In partibus infidelium
Los
líderes de las grandes rebeliones indígenas contra la opresión
española en el Perú, generalmente acabaron en el cadalso,
inmolados por su justa causa y bajo tormentos crueles que ni el
fascismo del siglo XX ha podido superar. El único lider
indígena que combatió con fiereza a la Colonia y burló a sus
perseguidores utilizando el refugio natural de la selva
amazónica, fue Juan Santos Atahualpa. Siendo descendiente
legítimo de la dinastía Incaica, se hizo caudillo de los Campas
(Asháninkas), el grupo étnico de mayor población en la
amazonía. Nunca fue capturado ni vencido. Según la tradición
oral del pueblo asháninka, se espera un tiempo de grandes
cambios (Omóyeka) en que el mundo ha de voltearse al revés: los
opresores cambiarán de lugar con los oprimidos. Este proceso
social irá acompañado de cataclismos y movimientos telúricos,
así como de grandes transformaciones cósmicas. En medio de la
tormenta apocalíptica, volverá a aparecer el Pinkatzari: Juan
Santos Atahualpa, para dirigir a su pueblo. Los Shirimpiari
(shamanes) al consultar con el alucinógeno del Ayahuasca, suelen
convocarlo. El convento de Ocopa, situado en el departamento de
Junín, sirvió de base para realizar las "entradas" de
los evangelizadores que trataron de catequizar al pueblo
asháninka; hasta el día de hoy guarda en su biblioteca
interesantes crónicas conventuales, documentos y cartas de los
misioneros. He aquí un cuento sobre esa parte de nuestra
historia.
IN PARTIBUS INFIDELIUM
Pese a que el manuscrito del Padre Lira era preciso y elocuente, sólo vine a confirmar su veracidad cuarenta años después, cuando encontré el primer mapa que hicieron los franciscanos de la cuenca del río sagrado. Confieso que he quemado los originales de ambos para que no caigan en manos de alguien más incauto que yo. Si el fuego redime del pecado, también ha de redimir del error que guía a los presuntuosos a investigar asuntos que no les competen.
Todo comenzó por una simple curiosidad de noviciado, allá por años en que soportaba las tribulaciones del convento de Ocopa. Me encomendaron ordenar cientos de legajos en latín, imperecedero legado de los primeros misioneros que se aventuraron a la evangelización de estos salvajes. Recuerdo que los estantes polvorientos estaban empotrados en la pared de adobe que cerraba el extremo de la construcción. Abrumado por la cantidad de pergaminos oxidados por el tiempo, decidí desmontarlos todos y liberar los estantes para apreciar mejor aquel frontón recubierto de infinitas costras de pintura.
Como a mis superiores no les urgía el cumplimiento de la tarea, quise descubrir los estratos del muro raspándolos con una herramienta. Pero no era sólo curiosidad de historiador: los novicios, faltos de experiencia y más aún de fe, especulábamos sobre los ruidos que sentíamos por las noches. Ese muro debía guardar algo más de lo que estaba permitido a ojos y oídos profanos. Almas en pena de monjes emparedados, restos de rameras infiltradas en los claustros, osamentas de párvulos abortados en los sótanos del convento. Quien no haya dormido en Ocopa, ignora la veracidad de estas cosas.
Fui descascarando capas de pintura antigua que nada podían demostrar. El deterioro causado por el abandono y el clima vedaban toda esperanza. Con el mango tanteaba cada adoquín de adobe hasta que por fin mis impactos se hicieron distintos en cierta zona. Comprobé una y otra vez que así era. Sabiéndome solo en ese ambiente, escarbé y rompí el único bloque que sonaba hueco.
Después de matar arañas que se escabullían a la luz de la vela, descubrí lo que nunca debí: un tubo encerado que guardaba los manuscritos del Padre Lira acerca de la última entrada en el Gran Pajonal, en 1729, un relicario de plata y el ombligo reseco de alguien que pudo ser su dueño. Me extrañó que no estuviera escrito en latín, pero en castellano arcaico entendí perfectamente las circunstancias infaustas que determinaron el fracaso y la perdición de los expedicionarios. Digo perdición de cordura y no extravíos de otra naturaleza, porque los soldados españoles que apoyaban la evangelización sucumbieron a sus pecados antes que a la hostilidad de la selva.
Durante cuarenta años he sacrificado tiempo y esfuerzos a reconstruir el itinerario de la expedición. He comparado los datos y las coordenadas geográficas según cartas de otros misioneros que no se ajustaban a la versión prima. Testimoniaba Lira que los soldados extraviados en el monte, hostilizados constantemente por los flecheros del rebelde Juan Santos Atahualpa, terminaron por volverse antropófagos cuando no entregándose entre ellos a los peores pecados de la carne. Aquello que calificaba su autor como nefando y después reiteraba como sodomía fue ejercitado no sólo contra los guías nativos, sino con soldados débiles e incluso hombres de sotana. Para entonces ya los flecheros campas cesaban sus ataques y se dedicaban a contemplarlos desde el natural refugio de la vegetación. Las lluvias, alimañas y enfermedades hicieron lo demás.
Lira escapó de la barbarie deslizándose por un peñascal de cascadas exhuberantes hasta dejarse caer en el río que menciona como el Imapiriqueni y que ningún otro cronista conventual reconoce con ese nombre. Paradógicamente los salvajes le auxiliaron y condujeron hasta terreno seguro, no sin antes exigirle que participara de la gran verdad de su líder espiritual, don Juan Santos Atahualpa, hombre poseído del delirio que sólo a las ánimas oscuras reserva el Anticristo.
Quienes luego juzgaron y anatematizaron al Padre Lira, dejaron documentos convencionales que nada decían de sus descubrimientos. Escribe el dómine que mediante el brebaje que los salvajes ingerían pudo llegar a vivir en un tiempo sin tiempo, suspendido en un limbo en el cual el hombre goza en gracia con la naturaleza y sin conflicto con sus semejantes. Le asombró que ese espacio al cual había intentado arribar mediante la oración y el ayuno, estaba más al alcance de infieles que de los dedicados al culto verdadero. Por fin le reveló el gran cacique que los expedicionarios no supieron de cual agua beber y que tal equivocación les valió la perdición, la locura y la muerte.
Quise confirmar entonces las rutas de Lira aprovechando mis labores de evangelizador, pero el hermetismo de los salvajes hizo infructuosa la tarea. He caminado por senderos increíbles del Gran Pajonal, he ingerido comidas nauseabundas y bebidas que engañan el espíritu. Por lo menos una vez tomé el cocimiento reservado para los Shirimpiari, aquel que abre los caminos simétricos del gran laberinto cósmico. En el centro de rutas geométricamente idénticas vive al margen de todo tiempo mensurable don Juan Santos Atahualpa, vistiendo cushma de radiantes dibujos enigmáticos. Allí aguarda cambios anunciados, gozoso de participar con elevados espíritus de los misterios que vencen a la muerte. Ingenua mi admiración ante su elocuencia turbadora, quedé cautivado por sus siniestros presagios hasta que los efectos del brebaje se diluyeron en mis sudores y excreciones.
Cuando mi mente
estuvo despejada, intenté diferenciarme de esa greguería
nómada de rostros demudados por la estupidez que sólo causan el
atraso y la superstición. No solamente sé lo que les ocurrió a
los últimos fieles que trataron de reducir por las armas al gran
Pinkatzari emplumado, sino que mis dudas
escatológicas son las mismas del Padre Lira. Desde esta celda
sórdida he querido reconciliarme con mi fe, pero a través de
meses de penitencia y mortificación no he logrado volver a ver
el mundo con vuestros ojos.
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