Muchos hubieran querido que esta narrativa no
floreciera. Muchos desearon que no se publicara. Pero surgió
como una corriente indetenible, como los grandes ríos de los
andes, dentro de la nueva generación de escritores peruanos. La
guerra interna laceraba las entrañas del país; por eso los
escritores no podían permanecer indiferentes. En la generación
de los 80' Dante Castro (Callao, 1959) destaca con "El tiempo del
dolor", cuento que ganó el Premio COPE 87. Esta narración ha
sido recogida por diversas antologías del cuento peruano y
traducida a varios idiomas en revistas especializadas.
ÑAKAY PACHA
(EL TIEMPO DEL DOLOR)
los árboles contaban los cadáveres
los árboles se fatigaron de contar."
Hoy por fin lo
conocí cuando le dimos su barrida al caserío de Santiago en la
madrugada. A la luz de las antorchas lo vi a Marcial y era
tal como me contaba el Ciriaco Reynoso: alto, no muy blanco, de
pelo largo como el arcángel que pisa la cabeza del dragón en
los cuadros de las iglesias. Algo más vería de él, cosas
que trato de olvidar pero que tenía razón en hacerlas,
cosas por las que no tengo el derecho de juzgarlo y ya las quiero
borrar de mis recuerdos. Al fin y al cabo, todos matamos
esa noche y desde entonces supimos que ya nada sería igual que
antes, porque el tiempo del dolor había empezado.
Por boca de un compañero que vivía en
Santiago, nos enteramos de la clave de los cabezas negras:
tres toques de silbato se responden con dos y ya se puede pasar
por el abra de la cordillera sin ser atacados por los ronderos de
Defensa Civil. Otro pelotón de compañeros se vistió de
árboles, con ramas por todos lados, para poder deslizarse en la
oscuridad y un tercer
pelotón se disfrazó con pieles de llama para confundirse entre
los rebaños de los santiaguinos. "A estos jarjachas
les damos con todo ahora", dijo Marcial, y era que Santiago
se había pasado al lado del enemigo robando los animales del
resto de comunidades y quemando las cosechas de los caseríos que
no constituyen Defensa Civil. Por eso íbamos bien
emponchados, ocultando las armas para agarrarlos por
sorpresa. Dimos tres pitadas fuertes y nos respondieron con
dos. Esperamos un rato no muy largo y dimos dos pitadas que
nos devolvieron con tres. Entonces un rondero apareció en
el camino con su lanza y agitando el sombrero en alto.
"Atracó el muy cojudo", dijo el Ciriaco Reynoso,
abriendo ladino los brazos para recibirlo. Mas apenas lo
tuvo cerca, le metió el cuchillo hasta el otro lado de las
entrañas y feo sonó el suspiro del sorprendido.
Inmediatamente Eriberto Quispe se puso el poncho del
difunto y caminamos con el resto de compañeros hacia
Santiago. Los nuestros gritaban como fieras lanzándose al
ataque y los santiaguinos sorprendidos en pleno sueño tardaron
un rato todavía en responder a las sombras que los
amenazaban. Salieron a chocar fierros con nuestra gente
como los ciegos cuando se pierden, pero a pesar de la desventaja
sus hombres se ubicaron en los riscos de las laderas y desde
allí lanzaban piedras con huaracas hacia los atacantes de
Airabamba. Marcial, con el grupo de armados, se había
rezagado observando de lejos el choque entre las dos
comunidades. Cada vez caían más piedras desde las sombras
altas de los cerros y los airabambinos comenzamos a
retroceder. Tratábamos de abrirnos paso a lanzazos y
cuchilladas entre los recios de Santiago, pero las piedras
seguían cayendo como el granizo rompiéndoles la cabeza a
nuestros mejores hombres y los contrarios resistían a pie firme,
devolviendo los golpes y cubriéndose bien de las estocadas.
-¡Disparen carajo!...-gritó Ciriaco
Reynoso al grupo de Marcial, que se había quedado rezagado
mirando la bronca. Pero ellos, a regular distancia,
seguían observando cómo los nuestros perdían terreno y algunos
ya comenzaban a correr con la frente chorreando sangre.
-¡Disparen cojudos! -volvió a
gritar el Ciriaco, esta vez con la sangre tibiecita corriéndose
por el cuello hasta la espalda.
