
hasta la posada de Playa a revisar ciertos conceptos.
Y Eleguá abría los
caminos, y Changó y Yemayá ayudaban descansando.... Porque Ochún quiso que
la noche terminara allí.
PARA VISITAR OTRAS PAGINAS, REGRESAR AL INICIO