Los airabambinos se replegaban perseguidos a punta
de lanza por los yanahumas de Santiago, cuando en la oscuridad
refulgieron los disparos del grupo de Marcial. No
disparaban hacia los santiaguinos que defendían su plaza, sino
que las metralletas apuntaban hacia los cerros donde estaban
apostados los que nos corrían a pedradas. Y era que no
todos tenemos la misma sesera, pues. El camarada había
estado contando cuántas hondas y huaracas tenían los cabezas
negras y cuando las tuvo a todas ubicadas, mandó al tercer
pelotón que abriera fuego en distintas direcciones que él
daba. Como la cancha tostada sonaban las metralletas
botando fuego por el cañón y los hondazos empezaban a disminuir
poco a poco, hasta que ya no nos caía ninguna piedra desde lo
alto.
-¡Jajaillas! -gritó jubiloso Eriberto
Quispe, levantando su machete y todos lo seguimos aprovechando
que la lluvia de piedras había amainado hasta desaparecer,
lanzándonos sobre los malditos de Santiago para exterminarlos.
Para toda mi vida me acordaré cómo el Alejo
Velasco me rogaba para que no le quitara su malvada
existencia. "Perdóname, Demetrio, y les devolveremos
todo con tal que nos dejen vivir. Pero ya estaba
amargo, cansado por haberlo correteado al Alejo hasta la acequia
pegada al cerro y allí nomás le arrié con la guadaña en el
pescuezo. Me acordé entonces de todos sus abusos, de mis
últimas cabezas de carnero y hasta de las gallinas que le
quitara a mi mujer el muy desgraciado.
Cuando nos juntábamos ya para cantar, vi lo que me
arrepiento de haber visto, eso que cargo como recuerdo ingrato
del escarmiento que les dimos a esos jarjachas, hijos del
pedo. El mismo Marcial con ojos de fuego, ángel convertido
en demonio, mataba uno por uno a los rendidos de Santiago, así
no fueran cabezas negras. Su gente miraba con respeto lo
que hacía el
camarada y cuando se le acabaron las balas, alguien le extendió
otra metraca ara que continuara barriendo a los que faltaban.
Pena me daba un borrachito que había conocido
antes. Marcial lo iba a matar y él lloraba por su vida
miserable.
-Ama wañuchiwaychischu, taitallico... (no me mates,
papacito) -decía suplicando, pero le metió un balazo en el
estómago y el borrachito cayó con las manos juntas sobre su
panza, abriendo la boca de dolor.
-Imaynatan munanki ch'ayllanatataq munasunki (tal
como trates igual te tratarán) -le respondió Marcial al
moribundo antes de darle el tiro de gracia.
-Atatau bendito... -dije en voz alta sin fijarme y
me salió al paso Adelaida amenazando con su arma.
-¿Qué pasa, compañero?... Vaya con su pelotón,
compañerito.
Caminé entonces hacia donde se encontraban los
airabambinos curándose las heridas y cargando los cadáveres de
los vecinos que habían muerto en el encuentro. Sólo
perdimos seis compañeros en el enfrentamiento, dos con tiro de
escopeta y cuatro con huaraca o con lanza. Todos los techos
de paja ardieron como si fueran bosta de vaca. Cuando nos
retirábamos arreando el ganado de los derrotados, veíamos de
lejos arder lo que había sido Santiago; sus mujeres lloraban
harto a los muertos llamándolos por sus nombres y las guaguas
también lloraban en medio de la confusión. Hasta ahora
sueño las caras de los difuntos devolviéndonos todo lo que nos
robaban para entregárselo a los uniformados.
*****
De
tanto que le insistí a Eriberto Quispe para que me contara por
qué tenía tanto rencor el camarada Marcial esa noche, terminó
hablando de esa historia tan triste que me duele recordar.
Junto con Ciriaco Reynoso somos los más instruidos de esta
comunidad de analfabetos y juntos los tres masticamos coca esa
mañana calentándonos con la pequeña fogata que prendí y
lamentando la desgracia del compañero de armas.
"¿Qué harías tú, compañero Demetrio, si
teniéndolo todo en la vida y vienes a ayudar a estos miserables,
terminan dándote una patada en el culo?" Me preguntó
Eriberto antes de comenzar, mientras los palos ardían reventando
algunas veces, haciendo fulgurar el rostro de nuestro vecino.
"El buen Marcial, buen camarada, buen
guerrillero, honesto como lo conocemos los del partido, vino hace
muchos años por acá para instruir a estos indios de
Santiago. Vino antes de la guerra, cuando todo estaba
tranquilo, y llegó con su compañera caminando por ese sendero
de herradura que sube por atrás."
-¿Por Piquichaki? -preguntó Ciriaco Reynoso.
"Ese mesmo. Y bueno, ustedes tampoco
conocieron a su compañera que le decíamos Rosa. Bonita
era la china, blanconcita y con cara inteligente. Ellos
tuvieron la mala suerte de llegar en plena celebración de la
fiesta de San Isidro Labrador. Ustedes sí conocen cómo es
la fiesta por estos pagos: se come, se baila, se toma mucho
aguardiente casi hasta morir."
-Jor, jor, jor -enseña los dientes Ciriaco
recordando las fiestas. Los tiene incompletos y los que
aún se sostienen en pie están negros de caries.
"Y los chutos de Santiago que son tan buenos
bebedores salieron tumbando a Marcial, dejándolo
inconsciente. A Rosa también le habían hecho beber pero
sólo estaba mareadita la pobre. Marcial, borracho hasta su
mano, no pudo darse cuenta de lo que hacían con su china."
-¿Y qué hicieron, vecino? -pregunté temiendo lo
peor.
Eriberto Quispe me miró dudando si contarme o no
las cosas que pasaron en la fiesta. Bajó la mirada hacia
las brasas de la fogata y volvió a clavarme los ojos con más
valor.
"Cosas feas pasaron, compañero. Cosas
que dan pena y vergüenza contarlas, porque somos de la misma
provincia de estos jarjachas que hemos matado. A Rosa se la
montaron cerca de veinte indios borrachos y luego, cuando se
dieron cuenta de lo que habían hecho, los botaron de la
comunidad."
-Atatau, caracho... -susurró Ciriaco Reynoso
espantado.
"Así es, paisano. No le dieron cuartel a
la pobre. Cuando despertó Marcial, su mujer había sido
forzada tantas veces que ya no tenía razón en su cabeza.
Luego, luego, los botaron a pedradas amenazándoles de que no
volvieran por ahí. Los de Airabamba teníamos que castigar
a los yanahumas por todo lo que les robaron a nuestras familias,
por el ganadito que se llevaron para entregárselo a los cachacos
y por los abusos que les han hecho a otras comunidades
vecinas. Pero lo de Marcial es cosa justa."
-¿Y qué pasó con la Rosa, compañero? -me atreví
a preguntar.
-Murió en un encuentro con los sinchis en
Huanta. Ahora nuestro comandante trata de olvidarla con el
amor de Adelaida, que es una buena mujer. Ojalá tenga
mejor suerte que la anterior... -dijo Eriberto Quispe cerrando la
historia. Los últimos palos secos de la fogata se iban
apagando.
*****
Ya habíamos caminado seis días
perdiéndonos de las patrullas que nos buscaban por lo que
hicimos contra Santiago. Pasábamos por otros caseríos de amigos
y los encontrábamos con tanto miedo que se negaban a darnos
comida para que no los mataran luego los cachacos. Nos
cerraban la puerta en las narices y hasta nos insultaban aquellos
que antes aplaudían nuestra presencia. Evaristo Porras
mató a un comerciante que venía de las montañas de San
Francisco cortando camino por la cordillera. Primero lo
tomaron prisionero y cuando revisaron su alforja le encontraron
un kilo de droga. Entonces Evaristo le rebanó las orejas al
infeliz y luego de verlo sufrir, le hundió el cuchillo varias
veces en el pecho. "Esa gente para qué sirve",
dijo.
Al noveno día de camino, con hambre y sin
cartuchos, nos vimos de frente con los de la Marina. Era
muy lejos para que nos alcanzaran y disparaban por gusto sabiendo
que a esa distancia no nos hacían ningún muerto. No
sabíamos que terminando la bajada de Huamanmarca, al décimo
día de babear de hambre, nos batirían a su regalado gusto
causándonos tantas bajas. Braulio
Vílchez, danzante de tijeras muy querido en Airabamba, quedó
destrozado a balazos sobre los cactos de la quebrada. Ni
reconocerlo se podía de lo feo que le dieron. Evaristo
Porras ni siquiera se dio cuenta de que lo habían matado: se
quedó quietecito con un balazo en la frente y los ojos en
blanco. La tierra recibió su sangre que caía por
goterones. A Custodio Contreras lo tomaron prisionero
cuando trataba de huir arrastrando la pierna herida. Le
encontraron los petardos que cargaba en la alforja; le amarraron
su dinamita al estómago y así arrodillado en medio de la pampa,
lo volaron como escarmiento para que lo viéramos los que
estábamos escondidos en los roquedales.
Gritaban feo los marinos y supimos entonces que los
sinchis no eran ni la mitad de sanguinarios de lo que eran
éstos. No me moví de entre las piedras donde estaba
escondido y los vi pasar a ellos patrullando el camino.
Eran altos, con el rostro pintado de negro, más fuertes que
otros cachacos que habíamos conocido y bien armados.
Gritaban lisuras insultándonos para que saliéramos.
Pateaban a nuestros muertos con odio y hasta podría jurar por la
Virgen de Sillapata que escuché a alguien hablar como argentino.
(Lo sé porque he conocido turistas argentinos en Ayacucho. Por
eso reconoci ese dejo raro.).
Después de dos días de verlos
dar vueltas por la cordillera azul de Huamanmarca, decidí
moverme. Había sido piedra durante todo ese tiempo,
olvidando el hambre por el miedo que todavía insistía en
paralizarme. Arrastrándome, cogí una lagartija atontada por el
sol y le arranqué su cabeza viva aún para masticarla.
Eriberto Quispe me reconoció a lo lejos y nos
juntamos con otros asustados más que iban saliendo de entre las
piedras y hasta debajo de la tierra. "Creo que estamos
muertos", me dijo todo pálido y ojeroso. Caminamos
solamente, sin hablar nada ni miramos, buscando siquiera un sitio
en la tierra para sentarnos. Pronto comprobaríamos que ese
sitio no existía, que no habían caminos ni lugar a donde ir.
*****
Los de Parcorán nos
regalaron víveres no porque estuvieran con nosotros, sino porque
les causábamos lástima de tan sólo vernos. Nos rogaban
que nos fuéramos. Un día má allá de Parcorán
encontramos el camino hacia las crestas de Airabamba, donde
estaban muchos de los nuestros. Allí nos unimos con la
gente armada de Marcial, vi su rostro de arcángel que pisa la
cabeza del dragón en las iglesias y escuché su palabra.
Su quechua estaba mejor que antes.
La primera noche en Airabamba soñé con los muertos
que nos hicieron en la bajada de Huamanmarca. Braulio
Vílchez vino hacia mí saltando en el aire con sus tijeras que
cortaban el viento, ocultando el rostro destrozado por las
balas. Evaristo Porras sonreía con su balazo en la frente
y me enseñaba las orejas cortadas al pichicatero de San
Francisco. Los muertos más jóvenes de quienes ni siquiera
conocí sus nombres sonreían tendidos en el piso, riéndose de
las patadas que les daban los cachacos. Pendejos, pues... Si ya
no podían sentir nada.
Cinco días duró el descanso en
Airabamba y luego caminaríamos de noche siempre, bajo las
órdenes de Marcial. Dejé por fin de ser base
y me incorporaron al partido. Me bautizaron con otro nombre
y ahora me llaman "Celso", aunque los vecinos viejos de
la comunidad siempre se les antoja llamarme Demetrio. Ya no
cargo con el rejón, sino que me dieron una escopeta vieja para
cazar perdices. Ahora íbamos a Vizcachero, según nos
dijeron, para atacar el puesto de la Guardia Civil. Nunca
me imaginé que fuera tan fácil: les avisamos a los guardias que
íbamos a atacarlos y que si se iban antes que llegáramos,
podían salvar el pellejo. Y los muy sabidos escaparon
dejándonos las armas para que no los siguiéramos.
Eriberto Quispe me dijo que Marcial había conversado el asunto
con los tombos antes. Y así, con cuatro metralletas más bajamos
para la Esmeralda a ajustarles las cuentas a algunos soplones y
abigeos que colaboraban con el Ejército.
******
No les gustó a los
uniformados lo que hicimos en Vizcachero y mucho menos los
muertos que les dejamos en la Esmeralda. Entre los
ajusticiados hubo uno que era del servicio de inteligencia
-¿así le dicen?- y lo que más me sorprendió que era chuto
como todos, cholo como yo, feo como yo, igualito a los
demás. Solo Marcial pudo reconocerlo al verle las manos
sin huella de trabajo y por esa chispa de inteligencia que llevan
en los ojos los instruidos. Le hicimos juicio popular
delante del pueblo y la gente no le perdonó al maldito
supaypaguagua ese. Yo mismo lo ejecuté con el machete y
eso fue lo que menos les gustó a los cachacos. Y sería
bien importante a pesar de ser cholo como uno, porque después de
cinco días los marinos nos cerraron el paso con helicópteros en
Razuhuillca y por el callejón de Huayllay nos buscaban también
muchas patrullas de sinchis. Marcial y los que decidían con él
prefirieron enfrentar a los sinchis que a los marinos.
-Los sinchis son borrachos, pichicateros, no
aguantan mucho la altura... -nos dijeron.
Entonces emprendimos confiados el camino
a Quebrada Huachanga para bajar por ahí hacia otras bases que
podían ocultarnos en los alrededores de Luricocha. Mi coca
se acabó en poco tiempo y empecé a comer yuyos que arrancaba
con las manos de cualquier saliente. Y el encuentro
con el enemigo otra vez nos agarró hambrientos y cansados.
Lo peor: no había
mucha bala para meterle a las armas, en cambio ellos hasta
disparaban por gusto. Por eso en Quisoruco nos despedazaron
con ráfagas y granadas.
Una vez que rompieron con la formación del pelotón, se
dedicaron a chumbearnos a cada uno por separado. Vi morir a
varios de los nuevos reclutados de la Esmeralda, maq'titos que
aún no habían cumplido quince años, que no podían cubrirse
porque las balas venían desde lo alto.
Marcial nos condujo a los de
Airabamba por una quebradita muy angosta que bajaba hacia el otro
lado de la cordillera. Eramos unos cuantos que resbalábamos
asustados sobre las piedras, sin saber hacia donde. Nos
ocultamos al extremo de la quebrada, en un lugar seco donde
podíamos esperar a que pasara el tiempo y los sinchis se
olvidaran de nuestras cabezas.
Sentados en el suelo caliente por el sol, tomábamos aire sin
hablar, mirando entre los árboles secos una parvada de palomas
serranas que iba y venía de banda a banda, sin advertir la
presencia de ninguno. Descansaban un rato en cualquiera de
las laderas y luego seguían volando de una banda a la otra, como
si se tratara de un juego entre ellas. El corazón me
saltaba en el pecho y el estómago quería aflojárseme de miedo,
pero tan sólo de ver su juego inocente me tranquilicé un poco.
Así, cubiertos por esos árboles tan secos que el viento los
hacía silbar, fuimos recuperando fuerzas sin terciar palabra,
esperando que las balas dejaran de sonar al otro lado.
Ciriaco Reynoso empezó a susurrar una canción mirando a las
palomas serranas cruzar el cielo por momentos.
...Sonkuy ujupin uywakurqani urpichata lulupayaspa, qhawapayaspa, tukuy sonqoywan... Mana uywanaqa, raphran hunt'asqa phaqarikapun... purullantaña saqerparispa, sonqoy ujupi...
(En las entrañas de mí corazón cuidé una tortolita ¡Con qué ternura! ¡Con qué cuidado! ¡Con todo amor! Y la ingrata, crecidas sus alas, se fue volando dejándome sus plumas dentro de mi corazón)
Más tarde los cachacos se dejaron sentir con sus pasos torpes,
botas gruesas que desprendían piedras al bajar por la
pendiente. "No nos han visto, hay que dejar que se
vayan", dijo Marcial, y todo hubiera salido bien si no fuera
por esas cosas de la casualidad. Me convertí en piedra
nuevamente y los otros trataron de volverse árboles secos,
cactos, sombras de la montaña. Engañamos a los sinchis que
pasaron casi a nuestro lado amoratados por la altura, cargando
sus armas como si pesaran un millón de arrobas. Pero no
logramos engañar a las palomas que trataron de refugiarse en el
risco cubierto de malezas y espinares, donde estábamos
escondidos. Vinieron espantadas por la columna de
uniformados que bajaba tan torpemente, pero se encontraron con
que otro grupo de hombres estaba invadiendo su lugar y terciaron
el vuelo así, de repente, sorprendidas por nuestra presencia.
Ese cambio de rumbo que hicieron las torcazas, lo
vieron los sinchis y comenzaron a disparar con fuego graneado en
aquella dirección. Las balas hacían saltar pedazos de
roca y levantaban mucho polvo que cegaba los ojos. Los
arbolitos espinosos y sedientos se quebraban como si fueran de
carrizo . Entonces Marcial contestó y Adelaida le siguió, como
siempre, cuidando las balas para no desperdiciarlas.
Disparaba también Eriberto Quispe con la metralleta que
consiguió en Vizcachero, al igual que nuestro vecino Ciriaco. Yo
también disparaba ese vejestorio de escopeta para matar perdices
y que parecía no alcanzar al enemigo. Mi sobrino Matías
Uripe les lanzó un petardo prendido con la huaraca y los hizo
retroceder. Pobre Matías, las chinas de Airabamba
llorarán su muerte en plena flor de juventud: no bien lanzó el
petardo recibió más de veinte plomos en el cuerpo. Cogí
su huaraca de lana y prendí un petardo para frenar su avance,
así como lo hizo mi sobrino, y, ¡Jajaillas!, claro que lo
conseguí haciéndolos recular hasta la otra banda. Pero ya
no sentía nada y mi cuerpo se fue adormeciendo como si el sueño
me agarrara de pronto, y ya no pude alcanzar la escopeta
perdiguera que se quedó allí calentándose al sol. Las
fuerzas se me escurrieron por los brazos y las piernas como
muñeco de carnavalito que quiere pararse y no puede. Todo
era oscuro y más negro se volvió el cielo hasta que ya no vi
nada.
*****
-Los que mueren así
de repente vienen para acá, Demetrio -sentí que me decía
sonriendo Eriberto Quispe.
-Yo no estoy muerto, vecino... -le respondí y él
se burló.
-No seas cojudo, Demetrio. Mira que en este
lado de la quebrada también está Matías Uripe, tu sobrino.
-Así es Demetrio... -me dice Matías, y yo retiro
mi hombro para que no me ponga su mano manchada de sangre fresca.
Ciriaco Reynoso también está sentado con nosotros
mirando cómo se agota la batalla en lo profundo de la hondonada.
Los sinchis le meten bala a los últimos espinares que se secan
donde se unen las dos laderas. Alguien les responde desde
allí, calculando sus tiros para no agotar la munición.
-Ese es Marcial... -me dice con desgano
Ciriaco. Otra metralleta se siente tabletear desde la parte
alta, como si lo apoyaran.
-Esa es Adelaida -señaló con el índice
ensangrentado Matías Uripe.
Los sinchis no dejan de disparar en esas dos
direcciones y parece que tuvieran muchas balas porque no se les
acaban nunca. Han avanzado bastante cerca de ellos.
Ahora sí disparan con rabia contra la herida de rocas y espinos,
y dos uniformados se lanzan hacia adentro del monte. Salen con
Marcial y Adelaida, los dos con las manos sobre la nuca,
empujándolos, pateándolos y sacándoles la madre.
-Ya se jodieron -murmura Eriberto Quispe.
-Mala suerte de Marcial para con las warmichas...
¿Por qué no la mató a la hembra, carajo? -dice Ciriaco
acongojado.
Ahora que estoy muerto no sufro tanto con las penas
de otro, pero aún así me dolió ver lo que hacían estos
malvados. La desnudan a Adelaida y se colocan de uno en
fondo, por orden de rango y luego por antigüedad, mientras que
otros sujetan a Marcial para que vea cómo se aprovechan de su
mujer. El último la mata, como es su costumbre.
Vendría después el martirio de nuestro comandante y si yo
hubiera tenido cuerpo habría llorado de ver cómo lo retaceaban
a cuchillo.
-¡Taitallay! ¡Taitallayco!... ¿Manacho pacha
quicharicuspa sonccompe milpunca llapa sua nácacc maldicionta?
(¡Padre mío! ¡Padre nuestro!... ¿No se abrirá la tierra para
tragarlos en sus entrañas a todos estos ladrones y carniceros
malditos?) -dijo mi sobrino Matías Uripe, queriendo llorar como
si estuviera vivo. La tierra madre recibió la sangre de
ambos y se fundió con ella, como lo hace con aquellos a los que
la muerte les ha costado mucho dolor.
-Quisiera abrazarlo al comandante... -me oigo decir.
Ciriaco y Eriberto, vecinos míos hasta en la muerte, me miran
con tristeza.
-Mira mejor las torcazas serranas que inocentemente
nos entregaron a la muerte, míralas como bandean la quebrada,
Demetrio. Así, muertos como estamos, seremos como ellas...
No sufriremos más.
Entonces vino aquel remolino que hasta hoy nos lleva en su seno por los farallones pedregosos de esta hondonada tan seca, nos estrella contra las paredes de roca y nos filtra entre las ramas de los árboles sedientos que se mecen despacio y son nuestras voces tristes las que escuchan los caminantes ululando en el viento de invierno.
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